Ir de compras no era el método que Paula solía usar para evitar la depresión, pero cuando despertó por fin el domingo, la realidad de lo que había hecho, la realidad de estar sola, no sólo en la cama sino en la vida, de repente le había parecido aterradora.
Seguía sin noticias de Daniela. No sabía cómo funcionaba el registro de adopciones, pero era fin de semana y, casi con toda seguridad, no sabría nada hasta la semana siguiente. O el mes siguiente.
Por el momento no podía hacer nada y, además, debía resolver un problema mucho más acuciante: no tenía nada que ponerse para ir a trabajar el lunes.
Lo más sensato sería llamar a Pedro y pedirle que enviase al apartamento parte de su vestuario, pero no iba a hacerlo.
La noche anterior se sentía tan sola que había anhelado el brillo de pasión en los ojos de su marido. Saber que había una persona en el mundo que la necesitaba, aunque sólo fuera un momento. Patético.
Pero si volvía a oír su voz, si él intentaba convencerla para que volviese ahora que se sentía tan vulnerable… sospechaba que no tendría fuerzas para resistir. ¿Y entonces qué?
Si por algún milagro encontrase a Daniela, se vería enfrentada a un terrible dilema. Tendría que olvidarse de su hermana por segunda vez o ser sincera con él y contarle la verdad sobre su vida. Tendría que decirle que le había mentido, que no conocía a la mujer con la que se había casado…
Y volvería a perderlo.
Al menos de esa manera mantendría cierta dignidad, la posibilidad de que si o cuando apareciese la verdad, Pedro la entendería y se alegraría por ella.
Todo lo cual era muy noble, pero seguía teniendo el problema de qué iba a ponerse al día siguiente para ir a trabajar.
Como tenía que salir del apartamento para no sucumbir a la tentación, lidió con ambos problemas tomando un taxi para ir a una de las grandes superficies que habían crecido en los alrededores de Londres como setas y se perdió entre la gente.
Le habían dicho muchas veces que la regla de oro para pasar desapercibido era cambiarse el color del pelo o la ropa, pero nunca al mismo tiempo. Mientras entraba en una tienda, Paula decidió no hacer caso. Estaba harta de las reglas de los demás.
Se enamoró de una chaqueta ancha, justo el estilo de chaqueta que su estilista le aconsejaba no llevar nunca. No era suficientemente alta para llevarla, por lo visto. Al contrario, apenas medía metro cincuenta y cuatro y tenía la típica figura de guitarra. Pero tantas horas en bicicleta habían conseguido hacerla perder un par de kilos. Y con el pelo corto se sentía más alta.
Mirándose al espejo, se levantó el cuello de la chaqueta, se subió las mangas… y fue recompensada por una sonrisa de la dependienta.
—Le queda muy bien. ¿No le han dicho nunca que se parece a Paula Chaves?
—Alguna vez. Pero ella nunca se pondría algo como esto, ¿verdad?
—Seguro que no, pero usted es más delgada. Y más alta.
Paula tuvo que sonreír.
—¿Usted cree? Dicen que la televisión engorda por lo menos cinco kilos.
—No, en serio, le queda fenomenal.
Ella se sentía fenomenal pero, acostumbrada a escuchar consejos de los estilistas, no tenía mucha confianza en sí misma. Sin embargo, las otras chaquetas, de cintura marcada y colores pastel, estilo Paula Chaves, eran más caras, de modo que la chica no tenía ningún incentivo para mentir.
—Gracias.
Y compró otra igual, de tweed marrón, que iba perfecta con su nuevo corte de pelo y hacía juego con sus ojos. Luego buscó jerséis de cuello vuelto, camisas de algodón, pantalones… Paula Chaves siempre llevaba falda y zapatos de tacón alto.
Mucha gente la miraba, pero su nuevo corte de pelo y las mechas de tono castaño, mezcladas con el rubio quemado por el sol, los engañaron a todos. No podía ser quien ellos creían que era.
El anonimato le dio una increíble sensación de libertad y, cuando llegó a una cabina de fotos, se paró para compartir la broma con Clara y Simone.
Luego entró en una tienda de decoración.
Ella no era la única que necesitaba un cambio y sería buena idea empezar por el apartamento.
Cuando terminó, estaba tan saturada de colores, de pinturas, de muestras de telas y de moquetas que tuvo que tomar otro taxi para volver a casa. Y se preguntó si debería comprar un coche.
Tenía un coche antes de casarse, pero tras su boda con Pedro siempre había un chófer a su disposición, de modo que no tenía sentido conservarlo.
