jueves, 2 de julio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 13





Algo duro y punzante estaba clavándose a Paula en la mejilla. Cuando volvió la cabeza y alargó una mano para mover la almohada, encontró algo duro, firme, cálido. No el suave algodón sino algo de cachemir…


¿Se había dormido en el sofá?


Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar dónde estaba y, mientras intentaba colocarse en una posición más cómoda, recordó los eventos de la noche anterior. Abrió los ojos y se dio cuenta de que no estaba sola en el sofá. Pedro, inusualmente despeinado, con sombra de barba, estaba mirándola con ojos de sueño.


Había dormido toda la noche en el sofá con la cabeza sobre su pecho y un brazo alrededor de su cintura. Y, aunque estuvieran vestidos, eso no hacía que la escena fuera menos íntima.


O menos incómoda.


Lo había dejado. Lo había apartado de su vida y le había dicho más de una vez que no lo necesitaba. Pero la noche anterior, a pesar de su cruel rechazo, no la había dejado sola; al contrario, había pasado horas buscando pacientemente a Daniela.


Y cuando por fin le había contado la verdad sobre su vida, se había quedado.


Toda la noche.


Claro que el hecho de que estuviera encima de él, de que Pedro no pudiese escapar sin despertarla, podría ser la razón. Pero no tenía por qué haberse quedado allí, abrazándola hasta que se quedó dormida, susurrándole palabras muy dulces al oído, llamándola «mi amor».


No. Eso debía de haberlo imaginado. Pedro no usaba nunca esa expresión. Él era un marido minimalista. Perfecto en todos los detalles, pero frío…


—Lo siento —se disculpó.


—¿Qué sientes?


No querer moverse, nunca, no querer apartarse de él.


Haberle mentido.


—Haberme quedado dormida encima de ti.


—Habrías estado más cómoda en la cama, pero no quería despertarte —dijo él, acariciando su cara—. ¿Desde cuándo no dormías de un tirón?


—¿Tan mal aspecto tenía antes?


El sonido del teléfono lo rescató, los rescató a los dos, recordándole que el anhelo de quedarse donde estaba, en los brazos de Pedro, y olvidarse de todo lo demás, era un absurdo.


—¿Qué hora es?


—¿Eso importa?


—Sí.


No…


Paula apartó la mano de Pedro y él la sujetó un momento. .


Que fácil sería besarla, despertar una respuesta, un beso, una caricia como preludio a la intimidad que su cuerpo deseaba…


Lo había echado tanto de menos…


Percatándose de que seguía sujetando su mano, Paula giró la cabeza para mirar el reloj.


—No puede ser. Mi despertador…


—Puede que se te olvidara ponerlo en hora.


—¡El estudio! Debería estar allí hace horas. ¿Por qué no me ha llamado nadie? ¿Dónde está mi móvil? —gritó Paula, intentando levantarse.


—En tu bolso, apagado, imagino.


—Apártate, tengo que levantarme… tengo que contestar al teléfono.


—Se me ha dormido una pierna —sonrió él, sujetándola por la cintura—. Cálmate. Quien sea dejará un mensaje.


—No… ¡es Daniela! Tiene que ser Daniela.


El contestador saltó, sonó el mensaje. Quien fuera, colgó.


—Iba a colgar de todas maneras. Es un juego, Paula.


—No…


El insistente sonido del timbre los interrumpió y Paula no se molestó en contestar por el telefonillo. Abrió la puerta y corrió escaleras abajo…


—Por el amor de Dios, Paula, parece que hayas pasado la noche en vela —dijo Miranda, inmaculada de la cabeza a los pies, adornados con unos Manolos—. Menos mal que Pedro me pidió que llamase al estudio para decirles que no te esperasen esta mañana.


¿Pedro la había llamado?


—¿Cuándo?


—¿No te lo ha dicho? —Miranda se encogió de hombros—. ¿Está aquí? Le traigo ropa para que se cambie —añadió, levantando un portatrajes y una bolsa de plástico que llevaba en la mano—. Seguro que tus problemas son mucho más importantes, pero llevo disculpando a mi hermano por reuniones canceladas desde que volviste a casa y como ésta es con el primer ministro y…


—Yo no le he pedido que se quedara —la interrumpió Paula—. ¿Y de qué reuniones canceladas estás hablando?


—Nada importante —Pedro puso una mano sobre su hombro—. Pero tienes razón, Miranda. No creo que el primer ministro quiera cancelar esta reunión. Por favor, dime que has traído un café.


—Un café y una magdalena —contestó su hermana—. Puedes tomarlo mientras vamos hacia Downing Street. Te espero en el coche.


—No hace falta —dijo él, tomando el portatrajes y la bolsa—. Ahorra tiempo y habla tú misma con el primer ministro.


Pedro… —murmuró Miranda, boquiabierta.


—¿Algún problema?


—¿Quieres que vaya a Downing Street en tu lugar?


—El primer ministro quiere hablarme de un proyecto de ayuda humanitaria en Asia. Y, si nos ponemos de acuerdo, tú harás el trabajo. Sólo estoy cargándome al intermediario.


