martes, 14 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 27



Era una maleta más bien grande para un viaje de dos noches, pero Pedro no lo mencionó cuando a la mañana siguiente se presentó a recogerla al amanecer. De hecho, ni siquiera pareció notarlo. Al quitársela de la mano, la miró a los ojos con intensidad.


Durante un momento ella pensó que quizá fuera a besarla y contuvo el aliento Pero entonces él retrocedió.


Paula se sintió extrañamente agitada.


—¿Cómo está tu cabeza? —preguntó con el fin de restablecer la normalidad.


Algo en la expresión de ella debió complacerlo, porque su mirada se suavizó y sonrió.


—El chichón ha desaparecido, pero me mareo con solo mirarte —bajó la vista a los tacones que llevaba y volvió a subirla despacio por sus piernas y el traje azul de lana, que solo mostraba el cuello de la blusa blanca que tenía debajo—. Estás preciosa —comentó.


El cumplido la entusiasmó. Pero también le provocó timidez. 


No estaba acostumbrada a oír cosas así de Pedro.


—Me puse este traje hace una semana —indicó mientras iban hacia el coche.


Él guardó la maleta en el maletero; luego la miró y le sonrió.


—Ya entonces debí decirte lo fantástica que se te ve con él.


De nuevo se sintió entusiasmada. Insegura sobre cómo debía responderle a esa nueva, encantadora y «políticamente correcta» versión de Pedro, se subió al coche. Intentó no pensar en la noche que los esperaba. En lo que pasaría cuando le diera la respuesta. La dominaba la impaciencia.


Como si percibiera su tensión, Pedro mantuvo la conversación fluida y centrada en el trabajo.


—No va a ser una fusión fácil —advirtió mientras salían de la ciudad—. La gente de Bartlett da la impresión de no estar tomándoselo bien.


Eso fue obvio cuando llegaron una hora más tarde. La reunión de directores fue tensa. Era evidente que lo que les preocupaba era saber exactamente cómo los iba a afectar la adquisición, ya que en ese estado de economía incierto, no era fácil encontrar nuevos trabajos, y las hipotecas y las matrículas de universidad estaban cada vez más altas.


Paula sabía que Pedro no era ajeno a su situación, pero para él los negocios eran negocios. Cualquier escenario de compra significaba poner en marcha una reestructuración, y como hacía tiempo que Bartlett operaba en números rojos, en ese caso en particular los recortes iban a ser severos. 


Como eran los que habían estado al mando durante el desastre, serían los primeros en ser eliminados.


Muchos habían buscado otros trabajos y unos pocos seguirían en la empresa. Pero aún así había suficientes expresiones preocupadas en el grupo como para hacer que el corazón de Paula se sintiera atribulado. Esa era la parte de su trabajo que menos le gustaba. No tenía ningún problema en analizar números y recomendar cambios. 


Costaba mucho más mirar a la gente a la cara y hacer lo mismo, sabiendo que sus puestos estaban en juego.


Realizó lo que pudo para suavizar el golpe, ofreciendo café y simpatía, pero cuando las reuniones del día concluyeron, se sentía vacía y olvidado ya el entusiasmo anterior de Cenicienta.


Pedro, sin embargo, parecía entusiasmado y lleno de energía. La tomó del brazo y la guió con paso vivo hasta el coche para regresar al hotel.


—¿Puedes creértelo? Hoy hemos abarcado más de lo que había considerado posible. Con una breve sesión para atar cabos sueltos mañana, lo tendremos todo bien atado.


Cuanto más se acercaban al hotel, más le costaba a  Paula concentrarse en lo que decía. Sintió un nudo en el estómago cuando el hotel apareció a la vista... pero él siguió de largo.


—¡Pedro! Acabas de dejar atrás nuestro hotel.


—No —movió la cabeza—. Cancelé nuestras reservas. Te voy a llevar al Chariot. Es mucho más pequeño, pero creo que lo preferirás.


Aparte de ser más pequeño, era muy exclusivo. El director, con su lustroso pelo negro, sonrió al ver avanzar a Pedro hacia la conserjería.


—Señor Alfonso, qué agradable volver a verlo —el hombre miró a un botones, quien de inmediato se adelantó para encargarse de las maletas—. El señor Alfonso y su invitada se alojarán en el ala oeste —le indicó.


Paula experimentó una sorpresa leve y desagradable. No era su invitada; estaban allí por asuntos de negocios. 


