lunes, 13 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 24




Paula podía sentir la excitación en el aire gélido mientras se unían a la multitud que entraba en el United Arena. 


Respiró hondo, y dejó que el aire temblara a través de ella mientras se arrebujaba en el abrigo.


Pedro la miró.


—¿Tienes frío? —le tomó la mano para sentir los dedos—. ¿Dónde están tus guantes?


—Los olvidé —reconoció. También él debió olvidarlos, porque los llevaba desnudos. Era agradable sentirlos alrededor de los suyos. Demasiado. Alarmada por el hormigueo que le producía ese contacto, quiso retirarlos, pero Pedro no se lo permitió.


—No quiero perderte —murmuró en respuesta a la mirada de Paula—. Hay mucha gente aquí esta noche.


Era verdad, y como tampoco ella quería perderlo, dejó que la guiara de la mano mientras bajaban por un ancho pasillo.


—Casi todo el mundo va de negro —comentó; miró la camisa de Pedro, que llevaba bajo la cazadora también negra de piel—. Incluso tú.


Se frenó en seco. Sin prestar atención a la gente que pasaba a su alrededor, la miró de arriba abajo con detenimiento.


—Oh, oh —comentó con tono ominoso.


Paula sabía que se burlaba de ella; no podía ser de otra manera. Pero no pudo evitar mirar sus vaqueros y el jersey azules con cierta aprensión.


—¿Qué? ¿Qué sucede? ¿Se me ha roto algo?


—No. No lo creo... espera... date la vuelta un minuto —la hizo girar para comprobarle la espalda.


—¡Pedro! —volvió a girar.


El movía la cabeza.


—No, no es eso. Es peor. Mucho, mucho peor —aseveró con voz convencida—. Luces los colores del otro equipo. No estoy seguro de que quiera sentarme a tu lado.


—Pues no lo hagas —espetó con sequedad. Comenzó a alejarse, pero la mano de Pedro volvió a impulsarla hacia atrás.


—No tengo más remedio —inició la marcha y la miró de reojo—. Los asientos son numerados.


—Muy gracioso.


Él rio entre dientes.


En realidad, los asientos eran estupendos, situado, justo al lado del banquillo de los jugadores y por encima del cristal que circundaba la pista.


—¿Dónde están los Benton? —preguntó ella mientras se quitaba el abrigo.


Pedro se encogió de hombros.


—Joe mencionó que quizá llegaran un poco tarde. Viven fuera de la ciudad, y Norma y él iban a ir primero a cenar.


Paula asintió y le entregó el abrigo, que Pedro dejó con el suyo en el asiento vacío al lado de él. Ella se sentó junto al banquillo.


El aire estaba impregnado de olor a comida y el ruido de la multitud zumbaba a su alrededor que aun aún llegaba, pero Paula notó que los jugadores habían salido a calentar al hielo. Le sorprendió los agiles que eran los jugadores sobre los patines. Le recordó a un ballet: el equipo negro moviéndose en un lado de la pista y el azul en el otro.


El calentamiento terminó y los equipos se dirigieron hacia sus banquillos. Al entrar en los cubículos con los patines puestos,Paula se dio cuenta de que ella estaba sentada junto al banquillo del equipo visitante, los St. Louis Blues. Notó que los uniformes que llevaban eran exactamente del color de su jersey. La hizo sentir una cierta afinidad con ellos.


—Voy a ir a favor de los Blues —le informó a Pedro.


—Te aseguro que los Blackhawks los aplastarán —movió la cabeza.


—No lo harán.


—¿Quieres apostar algo? —la miró fijamente.


Paula sintió que el calor inundaba sus mejillas. Las palabras representaban definitivamente un desafio, alzó el mentón.


—Bien. Diez dólares a que gana St. Louis.


—Paula, Paula —reprendió—. ¿No me estás contando siempre que jugar dinero es ilegal? Yo pensaba en una apuesta más amistosa.


—¿Como qué? —preguntó con suspicacia.


—Oh, no sé. ¿Qué te parece un beso?


—¿Tendría que besarte si pierdo? —lo miró con ojos entrecerrados.


Él abrió mucho los ojos.


—Claro que no. Tendrías que besarme si ganas.


