Pedro, inquieto, dio una vuelta a la manzana antes de aparcar el coche en un sitio que no podía verse desde el apartamento de Paula, compró el periódico y entró en un café a esperar.
Paula había tomado la decisión de que su pasado y su futuro eran incompatibles. Que encontrar a Daniela significaba perderlo a él. Que, una vez que se supiera la verdad sobre su pasado, y la prensa estaría hurgando para encontrar hasta el detalle más sórdido, él no querría saber nada.
Que pensara eso lo avergonzaba. Quizá hubiera querido la seguridad que él podía ofrecerle, pero también había querido mucho más que eso: un matrimonio de verdad, una familia.
No era a ella a quien le faltaba valor para enfrentarse con lo que eso significaba; él era incapaz de abrazar la vida con todos sus defectos.
En realidad, le estaba agradecido por haberlo dejado. Se sentía como un hombre al que hubieran obligado a sacar la cabeza de un seguro agujero en la arena.
Y Paula había salido de su cascarón. Seguía siendo vulnerable, seguía pensando que su éxito en televisión era un accidente, el resultado de un buen trabajo de relaciones públicas, pero estaba haciendo un esfuerzo por defenderse sola. Incluso había estado dispuesta a decirle que ya no lo necesitaba como bastón.
Y, haciendo eso, había apartado la alfombra bajo sus pies.
Pero mientras ambos se levantaban, él tenía que asegurarse de que miraban en la misma dirección y, de alguna forma, sabía que Daniela era la clave.
****
Daniela estuvo tanto tiempo en el baño que Paula temió que hubiera vuelto a marcharse. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no ir a buscarla, intuyendo que aquélla era una prueba de confianza.
La recompensa llegó cuando por fin volvió a la cocina, oliendo vagamente a su gel de vainilla y sin la pintura violeta en el pelo.
—¿Vive aquí? —preguntó, sentándose en el taburete.
—¿Pedro?
—¡Pedro! ¿Qué clase de nombre es ése?
—Le pusieron ese nombre por un bisabuelo.
—Un bisabuelo, qué suerte. Ente las dos no tenemos ni un padre siquiera. Me dijo que era tu marido, pero en el baño no hay cosas de hombre.
—¿Pedro te dijo eso? ¿Cuándo?
—La primera vez que lo vi. Cuando se puso todo protector porque me acerqué a tu coche.
Pedro protector. Otra cosa nueva…
—Sí, bueno, es mi marido. Pero nos hemos separado.
—¿No me digas? Pues estuvo aquí el fin de semana pasado. Y no se había afeitado esta mañana, así que supongo que ha dormido aquí.
—Sí… anoche llegamos muy tarde a casa y durmió en el sofá. ¿Y tú? ¿Vives con el padre de tu hijo?
—No.
—¿Estás enamorada de él?
—Por favor…
—Pero te acostaste con él sin usar preservativo…
—No hay otra manera de tener un niño, que yo sepa.
—¿Tú querías…? —Paula tragó saliva. Claro que sí, alguien que la quisiera sin reservas.
—Esa enfermera no debería haberte contado que estaba embarazada. Esas cosas médicas son confidenciales.
—Quería que entendiera por qué te habías desmayado en la calle. ¿Estás tomando vitaminas? ¿Has ido al ginecólogo?
—¿Esto qué es, la Inquisición?
—Tu niño necesita que lo protejas, Daniela.
—Como que tú sabes algo de eso —replicó su hermana, desdeñosa—. Ya me las arreglaré. Aún estoy acostumbrándome a la idea.
—¿De cuántos meses estás?
—No sabía que estuviera embarazada hasta anoche. Tuve la primera falta hace un mes y medio más o menos, pero no me desmayé a propósito como dice Pedro Picapiedra.
Ah, vaya, su hermana tenía sentido del humor. Las cosas empezaban a mejorar.
—No es tan terrible. De hecho, te ofreció dinero. ¿Por qué no lo aceptaste?