Aunque eso tampoco era del todo cierto, ya que esa noche, según Pedro, iba a ser para ellos. No obstante, tuvo una sensación incómoda.


—Este hotel no figura en la lista aprobada por la empresa —le susurró mientras seguían al botones.


La miró de reojo con la ceja enarcada.


—Soy yo quien paga, no la empresa.


A Paula le agradó que Kane Haley, S.A., no se encargara de la factura de su escapada, pero no estaba del todo segura de que le gustara que lo hiciera Pedro.


Se sintió aliviada al comprobar que Pedro había reservado dos habitaciones. La suya era preciosa. Cerca de la ventana había un sofá de color verde musgo, mientras la cama y el resto del mobiliario eran de un lustroso color caoba. Una moqueta mullida de color beige cubría el suelo, y sobre el tocador y en las puertas de los armarios relucían espejos. En la mesita de noche incluso había un cuenco de cristal con fruta fresca.


Después de mirar alrededor para cerciorarse de que todo estaba bien, Pedro siguió al botones hasta otra habitación del otro lado del pasillo. Paula ni siquiera dispuso de la oportunidad de abrir la maleta antes de oír una llamada a la puerta.


Sobresaltada, fue a abrir.


—Hola —saludó Pedro.


—Hola —respondió, derritiéndose un poco ante la expresión risueña. Cuando lo vio mirar hacia la cama, los latidos se le desbocaron.


—¿Quieres ir a cenar a algún otro sitio o... —hizo una pausa—... pedimos que nos traigan la cena a mi habitación?


«¿Su habitación?» Luchó por respirar. La verdad era que no quería ir a ninguna parte, y tampoco tenía ganas de presentarse en el restaurante del hotel.


—Tu habitación —decidió con osadía.


Los ojos de él se encendieron y esbozó una sonrisa satisfecha.


—Buena elección. ¿Me adelanto a realizar el pedido? ¿Tienes alguna preferencia?


—Elige tú —en ese momento lo que menos le importaba era la comida.


—Entonces, ven a las... —miró el reloj—... ¿qué te parece a las ocho?


Paula asintió y él volvió a cruzar el pasillo. Cerró y se apoyó en la puerta para recuperar el aire. La pasada noche en sus brazos no había estado tan nerviosa. «No es más que la expectación», se dijo, la comprensión de que se trataba de La Gran Noche.


La excitación hizo que temblara mientras se vestía para la cena. Se había dado un baño y estaba en bata maquillándose cuando otra vez llamaron a la puerta.


Le tembló un poco la mano. Tragó saliva con un nudo en la garganta. Al parecer Pedro era más impaciente de lo que había imaginado. Se anudó el cinturón y fue a abrir.


—Flores para usted, señorita Chaves—anunció el botones con un jarrón enorme contra el brazo.


Paula abrió mucho los ojos. Rosas rojas. Como mínimo dos docenas; preciosas, de tallo largo, olorosas.


Nunca le habían enviado rosas.


Se llevó una mano al cuello y se hizo a un lado para dejar que fuera a depositarlas sobre la mesa. Sabía que sonreía al recoger el bolso para la propina. No pudo evitarlo.


El botones se volvió y descartó su ofrecimiento.


—El señor Alfonso siempre se encarga de eso. Que tenga una noche agradable —asintió y se marchó.


La sonrisa de Paula flojeó un poco. ¿El señor Alfondo siempre se encarga de eso? Buscó una tarjeta y la encontró entre las hojas verdes. Para una mujer hermosa. Pedro


La aguijoneó una decepción tonta. Era un bonito cumplido, le alegraba que la considerara hermosa, pero deseó que hubiera firmado «Todo mi amor, Pedro».


No obstante, el hecho de que aún no se lo hubiera dicho, no significaba que no lo sintiera. Acarició un sedoso pétalo rojo. 


Antes de que la noche terminara, estaba segura de que le diría las palabras que ansiaba oír.


Volvió a arreglarse. Se extendió crema hidratante por todo el cuerpo, luego se dio un toque de perfume en lo que Jay llamaba los «puntos calientes». Detrás de las orejas. Entre los pechos. Con atrevimiento, encima de la unión de los muslos. Se puso ropa interior negra que no era más que unas tiras con un triángulo de encaje por delante. Luego se enfundó unas medias... las sexys que requerían un liguero. 


¡Nunca en la vida se había sentido más seductora!


