lunes, 13 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 24




Paula podía sentir la excitación en el aire gélido mientras se unían a la multitud que entraba en el United Arena. 


Respiró hondo, y dejó que el aire temblara a través de ella mientras se arrebujaba en el abrigo.


Pedro la miró.


—¿Tienes frío? —le tomó la mano para sentir los dedos—. ¿Dónde están tus guantes?


—Los olvidé —reconoció. También él debió olvidarlos, porque los llevaba desnudos. Era agradable sentirlos alrededor de los suyos. Demasiado. Alarmada por el hormigueo que le producía ese contacto, quiso retirarlos, pero Pedro no se lo permitió.


—No quiero perderte —murmuró en respuesta a la mirada de Paula—. Hay mucha gente aquí esta noche.


Era verdad, y como tampoco ella quería perderlo, dejó que la guiara de la mano mientras bajaban por un ancho pasillo.


—Casi todo el mundo va de negro —comentó; miró la camisa de Pedro, que llevaba bajo la cazadora también negra de piel—. Incluso tú.


Se frenó en seco. Sin prestar atención a la gente que pasaba a su alrededor, la miró de arriba abajo con detenimiento.


—Oh, oh —comentó con tono ominoso.


Paula sabía que se burlaba de ella; no podía ser de otra manera. Pero no pudo evitar mirar sus vaqueros y el jersey azules con cierta aprensión.


—¿Qué? ¿Qué sucede? ¿Se me ha roto algo?


—No. No lo creo... espera... date la vuelta un minuto —la hizo girar para comprobarle la espalda.


—¡Pedro! —volvió a girar.


El movía la cabeza.


—No, no es eso. Es peor. Mucho, mucho peor —aseveró con voz convencida—. Luces los colores del otro equipo. No estoy seguro de que quiera sentarme a tu lado.


—Pues no lo hagas —espetó con sequedad. Comenzó a alejarse, pero la mano de Pedro volvió a impulsarla hacia atrás.


—No tengo más remedio —inició la marcha y la miró de reojo—. Los asientos son numerados.


—Muy gracioso.


Él rio entre dientes.


En realidad, los asientos eran estupendos, situado, justo al lado del banquillo de los jugadores y por encima del cristal que circundaba la pista.


—¿Dónde están los Benton? —preguntó ella mientras se quitaba el abrigo.


Pedro se encogió de hombros.


—Joe mencionó que quizá llegaran un poco tarde. Viven fuera de la ciudad, y Norma y él iban a ir primero a cenar.


Paula asintió y le entregó el abrigo, que Pedro dejó con el suyo en el asiento vacío al lado de él. Ella se sentó junto al banquillo.


El aire estaba impregnado de olor a comida y el ruido de la multitud zumbaba a su alrededor que aun aún llegaba, pero Paula notó que los jugadores habían salido a calentar al hielo. Le sorprendió los agiles que eran los jugadores sobre los patines. Le recordó a un ballet: el equipo negro moviéndose en un lado de la pista y el azul en el otro.


El calentamiento terminó y los equipos se dirigieron hacia sus banquillos. Al entrar en los cubículos con los patines puestos,Paula se dio cuenta de que ella estaba sentada junto al banquillo del equipo visitante, los St. Louis Blues. Notó que los uniformes que llevaban eran exactamente del color de su jersey. La hizo sentir una cierta afinidad con ellos.


—Voy a ir a favor de los Blues —le informó a Pedro.


—Te aseguro que los Blackhawks los aplastarán —movió la cabeza.


—No lo harán.


—¿Quieres apostar algo? —la miró fijamente.


Paula sintió que el calor inundaba sus mejillas. Las palabras representaban definitivamente un desafio, alzó el mentón.


—Bien. Diez dólares a que gana St. Louis.


—Paula, Paula —reprendió—. ¿No me estás contando siempre que jugar dinero es ilegal? Yo pensaba en una apuesta más amistosa.


—¿Como qué? —preguntó con suspicacia.


—Oh, no sé. ¿Qué te parece un beso?


—¿Tendría que besarte si pierdo? —lo miró con ojos entrecerrados.


Él abrió mucho los ojos.


—Claro que no. Tendrías que besarme si ganas.


Ella quiso reír, pero no se atrevió. El solo pensamiento de besarlo le desbocaba el corazón.


—Me parece que no —repuso con toda la indiferencia que pudo mostrar.


—De acuerdo —suspiró—, lo haremos a tu manera. Si pierdes, yo te beso.


No le respondió, fingiendo que no lo había oído. Él se acercó y la provocó con un susurro:
—A menos que... tengas miedo.


El aliento cálido le acarició la oreja y la puso rígida. Por supuesto que tenía miedo... pero no pensaba reconocérselo al señor Sabelotodo. Si se veía obligada a ello, estaba segura de que podría sobrellevar un beso rápido en la mejilla.


—Apostado.