Ella quiso reír, pero no se atrevió. El solo pensamiento de besarlo le desbocaba el corazón.


—Me parece que no —repuso con toda la indiferencia que pudo mostrar.


—De acuerdo —suspiró—, lo haremos a tu manera. Si pierdes, yo te beso.


No le respondió, fingiendo que no lo había oído. Él se acercó y la provocó con un susurro:
—A menos que... tengas miedo.


El aliento cálido le acarició la oreja y la puso rígida. Por supuesto que tenía miedo... pero no pensaba reconocérselo al señor Sabelotodo. Si se veía obligada a ello, estaba segura de que podría sobrellevar un beso rápido en la mejilla.


—Apostado.


Volvió a mirar a «su» equipo con la esperanza de que metiera un montón de puntos, cuando sus ojos se encontraron con la mirada de uno de los jugadores, un rubio atractivo con la nariz torcida.


Él le sonrió. Era una sonrisa encantadora, de modo que Paula le devolvió el gesto. Él le guiñó un ojo. 


Involuntariamente, la sonrisa de ella se amplió.


—¿Qué haces?


Miró a Pedro, sorprendida por el tono irritado.


—Animo a mis jugadores —enarcó las cejas—. ¿Tienes algún problema con eso?


Claro que lo tenía. Y si ese aprendiz de Romeo no dejaba de coquetear con ella, también él iba a tenerlo.


Adoptó su expresión más severa.


—Sí, me temo que sí. Verás, Paula, estamos en un partido de hockey. Sonreírle a un jugador tal como tú acabas de hacer... bueno, lo hace feliz. Y eso lo debilita... le quita el deseo de lucha. Creía que querías que los Blues ganaran, y veo que intentas debilitarlos.


—Para, Pedro —ordenó. Apartó el rostro y tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír—. Sé que no puede ser verdad.


—Claro que sí. Si de verdad quieres desearle suerte, ayudarlo a conseguir la actitud apropiada para jugar, entonces se supone que debes mirarlo con ojos de furia. Así.


Le hizo una demostración. Por encima de la cabeza de Paula, le envió al jugador de los Blues una mirada en la que iba codificado un mensaje silencioso. «A lo tuyo, amigo. O te enrollaré el stick al cuello. Y es una promesa».


—Creo que funciona —comentó Paula con voz seca—. Ahora sí que parece furioso.


—Bueno, es lo mínimo que puedo hacer después de que tú trataras de quitarle su actitud competitiva —trató de parecer modesto—. Lo justo es justo. Inténtalo tú ahora —la animó con una mano en el hombro. Volvió a mirar al jugador. «¿Lo ves? En tus sueños, amigo. Es mía»—. Míralo con ojos centelleantes —instó, apretándole el hombro.


Paula lo hizo... pero en la dirección equivocada.


—A mí no —reprochó él—. Yo no juego al hockey esta noche. Y ya has llegado tarde. Empieza el himno —se puso de pie.


Cuando terminó el himno nacional, dio comienzo el juego. 


Los jugadores golpearon la pastilla de un lado a otro de la pista. La golpeaban en el aire. Cada quince minutos aproximadamente, se golpeaban entre ellos con los sticks, o los hacían a un lado para darse con los puños.


A Paula le encantó.


—Son tan... bárbaros —musitó, ganándose una expresión divertida de Pedro.


No fue hasta el primer descanso, cuando las hordas de espectadores salieron hacia los puestos de bebidas y comida, que Paula recordó a los Benton.


—Todavía no han llegado —le comentó a Pedro—. ¿Crees que les habrá pasado algo?


—En ese caso, Joe tiene el número de mi móvil —no parecía preocupado—. Se habrán entretenido.


Paula iba a sugerir que intentaran llamar ellos a la pareja en el momento en que los jugadores regresaron a la pista. 


Olvidó a los Benton y se puso tensa cuando los adolescentes comenzaron a abuchear a un jugador de los Blues que de inmediato se separó del grupo. Patinó con frenesí hacia la portería guiando la pastilla con el stick.


Llevada por la excitación, gritó:
—¡Marca! —justo después de que el jugador disparara y fallara.