No podía llevar sujetador. El corte del vestido negro no lo permitía. Al menos tener pechos pequeños significaba que no necesitaba mucho sostén. Se subió las tiras finas de los hombros y se miró en el espejo. La parte frontal del vestido era bastante modesta. El escote en V era bajo, pero no demasiado. La falda no muy ceñida ni especialmente corta. 


Le llegaba por encima de las rodillas. Pero era la espalda lo que hacía que fuera tan osado. Giró a medias para mirarse en el espejo. El escote descendía más allá de la cintura. La piel blanca de los hombros y espalda ofrecía un marcado contraste con la tela negra.


Pero le gustaba. Irguió los hombros y la espalda y se puso los zapatos de tacón.


Respiró hondo y recogió el bolso. A las ocho en punto, llamaba a la puerta de Pedro.


Él abrió de inmediato.


—¡Oh! —miró los vaqueros y el jersey gris que llevaba puestos él.


Una sonrisa perversa se asomó a los labios de Pedro al recorrer el cuerpo de ella con la vista.


—Oh, sí —musitó.


—No sabía... —comenzó a dar media vuelta—... esto es demasiado elegante...


—Es perfecto —la tomó por la muñeca y la hizo entrar—. Estás preciosa, Paula. De verdad.


Otra vez esa palabra. Pero supuso que estaba bien cuando había tanta calidez en la voz.


La habitación de Pedro era bonita, decorada con tonalidades de azul y oro. Sin embargo, la cama parecía desproporcionadamente grande. Dominaba casi la mitad del cuarto. Un fuego ardía en la chimenea de mármol blanco. Una música suave fluía del sistema de sonido.



Pedro chasqueó los dedos.


—¿Quieres un poco de vino antes de cenar?


Paula odiaba el vino


—Claro —quizá la ayudara a relajarse. Mientras él llenaba las copas, añadió—: Gracias por las flores. Son preciosas.


—Me alegro de que te gusten —le entregó una copa—. ¿Tienes hambre? ¿Quieres cenar ahora?


—Claro —su voz sonaba rara, de modo que bebió un poco de vino para aclararla. Estuvo a punto de hacer una mueca al notar lo seco que era—. Sería estupendo —se situó detrás de ella para apartarle la silla y contuvo el aliento—. ¿Qué? —lo miró por encima del hombro.


—Nada —afirmó con voz estrangulada—. Vaya... vestido.


Paula se ruborizó y él sonrió.


Comenzaron a cenar. Ella estuvo segura de que la comida era buena; pero no conseguía disfrutar de su sabor. Tenía un nudo en el estómago. Había tantas cosas de que preocuparse. Entre ellas qué sucedería después de la cena.


La sopa tenía un olor delicioso... aunque con un leve aroma a ajo. La apartó.


La ensalada era buena... pero crujiente. Se preguntó si para Pedro sería tan estentórea como para ella al masticarla. Por las dudas, solo probó un par de bocados. Se concentró en los espárragos y trató de iniciar una conversación para llenar el silencio.


—Me pareció que la reunión fue muy bien...


—No quiero hablar de negocios, Paula.


—Oh —se llevó un espárrago a la boca mientras trataba de pensar en un tema mejor—. He oído que hoy ha nevado en la ciudad.


—Qué bien.


Lo miró, luego bajó la vista a su plato. «¿Por qué cuesta tanto?», se preguntó mientras mordía otro trozo de espárrago. Se suponía que estar juntos debía ser fácil, divertido. Pero esa noche nada parecía fácil.


Se comió todos los espárragos, tres trozos de entrecot y dejó la patata.


Pedro dejó el tenedor y la observó con el ceño fruncido.


—¿No tienes hambre? —ella movió la cabeza—. ¿Ni siquiera para la mousse de chocolate?


Paula volvió a mover la cabeza.


La miró un momento más y lentamente sus ojos se oscurecieron. Apartó la silla.


«Oh, oh, va a pasar al siguiente plato», pensó con una súbita oleada de pánico.


Pedro se levantó y ella se puso tensa. Lo observó mientras comenzaba a apagar todas las luces hasta que solo quedaron las velas, la chimenea y una lámpara para iluminar la habitación.


—¿Qué haces? —preguntó, y la voz le tembló un poco cuando él llegó al último interruptor.


—Quiero mostrarte algo.