El taxista era una mina de información sobre coches y, cuando la dejó en su casa, había llamado a su cuñado para que la dejase probar un BMW descapotable al día siguiente.
***
Acababa de volver del estudio el lunes por la tarde cuando sonó el portero automático.
Su primer pensamiento fue que sería la prensa para preguntarle por su nueva imagen. Pero, como ni su representante ni los relaciones públicas podían contestar a sus preguntas, y tampoco Paula había hablado con nadie, los columnistas de cotilleos habrían ido a la casa de Belgravia…
y ahora sabrían que la historia era mucho más importante.
Ya no vivía con Pedro. El matrimonio perfecto se había roto.
Claro que podría ser su representante, exigiendo una explicación. Querría saber por qué quería hundir su carrera arruinando la imagen que tanto trabajo les había costado crear y qué podían decir los de relaciones públicas para explicar que hubiera vuelto a su antiguo apartamento.
¿Un romance? Positiva, radiante, alegre.
¿Un marido infiel? Comprensiva, valiente.
¿Un matrimonio roto debido al estrés del trabajo? Muy triste. Seguimos siendo buenos amigos.
Lo había visto mil veces.
La luz del contestador estaba encendida cuando llegó a casa, pero no había querido escuchar los mensajes.
En lugar de eso estaba pegada al ordenador, comprobando el correo para ver si había alguno del registro de adopciones.
Nada.
Un segundo timbrazo le avisó de que quien estaba en la puerta no pensaba irse y, sabiendo que tendría que enfrentarse a la realidad tarde o temprano, descolgó el telefonillo.
—¿Sí?
—Paula…
Ella contuvo el aliento, incrédula al escuchar la voz de su marido.
Era media tarde. Debería estar en su oficina, con todo Londres a sus pies, real y metafóricamente. Él no hacía visitas personales durante las horas de oficina. Nunca…
Como no podía contestar, pulsó el botón que abría el portal de la antigua casa de dos pisos convertida en edificio de apartamentos y utilizó los segundos que Pedro tardaría en subir para ensayar una expresión de cierta tranquilidad.
Cuando llegó al rellano, su marido se quedó mirándola sin decir nada.
Después alargó la mano, como si necesitara tocar su pelo para comprobar que era cierto.
—Estás…
Aparentemente, no encontraba palabras. Dos veces en tres días. Si ella misma no estuviera intentando imaginar qué podía decir, ese hecho le habría producido cierta satisfacción.
—¿Diferente?
Pedro sacudió la cabeza, pero no dijo nada; sencillamente señaló un montón de sobres que llevaba en la mano como si eso fuera suficiente para explicar su presencia allí.
—Pensé que Miranda me traería el correo.
—Se ha amontonado mientras estabas fuera y algunas de estas cartas podrían ser importantes.
¿Tan importantes como para salir de su oficina a media tarde en lugar de enviar un mensajero? ¿Había algo tan importante para Pedro?
—He venido antes, pero no estabas.
¿Había ido antes? ¿Había ido dos veces a buscarla?
—Tengo un buzón. Podrías haberlo dejado allí.
—No era sólo el correo —dijo él entonces. No, como ella sospechaba, su presencia allí no tenía nada que ver con eso—. Normalmente llegas a casa más temprano.
—Hoy no era un día normal —contestó Paula—. He estado fuera una temporada y tenía que solucionar muchas cosas.
Eso era decir poco. Después de hacer lo más difícil, decirle a Pedro que su matrimonio se había roto, el anuncio de que no iba a renovar su contrato con la cadena no había sido sencillo precisamente.
Pero allí estaba, inventando excusas como una niña justificándose por llegar tarde del colegio. Aunque ella nunca había llegado tarde. El colegio era un lujo cuando era pequeña…
Pero era hora de recordarle a Pedro, y a sí misma, que no tenía que inventar excusas para nadie.
—Y luego he comprado un coche.
—¿Que has hecho qué?
No era tanto una pregunta como la exclamación airada de un marido que no creía a su mujer capaz de tomar una decisión como ésa sin consultarle.
En realidad, estaba siendo una semana de grandes decisiones.
Dejar a su marido.
Cortarse el pelo.
Comprar un coche.
Y, por el momento, era el coche lo único que lo había hecho reaccionar, de modo que se lo contó:
—Un BMW descapotable, plateado. Sólo tiene treinta mil kilómetros. Me lo traerán mañana.
—¿No has comprado un coche nuevo? —exclamó Pedro—. ¿Te has comprado un coche de segunda mano, Paula?
—Pues sí.
—No me digas que se lo has comprado a un particular.
