viernes, 24 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 2




Se había perdido cumpleaños, dos Nochebuenas y dos celebraciones de Año Nuevo, pero no se había perdido la boda de su hermana. Eso tenía que contar.


Había llegado tarde a la ceremonia y hecho un asco, pero su hermana Elena lo había sentado en el banco principal sin vacilar antes de darle la espalda para casarse con su mejor amigo, Adrian Sinclair.


Eso había sido horas antes. El banquete había terminado y los invitados bailaban a la orilla de un río, con fuegos artificiales estallando en el cielo.


Pedro había intentado estar allí en espíritu además de en carne y hueso. Había sonreído hasta que le dolían las mejillas, había bailado con la novia y bromeado con el novio, como correspondía. Había estado de pie hasta que no podía más y después se había sentado bajo un árbol, con la espalda apoyada en el tronco, dejando que la gente se divirtiera a su alrededor.


Ya era de noche, pero los invitados parecían dispuestos a seguir con la celebración hasta el amanecer. Pedro , por otro lado, sentía que la adrenalina abandonaba su cuerpo, dejándolo agotado. Necesitaba encontrar una cama y dormir durante unos cuantos días, semanas, meses… necesitaba un sitio en el que estar, en el que alojarse.


Damian le había ofrecido su casa de la playa y tal vez eso le iría bien durante unos días, pero su familia tenía por costumbre reunirse allí y lo que Pedro quería era estar solo…


Entonces vio que Adrian se dirigía hacia él con una mujer que había llegado una hora antes y no parecía en absoluto preocupada por haberse perdido la ceremonia o el banquete. 


No debía ser una invitada.


Iba inmaculadamente vestida, elegante, con largas y torneadas piernas y unos zapatos de tacón que debían costar una pequeña fortuna. Sus dos hermanas habían pasado la fase de los zapatos caros y Pedro  los reconocía, aunque no pudiese decir la marca.


Los zapatos se detuvieron delante de él y Pedro  levantó la mirada, apoyando la cabeza en el tronco del árbol.


De cerca podía ver que la forma atlética que había adivinado de lejos tenía más millas de lo que parecía. Y quien hubiera hecho la cara de esa mujer tenía un gusto inusual. Su boca era grande, de labios carnosos, los ojos almendrados, la nariz pequeña, el pelo castaño.


Sus facciones eran demasiado raras como para ser clásicamente bellas, pero tan sorprendentes y llamativas que no podrían pasar desapercibidas.


Pedro , quiero presentarte a Paula Chaves—dijo Adrian—. La nueva jefa de contraespionaje, Sección Cinco.


Sección Cinco. Pedro  intentó hacer que su cerebro funcionase. La Sección Cinco era Europa del Este y cuando se marchó de allí dos años antes la dirigía el viejo Evans. No sabría decir si aquella mujer iba a ser una aliada o no…


Seguramente no.


—Su reputación lo precede, señor Alfonso.


Su voz era ronca, interesante. Ella se inclinó un poco, tenía que hacerlo para mirarlo a la cara.


—No es usted tan guapo como me habían dicho.


—Deme tiempo. Los cardenales desaparecen.


Ella esbozó una sonrisa agradable, abierta. Y esa sonrisa…


Era un arma letal.


—Su hermana ha sugerido que alguien lo lleve al hospital y yo tengo el coche aquí.


Pedro  se había dado cuenta: negro, grande, seguramente blindado.


—¿Por qué tanta seguridad para una boda?


Un cuarto de los invitados eran miembros de las fuerzas especiales y muchos de ellos iban armados. Como la mujer que tenía delante.


—Usted sabe la respuesta a esa pregunta, vaquero —la mujer sonrió de nuevo.


—Usted no es la jefa de mi sección.


—Y no sabe cuánto me alegro después del lío que ha organizado, pero estamos aquí para llevarlo a Canberra y asegurarnos de que no le pase nada en el camino.