A Paula no le cupo ninguna duda. Simplemente no estaba muy segura de que estuviera preparada para verlo.


Pedro apagó la lámpara. Las llamas en la chimenea centellearon y la vela titiló en la habitación en penumbra. Fue hacia la ventana y alargó la mano.


—Ven aquí.


Encima esperaba que fuera hacia él. Sobre unas piernas que parecían de gelatina.


Se levantó despacio, camino hacia él y aceptó su mano. Los dedos cálidos la envolvieron. La acercó, luego le pasó el brazo por los hombros y la hizo encarar la ventana.


—Mira —abrió la cortina.


El terciopelo azul se abrió lentamente para revelar una escena salida de una postal navideña. La luz procedente del hotel caía sobre los terrenos nevados y mostraba pinos y matorrales adornados con la nieve que caía.


—Es hermoso, Pedro.


El brazo de él la acercó y se inclinó para besarla. Sabía como el vino, pero a Paula le gustó en su lengua. La besó profunda y tiernamente, hasta que ella creyó que estaba en un sueño, con la luz de las llamas bailando en las sombras y la nieve cayendo en el exterior. Y los brazos de Pedro, fuertes y cálidos.


—Sabía que te gustaría la vista —musitó con voz ronca. La mano subió despacio por la espalda desnuda, luego bajó otra vez, introduciéndose bajo el material. Paula tembló y se acercó a su cuerpo—. También en verano es fantástico. Y en otoño.


Le capturó la boca para volver a besarla. Pero Paula descubrió que era incapaz de ceder a la pasión que la había dominado con anterioridad. Sentía la mente extrañamente distanciada del cuerpo y el último comentario de Pedro daba vueltas en su cabeza.


La seducción había sido bien pensada: la posada, la habitación hermosa, las velas, la música, las flores, el vino. Meticulosa en todos los detalles, igual que una de sus adquisiciones. Pero así como todo era nuevo y maravilloso para ella, él ya había estado allí. Sin duda con muchas mujeres.


Sabía que no era la primera para él. Pero de pronto comprendió cuánto necesitaba saber que sería la última.


Cortó el beso y giró la cabeza para apoyarla en su hombro. 


Los labios de él le rozaron la sien. Jugó con la tira del vestido.


—Estás preciosa esta noche.


«Otra vez esa palabra». Tragó saliva y susurró:
—No necesito cumplidos, Pedro. Lo que necesito es saber qué sientes tú.


Bajó la tira del vestido y se inclinó para besarle la piel fresca.


—Te deseo, Paula. Quiero hacer el amor contigo —la pegó contra su cuerpo duro—. Ven a la cama conmigo.


Un ligero dolor floreció en el pecho de ella, como si su corazón hubiera recibido un golpe repentino.


—No tengo mi camisón —murmuró. Era una tontería, pero parecía costarle concentrarse.


—No vas a necesitarlo.


El dolor en el pecho se prolongaba y extendía... hasta que se vio obligada a separarse de sus brazos. Miró por la ventana la fría nieve que caía sobre los árboles.


Él titubeó a su espalda, luego se acercó.


—¿Qué sucede, Paula? ¿No deseas esto? —la rodeó con los brazos al hablar, cruzándolos sobre sus pechos—. ¿No me deseas?


La pegó contra él. Los hombros de Paula reposaron en el torso de Pedro y la evidencia del deseo que sentía se acomodó de forma íntima contra su trasero.


Durante un largo momento ella saboreó el calor, la proximidad, la sensación de seguridad que sentía al estar tan pegada a Pedro. Sí, deseaba eso, lo deseaba a él, pero «todo» él. No solo su cuerpo, no solo esa noche, sino su amor. Porque sin amor, no habría seguridad ni realización en sus brazos.


—Sí, te deseo —reconoció en un susurro, y al instante los brazos de él la apretaron más. Le besó la mejilla. Paula giró la cabeza, aunque alzó las manos para cubrir las de Pedro—. Pero a pesar de que he cambiado en estas últimas semanas, el pelo, la ropa, por dentro sigo siendo la misma, Pedro. Creo en el amor y también creo que sin él, el sexo no es más que una liberación física temporal. No el lazo emocional que debería ser —le apretó las manos con fuerza y la voz sonó más ronca—: Quiero que la primera vez, la primera, que esté con un hombre, me ame. Necesito amor para que esto sea... correcto.