Volvió a mirar a «su» equipo con la esperanza de que metiera un montón de puntos, cuando sus ojos se encontraron con la mirada de uno de los jugadores, un rubio atractivo con la nariz torcida.


Él le sonrió. Era una sonrisa encantadora, de modo que Paula le devolvió el gesto. Él le guiñó un ojo. 


Involuntariamente, la sonrisa de ella se amplió.


—¿Qué haces?


Miró a Pedro, sorprendida por el tono irritado.


—Animo a mis jugadores —enarcó las cejas—. ¿Tienes algún problema con eso?


Claro que lo tenía. Y si ese aprendiz de Romeo no dejaba de coquetear con ella, también él iba a tenerlo.


Adoptó su expresión más severa.


—Sí, me temo que sí. Verás, Paula, estamos en un partido de hockey. Sonreírle a un jugador tal como tú acabas de hacer... bueno, lo hace feliz. Y eso lo debilita... le quita el deseo de lucha. Creía que querías que los Blues ganaran, y veo que intentas debilitarlos.


—Para, Pedro —ordenó. Apartó el rostro y tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír—. Sé que no puede ser verdad.


—Claro que sí. Si de verdad quieres desearle suerte, ayudarlo a conseguir la actitud apropiada para jugar, entonces se supone que debes mirarlo con ojos de furia. Así.


Le hizo una demostración. Por encima de la cabeza de Paula, le envió al jugador de los Blues una mirada en la que iba codificado un mensaje silencioso. «A lo tuyo, amigo. O te enrollaré el stick al cuello. Y es una promesa».


—Creo que funciona —comentó Paula con voz seca—. Ahora sí que parece furioso.


—Bueno, es lo mínimo que puedo hacer después de que tú trataras de quitarle su actitud competitiva —trató de parecer modesto—. Lo justo es justo. Inténtalo tú ahora —la animó con una mano en el hombro. Volvió a mirar al jugador. «¿Lo ves? En tus sueños, amigo. Es mía»—. Míralo con ojos centelleantes —instó, apretándole el hombro.


Paula lo hizo... pero en la dirección equivocada.


—A mí no —reprochó él—. Yo no juego al hockey esta noche. Y ya has llegado tarde. Empieza el himno —se puso de pie.


Cuando terminó el himno nacional, dio comienzo el juego. 


Los jugadores golpearon la pastilla de un lado a otro de la pista. La golpeaban en el aire. Cada quince minutos aproximadamente, se golpeaban entre ellos con los sticks, o los hacían a un lado para darse con los puños.


A Paula le encantó.


—Son tan... bárbaros —musitó, ganándose una expresión divertida de Pedro.


No fue hasta el primer descanso, cuando las hordas de espectadores salieron hacia los puestos de bebidas y comida, que Paula recordó a los Benton.


—Todavía no han llegado —le comentó a Pedro—. ¿Crees que les habrá pasado algo?


—En ese caso, Joe tiene el número de mi móvil —no parecía preocupado—. Se habrán entretenido.


Paula iba a sugerir que intentaran llamar ellos a la pareja en el momento en que los jugadores regresaron a la pista. 


Olvidó a los Benton y se puso tensa cuando los adolescentes comenzaron a abuchear a un jugador de los Blues que de inmediato se separó del grupo. Patinó con frenesí hacia la portería guiando la pastilla con el stick.


Llevada por la excitación, gritó:
—¡Marca! —justo después de que el jugador disparara y fallara.


La palabra flotó en el aire y cayó en uno de esos raros momentos de silencio que a veces se crean en una multitud. Varios ojos se volvieron hacia ella, y un tipo enorme que había detrás de ellos bufó:
—Ni lo sueñes. Potocki no podría marcar ni aunque la portería tuviera todo el ancho de la pista.


—¡Sí que podría! —exclamó Paula con lealtad.


Pedro sonrió, pero también se volvió para lanzarle una mirada de advertencia al gigantón. Al acomodarse de nuevo en el asiento, le tomó la mano y la sostuvo sobre su muslo cálido.


Paula contuvo el aliento. Pedro parecía absorto en el juego. 


Quizá no se daba cuenta de que le había agarrado la mano. 


Sin duda lo había hecho sin pensar. Quizá había olvidado que era ella quien estaba a su lado... y no Emma, Malena o Nancy. Despacio, intentó liberar los dedos...


Y él apretó más.


Giró la cabeza y lo miró a los ojos. La mirada oscura de él centelleaba con una expresión burlona. Sonrió levemente antes de preguntar:
—¿Qué sucede,Paula?


Otro desafío. Como la apuesta. Y de pronto todo se aclaró. 


Por qué no habían aparecido los Benton. Por qué la había invitado al partido. Entonces Paula supo que si separaba la mano, estaría reconociendo que su contacto la afectaba. 


Que no era tan indiferente a él como le había dicho.


—Nada —sonrió con dulzura.


Miró hacia el hielo, negándose a mirarlo a él. ¿Qué creía? ¿Que era tan susceptible a su encanto que no podría resistir? ¿Que porque le tomara la mano se arrojaría a sus brazos?