—Sólo quería librarse de mí.
—No… estaba probándote —dijo Paula.
Protegiéndola.
—Pues yo paso.
—A mí no tienes que demostrarme nada, Daniela. Podemos ir juntas al ginecólogo si quieres.
—No te necesito.
—Todo el mundo necesita a alguien.
Alguien a quien llamar. Alguien que siempre estuviera al otro lado, a quien le importasen sus sentimientos.
¿Qué sentía Pedro?
¿Qué había sentido cuando le dijo que se marchaba?
—¿Trabajas? —preguntó Paula, poniendo mantequilla en las tostadas.
—No.
Aquello no iba bien.
Le pagaban una increíble cantidad de dinero por charlar con gente cada mañana y solía hacer que se sintieran cómodos, que quisieran hablar con ella. Pero la regla de oro era no hacer preguntas que pudieran contestarse con un sí o un no.
Claro que, antes de entrevistarlos, había buscado información sobre ellos. Con Daniela, no sabía nada.
Y no se atrevía a preguntar qué había pasado con su familia de adopción porque temía la respuesta.
—Gracias por el sándwich.
Mientras ella estaba todavía intentando morder el suyo, Daniela había terminado y se levantó del taburete.
—¿Te vas?
«Déjala ir, ya volverá».
Ése sería el consejo de Pedro. Pero claro, para él era fácil.
—¿Quieres quedarte para ayudarme a buscar a tu padre en Internet?
—¿Crees que no lo he hecho ya? No soy tonta.
—Iba a ponerme en contacto con una agencia especializada en encontrar gente.
Daniela, en la puerta, vaciló.
—¿Para qué? Si quisiera saber algo de mí, me habría buscado.
—A lo mejor tiene miedo. A lo mejor piensa que tú no quieres saber nada de él. ¿Tú sabes el valor que hace falta para buscar a una persona a quien le has hecho daño?
Daniela la miró; su delgado rostro estaba sembrado de dudas.
—A lo mejor le da igual. A lo mejor es un… —pero no terminó la frase. Incapaz, a pesar de su gesto de desafío, de decir la palabra.
—Dilo, Daniela. No será nada que no haya oído antes.
—Los fetos pueden oír también, ¿no?
Paula intentó no sonreír ante la inesperada evidencia de su instinto maternal.
—Eso dicen.
—¿Tú no tienes niños con Pedro?
—No.
—Los hombres son una pesadez —suspiró su hermana.
—No todos —sonrió Paula—. Puedes quedarte aquí, Daniela. Tengo una habitación de más. Y toda el agua caliente que te haga falta.
—Ya tengo un sitio.
—¿Un sitio adecuado para el niño?
—Yo viví en sitios peores cuando era pequeña.
—Entonces serás consciente de lo que nunca debería ver un niño —replicó Paula.
—Yo era feliz… —Daniela apretó los labios.
¿Feliz entonces? ¿Era eso lo que iba a decir? Si ésa era su idea de la felicidad, ¿qué horrores habría vivido desde que Paula tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su preocupación.
—La oferta sigue en pie hasta que tú quieras. ¿Necesitas algo?
—¿De mi famosa hermana, que no se ha molestado en saber nada de mí durante todos estos años? —antes de que apartase la mirada, Paula vio un brillo de lágrimas en sus ojos. No era tan dura, pensó—. Yo te quería. No a ti, a Paula Chaves. Ella era todo lo que debe ser una hermana mayor: divertida, lista, simpática, cariñosa. Solía verla todas las mañanas y pensaba que si mi hermana hubiera sido así, yo habría sido la niña más afortunada del mundo. Qué tontería, ¿verdad?
—No… ésa no era yo…
—Desde luego. Las dos sois unas falsas.
—Daniela, por favor…
—¿Por favor qué? Quince años y lo único que consigo es una carta de tres líneas y una fotografía. ¿Qué esperabas que hiciera, Paula… perdona, Paula? ¿Caer a tus pies porque, por fin, habías encontrado tiempo para mí?