Pedro se puso rígido. Paula esperó, pero permaneció quieto, con los brazos aún en tomo a ella. El silencio se extendió y fue más elocuente que cualquier palabra que él pudiera pronunciar.


Y pasado un rato, ella cerró los ojos. Las lágrimas la quemaron detrás de los párpados. Salió de los brazos de Pedro y el dolor que había en su interior se propagó y la consumió.


—¿Paula?


No podía mirarlo por miedo a ponerse a llorar. Unas semanas atrás quizá hubiera cedido, lo suficientemente desesperada como para aceptar lo que él le ofrecía. Pero últimamente había aprendido mucho. Estaba dispuesta a prescindir de una boda blanca. Incluso estaba dispuesta a hacer temporalmente a un lado todo pensamiento de matrimonio. Pero no estaba dispuesta a abandonar el amor.


Le dolió cada centímetro del cuerpo no volver a sus brazos. 


El nudo que tenía en la garganta la hizo sonar tensa al hablar.


—No, Pedro. No deseo esto, después de todo. Para mí no es suficiente.


Él no la amaba.


Sin mirarlo, salió de la habitación.






UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 26




ME importas Paula. Eres especial para mí». Cada vez que el recuerdo de las palabras de Pedro aparecía en su mente al día siguiente, mientras preparaba la maleta para el viaje de trabajo, el pulso se le aceleraba de felicidad.


Había sido tan cariñoso, tan tierno al besarla. Con los ojos tan serios cuando la sentó sobre el regazo. Los labios tan hambrientos... y el cuerpo tan duro por el deseo. Sin embargo, la había detenido cuando ella había querido continuar. Le había dicho que necesitaba tiempo para pensarlo.


Eso no era algo que un hombre hiciera cuando su único objetivo era pasarlo bien, disfrutar de un juego. No, estaba segura de eso. Era algo que un hombre hacía cuando estaba enamorado.


La idea le aceleró el pulso. Cuando llamó a Jay para contarle lo sucedido, su amiga se había mostrado escéptica acerca de los sentimientos de Pedro. Pero Paula se había reído, por una vez segura en sí misma como mujer.


Jay quería todo aclarado. Le preocupaba que Pedro siguiera desinteresado en el matrimonio. Lo que su amiga no comprendía era que cuando una persona se enamoraba, sus sentimientos cambiaban con respecto a todo. De hecho, a pesar de su decisión de alejarse de él, nada más ver que podía estar herido le hizo comprender que todavía lo amaba. De hecho, había estado dispuesta a hacer el amor con él, a pesar de su vieja resolución de esperar hasta casarse. Lo que importaban era el amor y Pedro... no una ceremonia.


Cenicienta preparándose para su primer baile no podría haber estado más entusiasmada que Paula mientras hacía la maleta para el viaje.


Después de titubear un momento, regresó al armario para bajar la caja blanca que había encima del vestido de novia de su madre.


La abrió y extrajo el camisón que contenía, dejando que la seda descendiera por sus manos en un flujo sensual y suave. Se pasó un pliegue por la mejilla y disfrutó de la delicada frescura del material. Hacía una eternidad que lo tenía. Siguiendo un capricho, lo había comprado nada más llegar a Chicago. Aterradoramente caro y perversamente hermoso, la seda era de un blanco níveo y puro.


Nunca se lo había puesto. Lo había guardado en el armario, para reservarlo con el fin de estrenarlo con ese alguien especial que soñaba encontrar algún día. Le había sentado bien cuando se lo probó en la boutique de lencería. Estaba segura de que en ese momento le quedaría incluso mejor.


Volvió a guardarlo en la caja.









lunes, 13 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 25





Pedro, lo siento tanto, tanto.


—Ya me lo has dicho —y por enésima vez él repitió—: Y yo no dejo de decirte que está bien. No fue culpa tuya.


—Pero jamás tendría que haberte empujado de esa manera. No sabía que habías perdido el sentido...


—Estaba aturdido, no inconsciente.


—Pensé que estabas...


—Lo sé. Insinuándome de forma grosera. Ya me lo has contado también. Delante del personal de seguridad en la sala de primeros auxilios.


Y a juzgar por sus amplias sonrisas, a los hombres les había encantado. Pedro no podía culparlos. Desde luego, no hablaba muy a favor de su técnica de seducción que Pala no supiera si se insinuaba o estaba inconsciente.


Apretó la mandíbula y eso hizo que le palpitara la cabeza. 