—Sí, pero…


—Necesito que hagas esto por mí, Miranda.


Paula intuyó que aquello era importante. Que esa confianza era completamente nueva para su hermana.


—Pero… Muy bien, de acuerdo. Entonces será mejor que… me vaya. ¿Nos vemos luego?


—Luego —asintió él.


Miranda se dio la vuelta y, mientras entraba en el coche, Paula miró alrededor, esperando ver a Daniela por allí.


—No hagas eso —dijo Pedro, tomándola del brazo—. ¿Un café?


—No creo que Miranda quisiera incluirme en el desayuno.


—Podemos compartirlo.


—Lo único que tú y yo hemos compartido en nuestro matrimonio ha sido la ducha y la cama.


Y la noche anterior, el sofá.


Paula se volvió para subir al apartamento, pensativa.


¿Por qué no se había ido con Miranda?


Había roto con él. ¿No lo entendía? Aquél no era su problema. Además, ellos no solían desayunar juntos.


—No puedo creer que hayas hecho eso —le dijo, cuando Pedro se reunió con ella en la cocina.


—¿A qué te refieres?


—Enviar a Miranda en tu lugar para hablar con el primer ministro. ¿Te das cuenta de que, probablemente, acabas de perder la Orden del Imperio Británico o algo así? Quizá incluso un asiento en la Cámara de los Lores.


—¿Y crees que me importa? —preguntó él, sacando de la bolsa el vaso de café y vaciando el contenido en dos tazas.


—Si quieres que te sea sincera, Pedro, más allá del dormitorio no tengo ni idea de lo que te importa o no.


—Pues entonces deja que te cuente una cosa: hace un par de días le dije a Miranda que te subestimaba.


—Y yo no voy a preguntarte qué dijo ella.


—Sospecho que Miranda no me perdonará nunca que te diga que la haces sentir inadecuada.


—No me lo creo.


—Como mujer.


—Últimamente se hacen milagros con la silicona.


—No tiene nada que ver con eso. Es por cómo te trata la gente, por tu empatía natural —sonrió Pedro—. Por eso no creo que tú vayas a cometer el mismo error con ella.


—Yo no la subestimo. Pero creo que a los hombres les da un miedo mortal —respondió Paula.


Allí en la cocina, sin afeitar, despeinado, sonriendo, le pareció ver al hombre que había decidido conquistarla tres años atrás, el que se había negado a aceptar un «no» como respuesta y la había llevado a un paraíso para celebrar una boda al borde del mar.


—¿Y por qué te molesta eso?


—No, no me molesta… O sí, no lo sé. Me has pillado.


Pedro levantó su barbilla con un dedo.


—¿En serio?


Paula sintió un escalofrío, pero bajó la mirada. No quería que viera lo que había en sus ojos. Si lo viera sabría, como lo había sabido el día que en una sala llena de gente consiguió que se volviera para mirarlo, que sólo quería mirarlo a él.


Entonces el arma para conquistarla habían sido flores, joyas…


Pero un hombre no llegaba donde había llegado él sin ser inteligente, adaptable.


Pedro había parecido aceptar su decisión, pero debería haber sabido que, en realidad, no era así. Su orgullo le exigía que la recuperase, que devolviera el orden y la rutina a su vida. Y estaba dispuesto a hacer lo que tuviera que hacer para devolverla a la jaula de oro en la que ella misma se había metido. Incluso usando su valioso tiempo si era necesario.


—Tengo que llamar al estudio para disculparme. A la gente de relaciones públicas… —Paula hizo una mueca—. A saber qué pensarán de mi repentina escapada…


—Seguro que a Jace se le ha ocurrido una excusa perfecta.


—Sin duda. Pero es lo que harán con ella lo que me preocupa —dijo Paula—. ¿Le pediste a Miranda que llamase al estudio?


—Sí.


—¿Y qué les ha dicho?


—Que tenías un problema familiar. Jace y yo pensamos que sería mejor que llamase ella.


—Sí, claro. ¿Quién se atrevería a cuestionar a Miranda? —sonrió Paula—. Mira, Pedro, mi vida está a punto de complicarse muchísimo. Deberías apartarte.


—Al contrario. Tú deberías volver a casa para tener algo de tranquilidad —su marido la miró entonces, arrugando el ceño—. ¿O quieres protegerme de las fotografías y los cotilleos?


—No.


—Has contestado demasiado rápido.


—No tenía que pensarlo. Tú firmaste para tener un matrimonio perfecto, Pedro. Y no iba a durar para siempre.


—¿No?


Paula consiguió tomar la taza de café mientras intentaba pensar en algo que decir. No se le ocurrió nada y entendió que Pedro sólo hubiera podido pronunciar monosílabos cuando le dijo que lo dejaba.


Como él, descubrió, no tenía vocabulario suficiente para cubrir la situación.


—Puedes ducharte en el cuarto de baño de invitados —murmuró, antes de ir a su habitación.






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