sábado, 25 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 3





Testarudo, ¿no? —Paula se dirigió a la novia, intentando calmarla mientras el médico local, al que habían convencido para que fuese a la casa, ordenaba al novio y a uno de sus agentes que metieran a Pedro Alfonso en la cama.


La decoración de la habitación era una mezcla de arco iris y chic veneciano y Pedro, inconsciente, parecía fuera de lugar allí. Daba igual que llevase un traje de chaqueta; un lobo era un lobo llevase la piel que llevase.


—No tienes idea —Elena suspiró—. Debería haber dejado que te lo llevaras al hospital en cuanto apareció.


Pedro abrió los ojos un milímetro, lo suficiente como para fulminarlos a todos con la mirada, antes de cerrarlos de nuevo.


—¿Cómo se llama? — preguntó el médico.


Pedro Alfonso —respondió Elena—. Una pesadilla de hermano.


El hombre sacó una pequeña linterna del maletín y se inclinó hacia el paciente.


—¿Me oyes, Pedro?


Él murmuró algo.


—Voy a examinar tus pupilas para ver si respondes a la luz. No te dolerá.


—No hay conmoción. La tuve hace tres días… pero ya se me ha pasado —dijo Pedro.


—¿Ese diagnóstico viene con un título en Medicina?


—No, con la experiencia.


—¿Siempre discute tanto? —preguntó Paula.


—Sí, así es él. Prefiere llamarlo «persuasión».


—¿Tienes algún bulto en la cabeza? —preguntó el médico.


—Un par de ellos.


—¿Y el cuello? ¿Te duele? ¿Puedes moverlo?


Pedro tenía los ojos cerrados cuando respondió:
—Mi cuello está perfectamente, pero me duelen los hombros.


Pedro podía responder a las preguntas del médico sin mirar sus labios, de modo que no estaba sordo.


—No está sordo —murmuró—. La mitad de mis agentes acaban de perder una semana de sueldo.


—Sí, pero la otra mitad se ha hecho rica —bromeó Pedro, con una media sonrisa.


—¿Alguna vez sonríe abiertamente? —preguntó Paula.


Tal vez no era la pregunta más adecuada, pero nunca era malo estar bien informado y armado para la batalla.


—Hace tiempo que no sonríe así, pero tiende a ser bastante letal —bromeó Elena—. Caen países, los ángeles lloran, ese tipo de cosas.


—Amén —murmuró Pedro.


—Si no estuviera hecho polvo le quitaría esa arrogancia a golpes —dijo su hermana—. Porque lo quiero.


Sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo que darse la vuelta para que él no lo viera.


—Está consciente, es coherente… —empezó a decir el médico.


—No sangro por ningún orificio, estoy perfectamente —dijo el paciente—. ¿Lleva algún analgésico en el maletín?


—¿Para qué?


—Las costillas.


—Siéntate, vamos a echar un vistazo.


Pedro se sentó al borde de la cama con ayuda de Adrian. 


También aceptó ayuda para quitarse la chaqueta, pero él mismo desabrochó la camisa.


Se tomó su tiempo, pero Paula imaginó que el retraso tenía más que ver con sus problemas motores que con el deseo de retrasar el proceso. Por fin, la camisa desapareció para revelar una venda sucia sujeta con esparadrapo.


—Me disloqué un hombro, pero volví a colocarlo en su sitio.


—¿Tú mismo?


—Me ayudó una bañera.


—¿Puedes levantar el brazo?


—La última vez que lo intenté desperté dos horas después, en una playa.


—¿Cuándo fue eso?


—Hace tres días.


—¿Algún problema más desde entonces?


—Una falta de sueño insoportable.


—Voy a examinar tus pulmones y tu corazón. Luego quiero que levantes los brazos mientras lo hago de nuevo y te tumbes mientras examino esas costillas.


Pedro asintió con la cabeza.


Paula intentó girar la cabeza, pero era imposible no mirar los espectaculares cardenales en ese torso aún más espectacular mientras el médico retiraba la venda. Se había llevado una buena paliza.


El hombre puso el estetoscopio sobre su torso y le pidió que respirase. Pero luego, cuando presionó sus costillas, Pedro volvió a desmayarse.


—Es mejor que duerma.


—Desde luego.


Pedro recuperó el conocimiento unos minutos después, pero el médico puso una mano en su hombro sano.


—No se mueva —murmuró, sin dejar de examinarlo—. Sin hacerle una exploración con rayos X, creo que tiene cuatro costillas rotas.


—Todo para hacerse el valiente —dijo Elena—. ¿Qué más?


—Tiene dañados algunos tejidos blandos, como pueden ver.¿Sabemos qué le ha pasado?


—Sabemos que hubo una serie de explosiones a bordo de un yate y suponemos que Pedro fue lanzado al agua. 
También que atravesó la pared de un almacén con un camión y cruzó el desierto en un todoterreno.


Eso era todo lo que podían contarle a un médico civil.


—Y todo eso pasó hace tres días —Elena miró al hombre—. Ha estado viajando desde entonces. ¿Debería ir al hospital?