Extraordinario. De haber sabido que Pedro iba a preocuparse tanto se lo habría comprado antes. No uno, sino varios coches. A lo mejor se habría metido en el negocio de los coches usados.
—¿Eso sería tan horrible?
—Necesito el número de registro para comprobarlo. Podría ser robado. Y, seguramente, el cuenta kilómetros esté trucado. ¿Tienes idea…?
—No, no, el coche está bien. Se lo he comprado al cuñado de un taxista que conocí ayer.
Pedro no parecía muy impresionado. Y Paula no lo había dicho para que lo estuviese, claro.
—Dame su nombre y su dirección.
—¿La del taxista?
—La del cuñado —contestó él, no exactamente con los dientes apretados, pero casi.
Se lo merecía por actuar como si ella no supiera comprar un coche sola, pensó Paula. Si se hubiera molestado en ver su programa alguna vez, sabría que habían tratado todos los aspectos de la venta de coches usados en más de una ocasión.
—¡Ah, Mike! Es un hombre encantador. Espera, creo que tengo su tarjeta en alguna parte… —su bolso estaba encima de la mesa y lo abrió para sacar una tarjeta.
—¿Mike Wade es el cuñado del taxista? —preguntó Pedro.
—Sí. ¿Ocurre algo? —sonrió Paula.
Ocurría que le estaba tomando el pelo. Porque Mike Wade era el representante de uno de los concesionarios de BMW más famosos de Londres.
—Me ha dicho que te salude de su parte. Por lo visto, habías ido al concesionario para cambiar el tuyo por un modelo más pequeño. En verde, creo.
Luego, aunque debería ser emocionante descubrir que Pedro no estaba hecho de piedra y que era posible tomarle el pelo, lo lamentó. El pobre solo estaba intentando protegerla.
Pero Paula sabía cuidar de sí misma y él tenía que entenderlo de una vez.
—¿Por qué has venido?
—No sabía qué pensabas hacer con tu ropa —contestó él, devolviéndole la tarjeta y apartando luego un mechón de pelo que había tenido la temeridad de caer sobre su frente—. Supongo que habrá cosas que necesites.
—Sí, claro.
De modo que no llevaba todo el día pensando que había encontrado a otro hombre…
No, no sentía celos, sólo estaba allí por una cuestión práctica. Y tenía razón, era necesario algo más que un día de compras para reemplazar todo un vestuario. Además, tenía que acudir a una entrega de premios esa semana.
Había comprado un Balenciaga para la ocasión. Sería su primera aparición pública sin Pedro y, si el vestido era suficientemente llamativo, con un poco de suerte la gente no notaría su ausencia. Quizá tampoco ella la notara demasiado.
—Y tenemos que hablar —dijo Pedro entonces—. Sobre lo que va a pasar ahora.
—Será mejor que entres —Paula suspiró, abriendo la puerta del todo—. ¿Tienes hambre? —le preguntó, entrando en la cocina—. Parece que hace un siglo que comí…
Cuando se dio cuenta de que Pedro no la había seguido volvió sobre sus pasos y lo encontró en el salón, delante de su ordenador. Donde ella estaba buscando la información sobre el registro de adopciones.
—Veo que estabas ocupada. Te he interrumpido.
Había interrumpido su vida el día que lo vio mirándola en una cena benéfica. Cuando sintió el calor de su mirada como si estuviera a su lado, aunque estaba al otro lado de la sala.
Y el efecto no había disminuido con el paso del tiempo. Incluso ahora sus ojos parecían quemarla a través de la camisa.
—Estoy… investigando para un nuevo proyecto —empezó a decir, deseando cerrar la tapa del ordenador portátil—. Pero aún no tengo casi nada.
Entonces sonó la campanita que avisaba de la entrada de un mensaje nuevo y el sonido pareció vibrar en su interior.
Daniela…
Paula tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para volver a la cocina.
—Tendrá que ser un sándwich o algo así. ¿Queso, sardinas? ¿Huevos revueltos?
—Podríamos ir a algún sitio —con su traje de Saville Row y sus camisas hechas a mano, Pedro debía de sentirse fuera de lugar en la pequeña cocina de su apartamento.
—No, mejor no.
—A algún sitio tranquilo —insistió él.
Paula se limitó a sacar un cartón de huevos de la nevera.
—Hay pan en esa bolsa —murmuró, mientras se disponía a cascar los huevos en un bol—. No sabías que me gustase cocinar, ¿eh?
—Nunca has tenido que hacerlo.
Desde que se casó con él, no.