Aceleró el paso. A su lado, Paula dio un saltito para mantener su ritmo y le pasó la mano por el brazo.


—De verdad, Pedro, te agradezco lo que has hecho —le apretó el bíceps en gesto de gratitud y añadió con voz llena de admiración—: Y la gente en el estadio quedó muy impresionada. Pasaron todo por los monitores gigantes. 
¿Oíste los aplausos de la gente cuando conseguiste ponerte de pie?


—Sí, fui un héroe de verdad al parar una pastilla con la cabeza y todo eso —se sentía como un idiota. Había estado tan concentrado en besar la mano de Paula, tan ensimismado en la reacción jadeante de ella, en la pasión que le nublaba los ojos, que no había visto cómo la pastilla volaba en su dirección hasta que casi fue demasiado tarde. Instintivamente había tratado de protegerla y a duras penas había podido alzar la mano para desviar la pastilla... a su sien.


Suspiró y se frotó el chichón. Bueno, al menos no le había dado a ella.


Se detuvieron junto al coche. Pedro iba a abrirle la puerta cuando Paula alargó la mano.


—Dame las llaves. Yo conduciré.


La miró fijamente. Se dijo que quizá la pastilla sí había llegado a golpearla, porque decía locuras.


—Tú no vas a llevar mi Porsche.


Suspiró exasperada. Mantuvo la mano extendida con la palma hacia arriba. Movió los dedos con gesto imperativo.


—Entonces no pienso subir. Acabas de recibir un golpe y no estás en condiciones de conducir. No es seguro.


Intentó intimidarla con la mirada, pero ella ni se movió. 


Respiró impaciente. ¿Cómo iba a poder discutir sobre su seguridad?


—Muy bien. Toma —plantó las llaves en su mano.


Subieron. Llevaban unos minutos en el coche cuando Paula anunció que lo iba a llevar al hospital.


—No, no lo harás.


—Sí. Llevas un kilómetro haciendo muecas de dolor.


—Eso es por el ruido que haces cada vez que pisas el embrague para meter las marchas.


—Oh. Lo siento —movió el pie—. Pero aún creo que deberías ir al hospital.


—Pues yo no.


Después de eso, Paula permaneció en silencio. Varios minutos más tarde, aparcó delante de su casa y bajó, todavía sin hablar. La nieve centelleaba a la luz de la luna. 


Subió las escaleras que conducían a su apartamento. Abrió la puerta y entró con Pedro pisándole los talones. Cerró con firmeza detrás de él y de inmediato lo ayudó a quitarse la cazadora.


Él enarcó las cejas con sorpresa. Era un cambio. Había esperado que intentara sacarlo por la puerta, no que lo desnudara.


—¿Paula?


Al quitarle la cazadora, se volvió para colgarla en el armario.


—Ve al salón a sentarte —ordenó por encima del hombro—. He de subir la calefacción, luego iré a buscarte algo de hielo para ese chichón. Es lo menos que puedo hacer después de haberme salvado la vida.


Pedro respiró hondo para hacer acopio de paciencia.


—No te salvé la vida y no necesito hielo. Mi cabeza está bien.


—¿Sí? —se volvió para mirarlo y cruzó los brazos antes de apoyar el hombro contra el marco de la puerta—. Si está tan bien, ¿entonces por qué me dejaste conducir tu preciado coche?


Abrió la boca, luego la cerró. Quería responderle, pero no se le ocurría ningún buen motivo.


—¡Porque me ordenaste que te diera las llaves! —explicó al final.


—Eso fue una prueba para ver cómo ibas a reaccionar. 
Jamás me lo habrías dejado conducir si te hubieras sentido bien al cien por cien. Y ahora siéntate mientras me quito el abrigo y los zapatos. Están mojados.


—Paula...


—¡Siéntate! —señaló el salón.


La vio desaparecer en el pasillo, luego fue al sillón que había junto al sofá y se sentó. No quería hielo; solo quería seguir adelante con su seducción. Cruzó los brazos, estiró las piernas y miró de malhumor sus pies. También tenía los zapatos mojados. Alzó una mano para frotarse la frente.


Sentado y quieto, de pronto se dio cuenta de que la cabeza le palpitaba... un poco. También le dolía la mano, en la palma derecha... probablemente donde le había dado la pastilla.