La palabra flotó en el aire y cayó en uno de esos raros momentos de silencio que a veces se crean en una multitud. Varios ojos se volvieron hacia ella, y un tipo enorme que había detrás de ellos bufó:
—Ni lo sueñes. Potocki no podría marcar ni aunque la portería tuviera todo el ancho de la pista.


—¡Sí que podría! —exclamó Paula con lealtad.


Pedro sonrió, pero también se volvió para lanzarle una mirada de advertencia al gigantón. Al acomodarse de nuevo en el asiento, le tomó la mano y la sostuvo sobre su muslo cálido.


Paula contuvo el aliento. Pedro parecía absorto en el juego. 


Quizá no se daba cuenta de que le había agarrado la mano. 


Sin duda lo había hecho sin pensar. Quizá había olvidado que era ella quien estaba a su lado... y no Emma, Malena o Nancy. Despacio, intentó liberar los dedos...


Y él apretó más.


Giró la cabeza y lo miró a los ojos. La mirada oscura de él centelleaba con una expresión burlona. Sonrió levemente antes de preguntar:
—¿Qué sucede,Paula?


Otro desafío. Como la apuesta. Y de pronto todo se aclaró. 


Por qué no habían aparecido los Benton. Por qué la había invitado al partido. Entonces Paula supo que si separaba la mano, estaría reconociendo que su contacto la afectaba. 


Que no era tan indiferente a él como le había dicho.


—Nada —sonrió con dulzura.


Miró hacia el hielo, negándose a mirarlo a él. ¿Qué creía? ¿Que era tan susceptible a su encanto que no podría resistir? ¿Que porque le tomara la mano se arrojaría a sus brazos?


Se concentró en el juego. El caos volvía a estallar y los jugadores perseguían con más ahínco el pequeño disco negro. Los aficionados gritaban a voz en cuello. Y sin embargo, Paula solo podía pensar en la mano de Pedro envolviendo la suya.


Y no solo la sostenía, sino que jugaba con sus dedos. 


Mientras miraba el partido, giraba con gesto distraído un anillo de perla que le había regalado su madre.


Paula también intentó mirarlo. Pero en ese momento Pedro enlazó los dedos con los suyos y le frotó el dedo pulgar sobre la palma en un movimiento circular breve. 


Casi le provocó un cosquilleo.


Paula tragó saliva al sentir una oleada de calor que subió de sus pies a las mejillas. Jamás habría imaginado que la palma de su mano sería tan sensible. Pedro volvió a acariciarla. 


Una sensación excitada y palpitante surgió entre sus muslos... en su núcleo más sensible y femenino.


Conmocionada por su reacción, retiró la mano al tiempo que el pánico la impulsaba a ponerse de pie.


—Eh, ¿por qué no te sientas, por favor? —pidió exasperado el hombre gordo que había detrás de ella—. ¡Hay un partido en juego!


Automáticamente, ella volvió a dejarse caer en el asiento. 


Pedro la miró. En su rostro había aparecido otra vez esa irritante sonrisa.


—Tengo... hambre —explicó Paula a la defensiva. Desesperada, miró a su alrededor y tuvo la suerte de ver a un vendedor ambulante cerca de su pasillo—. Quiero algo de... eso —señaló la bolsa de plástico rosado que agitaba el hombre.


«Eso» resultó ser algodón de caramelo. Pedro le compró una bolsa y unos cacahuetes para él.


Paula rompió el envoltorio de plástico con dedos temblorosos. Se dijo que no debía preocuparse, que solo había sido un revés momentáneo. Podía resistir a Pedro. Lo único que necesitaba era mantener la ecuanimidad, sin mostrarle que atravesaba sus defensas. Al menos él va no le sostenía la mano.


Arrancó un poco de algodón y se lo metió en la boca. Intentó concentrarse en el dulzor que la invadió y no en el hombre que a su lado comía cacahuetes. El aroma limpio y masculino que emanaba de él parecía tentarla a inhalarlo con profundidad.


—Otro fuera de juego. Necesitan mantener la cabeza en el partido.


—Desde luego —convino Paula, sin tener la menor idea de lo que hablaba.


—¿Quieres un poco? —Pedro le ofreció la bolsa de cacahuetes y luego le echó unos cuantos sobre la mano.