—Nunca me olvidé de ti —Paula no dijo nada más. ¿Para qué? ¿Cómo esperaba que Daniela entendiera lo que no entendía ella misma?—. Voy a intentar averiguar algo sobre el paradero de tu padre, así que la próxima vez que llames… no cuelgues, ¿eh?
—¿Quién ha dicho que voy a llamar otra vez? —le espetó Daniela, antes de salir corriendo.
Paula tuvo que contenerse para no ir tras ella. No tenía derecho a saber dónde iba o con quién.
Había perdido ese derecho cuando la dejó y ahora tendría que ganarse su confianza no volviendo a decepcionarla nunca.
Entonces, como una iluminación, corrió a la ventana.
—¡Daniela! Si quieres, puedo enseñarte a conducir.
Pero Daniela no levantó la mirada; al contrario, se envolvió más dentro de su cazadora.
Pedro, solo en la cocina, miró la magdalena que había partido por la mitad. Estaba igual que su matrimonio. Cuando volvió a juntar las dos partes faltaban trocitos y no quedaba perfecta.
Pero la perfección era una ilusión. La vida había que vivirla como era, con todos sus defectos y sus riesgos.
Paula tenía razón. Aquel matrimonio perfecto se había terminado. Y era hora de dejar de intentar arreglarlo. Lo que tenía que hacer era intentar reconstruirlo desde la base.
* * *
Después de ducharse, sin tomarse la molestia de secarse el pelo con el secador como solía hacer, Paula sacó el móvil del bolso. Había docenas de mensajes dándole la enhorabuena por el premio, además de un par de correos.
Nada de Daniela.
¿Qué había esperado?
Paula abrió un e-mail de Clara. Habían estado intercambiando mensajes durante toda la semana porque Clara estaba retrasando el momento de enfrentarse con sus demonios y Paula le había aplicado el equivalente cibernético de una patada en el trasero. Esperaba que fueran buenas noticias.
Pero se equivocó.
Era un e-mail que Clara le había enviado a Simone y a ella:
No puedo decir que me haga feliz que mis trapos sucios pronto sean de conocimiento público…
¿Qué?
Paula soltó una palabrota que no había dicho en años. El diario perdido había sido encontrado por un periodista de Sidney que no había tenido el menor problema para identificarlas a las tres y había llamado a Simone exigiendo una entrevista.
Paula se sentó para contestar:
Simone, acabo de leer tu e-mail y entiendo lo difícil que esto es para ti. Estoy con Clara, dile al señor Tanner de mi parte que Paula Chaves cree que es un gusano… claro que le dará igual. Pedro lo sabe todo sobre mi vida, así que puede publicar lo que le dé la gana y, por mi parte, que se vaya a tomar viento. Pero supongo que no será tan fácil para ti…
Después de animar a su amiga, devolvió una llamada urgente de su representante. Le debía un favor por dejar la fiesta para llevar su bolso a casa de Pedro.
—¡Cariño! —exclamó Jace—. Cualquier cosa por mi cliente favorita. He tenido un par de llamadas del estudio, pero todos se han creído lo de la crisis familiar. Uno de los beneficios de ser una buena chica. Pero tú sabes cómo son los de la prensa, ya puedes ir inventando algo creíble…
—Tengo algo creíble. Que a ti te guste es otra cosa.
—Bueno, eso depende.
—Mira, tengo que colgar. Te llamaré más tarde.
—¿Por qué no comemos juntos en el Ivy para celebrar tu premio? Y lleva a tu marido, para que nos invite.
Paula soltó una carcajada.
—Te llamo después, Jace.
Seguía sonriendo cuando volvió al salón. Pedro, de espaldas y con el pelo mojado, estaba mirando por la ventana.
—¿Sigues aquí? ¿No tienes que dirigir una corporación?
—Sólo he podido conseguir un hilo de agua. Tienes que arreglar esa ducha.
—Sí, es uno de los problemas que tengo que solucionar.
