viernes, 3 de julio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 15




Pedro, inquieto, dio una vuelta a la manzana antes de aparcar el coche en un sitio que no podía verse desde el apartamento de Paula, compró el periódico y entró en un café a esperar.


Paula había tomado la decisión de que su pasado y su futuro eran incompatibles. Que encontrar a Daniela significaba perderlo a él. Que, una vez que se supiera la verdad sobre su pasado, y la prensa estaría hurgando para encontrar hasta el detalle más sórdido, él no querría saber nada.


Que pensara eso lo avergonzaba. Quizá hubiera querido la seguridad que él podía ofrecerle, pero también había querido mucho más que eso: un matrimonio de verdad, una familia.


No era a ella a quien le faltaba valor para enfrentarse con lo que eso significaba; él era incapaz de abrazar la vida con todos sus defectos.


En realidad, le estaba agradecido por haberlo dejado. Se sentía como un hombre al que hubieran obligado a sacar la cabeza de un seguro agujero en la arena.


Y Paula había salido de su cascarón. Seguía siendo vulnerable, seguía pensando que su éxito en televisión era un accidente, el resultado de un buen trabajo de relaciones públicas, pero estaba haciendo un esfuerzo por defenderse sola. Incluso había estado dispuesta a decirle que ya no lo necesitaba como bastón.


Y, haciendo eso, había apartado la alfombra bajo sus pies. 


Pero mientras ambos se levantaban, él tenía que asegurarse de que miraban en la misma dirección y, de alguna forma, sabía que Daniela era la clave.



****


Daniela estuvo tanto tiempo en el baño que Paula temió que hubiera vuelto a marcharse. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no ir a buscarla, intuyendo que aquélla era una prueba de confianza.


La recompensa llegó cuando por fin volvió a la cocina, oliendo vagamente a su gel de vainilla y sin la pintura violeta en el pelo.


—¿Vive aquí? —preguntó, sentándose en el taburete.


—¿Pedro?


—¡Pedro! ¿Qué clase de nombre es ése?


—Le pusieron ese nombre por un bisabuelo.


—Un bisabuelo, qué suerte. Ente las dos no tenemos ni un padre siquiera. Me dijo que era tu marido, pero en el baño no hay cosas de hombre.


—¿Pedro te dijo eso? ¿Cuándo?


—La primera vez que lo vi. Cuando se puso todo protector porque me acerqué a tu coche.


Pedro protector. Otra cosa nueva…


—Sí, bueno, es mi marido. Pero nos hemos separado.


—¿No me digas? Pues estuvo aquí el fin de semana pasado. Y no se había afeitado esta mañana, así que supongo que ha dormido aquí.


—Sí… anoche llegamos muy tarde a casa y durmió en el sofá. ¿Y tú? ¿Vives con el padre de tu hijo?


—No.


—¿Estás enamorada de él?


—Por favor…


—Pero te acostaste con él sin usar preservativo…


—No hay otra manera de tener un niño, que yo sepa.


—¿Tú querías…? —Paula tragó saliva. Claro que sí, alguien que la quisiera sin reservas.


—Esa enfermera no debería haberte contado que estaba embarazada. Esas cosas médicas son confidenciales.


—Quería que entendiera por qué te habías desmayado en la calle. ¿Estás tomando vitaminas? ¿Has ido al ginecólogo?


—¿Esto qué es, la Inquisición?


—Tu niño necesita que lo protejas, Daniela.


—Como que tú sabes algo de eso —replicó su hermana, desdeñosa—. Ya me las arreglaré. Aún estoy acostumbrándome a la idea.


—¿De cuántos meses estás?


—No sabía que estuviera embarazada hasta anoche. Tuve la primera falta hace un mes y medio más o menos, pero no me desmayé a propósito como dice Pedro Picapiedra.


Ah, vaya, su hermana tenía sentido del humor. Las cosas empezaban a mejorar.


—No es tan terrible. De hecho, te ofreció dinero. ¿Por qué no lo aceptaste?


—Sólo quería librarse de mí.


—No… estaba probándote —dijo Paula.


Protegiéndola.


—Pues yo paso.


—A mí no tienes que demostrarme nada, Daniela. Podemos ir juntas al ginecólogo si quieres.


—No te necesito.


—Todo el mundo necesita a alguien.


Alguien a quien llamar. Alguien que siempre estuviera al otro lado, a quien le importasen sus sentimientos.


¿Qué sentía Pedro?