Se los comió uno a uno, con miedo a que si no iba con cuidado pudiera atragantarse por el nudo que sentía en la garganta. Cuando terminó los cacahuetes, metió la mano en la bolsa rosa para sacar algodón de caramelo. Más por mantener las manos ocupadas que por tener hambre.


Desprendió un trozo pegajoso... y Pedro le detuvo la mano para llevarse la golosina rosa a la boca. La mordió y se la quitó de los dedos. Tragó y sonrió, una sonrisa que no aligeró la expresión intensa que exhibían sus ojos.


Luego cerró los labios sobre los dedos de ella. Succionó con delicadeza, provocándole un cosquilleo. Aturdiéndola.


—Mmmm, dulces —murmuró. Mordisqueó hasta llegar a la palma de la mano para lamérsela—. Y salada.


Era erótico... y una locura. La gente vitoreaba a su alrededor, pero Paula sentía como si Pedro y ella flotaran en su propia y silenciosa burbuja.


Le giró la mano y le besó la piel delicada de la muñeca, pegando los labios a los latidos acelerados. Volvió a mordisquear su regreso a los dedos y se llevó la punta del meñique a la boca. Paula pudo sentir el filo de los dientes sobre la yema sensible, y luego cómo la acariciaba con la lengua. Era evidente que tenía el cuerpo absolutamente confundido. Los pezones empezaban a contraérsele como si se los estuviera succionando.


Contuvo el aliento cuando Pedro intensificó la succión. La mirada intensa y abrasadora de él se clavó en sus ojos mientras la mordía un poco.


Paula jadeó. La multitud rugió. La mirada de Pedro se encendió de satisfacción... luego se desvió. Y se arrojó sobre ella.


Tenía el cuerpo pesado e inerte. Paula se puso rígida de indignación debajo de él. ¡Había ido demasiado lejos! Estaba tendido justo encima de ella... ¡y en un lugar público!


Tenía el rostro enterrado bajo su camisa. Luchó por girar la cabeza y con voz apagada exigió:
—¡Pedro Alfonso, levántate en este mismo instante! —le empujó los hombros.


—¡Dale un respiro! —espetó el hombre gordo detrás de ella—. Te salvó de la pastilla, ¿no? Creo que ha perdido el conocimiento.







UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 23




—¿Un partido de hockey? —Paula miró a su jefe con expresión dubitativa por encima del ordenador portátil sobre su escritorio. Habían estado repasando el proyecto Bartlett como preparativo para el viaje que realizarían, cuando Pedro soltó de forma casual la invitación—. ¿Me pides que vaya a ver a un grupo de hombres adultos patinar en busca de una pelotita?


Pedro soltó un suspiro. Se reclinó en el sillón y miró en dirección al techo como si pidiera paciencia


—Ya te lo he dicho, Paula. Golpean unas pastillas, no pelotas.


—Comprendo —ya conocía el término correcto de lo que perseguían los jugadores, pero lo que no sabía era qué había detrás de esa súbita invitación. No confiaba en Pedro, y menos cuando se mostraba casual—. Nunca antes me habías invitado a un partido de hockey.


—Últimamente hemos hecho un montón de cosas que nunca antes habíamos hecho —murmuró.


Paula sintió una oleada de rubor al pensar en el beso. Pero antes de que pudiera decir una palabra, él añadió:
—Se suponía que Kane tenía que llevar a Joe y Norma Benton al partido, pero no puede, de modo que yo ocuparé su lugar. Me sugirió que fuera con una acompañante para que Norma se sintiera más cómoda y tuviera a otra mujer con quien hablar.


Paula sabía que los Benton eran antiguos clientes de la empresa y que Kane o Pedro a menudo los invitaban a acontecimientos deportivos. Pero nunca antes ella los había acompañado.


—¿Por qué yo? —insistió.


—Principalmente —explicó con mirada sarcástica—, porque las mujeres con las que suelo salir ya no me hablan desde tu intervención en los regalos. Ya que fuiste tú quien causó el problema, me parece justo que me ayudes. Además, nos dará la oportunidad de desterrar de una vez por todas las vibraciones incómodas, recuperar una actitud más amigable y normal.