—No —respondió Alfonso, consciente de nuevo—. Ya he estado en un hospital.


—¿Dónde? —preguntó Paula.


—Pues… no me acuerdo, podría ser Budapest. Me examinaron con rayos X y luces estroboscópicas y me dieron unas pastillas.


—¿Seguro que no era una discoteca? —bromeó Paula.


—Me caes bien —dijo él.


—¿Recuerda el nombre de las pastillas? —le preguntó el médico.


Pedro soltó un bufido.


—No, pero eran buenas. He guardado la caja para futuras referencias, está en mi bolsillo.


El médico se inclinó para sacar la caja del bolsillo de la chaqueta.


—¿Cuántas pastillas le dieron?


—Cinco.


—Eso fue hace tres días, ¿no? Aquí dice una al día. ¿Dónde están las otras dos? Y no me diga que se las has tomado.


Así que el paciente no dijo nada.


—¿Qué son? —preguntó Elena.


—Un derivado de la cocaína. Eso explica que haya podido moverse con las costillas rotas.


—Solo quiero dormir.


Pedro intentó incorporarse de nuevo, con limitado éxito.


—¿Por qué hay un plato de fresas? ¿Estoy en la suite nupcial?


—No —respondió Elena—. Estás en la habitación de invitados.


Pedro seguía mirando las fresas con cara de sorpresa.


—¿Por qué? —insistió, con un tono de total desconcierto.


—Su casa, sus reglas —dijo Paula—. No lo pienses.


—¿En la habitación de invitados de tu casa hay fresas?


—Yo no tengo habitación de invitados.


—Seguramente tú dejas que los invitados duerman en tu habitación —Pedro esbozó una sonrisa—. Eso me gusta.


Pedro —lo reprendió Elena—. Jefa de sección, ¿recuerdas? Menos tonteo y más respeto.


—¿Por qué sigues aquí? —le preguntó Pedro—. ¿No deberías estar en el banquete? Lo único que voy a hacer es meterme en la cama. Estoy bien, no pasa nada. He llegado aquí, ¿verdad? Pues no hagas que lo lamente.


—Si has mentido sobre el hospital en Budapest te juro por el alma de mi flamante esposo que lo lamentarás.


—Qué mala es —murmuró Pedro—. Espero que lo sepas, Adrian.


El novio esbozó una sonrisa.


—Descansa un poco.


—Lo haría si os fuerais.


La novia y el novio salieron de la habitación, con Elena mirando por encima del hombro para advertir a su hermano que fuese bueno antes de cerrar la puerta.


Solo entonces Pedro se permitió hacer una mueca de dolor.


—Sobre esos analgésicos…


—En una escala del uno al diez, uno siendo nada y diez insoportable, ¿cuánto te duele?


—Si me quedo absolutamente quieto puedo darle un siete.


El médico sacó de su maletín dos pastillas de color azul que le ofreció con un vaso de agua.


—Esto te hará dormir. Podrás ducharte por la mañana, pero no hagas movimientos bruscos. Si es posible, nada de explosiones ni colisiones con vehículos a motor —después
de mirar al paciente durante unos segundos decidió ampliar la lista— nada de surf, boxear o artes marciales. Nada de levantar pesos, escalar montañas o hacer kayak. ¿Lo has entendido?


—Alto y claro.


—Puedes nadar, flotar y patalear en el agua como un niño de tres años. Por lo que he oído, no creo que te resulte muy difícil.


A Paula le gustaba aquel irónico médico de pueblo.


—Escucha lo que dice tu cuerpo y puede que salgas de esta en mejor forma de la que mereces.


A Paula le gustaba mucho aquel médico de pueblo.


—No estará buscando trabajo, ¿verdad? Porque nos vendría bien —le dijo.


—Me quedan dos años para retirarme y he visto todo lo que quería ver en lo que se refiere a urgencias médicas. No necesito ver más.


Una pena.


—Oiga —empezó a decir el paciente— ¿no le parece que tiene una cara muy divertida? Yo creo que sí. Me gusta mucho.


El hombre suspiró.


—Las pastillas empiezan a hacer efecto.


—Bonita voz, además —siguió Pedro—. Me hace pensar en sexo. ¿A usted le hace pensar en sexo?


—Hijo, tiene que descansar. No se esfuerce —el médico miró a Paula sin disimular una sonrisa—. Tal vez debería marcharse, antes de que empiece a hacerle proposiciones.


—Tal vez yo quiera oírlas para chantajearlo después —replicó ella.


Pensándolo bien, tal vez querría oírlas por razones egoístas.


Pero no, Pedro acababa de quedarse dormido.


—¿Podemos meterlo en un avión mañana?


El médico asintió con la cabeza.


—Hay que hacerle una exploración con rayos X en cuanto sea posible. Mantenerlo hidratado y vigilado.


—Gracias por su cooperación.


—De nada. Da igual lo que diga mi mujer. Siempre es un placer ayudar al Servicio de Inteligencia —el hombre esbozó una encantadora sonrisa—. ¿A quién le paso la factura?






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