Paula solía observar a los chefs que iban a su programa y había comprado libros de cocina para probar recetas. Con una infancia como la suya, tener su propia cocina había sido un lujo, un placer ir al supermercado y comprar todo lo que quería. Pero en casa de Pedro siempre había alguien a mano para hacer un sándwich, o una cena para veinte personas, y sus visitas a la cocina habían sido firmemente desanimadas por Miranda con la excusa de que los empleados se ponían nerviosos.
—Pero debería haberlo hecho de todas formas.
Paula levantó la mirada y se dio cuenta de lo cerca que estaba. Qué tonta había sido al invitarlo a entrar. Tenía que mantener las distancias…
—¿Por qué no haces unas tostadas? —sugirió, apartándose para echar los huevos en una sartén. Para hacer huevos revueltos no había que ser un chef, pero requería cierta concentración—. Sabes hacer tostadas, supongo.
—Fui a un colegio espartano en Escocia… un colegio público —le recordó Pedro—. Y estuve cinco años en la universidad, Paula. Sin un tostador me habría muerto de hambre.
Eso era dos veces más de lo que le había contado sobre su infancia durante sus tres años de matrimonio y sus palabras sonaron inesperadamente sentidas. Pedro no hablaba nunca sobre eso. Lo único que sabía se lo había contado Miranda: sus veranos en Francia e Italia, los ponis, los perros…
Ahora empezaba a dudar. ¿De verdad habría sido su infancia tan feliz como Miranda quería dar a entender?
—Hay una diferencia entre estar muerto de hambre y tener ganas de comer —dijo, sin embargo, para no ablandarse. Además, no estaban hablando de comida.
Sólo le envidiaba una cosa. No su dinero, ni la mansión llena de tesoros que habían pertenecido a su familia, ni la media docena de casas que tenía por todo el mundo. No, lo que envidiaba era su educación. El hecho de que Miranda y él pudieran hablar sobre Música o Literatura. Eso y que, por cortesía de los veranos pasados en Francia e Italia durante su aparentemente idílica infancia, hablasen varios idiomas.
Ella se había perdido tantas cosas que leía vorazmente para llenar ese vacío, pero sobre todo aprendía cuánto le quedaba por aprender.
Pedro había tenido esa oportunidad de niño. No tenía por qué quejarse.
—Todos mis empleados han hecho donativos para tu causa —dijo él entonces—. Han apoyado tu proyecto.
—¿Y se supone que debo estarles agradecida? Sólo estaban haciéndole la pelota al jefe.
—Te subestimas, Paula. Les emocionó de verdad tu compromiso con esos niños.
—Ah, ya. ¿Y tú?
—Yo también he apoyado el proyecto. He enviado un cheque esta mañana…
—Gracias —murmuró Paula—. Pero te preguntaba si también tú te habías emocionado.
—Paula…
Una pregunta tonta, desde luego.
El pan saltó del tostador y, alegrándose por la interrupción, Paula echó los huevos en un plato.
—¿Te importa sacar la mantequilla de la nevera?
Pedro no se movió.
—¿Qué pasa, Paula? ¿Por qué ahora? Si no hay otro hombre…
La inseguridad que había en su voz era tan rara, tan inesperada, que tuvo que dejar el cucharón de madera para que no viese que estaba temblando. Pedro era un hombre absolutamente seguro de sí mismo. Y le gustaría abrazarlo, decirle que aquello no era culpa suya.
Desgraciadamente, eso sólo podría terminar de una forma y ya no quería que terminase así. De modo que sacó ella misma la mantequilla, la untó en las rebanadas de pan y se sentó en un taburete, con la barra entre los dos. Sólo entonces pudo confiar en su propia voz.
—No hay otro hombre, Pedro. Y en cuanto a por qué ahora… en fin, no sé, a lo mejor la distancia me ha dado cierta perspectiva —Paula jugó con el pan, aunque sabía que no sería capaz de probar bocado—. Nunca hemos fingido que éste fuera un matrimonio de ensueño y hemos tenido tres años. Dos más de lo que aguantan la mayoría de los matrimonios últimamente —Paula intentó sonreír—. Casi un récord en el mundo del espectáculo. Al menos, nosotros sabíamos por qué nos casábamos y no cometimos el error de tener hijos… —le falló la voz y tuvo que agarrarse al taburete como si fuera un salvavidas—. No le hemos hecho daño a nadie.
Ella había querido tener un hijo con Pedro, una parte de él que la quisiera sin reservas, que la aceptase tal y como era. Pero se había casado buscando seguridad y él se había casado con ella por deseo. Y los niños necesitaban mucho más que eso.