Se concentró en el juego. El caos volvía a estallar y los jugadores perseguían con más ahínco el pequeño disco negro. Los aficionados gritaban a voz en cuello. Y sin embargo, Paula solo podía pensar en la mano de Pedro envolviendo la suya.


Y no solo la sostenía, sino que jugaba con sus dedos. 


Mientras miraba el partido, giraba con gesto distraído un anillo de perla que le había regalado su madre.


Paula también intentó mirarlo. Pero en ese momento Pedro enlazó los dedos con los suyos y le frotó el dedo pulgar sobre la palma en un movimiento circular breve. 


Casi le provocó un cosquilleo.


Paula tragó saliva al sentir una oleada de calor que subió de sus pies a las mejillas. Jamás habría imaginado que la palma de su mano sería tan sensible. Pedro volvió a acariciarla. 


Una sensación excitada y palpitante surgió entre sus muslos... en su núcleo más sensible y femenino.


Conmocionada por su reacción, retiró la mano al tiempo que el pánico la impulsaba a ponerse de pie.


—Eh, ¿por qué no te sientas, por favor? —pidió exasperado el hombre gordo que había detrás de ella—. ¡Hay un partido en juego!


Automáticamente, ella volvió a dejarse caer en el asiento. 


Pedro la miró. En su rostro había aparecido otra vez esa irritante sonrisa.


—Tengo... hambre —explicó Paula a la defensiva. Desesperada, miró a su alrededor y tuvo la suerte de ver a un vendedor ambulante cerca de su pasillo—. Quiero algo de... eso —señaló la bolsa de plástico rosado que agitaba el hombre.


«Eso» resultó ser algodón de caramelo. Pedro le compró una bolsa y unos cacahuetes para él.


Paula rompió el envoltorio de plástico con dedos temblorosos. Se dijo que no debía preocuparse, que solo había sido un revés momentáneo. Podía resistir a Pedro. Lo único que necesitaba era mantener la ecuanimidad, sin mostrarle que atravesaba sus defensas. Al menos él va no le sostenía la mano.


Arrancó un poco de algodón y se lo metió en la boca. Intentó concentrarse en el dulzor que la invadió y no en el hombre que a su lado comía cacahuetes. El aroma limpio y masculino que emanaba de él parecía tentarla a inhalarlo con profundidad.


—Otro fuera de juego. Necesitan mantener la cabeza en el partido.


—Desde luego —convino Paula, sin tener la menor idea de lo que hablaba.


—¿Quieres un poco? —Pedro le ofreció la bolsa de cacahuetes y luego le echó unos cuantos sobre la mano.


Se los comió uno a uno, con miedo a que si no iba con cuidado pudiera atragantarse por el nudo que sentía en la garganta. Cuando terminó los cacahuetes, metió la mano en la bolsa rosa para sacar algodón de caramelo. Más por mantener las manos ocupadas que por tener hambre.


Desprendió un trozo pegajoso... y Pedro le detuvo la mano para llevarse la golosina rosa a la boca. La mordió y se la quitó de los dedos. Tragó y sonrió, una sonrisa que no aligeró la expresión intensa que exhibían sus ojos.


Luego cerró los labios sobre los dedos de ella. Succionó con delicadeza, provocándole un cosquilleo. Aturdiéndola.


—Mmmm, dulces —murmuró. Mordisqueó hasta llegar a la palma de la mano para lamérsela—. Y salada.


Era erótico... y una locura. La gente vitoreaba a su alrededor, pero Paula sentía como si Pedro y ella flotaran en su propia y silenciosa burbuja.


Le giró la mano y le besó la piel delicada de la muñeca, pegando los labios a los latidos acelerados. Volvió a mordisquear su regreso a los dedos y se llevó la punta del meñique a la boca. Paula pudo sentir el filo de los dientes sobre la yema sensible, y luego cómo la acariciaba con la lengua. Era evidente que tenía el cuerpo absolutamente confundido. Los pezones empezaban a contraérsele como si se los estuviera succionando.


Contuvo el aliento cuando Pedro intensificó la succión. La mirada intensa y abrasadora de él se clavó en sus ojos mientras la mordía un poco.


Paula jadeó. La multitud rugió. La mirada de Pedro se encendió de satisfacción... luego se desvió. Y se arrojó sobre ella.


Tenía el cuerpo pesado e inerte. Paula se puso rígida de indignación debajo de él. ¡Había ido demasiado lejos! Estaba tendido justo encima de ella... ¡y en un lugar público!


Tenía el rostro enterrado bajo su camisa. Luchó por girar la cabeza y con voz apagada exigió:
—¡Pedro Alfonso, levántate en este mismo instante! —le empujó los hombros.


—¡Dale un respiro! —espetó el hombre gordo detrás de ella—. Te salvó de la pastilla, ¿no? Creo que ha perdido el conocimiento.







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