lunes, 13 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 25





Pedro, lo siento tanto, tanto.


—Ya me lo has dicho —y por enésima vez él repitió—: Y yo no dejo de decirte que está bien. No fue culpa tuya.


—Pero jamás tendría que haberte empujado de esa manera. No sabía que habías perdido el sentido...


—Estaba aturdido, no inconsciente.


—Pensé que estabas...


—Lo sé. Insinuándome de forma grosera. Ya me lo has contado también. Delante del personal de seguridad en la sala de primeros auxilios.


Y a juzgar por sus amplias sonrisas, a los hombres les había encantado. Pedro no podía culparlos. Desde luego, no hablaba muy a favor de su técnica de seducción que Pala no supiera si se insinuaba o estaba inconsciente.


Apretó la mandíbula y eso hizo que le palpitara la cabeza. 


Aceleró el paso. A su lado, Paula dio un saltito para mantener su ritmo y le pasó la mano por el brazo.


—De verdad, Pedro, te agradezco lo que has hecho —le apretó el bíceps en gesto de gratitud y añadió con voz llena de admiración—: Y la gente en el estadio quedó muy impresionada. Pasaron todo por los monitores gigantes. 
¿Oíste los aplausos de la gente cuando conseguiste ponerte de pie?


—Sí, fui un héroe de verdad al parar una pastilla con la cabeza y todo eso —se sentía como un idiota. Había estado tan concentrado en besar la mano de Paula, tan ensimismado en la reacción jadeante de ella, en la pasión que le nublaba los ojos, que no había visto cómo la pastilla volaba en su dirección hasta que casi fue demasiado tarde. Instintivamente había tratado de protegerla y a duras penas había podido alzar la mano para desviar la pastilla... a su sien.


Suspiró y se frotó el chichón. Bueno, al menos no le había dado a ella.


Se detuvieron junto al coche. Pedro iba a abrirle la puerta cuando Paula alargó la mano.


—Dame las llaves. Yo conduciré.


La miró fijamente. Se dijo que quizá la pastilla sí había llegado a golpearla, porque decía locuras.


—Tú no vas a llevar mi Porsche.


Suspiró exasperada. Mantuvo la mano extendida con la palma hacia arriba. Movió los dedos con gesto imperativo.


—Entonces no pienso subir. Acabas de recibir un golpe y no estás en condiciones de conducir. No es seguro.


Intentó intimidarla con la mirada, pero ella ni se movió. 


Respiró impaciente. ¿Cómo iba a poder discutir sobre su seguridad?


—Muy bien. Toma —plantó las llaves en su mano.


Subieron. Llevaban unos minutos en el coche cuando Paula anunció que lo iba a llevar al hospital.


—No, no lo harás.


—Sí. Llevas un kilómetro haciendo muecas de dolor.


—Eso es por el ruido que haces cada vez que pisas el embrague para meter las marchas.


—Oh. Lo siento —movió el pie—. Pero aún creo que deberías ir al hospital.


—Pues yo no.


Después de eso, Paula permaneció en silencio. Varios minutos más tarde, aparcó delante de su casa y bajó, todavía sin hablar. La nieve centelleaba a la luz de la luna. 


Subió las escaleras que conducían a su apartamento. Abrió la puerta y entró con Pedro pisándole los talones. Cerró con firmeza detrás de él y de inmediato lo ayudó a quitarse la cazadora.


Él enarcó las cejas con sorpresa. Era un cambio. Había esperado que intentara sacarlo por la puerta, no que lo desnudara.


—¿Paula?


Al quitarle la cazadora, se volvió para colgarla en el armario.


—Ve al salón a sentarte —ordenó por encima del hombro—. He de subir la calefacción, luego iré a buscarte algo de hielo para ese chichón. Es lo menos que puedo hacer después de haberme salvado la vida.


Pedro respiró hondo para hacer acopio de paciencia.


—No te salvé la vida y no necesito hielo. Mi cabeza está bien.


—¿Sí? —se volvió para mirarlo y cruzó los brazos antes de apoyar el hombro contra el marco de la puerta—. Si está tan bien, ¿entonces por qué me dejaste conducir tu preciado coche?


Abrió la boca, luego la cerró. Quería responderle, pero no se le ocurría ningún buen motivo.


—¡Porque me ordenaste que te diera las llaves! —explicó al final.


—Eso fue una prueba para ver cómo ibas a reaccionar. 
Jamás me lo habrías dejado conducir si te hubieras sentido bien al cien por cien. Y ahora siéntate mientras me quito el abrigo y los zapatos. Están mojados.


—Paula...


—¡Siéntate! —señaló el salón.


