martes, 14 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 27



Era una maleta más bien grande para un viaje de dos noches, pero Pedro no lo mencionó cuando a la mañana siguiente se presentó a recogerla al amanecer. De hecho, ni siquiera pareció notarlo. Al quitársela de la mano, la miró a los ojos con intensidad.


Durante un momento ella pensó que quizá fuera a besarla y contuvo el aliento Pero entonces él retrocedió.


Paula se sintió extrañamente agitada.


—¿Cómo está tu cabeza? —preguntó con el fin de restablecer la normalidad.


Algo en la expresión de ella debió complacerlo, porque su mirada se suavizó y sonrió.


—El chichón ha desaparecido, pero me mareo con solo mirarte —bajó la vista a los tacones que llevaba y volvió a subirla despacio por sus piernas y el traje azul de lana, que solo mostraba el cuello de la blusa blanca que tenía debajo—. Estás preciosa —comentó.


El cumplido la entusiasmó. Pero también le provocó timidez. 


No estaba acostumbrada a oír cosas así de Pedro.


—Me puse este traje hace una semana —indicó mientras iban hacia el coche.


Él guardó la maleta en el maletero; luego la miró y le sonrió.


—Ya entonces debí decirte lo fantástica que se te ve con él.


De nuevo se sintió entusiasmada. Insegura sobre cómo debía responderle a esa nueva, encantadora y «políticamente correcta» versión de Pedro, se subió al coche. Intentó no pensar en la noche que los esperaba. En lo que pasaría cuando le diera la respuesta. La dominaba la impaciencia.


Como si percibiera su tensión, Pedro mantuvo la conversación fluida y centrada en el trabajo.


—No va a ser una fusión fácil —advirtió mientras salían de la ciudad—. La gente de Bartlett da la impresión de no estar tomándoselo bien.


Eso fue obvio cuando llegaron una hora más tarde. La reunión de directores fue tensa. Era evidente que lo que les preocupaba era saber exactamente cómo los iba a afectar la adquisición, ya que en ese estado de economía incierto, no era fácil encontrar nuevos trabajos, y las hipotecas y las matrículas de universidad estaban cada vez más altas.


Paula sabía que Pedro no era ajeno a su situación, pero para él los negocios eran negocios. Cualquier escenario de compra significaba poner en marcha una reestructuración, y como hacía tiempo que Bartlett operaba en números rojos, en ese caso en particular los recortes iban a ser severos. 


Como eran los que habían estado al mando durante el desastre, serían los primeros en ser eliminados.


Muchos habían buscado otros trabajos y unos pocos seguirían en la empresa. Pero aún así había suficientes expresiones preocupadas en el grupo como para hacer que el corazón de Paula se sintiera atribulado. Esa era la parte de su trabajo que menos le gustaba. No tenía ningún problema en analizar números y recomendar cambios. 


Costaba mucho más mirar a la gente a la cara y hacer lo mismo, sabiendo que sus puestos estaban en juego.


Realizó lo que pudo para suavizar el golpe, ofreciendo café y simpatía, pero cuando las reuniones del día concluyeron, se sentía vacía y olvidado ya el entusiasmo anterior de Cenicienta.


Pedro, sin embargo, parecía entusiasmado y lleno de energía. La tomó del brazo y la guió con paso vivo hasta el coche para regresar al hotel.


—¿Puedes creértelo? Hoy hemos abarcado más de lo que había considerado posible. Con una breve sesión para atar cabos sueltos mañana, lo tendremos todo bien atado.


Cuanto más se acercaban al hotel, más le costaba a  Paula concentrarse en lo que decía. Sintió un nudo en el estómago cuando el hotel apareció a la vista... pero él siguió de largo.


—¡Pedro! Acabas de dejar atrás nuestro hotel.


—No —movió la cabeza—. Cancelé nuestras reservas. Te voy a llevar al Chariot. Es mucho más pequeño, pero creo que lo preferirás.


Aparte de ser más pequeño, era muy exclusivo. El director, con su lustroso pelo negro, sonrió al ver avanzar a Pedro hacia la conserjería.


—Señor Alfonso, qué agradable volver a verlo —el hombre miró a un botones, quien de inmediato se adelantó para encargarse de las maletas—. El señor Alfonso y su invitada se alojarán en el ala oeste —le indicó.


Paula experimentó una sorpresa leve y desagradable. No era su invitada; estaban allí por asuntos de negocios. 


Aunque eso tampoco era del todo cierto, ya que esa noche, según Pedro, iba a ser para ellos. No obstante, tuvo una sensación incómoda.


—Este hotel no figura en la lista aprobada por la empresa —le susurró mientras seguían al botones.