Tener hijos no habría sido más que una tirita para cubrir un hueco en su vida. El hueco que había dejado Daniela y que, hasta aquel momento, se había negado a reconocer.
Hasta que pudiera enfrentarse con el pasado, hasta que encontrase a su hermana, tener hijos propios sería un grave error.
—Acepta que nos estoy haciendo un favor a los dos —terminó, un poco a la desesperada—. Déjalo estar, por favor. Encuentra a alguien que tenga sitio en tu mundo…
La pequeña cocina pareció ensombrecerse e Pedro sintió que algo dentro de él se encogía.
Paula siempre había sido demasiado grande como para caber en su estrecho mundo. Siempre había sido alegre, llena de vida. Alguien en quien él podía perderse, olvidarse de quién era. Cuando estaba con ella se sentía feliz, pero Paula merecía más y, por fin, parecía haberse dado cuenta.
Era como si en el Himalaya se hubiera encontrado a sí misma, como si hubiera encontrado valor para abandonar una imagen que el público adoraba, reemplazándola por otra nueva, más poderosa, más madura. Y eso le daba una fuerza interior que la hacía más deseable… y menos asequible.
Ya no necesitaba un bastón. Ya no lo necesitaba a él.
Sólo habría tenido que tocarla y habría sido suya, pero su intento de retenerla en casa había sido tan torpe que Paula lo había rechazado sin problemas.
Convencerla para que volviese con él, retenerla, sería egoísta. Y, sin embargo, no podía dejarla ir.
Si fuera una empresa, sabría qué hacer. Él podía interpretar un balance de cuentas, analizar resultados, formular un plan…
—Alguien que te dé lo que yo nunca pude darte —siguió Paula.
—Tú me has dado…
—Sé lo que te he dado, Pedro —lo interrumpió ella.
El mundo podía creerlos enamorados, pero el mundo no sabía nada.
—Lo siento —se disculpó él abruptamente, dejando el plato sobre la encimera. Quedarse y comer con ella, tenerla tan cerca, era algo que no podía permitirse a sí mismo—. Me marcho. Tengo una reunión.
Reuniones, acuerdos, compras, ventas… Más dinero. Más poder. Cualquier cosa para llenar el vacío que había dentro de él.
—¿Necesitas algo? ¿Puedo hacer algo por ti?
Era casi un ruego y Paula se dio cuenta, pero negó con la cabeza.
—Gracias.
—No puedes quedarte aquí —dijo Pedro entonces, mirando alrededor, retrasando el momento de su marcha—. Dame un par de días y yo encontraré un sitio más adecuado…
—¿Eso es lo que te preocupa? ¿Crees que la gente no debe enterarse de que vivo en un piso pequeño cerca de Camden y no en el lujoso barrio de Belgravia?
—Sólo quiero que estés bien, que te encuentres segura.
«Que vuelvas a casa».
—Sé que lo haces con buena intención, Pedro, pero… ahora mismo necesito estar sola. Miranda se encargará de buscar a alguien para que traiga mis cosas de tu casa.
«De tu casa».
No «de nuestra casa». Ni siquiera «de casa», sino de un sitio que había sido decorado para igualar su importancia histórica. Más un museo que un hogar.
Consiguieron decirse adiós sin tocarse, usando las palabras sin sentido que usaba la gente cuando no sabía qué decir.
—Si necesitas algo…
—Te llamaré.
—Muy bien. No te molestes en acompañarme —dijo Pedro cuando ella iba a bajar del taburete. No quería tener que pasar por la tortura de decirle adiós en la puerta, cuando besarla sería inaceptable y no besarla, imposible.
Intentando resistirse a la fuerza que parecía atraerlo de forma inexorable hacia ella, salió del piso y bajó a la calle.
Su chófer abrió la puerta del Rolls Royce, dispuesto a llevarlo de vuelta a su torre de marfil, pero cuando estaba a punto de subir al coche cambió de opinión.
—Llama a mi secretaria y dile que no volveré hoy a la oficina, Paul.
El hombre se aclaró la garganta.
—Llamó hace unos minutos, señor Alfonso. Dijo algo sobre una reunión importante…
Pedro arrugó el ceño. Tenía una reunión con los representantes del banco de Inglaterra y lo había olvidado.
Algo que jamás le había ocurrido antes.
—Dile que llame para pedir disculpas en mi nombre. No te necesitaré hasta mañana, Paul.
Y antes de que el chófer pudiera decir nada, Pedro empezó a caminar.
Si Paula fuera una empresa que quisiera comprar sabría qué hacer.