Paula tuvo que reconocer que la noche anterior había sido agradable. Le encantaban el ángel y el ajedrez que él le había regalado, y el árbol la había hecho sonreír. También había sido deportivo con la madeja de lana, y lo más importante, ni una sola vez le había hecho una insinuación sexual.


No había ni una sola cosa tangible de la que pudiera acusarlo de decir o hacer que estuviera fuera de lugar desde la charla que mantuvieron. No obstante, quizá fuera su imaginación, Dios sabía que era vívida, pero no podía evitar pensar que había algo más en esa repentina invitación que lo que saltaba a primera vista.


—¿Qué debería ponerme para ir a ese torneo? —preguntó para probarlo.


—Es un partido, no un torneo. En cuanto a lo que debas ponerte... —se encogió de hombros—. No lo sé. 
Decididamente algo abrigado. Pantalones... un jersey gordo. A veces el estadio puede estar bastante frío.


Volvió a concentrarse en el informe y ella a estudiarlo a él. 


¿Un jersey gordo? ¿Pantalones? Eso no parecía presagiar una seducción.


«Estás cada día más paranoica», se reprendió. La invitación no significaba nada.


Como si quisiera darle su apoyo a la silenciosa conclusión alcanzada por Paula, él alzó la vista y la miró a los ojos.


—No te preocupes... no es importante. Si tienes planes para mañana por la noche o no quieres ir, estoy seguro de que podré encontrar a otra persona a quien llevar.


—Iré —después de todo, no había motivos para que él se molestara tanto—. No tengo otros planes.


Pedro ni siquiera se molestó en alzar la vista.


—Estupendo —comentó distraído—. Te recogeré a las seis.







domingo, 12 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 22





Pedro no le molestó que otro árbol apareciera en la casa de Paula. Le gustaban, en especial los pinos. Pero no se sintió tan tolerante con el hombre pegado al árbol.


El tipo tenía el pelo oscuro y los ojos claros. Instintivamente, Pedro lo evaluó como habría hecho con otro boxeador encima de un cuadrilátero. Porque en cuanto ella le abrió la puerta, el desconocido no le quitó la vista de encima.


Lo observó con ojos centelleantes, pero el imbécil ni se enteró. Estaba demasiado ocupado tratando de ganar puntos con Paula.


—Aquí está, tal como te prometí —le dijo con voz satisfecha.


Y sin esperar una invitación, ni darle la oportunidad de que le explicara que ya había un árbol en el salón, lo metió.


Para disgusto de Pedro, el árbol enorme entró sin plantear problema alguno. Jamás había visto un pino más pasivo.


En cuanto el desconocido volvió a erguirlo, Pedro avanzó un paso para ayudarlo, con expresión de simpatía en la cara.


—Mala suerte, amigo. Parece que te has tomado muchas molestias por nada. Paula ya tiene un árbol navideño.


El tipo giró la cabeza para mirarlo, como si acabara de darse cuenta de que había más gente presente aparte de Paula.


Miró a Pedro de arriba abajo.


—¿Y tú eres...?


Pedro Alfonso.


Pedro es mi jefe —le explicó Paula al recién llegado mientras cerraba la puerta. Y con educación le explicó a Pedro—: Él es Javier Ingram. Javier se mudó hace un par de semanas al apartamento de abajo. Te acuerdas de Jay y de Samuel, ¿verdad, Javier?


Ingram asintió y le sonrió a la pareja. Pero no le sonrió a Pedro. Los dos hombres simplemente intercambiaron unos gestos y se evaluaron.


—Así que eres el jefe de Paula, ¿eh? —dijo Javier.


—Sí, soy el afortunado —respondió con una sonrisa tan falsa como amplía. Se situó detrás de Paula, estableciendo una posesión silenciosa—. Soy su jefe... y también un muy buen amigo.


Paula giró al oír eso y le lanzó una mirada de advertencia. 


Luego se apartó para ponerse al lado de Jay, que se había sentado en el sofá y observaba el intercambio con sumo interés. Junto a ella, Samuel miraba la bandeja con canapés.


Ingram volvió a mirar a Paula.


—¿No me habías dicho que aún no tenías un árbol? —preguntó con tono de reproche.