La miró de reojo con la ceja enarcada.


—Soy yo quien paga, no la empresa.


A Paula le agradó que Kane Haley, S.A., no se encargara de la factura de su escapada, pero no estaba del todo segura de que le gustara que lo hiciera Pedro.


Se sintió aliviada al comprobar que Pedro había reservado dos habitaciones. La suya era preciosa. Cerca de la ventana había un sofá de color verde musgo, mientras la cama y el resto del mobiliario eran de un lustroso color caoba. Una moqueta mullida de color beige cubría el suelo, y sobre el tocador y en las puertas de los armarios relucían espejos. En la mesita de noche incluso había un cuenco de cristal con fruta fresca.


Después de mirar alrededor para cerciorarse de que todo estaba bien, Pedro siguió al botones hasta otra habitación del otro lado del pasillo. Paula ni siquiera dispuso de la oportunidad de abrir la maleta antes de oír una llamada a la puerta.


Sobresaltada, fue a abrir.


—Hola —saludó Pedro.


—Hola —respondió, derritiéndose un poco ante la expresión risueña. Cuando lo vio mirar hacia la cama, los latidos se le desbocaron.


—¿Quieres ir a cenar a algún otro sitio o... —hizo una pausa—... pedimos que nos traigan la cena a mi habitación?


«¿Su habitación?» Luchó por respirar. La verdad era que no quería ir a ninguna parte, y tampoco tenía ganas de presentarse en el restaurante del hotel.


—Tu habitación —decidió con osadía.


Los ojos de él se encendieron y esbozó una sonrisa satisfecha.


—Buena elección. ¿Me adelanto a realizar el pedido? ¿Tienes alguna preferencia?


—Elige tú —en ese momento lo que menos le importaba era la comida.


—Entonces, ven a las... —miró el reloj—... ¿qué te parece a las ocho?


Paula asintió y él volvió a cruzar el pasillo. Cerró y se apoyó en la puerta para recuperar el aire. La pasada noche en sus brazos no había estado tan nerviosa. «No es más que la expectación», se dijo, la comprensión de que se trataba de La Gran Noche.


La excitación hizo que temblara mientras se vestía para la cena. Se había dado un baño y estaba en bata maquillándose cuando otra vez llamaron a la puerta.


Le tembló un poco la mano. Tragó saliva con un nudo en la garganta. Al parecer Pedro era más impaciente de lo que había imaginado. Se anudó el cinturón y fue a abrir.


—Flores para usted, señorita Chaves—anunció el botones con un jarrón enorme contra el brazo.


Paula abrió mucho los ojos. Rosas rojas. Como mínimo dos docenas; preciosas, de tallo largo, olorosas.


Nunca le habían enviado rosas.


Se llevó una mano al cuello y se hizo a un lado para dejar que fuera a depositarlas sobre la mesa. Sabía que sonreía al recoger el bolso para la propina. No pudo evitarlo.


El botones se volvió y descartó su ofrecimiento.


—El señor Alfonso siempre se encarga de eso. Que tenga una noche agradable —asintió y se marchó.


La sonrisa de Paula flojeó un poco. ¿El señor Alfondo siempre se encarga de eso? Buscó una tarjeta y la encontró entre las hojas verdes. Para una mujer hermosa. Pedro


La aguijoneó una decepción tonta. Era un bonito cumplido, le alegraba que la considerara hermosa, pero deseó que hubiera firmado «Todo mi amor, Pedro».


No obstante, el hecho de que aún no se lo hubiera dicho, no significaba que no lo sintiera. Acarició un sedoso pétalo rojo. 


Antes de que la noche terminara, estaba segura de que le diría las palabras que ansiaba oír.


Volvió a arreglarse. Se extendió crema hidratante por todo el cuerpo, luego se dio un toque de perfume en lo que Jay llamaba los «puntos calientes». Detrás de las orejas. Entre los pechos. Con atrevimiento, encima de la unión de los muslos. Se puso ropa interior negra que no era más que unas tiras con un triángulo de encaje por delante. Luego se enfundó unas medias... las sexys que requerían un liguero. 


¡Nunca en la vida se había sentido más seductora!


No podía llevar sujetador. El corte del vestido negro no lo permitía. Al menos tener pechos pequeños significaba que no necesitaba mucho sostén. Se subió las tiras finas de los hombros y se miró en el espejo. La parte frontal del vestido era bastante modesta. El escote en V era bajo, pero no demasiado. La falda no muy ceñida ni especialmente corta. 


Le llegaba por encima de las rodillas. Pero era la espalda lo que hacía que fuera tan osado. Giró a medias para mirarse en el espejo. El escote descendía más allá de la cintura. La piel blanca de los hombros y espalda ofrecía un marcado contraste con la tela negra.