¿Qué había sentido cuando le dijo que se marchaba?


—¿Trabajas? —preguntó Paula, poniendo mantequilla en las tostadas.


—No.


Aquello no iba bien.


Le pagaban una increíble cantidad de dinero por charlar con gente cada mañana y solía hacer que se sintieran cómodos, que quisieran hablar con ella. Pero la regla de oro era no hacer preguntas que pudieran contestarse con un sí o un no. 


Claro que, antes de entrevistarlos, había buscado información sobre ellos. Con Daniela, no sabía nada.


Y no se atrevía a preguntar qué había pasado con su familia de adopción porque temía la respuesta.


—Gracias por el sándwich.


Mientras ella estaba todavía intentando morder el suyo, Daniela había terminado y se levantó del taburete.


—¿Te vas?


«Déjala ir, ya volverá».


Ése sería el consejo de Pedro. Pero claro, para él era fácil.


—¿Quieres quedarte para ayudarme a buscar a tu padre en Internet?


—¿Crees que no lo he hecho ya? No soy tonta.


—Iba a ponerme en contacto con una agencia especializada en encontrar gente.


Daniela, en la puerta, vaciló.


—¿Para qué? Si quisiera saber algo de mí, me habría buscado.


—A lo mejor tiene miedo. A lo mejor piensa que tú no quieres saber nada de él. ¿Tú sabes el valor que hace falta para buscar a una persona a quien le has hecho daño?


Daniela la miró; su delgado rostro estaba sembrado de dudas.


—A lo mejor le da igual. A lo mejor es un… —pero no terminó la frase. Incapaz, a pesar de su gesto de desafío, de decir la palabra.


—Dilo, Daniela. No será nada que no haya oído antes.


—Los fetos pueden oír también, ¿no?


Paula intentó no sonreír ante la inesperada evidencia de su instinto maternal.


—Eso dicen.


—¿Tú no tienes niños con Pedro?


—No.


—Los hombres son una pesadez —suspiró su hermana.


—No todos —sonrió Paula—. Puedes quedarte aquí, Daniela. Tengo una habitación de más. Y toda el agua caliente que te haga falta.


—Ya tengo un sitio.


—¿Un sitio adecuado para el niño?


—Yo viví en sitios peores cuando era pequeña.


—Entonces serás consciente de lo que nunca debería ver un niño —replicó Paula.


—Yo era feliz… —Daniela apretó los labios.


¿Feliz entonces? ¿Era eso lo que iba a decir? Si ésa era su idea de la felicidad, ¿qué horrores habría vivido desde que Paula tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su preocupación.


—La oferta sigue en pie hasta que tú quieras. ¿Necesitas algo?


—¿De mi famosa hermana, que no se ha molestado en saber nada de mí durante todos estos años? —antes de que apartase la mirada, Paula vio un brillo de lágrimas en sus ojos. No era tan dura, pensó—. Yo te quería. No a ti, a Paula Chaves. Ella era todo lo que debe ser una hermana mayor: divertida, lista, simpática, cariñosa. Solía verla todas las mañanas y pensaba que si mi hermana hubiera sido así, yo habría sido la niña más afortunada del mundo. Qué tontería, ¿verdad?


—No… ésa no era yo…


—Desde luego. Las dos sois unas falsas.


—Daniela, por favor…


—¿Por favor qué? Quince años y lo único que consigo es una carta de tres líneas y una fotografía. ¿Qué esperabas que hiciera, Paula… perdona, Paula? ¿Caer a tus pies porque, por fin, habías encontrado tiempo para mí?


—Nunca me olvidé de ti —Paula no dijo nada más. ¿Para qué? ¿Cómo esperaba que Daniela entendiera lo que no entendía ella misma?—. Voy a intentar averiguar algo sobre el paradero de tu padre, así que la próxima vez que llames… no cuelgues, ¿eh?


—¿Quién ha dicho que voy a llamar otra vez? —le espetó Daniela, antes de salir corriendo.


Paula tuvo que contenerse para no ir tras ella. No tenía derecho a saber dónde iba o con quién.


Había perdido ese derecho cuando la dejó y ahora tendría que ganarse su confianza no volviendo a decepcionarla nunca.


Entonces, como una iluminación, corrió a la ventana.


—¡Daniela! Si quieres, puedo enseñarte a conducir.


Pero Daniela no levantó la mirada; al contrario, se envolvió más dentro de su cazadora.




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