—Da igual. No creo que mi empresa se colapse por un día. Pero supongo que querrás buscar las llaves de tu coche.
—¿Qué? —Paula se acercó a la ventana. En la acera, al lado del descapotable, estaba Daniela.
—Hoy lleva el pelo violeta. Ah, mira, ya empieza el espectáculo —Pedro sonrió cuando Daniela levantó la cabeza y, al darse cuenta de que estaban mirándola, sacudió el tirador de la puerta.
Paula ya estaba corriendo escaleras abajo cuando la alarma empezó a sonar. Y en el portal cuando Pedro llegó a su lado.
—¡No! Vete, por favor. Quiero hacerlo sola… —le pidió.
—Se te han olvidado las llaves del coche —la interrumpió él, poniéndolas en su mano y cerrándola para que no las perdiera.
—Ah.
—Ha vuelto, Paula. Quiere verte. Quiere hablar contigo.
—Sí…
—¿Necesitas que me quede?
—Yo… —a pesar de que le había dicho que se fuera, de repente tenía miedo.
Pedro se inclinó para rozar sus labios. Apenas fue un beso y, sin embargo, para Paula fue como una corriente eléctrica. Y, por un momento, lo único que quería era echarle los brazos al cuello y perderse en él hasta que el mundo desapareciera.
—Todo irá bien.
—Si, lo sé…
—Llámame si necesitas algo. Si necesitas alguien con quien hablar…
—Pedro, sobre lo de anoche… —cuando abrió el portal, sus palabras quedaron ahogadas por el estruendo de la alarma—. Gracias.
Él salió a la calle sin decir nada más.
«Adiós», pensó Paula.
Luego, respirando profundamente, se acercó al coche, en el que Daniela estaba apoyada con actitud agresiva.
El ruido de la alarma era ensordecedor y Paula abrió la puerta para desconectarla.
—Bonito coche —dijo su hermana—. ¿Me dejas conducirlo?
—¿Tienes permiso de conducir?
—Bah, déjalo —Daniela metió las manos en los bolsillos de la cazadora y se dio la vuelta.
Paula, que iba a seguirla, recordó las palabras de Pedro.
«Es un juego. Quiere que la persigas».
—Voy a hacer el desayuno —dijo, armándose de valor para volver al portal—. Un sándwich de beicon.
Los sándwiches de beicon habían sido la comida de sus sueños cuando eran pequeñas. Pan blanco, capas y capas de beicon, tomate… su madre y ella solían ir a un café donde los vendían y Paula pedía dinero a la gente que salía de allí con los sándwiches en una bolsa. Un día, uno de los empleados llamó a los Servicios Sociales y sólo su instinto de supervivencia había evitado que se la llevaran.
Pero aun ahora, cuando olía a beicon, se le hacía un nudo en el estómago.
Después de un silencio que le pareció eterno, Daniela pasó a su lado sin decir una palabra y estaba en medio del salón, mirando alrededor, cuando Paula llegó arriba con las piernas temblorosas.
—Está hecho un asco.
—Voy a redecorarlo. Estará mejor cuando lleguen las cortinas y la nueva moqueta.
—La moqueta ya no se lleva.
—Sólo voy a ponerla en mi habitación. Aquí voy a poner suelos de madera — suspiró Paula—. Estaba pensando ir a comprar un sofá esta tarde. ¿Quieres acompañarme? Me vendría bien un poco de ayuda.
Daniela se encogió de hombros.
—Como que a mí me importa qué sofá compres. Dijiste que me ayudarías a encontrar a mi padre.
—Podemos hacer las dos cosas, si eso es lo que quieres de verdad.
—Tú conociste a tu padre. Yo nunca… yo no tuve a nadie.
—Mama te quería mucho, Daniela.
—No es verdad.
Paula se tragó lo que iba a decir. Culpar a su padre por todo no ayudaría en absoluto. Todos la habían abandonado, de una manera o de otra.
—¿Y la gente que te adoptó? ¿Ellos tampoco te querían?