Pero le gustaba. Irguió los hombros y la espalda y se puso los zapatos de tacón.


Respiró hondo y recogió el bolso. A las ocho en punto, llamaba a la puerta de Pedro.


Él abrió de inmediato.


—¡Oh! —miró los vaqueros y el jersey gris que llevaba puestos él.


Una sonrisa perversa se asomó a los labios de Pedro al recorrer el cuerpo de ella con la vista.


—Oh, sí —musitó.


—No sabía... —comenzó a dar media vuelta—... esto es demasiado elegante...


—Es perfecto —la tomó por la muñeca y la hizo entrar—. Estás preciosa, Paula. De verdad.


Otra vez esa palabra. Pero supuso que estaba bien cuando había tanta calidez en la voz.


La habitación de Pedro era bonita, decorada con tonalidades de azul y oro. Sin embargo, la cama parecía desproporcionadamente grande. Dominaba casi la mitad del cuarto. Un fuego ardía en la chimenea de mármol blanco. Una música suave fluía del sistema de sonido.



Pedro chasqueó los dedos.


—¿Quieres un poco de vino antes de cenar?


Paula odiaba el vino


—Claro —quizá la ayudara a relajarse. Mientras él llenaba las copas, añadió—: Gracias por las flores. Son preciosas.


—Me alegro de que te gusten —le entregó una copa—. ¿Tienes hambre? ¿Quieres cenar ahora?


—Claro —su voz sonaba rara, de modo que bebió un poco de vino para aclararla. Estuvo a punto de hacer una mueca al notar lo seco que era—. Sería estupendo —se situó detrás de ella para apartarle la silla y contuvo el aliento—. ¿Qué? —lo miró por encima del hombro.


—Nada —afirmó con voz estrangulada—. Vaya... vestido.


Paula se ruborizó y él sonrió.


Comenzaron a cenar. Ella estuvo segura de que la comida era buena; pero no conseguía disfrutar de su sabor. Tenía un nudo en el estómago. Había tantas cosas de que preocuparse. Entre ellas qué sucedería después de la cena.


La sopa tenía un olor delicioso... aunque con un leve aroma a ajo. La apartó.


La ensalada era buena... pero crujiente. Se preguntó si para Pedro sería tan estentórea como para ella al masticarla. Por las dudas, solo probó un par de bocados. Se concentró en los espárragos y trató de iniciar una conversación para llenar el silencio.


—Me pareció que la reunión fue muy bien...


—No quiero hablar de negocios, Paula.


—Oh —se llevó un espárrago a la boca mientras trataba de pensar en un tema mejor—. He oído que hoy ha nevado en la ciudad.


—Qué bien.


Lo miró, luego bajó la vista a su plato. «¿Por qué cuesta tanto?», se preguntó mientras mordía otro trozo de espárrago. Se suponía que estar juntos debía ser fácil, divertido. Pero esa noche nada parecía fácil.


Se comió todos los espárragos, tres trozos de entrecot y dejó la patata.


Pedro dejó el tenedor y la observó con el ceño fruncido.


—¿No tienes hambre? —ella movió la cabeza—. ¿Ni siquiera para la mousse de chocolate?


Paula volvió a mover la cabeza.


La miró un momento más y lentamente sus ojos se oscurecieron. Apartó la silla.


«Oh, oh, va a pasar al siguiente plato», pensó con una súbita oleada de pánico.


Pedro se levantó y ella se puso tensa. Lo observó mientras comenzaba a apagar todas las luces hasta que solo quedaron las velas, la chimenea y una lámpara para iluminar la habitación.


—¿Qué haces? —preguntó, y la voz le tembló un poco cuando él llegó al último interruptor.


—Quiero mostrarte algo.


A Paula no le cupo ninguna duda. Simplemente no estaba muy segura de que estuviera preparada para verlo.


Pedro apagó la lámpara. Las llamas en la chimenea centellearon y la vela titiló en la habitación en penumbra. Fue hacia la ventana y alargó la mano.


—Ven aquí.


Encima esperaba que fuera hacia él. Sobre unas piernas que parecían de gelatina.


Se levantó despacio, camino hacia él y aceptó su mano. Los dedos cálidos la envolvieron. La acercó, luego le pasó el brazo por los hombros y la hizo encarar la ventana.


—Mira —abrió la cortina.


El terciopelo azul se abrió lentamente para revelar una escena salida de una postal navideña. La luz procedente del hotel caía sobre los terrenos nevados y mostraba pinos y matorrales adornados con la nieve que caía.


—Es hermoso, Pedro.