Bajó la mano en el momento en que Paula regresaba. Se había quitado el abrigo y los zapatos, pero aún llevaba los vaqueros y el jersey azules. Tenía los pies cubiertos por unos gruesos calcetines de lana. Pasó ante él en dirección a la cocina.


—Iré a buscar el hielo. ¿Quieres beber algo?


—No, gracias —tampoco quería el hielo, pero decidió no decírselo para no empezar otra discusión. Pelearse con ella no formaba parte de sus planes.


Oyó agua correr, la puerta de la nevera al abrirse y cerrarse. 


Unos minutos más tarde, entró con una bolsa de hielo en la mano. Se detuvo junto a la lámpara y redujo la luz.


Debió de ver la expresión de sorpresa en él, porque explicó:
—El resplandor parecía molestarte.


Pedro sintió que los músculos alrededor de sus ojos se relajaban y comprendió que así era. Paula rodeó el sillón, se situó detrás de él y con suavidad apoyó la bolsa en su sien.


Se encogió, más en reacción al frío que por el dolor.


—¿Te duele?


—No —le gustó la preocupación que notó en la voz de ella. 


Pensó que quizá había ideado una forma equivocada de seducción. Después de todo, se encontraba en el apartamento de Paula, a solas con ella, y deseando cuidarlo. 


Echó la cabeza atrás, pero el sillón era demasiado bajo para sostenerle el cuello, así que volvió a erguirse.


—Aguanta un momento.


Le dejó la bolsa mientras se alejaba. Luego regresó y le acomodó algo detrás del cuello. Algo peludo y suave.


—¿Qué es?


—Mi oso de peluche. Reclínate —volvió a quitarle la bolsa y con suavidad le apoyó la cabeza sobre el oso.


Esperó que se retirara, pero no lo hizo. Se quedó detrás de él, sosteniéndole el hielo contra el chichón, sin que ninguno de los dos hablara.


—Paula...


—Sshhh. Relájate.


La calidez de ella, la luz tenue que reinaba en el apartamento, la bolsa de hielo... tuvo que reconocer que era agradable. Fue aun mejor cuando ella le apartó el pelo de la frente. Los dedos finos le masajearon el cuero cabelludo. 


Pedro contuvo un suspiro de alivio y placer. Cerró los ojos. 


No recordaba que nadie le hiciera jamás eso.


—¿Pedro?


Abrió los ojos un poco. El rostro de Paula, invertido desde su ángulo, lo miraba con preocupación.


—¿Estás seguro de que no necesitas ver a otro médico? El del estadio dijo que si te sentías mareado o débil deberías hacer que te examinaran.


—Paula, estoy bien.


Se sentía mareado y débil, pero no tenía nada que ver con el golpe recibido. No necesitaba un médico. Solo necesitaba que ella siguiera acariciándole el pelo.


Y lo hizo. Volvió a cerrar los ojos. Podía oler el perfume de Paula, el caramelo que había tocado y la fragancia tentadora y femenina que procedía de ella misma.


Abrió los ojos. Ella aún lo miraba con expresión solemne, con ojos oscuros y serios. Cuando sus miradas se encontraron, habló con voz trémula:
—Me sentiría muy mal si te sucediera algo, Pedro. Y más porque todo ha sido al salvarme. Me... me asusté al darme cuenta de que estabas herido de verdad.


Algo en el interior de él se suavizó. Parecía tan preocupada.


 Alzó el brazo y cerró la mano detrás de la cabeza de ella. 


Despacio, la bajó hasta que sus labios se unieron en un beso breve y dulce.


Al soltarla, lo miraba con extrañeza.


—¿Qué ha sido eso? —musitó—. ¿Otro desafío?


—Solo un beso, Paula —repuso con voz ronca, y carraspeó—. Para darte las gracias por cuidar de mí.


—Comprendo —volvió a pasarle los dedos por el pelo—. Olvidé decirte una cosa. Ganaron los Blues.


El pulso de Pedro se disparó cuando ella se inclinó despacio para besarlo. Durante un largo momento, él no se movió. 


Después sintió la punta de la lengua invertida de Paula tocar la suya y el calor estalló en su cuerpo.


Tiró la bolsa de hielo al suelo. Se dijo que de todos modos se habría derretido en unos momentos.


—Ven aquí —susurró sobre los labios de Paula.


La tomó de la muñeca y la hizo girar alrededor del sillón hasta situarla sobre el regazo. Ella le pasó el brazo por el cuello y el hombro y apoyó una mano sobre su pecho. 