Interpretar un balance de cuentas. Analizar los resultados.
Formular un plan…
Su apartamento, pequeño y nada elegante, le dio la bienvenida como la gran mansión de Belgravia no lo había hecho nunca. Lo había comprado el día que firmó su primer contrato en televisión, incapaz de creer que hubiera tenido tanta suerte. Su hada madrina había aparecido en forma de presentador de televisión. Durante su breve aparición como teleoperadora en un maratón televisivo, la centralita había empezado a iluminarse y él, jugando con la respuesta del público, le había pedido que apareciese en su programa para dar el informe del tiempo.
Y, por alguna razón, el sincero apuro que había mostrado por su falta de conocimientos en Geografía había tocado el corazón de los televidentes.
Una revista había publicado un artículo sobre ella y, dos semanas después, tenía un representante y un contrato en televisión para salir a hablar con la gente en la calle, en las oficinas, en sus casas, pidiéndoles opinión sobre cualquier tema, desde el precio del pan a la última dieta milagrosa.
Incluso ahora seguía sin entender cómo había pasado de una situación en la que su banco y ella hacían lo posible por ignorarse el uno al otro a que, de repente, el director de la cadena la invitase a tomar café.
Contra todo pronóstico, había ido subiendo escalones hasta llegar al sillón de presentadora estrella y, por el camino, había encontrado la seguridad en un marido millonario.
Pero había conservado su piso.
No le había hecho falta que Pedro, un genio de las finanzas, le aconsejase alquilarlo en lugar de venderlo. Nunca vendería aquel piso que, además de ser una buena inversión y su primera casa propia, representaba la seguridad que siempre había necesitado.
Cuando el último inquilino se marchó, decidió que no volvería a alquilarlo. Casi como si hubiera estado preparando aquel momento.
Temblando, dejó sus cosas en el pasillo y encendió la calefacción, mirando alrededor, tocando una de las paredes como para asegurarse de que estaba allí. Los diamantes de su alianza atraparon la luz y se quedó parada un momento, perdida en el recuerdo del día de su boda, cuando Pedro la puso en su dedo mientras prometía protegerla y cuidarla para siempre.
Y lo había hecho. Había hecho todo lo que prometió. Pero no era suficiente. Y Paula decidió quitársela.
Luego, en un frenesí de actividad, hizo la cama y sacó sus cosas de la mochila para meterlo todo en la lavadora.
Después de ducharse, sacó unos pantalones, una camisa y un jersey de la bolsa, se hizo una taza de té y encendió el ordenador.
Lo primero que hizo fue enviar sendos correos a Clara y Simone para decirles que estaba bien y para ponerlas al día.
…he vuelto a mi antiguo apartamento. Tengo que redecorarlo, pero no pasa nada. Así estaré ocupada durante las largas noches de invierno.
Paula añadió una carita sonriente.
Espero que las dos hayáis tenido un buen viaje, ya que sospecho que la vida va a empezar a ser complicada para las tres. Cuidaos mucho. Un beso, Paula.
Y envió el mensaje, recordando el rostro de Simone mientras le advertía que no hiciera nada apresurado, que Pedro podría ayudarla…
No. Aquello era algo que tenía que hacer sola. Y, apartando de sí una pena que le encogía el alma, empezó a buscar información sobre su hermana en Internet.
La buena noticia era que la nueva legislación permitía que no sólo las madres pudieran registrarse para buscar hijos perdidos y dados en adopción, sino cualquier otro miembro de la familia.
La mala noticia era que Daniela tendría que dar el primer paso.
A menos que se hubiera registrado para encontrar a su verdadera familia, y Paula no podía imaginar por qué iba a hacer algo así, no habría conexión alguna.
«Pedro podría ayudarte».
Era una vocecita tentadora. Él tenía contactos en todas partes…
Pero Paula no quiso escucharla y se registró, dando todos los detalles posibles. Si así no conseguía nada, había agencias especializadas en reunir a familias separadas por las circunstancias de la vida.
Esperaría una semana antes de hacer eso. Por el momento, tenía un problema más urgente: llamar a su peluquero y suplicarle que hiciera algo decente con su pelo.
***
—¡Qué horror! —exclamó George. Su peluquero, un hombre que entendía una emergencia capilar mejor que nadie, tomó un mechón de seco pelo rubio para examinar las puntas—. Imaginaba que iba a estar fatal, pero de verdad, Paula… ¿qué le has hecho?
—Nada.
—Supongo que eso lo explica. Espero que no tengas planes para el resto del día, porque vas a necesitar un tratamiento acondicionador, color…
—Quiero que me lo cortes —lo interrumpió Paula.