—¡Me mintieron! Esperé y esperé porque me dijeron que irías a buscarme, pero no fuiste. ¡Yo quería que fueras a buscarme,Paula, y no fuiste!
Paula.
Daniela, sólo Daniela, incapaz de pronunciar su nombre, Belinda, la llamaba así.
—¿Dónde fuiste tú?
—A ningún sitio. A una casa de acogida… a ningún sitio —Paula sacudió la cabeza. No tenía sentido decirle que su familia adoptiva sólo la quiso a ella. Que todo el mundo dijo que sería más fácil para Daniela adaptarse sin los recuerdos de su familia. Ella sabía que estaban equivocados, pero nadie la escuchó.
Y sabía lo que sentía su hermana porque ella misma lo había sentido entonces.
—¿Qué fue de ti, Daniela? ¿Por qué vives así?
—¿Así cómo? —le espetó ella—. ¿No ibas a hacer el desayuno?
—Sí, claro. Si quieres venir conmigo a la cocina…
Si había pensado que aquélla iba a ser una reunión emotiva, estaba completamente equivocada.
«Simone, Clara, espero que a vosotras os vaya mejor».
Sacó un paquete de beicon de la nevera y se volvió justo cuando Daniela estaba guardándose algo en el bolsillo.
¿Qué? En la encimera sólo había un par de tazas, el vaso vacío de café…
La magdalena.
Paula se mordió los labios para no llorar. Ella, que no lloraba nunca.
—¿Quieres quitarte la cazadora?
La respuesta de su hermana fue envolverse en ella, de modo que no insistió.
—Encontraré a tu padre, Daniela.
Sólo esperaba que la realidad no fuera demasiado horrible.
—¿Puedo usar el baño?
—Sí, claro. Usa el de mi dormitorio —contestó Paula—. La primera puerta a la izquierda.
Algo duro y punzante estaba clavándose a Paula en la mejilla. Cuando volvió la cabeza y alargó una mano para mover la almohada, encontró algo duro, firme, cálido. No el suave algodón sino algo de cachemir…
¿Se había dormido en el sofá?
Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar dónde estaba y, mientras intentaba colocarse en una posición más cómoda, recordó los eventos de la noche anterior. Abrió los ojos y se dio cuenta de que no estaba sola en el sofá. Pedro, inusualmente despeinado, con sombra de barba, estaba mirándola con ojos de sueño.
Había dormido toda la noche en el sofá con la cabeza sobre su pecho y un brazo alrededor de su cintura. Y, aunque estuvieran vestidos, eso no hacía que la escena fuera menos íntima.
O menos incómoda.
Lo había dejado. Lo había apartado de su vida y le había dicho más de una vez que no lo necesitaba. Pero la noche anterior, a pesar de su cruel rechazo, no la había dejado sola; al contrario, había pasado horas buscando pacientemente a Daniela.
Y cuando por fin le había contado la verdad sobre su vida, se había quedado.
Toda la noche.
Claro que el hecho de que estuviera encima de él, de que Pedro no pudiese escapar sin despertarla, podría ser la razón. Pero no tenía por qué haberse quedado allí, abrazándola hasta que se quedó dormida, susurrándole palabras muy dulces al oído, llamándola «mi amor».
No. Eso debía de haberlo imaginado. Pedro no usaba nunca esa expresión. Él era un marido minimalista. Perfecto en todos los detalles, pero frío…
—Lo siento —se disculpó.
—¿Qué sientes?
No querer moverse, nunca, no querer apartarse de él.
Haberle mentido.
—Haberme quedado dormida encima de ti.
—Habrías estado más cómoda en la cama, pero no quería despertarte —dijo él, acariciando su cara—. ¿Desde cuándo no dormías de un tirón?
—¿Tan mal aspecto tenía antes?
El sonido del teléfono lo rescató, los rescató a los dos, recordándole que el anhelo de quedarse donde estaba, en los brazos de Pedro, y olvidarse de todo lo demás, era un absurdo.