—Deje que descanse el fin de semana e iré de buen grado.


—Señor Alfonso… —empezó a decir ella, con tono indulgente—. Vamos a darle esta noche y espero que nos dé las gracias. Debería haber vuelto hace dos años.


—Siento haber llegado tarde —Pedro esbozó una sonrisa para irritarla—. Es usted muy joven para ser jefa de sección.


—Tengo cuarenta años bien aprovechados.


Diez años más que él.


—De todas formas…


—No me subestime, señor Alfonso. Yo no voy a hacerlo.


—Llámame Pedro —dijo él.


Entonces notó que Adrian se ponía alerta; Adrian, su mejor amigo y a partir de aquel día su cuñado, lo miraba con expresión divertida… ¿o resignada? Tal vez tenía percepción extrasensorial o tal vez sencillamente lo conocía tan bien que sabía lo que estaba pensando, pero parecía haber notado su interés por la jefa de carita rara, voz de whisky y una sonrisa que era un arma letal.


—No —dijo su amigo.


—Sí.


—Muy mala idea.


—Las he tenido peores —Pedro volvió a mirar a la jefa.


Paula también parecía haber detectado algo.


—Hágale caso a su amigo, señor Alfonso. Me lo merendaría.


—Y yo no me quejaría.


—Sí lo haría.


Seguía sonriendo, como si estuviera acostumbrada a lidiar con todo tipo de situaciones.


—¿Si subo al coche con usted terminaré en la granja o en el cuarto de interrogatorios?


—En la granja, le doy mi palabra. No tiene que ir a la oficina hasta mañana a las nueve.


—¿Tiene idea de lo que piensan hacer conmigo después?


Su expresión se volvió seria y, en ese momento, vio la inteligencia y la diplomacia que la había hecho jefa de sección a los cuarenta años.


—Yo diría que eso depende de cómo juegue sus cartas a partir de ahora. Porque sabe jugar, ¿no?


Era más atractivo de lo que había esperado, pensó Paula, y había esperado mucho.


Su cuerpo era un arma letal y el pelo negro, cortado estilo militar, le daba un aire formidable. Por contraste, tenía un rostro que podría aparecer en una pantalla de cine, con un rictus masculino en la boca que dejaría a sus amantes soñando. Un mentón firme, altos pómulos y unos ojos que brillaban cada vez que miraba a su hermana. Pero a ella la miraban con expresión fría, calculadora.


Aquel era el hombre que había destruido un imperio de armas ilegales que valía miles de millones de dólares y había descubierto a un traidor en la unidad especial para la que trabajaba… un traidor que se sentaba en el sillón del subdirector de los Servicios Secretos. El escándalo había sido espectacular y había un fiero debate sobre si habría más traidores, si se habría guardado información para el final.


Ella lo habría hecho.


—Señor Alfonso, deje que lo lleve a la granja para que lo examine un médico. Mis hombres están haciendo apuestas sobre cuántas costillas tiene rotas o si ha perdido el oído. Por el momento, van tres a uno a que está leyendo los labios.


—Me pasa mucho —bromeó Pedro Alfonso—. A la gente le gusta apostar por mí.


—Y seguro que lo utiliza para conseguir lo que quiere —asintió ella, mirando los labios de Pedro Alfonso, que eran estupendos. «Contrólate», se dijo—. En cualquier caso, necesita que lo vea un médico.


—¿Es una orden?


—¿Aceptaría órdenes?


Él volvió a sonreír.


—De usted, seguramente sí.


—Podría usar la pistola de electrochoque —sugirió Adrian—. Eso podría funcionar.


—Podría, pero no tiene buen aspecto. Además, si lo matase tendría que rellenar muchos papeles.


—¿Le importaría que hablase con el novio en privado, jefa? —preguntó Alfonso.


Pero Paula no pensaba ir a ningún sitio hasta que supiera cuál era su estado físico.


—¿Qué tal si se levanta y me demuestra que puede caminar?