—Evidentemente. Tienes las puntas destrozadas.
—No, quiero que me lo dejes corto. Y vamos a olvidarnos del rubio platino, ¿eh? Me apetece algo más parecido a mi color natural.
—Ay, ya. ¿Y te acuerdas de cuál es tu color natural? —preguntó el peluquero, irónico.
Vagamente. Había empezado siendo rubia, como su hermana, pero su pelo se había oscurecido con los años.
Había empezado a teñirse en cuanto descubrió los frascos de tinte en el supermercado, pero si quería algo «real», su pelo era un buen sitio para empezar.
—¿Castaño normal y corriente? —sugirió.
—Un concepto interesante, cariño. Pero no creo que se ponga de moda. ¿Has hablado de esto con tu asesor de imagen? ¿Con tu representante? ¿Con tu marido?
A Paula se le hizo un nudo en la garganta.
Era su pelo, su imagen, su vida. Y, como respuesta, se inclinó hacia delante, tomó un par de tijeras que había sobre la mesa y, antes de que George pudiera detenerla, se cortó un mechón por debajo de la oreja. Luego, con las tijeras en la mano, preguntó:
—¿Lo terminas tú o lo termino yo?
Paula no se molestó en darse una ducha. No quería pasar ni un minuto más del necesario en aquella casa. Lo que necesitaba era algo de ropa y, como tenía que volver al trabajo el lunes por la mañana, tenía que llevarse algo más que unos vaqueros y una muda de ropa interior.
Había docenas de trajes, cuidadosamente elegidos para provocar deseo en los hombres que ponían la televisión a primera hora de la mañana para verla en la pantalla y la envidia o la admiración en otras mujeres.
Entre los diseñadores y los estilistas habían conseguido crear una imagen de marca; la imagen que el público reconocía como la de Paula Chaves. Su vida, su matrimonio, todo había sido publicado y desmenuzado de tal forma que Paula casi había olvidado qué era real y qué era una fabricación de los medios.
Seguramente por eso había sentido que corría en el vacío.
Seguramente por eso había pensado que, si dejaba de ser quien todo el mundo creía que era, el suelo se abriría bajo sus pies.
De repente, incapaz de seguir adelante con tanto fingimiento, le dio la espalda al vestidor y guardó en una bolsa de viaje lo más necesario: ropa interior, zapatos, un par de blusas, lo primero que encontró a mano.
¿Qué más? Paula miró alrededor. Sí, sus cosméticos…
Tomó un frasco de cristal con la tapa dorada, pero le temblaban tanto las manos que se le cayó al suelo, rompiéndose en pedazos y manchando de crema el suelo de roble macizo y la carísima alfombra persa. Dejando escapar un gemido, Paula se inclinó para limpiarlo…
—¡Déjalo!
Pedro…
—Déjalo, Paula —repitió él, apartando su mano de los cristales—. Te vas a cortar.
Tenía la mano fría y, sin embargo, sus dedos parecían irradiar un extraño calor. El mismo que sentía cada vez que su marido la tocaba. Un calor que la empujaba a echarle los brazos al cuello y decirle que no era verdad, que no iba a dejarlo. Que nada importaba si podía estar con él.
Pedro apartó un mechón de pelo de su frente para observar la herida, mirándola con esos ojos del color del mar, una mezcla de azul, verde y gris. Aquel día eran de un precioso gris metálico y Paula tuvo que hacer un esfuerzo para apartarse.
—¿Es porque no quise ir contigo? —preguntó él, poniendo una mano sobre su hombro, suavizando la tensión de esa zona con los dedos, como había hecho tantas veces como preludio a un acto íntimo para el que no necesitaban palabras.
El roce la hizo temblar, pero no se movió y él debió de pensar que, sencillamente, estaba enfadada, que estaba esperando que subiera para hacer las paces.
—No —respondió Paula—. Es porque esto no es un matrimonio, Pedro. No compartimos nada. Y yo quiero algo que tú no puedes darme.
—Eres mi mujer. Todo lo que tengo es tuyo…
—Soy tu debilidad. Me deseas. Tienes una necesidad que yo satisfago.
—¿Y yo a ti no?
—¿Físicamente? Tú sabes cuál es la respuesta a esa pregunta —contestó Paula—. Me has dado todo lo que yo te pedí, pero el nuestro no es un matrimonio.
—Estás cansada —dijo él en voz baja.
La verdad era que daba igual lo que Pedro dijera, su respuesta era siempre la misma; era como un conejo cegado por los faros de un coche, incapaz de moverse, incapaz de salvarse.