—¿Qué hora es?
—¿Eso importa?
—Sí.
No…
Paula apartó la mano de Pedro y él la sujetó un momento. .
Que fácil sería besarla, despertar una respuesta, un beso, una caricia como preludio a la intimidad que su cuerpo deseaba…
Lo había echado tanto de menos…
Percatándose de que seguía sujetando su mano, Paula giró la cabeza para mirar el reloj.
—No puede ser. Mi despertador…
—Puede que se te olvidara ponerlo en hora.
—¡El estudio! Debería estar allí hace horas. ¿Por qué no me ha llamado nadie? ¿Dónde está mi móvil? —gritó Paula, intentando levantarse.
—En tu bolso, apagado, imagino.
—Apártate, tengo que levantarme… tengo que contestar al teléfono.
—Se me ha dormido una pierna —sonrió él, sujetándola por la cintura—. Cálmate. Quien sea dejará un mensaje.
—No… ¡es Daniela! Tiene que ser Daniela.
El contestador saltó, sonó el mensaje. Quien fuera, colgó.
—Iba a colgar de todas maneras. Es un juego, Paula.
—No…
El insistente sonido del timbre los interrumpió y Paula no se molestó en contestar por el telefonillo. Abrió la puerta y corrió escaleras abajo…
—Por el amor de Dios, Paula, parece que hayas pasado la noche en vela —dijo Miranda, inmaculada de la cabeza a los pies, adornados con unos Manolos—. Menos mal que Pedro me pidió que llamase al estudio para decirles que no te esperasen esta mañana.
¿Pedro la había llamado?
—¿Cuándo?
—¿No te lo ha dicho? —Miranda se encogió de hombros—. ¿Está aquí? Le traigo ropa para que se cambie —añadió, levantando un portatrajes y una bolsa de plástico que llevaba en la mano—. Seguro que tus problemas son mucho más importantes, pero llevo disculpando a mi hermano por reuniones canceladas desde que volviste a casa y como ésta es con el primer ministro y…
—Yo no le he pedido que se quedara —la interrumpió Paula—. ¿Y de qué reuniones canceladas estás hablando?
—Nada importante —Pedro puso una mano sobre su hombro—. Pero tienes razón, Miranda. No creo que el primer ministro quiera cancelar esta reunión. Por favor, dime que has traído un café.
—Un café y una magdalena —contestó su hermana—. Puedes tomarlo mientras vamos hacia Downing Street. Te espero en el coche.
—No hace falta —dijo él, tomando el portatrajes y la bolsa—. Ahorra tiempo y habla tú misma con el primer ministro.
—Pedro… —murmuró Miranda, boquiabierta.
—¿Algún problema?
—¿Quieres que vaya a Downing Street en tu lugar?
—El primer ministro quiere hablarme de un proyecto de ayuda humanitaria en Asia. Y, si nos ponemos de acuerdo, tú harás el trabajo. Sólo estoy cargándome al intermediario.
—Sí, pero…
—Necesito que hagas esto por mí, Miranda.
Paula intuyó que aquello era importante. Que esa confianza era completamente nueva para su hermana.
—Pero… Muy bien, de acuerdo. Entonces será mejor que… me vaya. ¿Nos vemos luego?
—Luego —asintió él.
Miranda se dio la vuelta y, mientras entraba en el coche, Paula miró alrededor, esperando ver a Daniela por allí.
—No hagas eso —dijo Pedro, tomándola del brazo—. ¿Un café?
—No creo que Miranda quisiera incluirme en el desayuno.
—Podemos compartirlo.
—Lo único que tú y yo hemos compartido en nuestro matrimonio ha sido la ducha y la cama.
Y la noche anterior, el sofá.
Paula se volvió para subir al apartamento, pensativa.
¿Por qué no se había ido con Miranda?
Había roto con él. ¿No lo entendía? Aquél no era su problema. Además, ellos no solían desayunar juntos.