Ella extendió las manos en gesto de disculpa.


—Y no lo tenía. Pedro me sorprendió —señaló el otro árbol.


Todo el mundo giró para mirar en esa dirección. El de Pedro se erguía en toda su baja estatura en un rincón, con las ramas peladas extendidas de forma hostil, como si retara a alguien a acercarse.


—Que árbol tan... interesante —comentó Jay con expresión risueña.


—Diferente —fue la sucinta contribución de Samuel.


Ingram mostró menos tacto.


—Las ramas parecen un poco secas. Será mejor que no le pongas ninguna luz encima —miró a Paula y agitó las ramas del suyo—. ¿Estás segura de que no quieres este?


Durante un fugaz momento, los ojos de Pedro se encontraron con los de Paula. Luego desvió la cara para fingir que estudiaba la bandeja con los canapés. Alzó una galletita untada con queso cremoso y se la llevó a la boca, diciéndose que la decisión que tomara ella no le concernía.


No podría culparla por elegir el árbol de Ingram. Pedro le había llevado el más escuálido para hacerla reír. Mantuvo la expresión en blanco, a la espera de que aceptara el más grande.


Por el rabillo del ojo, vio que se mordía el labio, indecisa. 


Luego juntó las manos delante de ella y tomó una decisión.


—Tu árbol es precioso —le dijo a Ingram con voz suave y sincera—. También me encantaría que otros tuvieran la oportunidad de disfrutarlo. Como el más pequeño ya está puesto, ¿te importaría que nos lleváramos el tuyo al albergue para mujeres? Entonces yo podré disfrutar de él cuando esté allí, al igual que los demás.


Ingram no pareció entusiasmado por la sugerencia, pero cuando Jay exclamó que le parecía una idea fantástica, cedió con un encogimiento de hombros.


—De acuerdo, mañana lo llevaré. Ahora voy a bajarlo a la furgoneta.


La expresión de insatisfacción se mitigó cuando ella sugirió:
—¿Por qué no lo llevamos ahora? Me encantaría ver las caras de los niños cuando lo vean.


—A mí también —Jay se puso de pie de un salto y recogió el abrigo y la bufanda.


Samuel la imitó a regañadientes para ayudarla a ponerse la ropa de abrigo.


Pedro decidió no unirse al grupo. Observar a Ingram jugar a Papá Noel delante de un grupo de niños era más de lo que podía tolerar su estómago solo con unos canapés de queso.


—Bueno, yo he de irme. Ha sido un placer conoceros a todos —recogió la pluma y el abrigo, luego se metió bajo el brazo la madeja de lana.


—¿Qué es eso? —Ingram enarcó las cejas.


—Mi jersey —informó Pedro—. Paula me lo hizo —ignoró la expresión de sorpresa del otro y el súbito rubor de ella y se dirigió a la puerta.


Lo siguió un coro de adioses. Mientras bajaba hacia su coche se sintió satisfecho de cómo había transcurrido la noche. Quizá aún no había ganado la guerra, pero había resistido en las primeras escaramuzas.


El ángel, e incluso el juego de ajedrez, habían sido un gran acierto con Paula. No le gustaba irse ante Ingram, pero el tipo no iba a tener muchas oportunidades de atacar en un refugio para mujeres. Y cuando Paula regresara a casa, sería «su» árbol, no el de Ingram, el que vería en el salón.


«Sí», se dijo, había sido una noche productiva. Ni siquiera le molestaba que hubieran aparecido los otros. Al saber a qué se enfrentaba, lo único que debería hacer sería alterar la estrategia.


Tenía que convencerla de que dejara de ocultarse de la verdad, que reconociera que no era tan inmune a su beso, o a él mismo, como quería aparentar. En cuanto lo lograra, estaba seguro de que podría aceptar tener una relación y olvidarse de los pensamientos de matrimonio.


Lo que necesitaba era llevarla a zona neutral. Invitarla a un lugar donde no esperara nada romántico y luego sorprenderla con la guardia levantada.


Y conocía el sitio exacto para eso.





UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 21




Solo mirarlo hizo que Paula sonriera. Sintió un nudo en la garganta.


—Es precioso, Pedro —susurró.