La vio desaparecer en el pasillo, luego fue al sillón que había junto al sofá y se sentó. No quería hielo; solo quería seguir adelante con su seducción. Cruzó los brazos, estiró las piernas y miró de malhumor sus pies. También tenía los zapatos mojados. Alzó una mano para frotarse la frente.


Sentado y quieto, de pronto se dio cuenta de que la cabeza le palpitaba... un poco. También le dolía la mano, en la palma derecha... probablemente donde le había dado la pastilla.


Bajó la mano en el momento en que Paula regresaba. Se había quitado el abrigo y los zapatos, pero aún llevaba los vaqueros y el jersey azules. Tenía los pies cubiertos por unos gruesos calcetines de lana. Pasó ante él en dirección a la cocina.


—Iré a buscar el hielo. ¿Quieres beber algo?


—No, gracias —tampoco quería el hielo, pero decidió no decírselo para no empezar otra discusión. Pelearse con ella no formaba parte de sus planes.


Oyó agua correr, la puerta de la nevera al abrirse y cerrarse. 


Unos minutos más tarde, entró con una bolsa de hielo en la mano. Se detuvo junto a la lámpara y redujo la luz.


Debió de ver la expresión de sorpresa en él, porque explicó:
—El resplandor parecía molestarte.


Pedro sintió que los músculos alrededor de sus ojos se relajaban y comprendió que así era. Paula rodeó el sillón, se situó detrás de él y con suavidad apoyó la bolsa en su sien.


Se encogió, más en reacción al frío que por el dolor.


—¿Te duele?


—No —le gustó la preocupación que notó en la voz de ella. 


Pensó que quizá había ideado una forma equivocada de seducción. Después de todo, se encontraba en el apartamento de Paula, a solas con ella, y deseando cuidarlo. 


Echó la cabeza atrás, pero el sillón era demasiado bajo para sostenerle el cuello, así que volvió a erguirse.


—Aguanta un momento.


Le dejó la bolsa mientras se alejaba. Luego regresó y le acomodó algo detrás del cuello. Algo peludo y suave.


—¿Qué es?


—Mi oso de peluche. Reclínate —volvió a quitarle la bolsa y con suavidad le apoyó la cabeza sobre el oso.


Esperó que se retirara, pero no lo hizo. Se quedó detrás de él, sosteniéndole el hielo contra el chichón, sin que ninguno de los dos hablara.


—Paula...


—Sshhh. Relájate.


La calidez de ella, la luz tenue que reinaba en el apartamento, la bolsa de hielo... tuvo que reconocer que era agradable. Fue aun mejor cuando ella le apartó el pelo de la frente. Los dedos finos le masajearon el cuero cabelludo. 


Pedro contuvo un suspiro de alivio y placer. Cerró los ojos. 


No recordaba que nadie le hiciera jamás eso.


—¿Pedro?


Abrió los ojos un poco. El rostro de Paula, invertido desde su ángulo, lo miraba con preocupación.


—¿Estás seguro de que no necesitas ver a otro médico? El del estadio dijo que si te sentías mareado o débil deberías hacer que te examinaran.


—Paula, estoy bien.


Se sentía mareado y débil, pero no tenía nada que ver con el golpe recibido. No necesitaba un médico. Solo necesitaba que ella siguiera acariciándole el pelo.


Y lo hizo. Volvió a cerrar los ojos. Podía oler el perfume de Paula, el caramelo que había tocado y la fragancia tentadora y femenina que procedía de ella misma.


Abrió los ojos. Ella aún lo miraba con expresión solemne, con ojos oscuros y serios. Cuando sus miradas se encontraron, habló con voz trémula:
—Me sentiría muy mal si te sucediera algo, Pedro. Y más porque todo ha sido al salvarme. Me... me asusté al darme cuenta de que estabas herido de verdad.


Algo en el interior de él se suavizó. Parecía tan preocupada.


 Alzó el brazo y cerró la mano detrás de la cabeza de ella. 


Despacio, la bajó hasta que sus labios se unieron en un beso breve y dulce.


Al soltarla, lo miraba con extrañeza.


—¿Qué ha sido eso? —musitó—. ¿Otro desafío?


—Solo un beso, Paula —repuso con voz ronca, y carraspeó—. Para darte las gracias por cuidar de mí.


—Comprendo —volvió a pasarle los dedos por el pelo—. Olvidé decirte una cosa. Ganaron los Blues.


El pulso de Pedro se disparó cuando ella se inclinó despacio para besarlo. Durante un largo momento, él no se movió. 


Después sintió la punta de la lengua invertida de Paula tocar la suya y el calor estalló en su cuerpo.


Tiró la bolsa de hielo al suelo. Se dijo que de todos modos se habría derretido en unos momentos.


—Ven aquí —susurró sobre los labios de Paula.


La tomó de la muñeca y la hizo girar alrededor del sillón hasta situarla sobre el regazo. Ella le pasó el brazo por el cuello y el hombro y apoyó una mano sobre su pecho. 