Él levantó la barbilla, mirándola con gesto de desafío.


—Puedo caminar.


—Me gustaría comprobarlo.


Pero él no se levantó.


El orgullo era un asco.


—Llévalo a la granja —dijo Paula Chaves—. Tenemos un médico esperando allí.


Sin esperar respuesta de Adrian se dio la vuelta para dirigirse a su coche. Sabía cuánto iba a costarle a Alfonso moverse de nuevo. Había estado controlando todos sus movimientos desde que el yate de Antonov explotó, la destrucción que había dejado a su paso y su obsesión por llegar a casa para la boda de su hermana. No había dormido en cincuenta horas y estaba agotado, incapaz de dar un paso.


Lo único que lo mantenía en pie era la fuerza de voluntad.


Pedro Alfonso había buscado un puesto mando desde el momento que hizo el primer examen para el servicio especial en la unidad de Servicios Secretos. Había tenido éxito en todas las misiones que le habían sido encomendadas, incluyendo el trabajo con Antonov. Ella esperaba un rostro bonito, un cerebro bien amueblado, una voluntad de hierro y una predisposición natural para causar problemas.


Y no se había llevado una desilusión.


—Bonita forma de caminar —murmuró Pedro mientras la observaba alejarse con paso seguro. Y seguían gustándole sus orejas.


—¿Tú puedes caminar? —le preguntó Adrian.


—Creo que sí. Pero no puedo levantarme.


Adrian le ofreció su brazo y Pedro se apoyó en él para levantarse, intentando no desmayarse o vomitar. O las dos cosas a la vez. Un segundo después Elena apareció a su lado, con el vestido de novia, sujetándolo por el otro brazo.


—¿Vas a la granja? —le preguntó.


—En un momento —dijo Pedro. Antes tenía que comprobar si podía dar un paso.


Sí, podía caminar.


¿O no?


—Usa la cama del dormitorio principal.


—¿Tu cama? —exclamó Pedro. ¿En su noche de bodas? No, de eso nada—. Bonito vestido, tal vez deberías apartarte.


Elena no se apartó y Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para controlar las náuseas. Su hermana no solía obedecer órdenes; se parecía mucho a él en ese aspecto. En lugar de apartarse, tomó su cara entre las manos y lo estudió con gesto preocupado.


—Tienes un aspecto horrible. Como si hubieras tenido que atravesar el Infierno para llegar aquí. Dime que no piensas volver.


—No puedo decirte eso, Elena.


Ella apretó los labios, con esa expresión obstinada que no auguraba nada bueno.


—Tengo que solucionar un asunto —dijo Pedro—. Nada demasiado agotador.


—¿Sigues teniendo trabajo?


—Espero que sí, aunque no creo que vayan a darme una medalla.


Adrian soltó un bufido.


—¿Qué ha dicho la directora? —preguntó Elena.


—Que nos vamos mañana.


—¿Te ha dicho que hay un médico esperando para examinarte? Lo llamó nada más verte.


—Las mujeres siempre exageran.


—No te atrevas a decir eso —lo reprendió Elena—. Si yo hubiese aparecido en tu boda con esa pinta me habrías llevado al hospital.


—Me voy, me voy —dijo Pedro—. Deja de mirarme como si fuera a romperme.


—Yo he tenido que aguantar esas miradas durante un año entero.


—Yo no te miraba así —protestó Pedro.


—Claro, porque no estabas aquí.


—Pero ahora estoy aquí, Elena.


Sonaba como un ruego, era un ruego. Para que lo perdonase. Y tenía que apartarse antes de que arruinase su vestido de novia.


—Me voy, buscaré una cama y haré lo que me diga el médico —Pedro apretó su mano y se inclinó hacia ella; un momento de debilidad para todos los que estaban mirando y eran muchos—. Me voy. Es que lo estaba pasando bien en la fiesta.


Respirando profundamente, dio un paso adelante. Y luego otro.


Y entonces, todo se volvió negro.







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