—Me complace que te guste —respondió con sinceridad. La felicidad que veía en la cara de Paula lo satisfacía más de lo que habría imaginado.


Durante los últimos dos días, mientras ella se ocupaba en evitarlo, él había repasado todo lo sucedido recientemente, tratando de situar el punto exacto en el que había comenzado a equivocarse en su trato con ella. Reflexionó en la primera noche que había ido a la casa de Paula. Y de pronto recordó el jersey que había estado tejiendo.


En ese entonces no le había prestado atención, aunque en los dos últimos días había pensado mucho en él.


Había sido demasiado grande para una mujer. Quizá fuera para su nuevo amigo, Jay, pero no lo creía. El marrón oscuro era un color que Pedro lucía a menudo... el mismo color que la bufanda que le había tejído el año anterior. Con todo eso, había llegado a la conclusión de que se lo estaba tejiendo para él. Se había tomado muchas molestias para hacerle ese jersey y no quería privarla del placer de regalárselo. 


Pero comprendió que quizá le resultara incómodo entregárselo con todo lo sucedido en los últimos tiempos, por lo que decidió facilitarle la tarea.


—¿Tú no tienes algo para mí? —preguntó con desparpajo.


—¡Oh! Sí, lo tengo —a regañadientes dejó el ángel y fue a una mesa junto a una silla, donde tenía varios regalos.


Con el ceño fruncido, Pedro notó que eran regalos pequeños. Demasiado pequeños e idénticos para un jersey.


Ella seleccionó uno al azar y se lo entregó. El lo abrió para encontrar en su interior una pluma de oro.


—¿Una pluma? —la miró.


—¿No te gusta?


—Sí, sí... es bonita, pero... —frunció el ceño—. ¿Aquel jersey que tejías no era para mí?


Ella movió los ojos, como si fuera a mentir. Pero luego admitió con voz tensa:
—Sí. Pero cambié de idea.


Pedro adoptó una expresión de triunfo. ¡Lo había tejido para él!


—Vamos, Paula —instó—. No es justo que cambies de idea y no me lo des. Me gustaría tenerlo.


Ella miró un momento los ojos divertidos de él, luego la expresión confiada de la boca.


—De acuerdo —concedió—. Entonces podrás tenerlo.


Fue hasta una cesta que había junto a la chimenea y sacó una gran bola marrón. Se la arrojó.


Pedro la recogió con gesto automático y miró la madeja sorprendido.


—¿Este es mi jersey?


—Cometí un error mientras lo tejía. Lo corregí.


—Debió de ser un error muy grande —comentó secamente Pedro—, y una corrección exhaustiva —por primera vez comprendió que conseguir que cambiara de parecer no iba a ser tan fácil como había pensado al principio. La miró—. Paula...


Sonó el timbre.
—Oh, los otros ya han llegado —fue a la puerta.


Hasta ese momento él no había creído la historia de Paula de que había invitado a unos amigos a decorar el árbol. Pero llegó a la conclusión de que también en eso se había equivocado al ver entrar en el apartamento a una mujer pequeña y de pelo oscuro acompañada de un hombre alto y rubio.


—Espero no habernos atrasado mucho —comenzó la mujer—. Samuel acaba de llegar de la tienda y... ¡Oh! —calló al ver a Pedro y miró de reojo a su amiga—. Tú debes ser...


Pedro —dijo él, dejando la pluma y la madeja de lana para adelantarse con la mano extendida—. ¿Y tú eres...?


—Es Jay, Pedro. Jay Leonardo —intervino Paula sin mirarlo a los ojos—. Sé que me has oído mencionarla. Y te presento a su novio, Samuel McNally.


«Así que esta es la Jay que ha estado pasándome por las narices», pensó Pedro. Debería haberlo imaginado. 


Estaba impaciente por provocarla por ese pequeño engaño.


—Encantado de conoceros —estrechó la mano de la pareja. De pronto todo adquiría otro matiz optimista. Volvió a sonar el timbre.


Cuando Paula fue a abrir, se encontró con un pino. Un árbol enorme y majestuoso de un verde resplandeciente.


Un hombre se asomó por detrás de una de sus ramas.


—¿Paula? —dijo.