Cuando volvió a tomarle la boca, Pedro se preguntó si podría sentir su corazón desbocado.


Movió los labios por la mejilla de Paula y la sintió contener el aliento.


Pedro. Tu cabeza...


—Olvídate de mi cabeza —no era la sien palpitante lo que lo preocupaba, sino la palpitación en su entrepierna. Cerró otra vez los labios sobre la boca de Paula y en esa ocasión gimió en voz alta. A pesar de que solo habían pasado unos días, le parecía que hacía más tiempo que no la tenía en brazos. 


Como una vida entera.


Besarla era como llegar a casa. Un lugar cálido, dulce y bienvenido. Paula sabía a azúcar y a cacahuetes. Sabía como si fuera suya.


Quería besarla para siempre... en todas partes. De forma íntima y completa. Sentirla derretirse como el algodón de azúcar sobre la lengua. Sin separarse, deslizó la mano bajo el jersey suave y encontró una piel más suave y delicada. Le acarició la espalda, bajó los dedos por la columna vertebral. Le pasó la palma por el estómago, luego la subió.


Sin dejar de besarla, le tomó un pecho. La protuberancia compacta del pezón se clavó en su mano por debajo del encaje del sujetador. El cuerpo de Pedro se endureció al sentirla temblar y al captar el gemido que anidó en la garganta de Paula. El beso se hizo más hambriento, sus dedos más urgentes. No quería parar, no parecía poder parar... pero ella le apoyó las manos en las mejillas y con delicadeza se separó.


Pedro —susurró sobre la boca de él—. ¿Estás seguro de que esto no es demasiado para ti? ¿Y si tuvieras una conmocion?


Las palabras susurradas lo sacudieron. Lo invadió una oleada de calidez... y de vergüenza. A ella solo le preocupaba su salud.


La observó. Junto a la preocupación había deseo. La pasión le había suavizado las facciones. Tenía la boca roja y las mejillas rosadas por el calor sensual. El cuerpo era cálido y dócil sobre su regazo.


Le acarició la nuca. Le estaba preguntando si quería parar... al tiempo que dejaba claro que ella deseaba continuar.


Al mirarla a la profundidad de los ojos, supo que lo único que tenía que decir era que estaba bien, y ella dejaría que le hiciera el amor. ¿Acaso no era eso lo que había planeado en todo momento? Seducirla, y aprovechar el deseo por él para conseguir su entrega. Demostrarle que era el hombre que ella deseaba.


Subconscientemente había planeado que hacer el amor fuera lo primero, y que luego hablaran. Con cualquier otra mujer, no habría resultado ningún problema. Sabrían perfectamente cuáles eran las reglas, las conocerían.


Pero Paula era diferente. Especial. Ella le importaba de verdad, mucho más que lo que había imaginado. Quería que estuviera segura de que sabía lo que hacía. No deseaba que aceptara hacer el amor con él por gratitud, porque creía que la había salvado de esa maldita pastilla.


Suspiró, le tomó la barbilla con una mano y la miró a los ojos.


—Necesitamos hablar.


La determinación en la voz de Pedro pareció atravesar la bruma sensual en la que se encontraba Paula. Sintió que se ponía rígida y vio que las mejillas se le acaloraban al sacar el brazo de sus hombros.


Cuando intentó alejarse, la retuvo.


—Me importas, Paula. Para mí eres especial. Jamás he conocido a alguien como tú, eres tan increíblemente dulce —le acarició el cabello—. No quiero hacer nada que pueda herirte —ella lo miró con desconcierto—. Así que quiero que estés muy, muy segura de que es esto lo que quieres. No deseo que luego te arrepientas. Anhelo que nuestra primera vez sea perfecta.


Los ojos de ella se tornaron luminosos. Los labios se le suavizaron.


—Oh, Pedro...


—No... —la voz le sonó áspera por la tensión de resistir. Le puso los dedos sobre los labios—. No me respondas ahora. Quiero que lo medites cuidadosamente —se levantó, alzándola con él, y la puso de pie—. Nos vamos pasado mañana a Hillsboro, y para ese entonces habrás tenido tiempo de tomar una decisión. Sea la que fuere, me la podrás contar allí, cuando estemos solos. Y te prometo que lo entenderé —se inclinó para rozarle los labios una vez más—. Y también te prometo que si me aceptas, me aseguraré de que no lo lamentes







5 comentarios:

  1. Hermosos capítulos! Me encantó la actitud de Pedro!!!

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  3. Ayyyy me encantaaa !!! Es un dulceeee !!! No aguanto hasta la noche jajaja

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  4. Ayyyyyyyyy, qué hermosos los 3 caps. Re dulces!!!!!!!

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