Cuando volvió a tomarle la boca, Pedro se preguntó si podría sentir su corazón desbocado.


Movió los labios por la mejilla de Paula y la sintió contener el aliento.


Pedro. Tu cabeza...


—Olvídate de mi cabeza —no era la sien palpitante lo que lo preocupaba, sino la palpitación en su entrepierna. Cerró otra vez los labios sobre la boca de Paula y en esa ocasión gimió en voz alta. A pesar de que solo habían pasado unos días, le parecía que hacía más tiempo que no la tenía en brazos. 


Como una vida entera.


Besarla era como llegar a casa. Un lugar cálido, dulce y bienvenido. Paula sabía a azúcar y a cacahuetes. Sabía como si fuera suya.


Quería besarla para siempre... en todas partes. De forma íntima y completa. Sentirla derretirse como el algodón de azúcar sobre la lengua. Sin separarse, deslizó la mano bajo el jersey suave y encontró una piel más suave y delicada. Le acarició la espalda, bajó los dedos por la columna vertebral. Le pasó la palma por el estómago, luego la subió.


Sin dejar de besarla, le tomó un pecho. La protuberancia compacta del pezón se clavó en su mano por debajo del encaje del sujetador. El cuerpo de Pedro se endureció al sentirla temblar y al captar el gemido que anidó en la garganta de Paula. El beso se hizo más hambriento, sus dedos más urgentes. No quería parar, no parecía poder parar... pero ella le apoyó las manos en las mejillas y con delicadeza se separó.


Pedro —susurró sobre la boca de él—. ¿Estás seguro de que esto no es demasiado para ti? ¿Y si tuvieras una conmocion?


Las palabras susurradas lo sacudieron. Lo invadió una oleada de calidez... y de vergüenza. A ella solo le preocupaba su salud.


La observó. Junto a la preocupación había deseo. La pasión le había suavizado las facciones. Tenía la boca roja y las mejillas rosadas por el calor sensual. El cuerpo era cálido y dócil sobre su regazo.


Le acarició la nuca. Le estaba preguntando si quería parar... al tiempo que dejaba claro que ella deseaba continuar.


Al mirarla a la profundidad de los ojos, supo que lo único que tenía que decir era que estaba bien, y ella dejaría que le hiciera el amor. ¿Acaso no era eso lo que había planeado en todo momento? Seducirla, y aprovechar el deseo por él para conseguir su entrega. Demostrarle que era el hombre que ella deseaba.


Subconscientemente había planeado que hacer el amor fuera lo primero, y que luego hablaran. Con cualquier otra mujer, no habría resultado ningún problema. Sabrían perfectamente cuáles eran las reglas, las conocerían.


Pero Paula era diferente. Especial. Ella le importaba de verdad, mucho más que lo que había imaginado. Quería que estuviera segura de que sabía lo que hacía. No deseaba que aceptara hacer el amor con él por gratitud, porque creía que la había salvado de esa maldita pastilla.


Suspiró, le tomó la barbilla con una mano y la miró a los ojos.


—Necesitamos hablar.


La determinación en la voz de Pedro pareció atravesar la bruma sensual en la que se encontraba Paula. Sintió que se ponía rígida y vio que las mejillas se le acaloraban al sacar el brazo de sus hombros.


Cuando intentó alejarse, la retuvo.


—Me importas, Paula. Para mí eres especial. Jamás he conocido a alguien como tú, eres tan increíblemente dulce —le acarició el cabello—. No quiero hacer nada que pueda herirte —ella lo miró con desconcierto—. Así que quiero que estés muy, muy segura de que es esto lo que quieres. No deseo que luego te arrepientas. Anhelo que nuestra primera vez sea perfecta.


Los ojos de ella se tornaron luminosos. Los labios se le suavizaron.


—Oh, Pedro...


—No... —la voz le sonó áspera por la tensión de resistir. Le puso los dedos sobre los labios—. No me respondas ahora. Quiero que lo medites cuidadosamente —se levantó, alzándola con él, y la puso de pie—. Nos vamos pasado mañana a Hillsboro, y para ese entonces habrás tenido tiempo de tomar una decisión. Sea la que fuere, me la podrás contar allí, cuando estemos solos. Y te prometo que lo entenderé —se inclinó para rozarle los labios una vez más—. Y también te prometo que si me aceptas, me aseguraré de que no lo lamentes