El brazo de él la acercó y se inclinó para besarla. Sabía como el vino, pero a Paula le gustó en su lengua. La besó profunda y tiernamente, hasta que ella creyó que estaba en un sueño, con la luz de las llamas bailando en las sombras y la nieve cayendo en el exterior. Y los brazos de Pedro, fuertes y cálidos.


—Sabía que te gustaría la vista —musitó con voz ronca. La mano subió despacio por la espalda desnuda, luego bajó otra vez, introduciéndose bajo el material. Paula tembló y se acercó a su cuerpo—. También en verano es fantástico. Y en otoño.


Le capturó la boca para volver a besarla. Pero Paula descubrió que era incapaz de ceder a la pasión que la había dominado con anterioridad. Sentía la mente extrañamente distanciada del cuerpo y el último comentario de Pedro daba vueltas en su cabeza.


La seducción había sido bien pensada: la posada, la habitación hermosa, las velas, la música, las flores, el vino. Meticulosa en todos los detalles, igual que una de sus adquisiciones. Pero así como todo era nuevo y maravilloso para ella, él ya había estado allí. Sin duda con muchas mujeres.


Sabía que no era la primera para él. Pero de pronto comprendió cuánto necesitaba saber que sería la última.


Cortó el beso y giró la cabeza para apoyarla en su hombro. 


Los labios de él le rozaron la sien. Jugó con la tira del vestido.


—Estás preciosa esta noche.


«Otra vez esa palabra». Tragó saliva y susurró:
—No necesito cumplidos, Pedro. Lo que necesito es saber qué sientes tú.


Bajó la tira del vestido y se inclinó para besarle la piel fresca.


—Te deseo, Paula. Quiero hacer el amor contigo —la pegó contra su cuerpo duro—. Ven a la cama conmigo.


Un ligero dolor floreció en el pecho de ella, como si su corazón hubiera recibido un golpe repentino.


—No tengo mi camisón —murmuró. Era una tontería, pero parecía costarle concentrarse.


—No vas a necesitarlo.


El dolor en el pecho se prolongaba y extendía... hasta que se vio obligada a separarse de sus brazos. Miró por la ventana la fría nieve que caía sobre los árboles.


Él titubeó a su espalda, luego se acercó.


—¿Qué sucede, Paula? ¿No deseas esto? —la rodeó con los brazos al hablar, cruzándolos sobre sus pechos—. ¿No me deseas?


La pegó contra él. Los hombros de Paula reposaron en el torso de Pedro y la evidencia del deseo que sentía se acomodó de forma íntima contra su trasero.


Durante un largo momento ella saboreó el calor, la proximidad, la sensación de seguridad que sentía al estar tan pegada a Pedro. Sí, deseaba eso, lo deseaba a él, pero «todo» él. No solo su cuerpo, no solo esa noche, sino su amor. Porque sin amor, no habría seguridad ni realización en sus brazos.


—Sí, te deseo —reconoció en un susurro, y al instante los brazos de él la apretaron más. Le besó la mejilla. Paula giró la cabeza, aunque alzó las manos para cubrir las de Pedro—. Pero a pesar de que he cambiado en estas últimas semanas, el pelo, la ropa, por dentro sigo siendo la misma, Pedro. Creo en el amor y también creo que sin él, el sexo no es más que una liberación física temporal. No el lazo emocional que debería ser —le apretó las manos con fuerza y la voz sonó más ronca—: Quiero que la primera vez, la primera, que esté con un hombre, me ame. Necesito amor para que esto sea... correcto.


Pedro se puso rígido. Paula esperó, pero permaneció quieto, con los brazos aún en tomo a ella. El silencio se extendió y fue más elocuente que cualquier palabra que él pudiera pronunciar.


Y pasado un rato, ella cerró los ojos. Las lágrimas la quemaron detrás de los párpados. Salió de los brazos de Pedro y el dolor que había en su interior se propagó y la consumió.


—¿Paula?


No podía mirarlo por miedo a ponerse a llorar. Unas semanas atrás quizá hubiera cedido, lo suficientemente desesperada como para aceptar lo que él le ofrecía. Pero últimamente había aprendido mucho. Estaba dispuesta a prescindir de una boda blanca. Incluso estaba dispuesta a hacer temporalmente a un lado todo pensamiento de matrimonio. Pero no estaba dispuesta a abandonar el amor.


Le dolió cada centímetro del cuerpo no volver a sus brazos. 


El nudo que tenía en la garganta la hizo sonar tensa al hablar.


—No, Pedro. No deseo esto, después de todo. Para mí no es suficiente.


Él no la amaba.


Sin mirarlo, salió de la habitación.






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