—No puedo creer que hayas hecho eso —le dijo, cuando Pedro se reunió con ella en la cocina.
—¿A qué te refieres?
—Enviar a Miranda en tu lugar para hablar con el primer ministro. ¿Te das cuenta de que, probablemente, acabas de perder la Orden del Imperio Británico o algo así? Quizá incluso un asiento en la Cámara de los Lores.
—¿Y crees que me importa? —preguntó él, sacando de la bolsa el vaso de café y vaciando el contenido en dos tazas.
—Si quieres que te sea sincera, Pedro, más allá del dormitorio no tengo ni idea de lo que te importa o no.
—Pues entonces deja que te cuente una cosa: hace un par de días le dije a Miranda que te subestimaba.
—Y yo no voy a preguntarte qué dijo ella.
—Sospecho que Miranda no me perdonará nunca que te diga que la haces sentir inadecuada.
—No me lo creo.
—Como mujer.
—Últimamente se hacen milagros con la silicona.
—No tiene nada que ver con eso. Es por cómo te trata la gente, por tu empatía natural —sonrió Pedro—. Por eso no creo que tú vayas a cometer el mismo error con ella.
—Yo no la subestimo. Pero creo que a los hombres les da un miedo mortal —respondió Paula.
Allí en la cocina, sin afeitar, despeinado, sonriendo, le pareció ver al hombre que había decidido conquistarla tres años atrás, el que se había negado a aceptar un «no» como respuesta y la había llevado a un paraíso para celebrar una boda al borde del mar.
—¿Y por qué te molesta eso?
—No, no me molesta… O sí, no lo sé. Me has pillado.
Pedro levantó su barbilla con un dedo.
—¿En serio?
Paula sintió un escalofrío, pero bajó la mirada. No quería que viera lo que había en sus ojos. Si lo viera sabría, como lo había sabido el día que en una sala llena de gente consiguió que se volviera para mirarlo, que sólo quería mirarlo a él.
Entonces el arma para conquistarla habían sido flores, joyas…
Pero un hombre no llegaba donde había llegado él sin ser inteligente, adaptable.
Pedro había parecido aceptar su decisión, pero debería haber sabido que, en realidad, no era así. Su orgullo le exigía que la recuperase, que devolviera el orden y la rutina a su vida. Y estaba dispuesto a hacer lo que tuviera que hacer para devolverla a la jaula de oro en la que ella misma se había metido. Incluso usando su valioso tiempo si era necesario.
—Tengo que llamar al estudio para disculparme. A la gente de relaciones públicas… —Paula hizo una mueca—. A saber qué pensarán de mi repentina escapada…
—Seguro que a Jace se le ha ocurrido una excusa perfecta.
—Sin duda. Pero es lo que harán con ella lo que me preocupa —dijo Paula—. ¿Le pediste a Miranda que llamase al estudio?
—Sí.
—¿Y qué les ha dicho?
—Que tenías un problema familiar. Jace y yo pensamos que sería mejor que llamase ella.
—Sí, claro. ¿Quién se atrevería a cuestionar a Miranda? —sonrió Paula—. Mira, Pedro, mi vida está a punto de complicarse muchísimo. Deberías apartarte.
—Al contrario. Tú deberías volver a casa para tener algo de tranquilidad —su marido la miró entonces, arrugando el ceño—. ¿O quieres protegerme de las fotografías y los cotilleos?
—No.
—Has contestado demasiado rápido.
—No tenía que pensarlo. Tú firmaste para tener un matrimonio perfecto, Pedro. Y no iba a durar para siempre.
—¿No?
Paula consiguió tomar la taza de café mientras intentaba pensar en algo que decir. No se le ocurrió nada y entendió que Pedro sólo hubiera podido pronunciar monosílabos cuando le dijo que lo dejaba.
Como él, descubrió, no tenía vocabulario suficiente para cubrir la situación.
—Puedes ducharte en el cuarto de baño de invitados —murmuró, antes de ir a su habitación.