Pedro notó el cambio y, seguro de su poder, la tomó entre sus brazos. Paula, por instinto, inclinó la cabeza para apoyarla en su pecho, esperando que dijera que la había echado de menos, que le preguntase qué le pasaba, que hablase con ella…
En lugar de eso, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta para sacar algo que brillaba como el fuego.
—Había encargado que te hicieran esto para nuestro aniversario, el mes que viene.
—No es nuestro aniversario…
—Sí, es el aniversario del día que nos conocimos —contestó Pedro.
Paula sintió como si estuvieran partiéndola en dos. La mitad física estaba segura, protegida en los brazos de Pedro. Pero la mujer que había buscado en el fondo de su alma y, con la ayuda de sus amigas, había encontrado la fuerza para enfrentarse con el pasado, miraba la escena desde fuera. Y veía, horrorizada, la prueba de que Pedro había pensado en ella, que recordaba el momento en el que sus vidas se habían cruzado. El momento que, quizá, no debería haber ocurrido nunca.
—No…
Apenas había pronunciado el monosílabo cuando Pedro le puso el collar. Una larga fila de diamantes enredada en su cuello.
Frío. Precioso.
Pero ella necesitaba algo más, algo que Pedro no podía darle.
—Por favor. No me hagas esto —tuvo que hacer un esfuerzo supremo para levantar la cara, para mirarlo a los ojos—. No —repitió, esa vez con más seguridad.
Y, dando un paso atrás, se quitó el collar. No se lo había regalado porque la deseara sino porque quería seguir controlándola—. Ya no.
Paula se dio la vuelta y tomó su bolsa de viaje, con el corazón encogido. Era peor que el primer día en la montaña, cuando pensó que iba a morirse si tenía que seguir pedaleando.
Ése había sido un dolor físico, pero ahora sentía un dolor que le partía el alma. Si había dudado alguna vez de su amor por él, cada paso que daba se lo dejaba claro. Pero el amor, el verdadero amor, significaba sacrificio. Pedro la había aceptado sin hacer preguntas, sin cuestionar lo que le había contado de su vida antes de que se convirtiera en Paula Chaves. Pero había hecho dos cosas terriblemente egoístas en su pasado: abandonar a su hermana y casarse con Pedro Alfonso.
Y había llegado la hora de encontrar valor para solucionar ambos errores.
La mochila estaba donde la había dejado, sucia, arrugada, fuera de lugar en medio de la perfección de aquella enorme casa. Como ella. Siempre se había sentido fuera de lugar allí, una extraña en su propia vida.
Los floristas que llevaban su carga hasta el salón habían dejado la puerta abierta y, agradeciendo no tener que hacer uso de una fuerza que no tenía, Paula bajó los escalones y salió a la calle.
Sola otra vez y asustada… pero segura como no lo había estado en mucho tiempo de que iba a hacer lo que debía hacer.
Pedro Alfonso miraba el documento que tenía delante, sin verlo, cuando su hermana entró en la biblioteca.
—¿Qué le pasa a Paula? De verdad, podría haber tenido el detalle de decirme que llegaría hoy.
—¿Por qué? Ésta es su… —Pedro no terminó la frase.
Iba a decir «ésta es su casa», pero Miranda estaba demasiado irritada como para darse cuenta.
—Ése no es el asunto. Aunque encuentre a otro invitado para esta noche, tendré que cambiar el orden de los asientos. Y los del catering dirán…
—No.
—¿No? ¿Quieres decir que no va a cenar con nosotros? —Miranda pareció tranquilizarse—. Ah, menos mal. La verdad es que tenía un aspecto horrible. Aunque los invitados se volverían locos con ella. Una sonrisa y todos se tropezarían para saludarla…
—¡No! —Pedro nunca levantaba la voz y menos a su hermana, que lo miró, atónita—. No tendrás que reorganizar los asientos porque vas a cancelar la cena.
—¿Cancelar la cena? Pedro, no digas tonterías. No puedo cancelarla tan tarde. El embajador, el ministro de Asuntos Exteriores… ¿qué excusa voy a darles?
—Me da igual —contestó su hermano—. Pero si necesitas una excusa, ¿por qué no les dices que mi esposa acaba de dejarme y no estoy de humor para charlar con nadie? Seguro que lo entenderán.
—¿Dejarte? ¡Pero no puede hacer eso! —exclamó Miranda—. Ah, ya entiendo. ¿Quién es…?
—Miranda, por favor —la interrumpió Pedro, antes de que pudiera poner en palabras lo que él mismo había pensado. Un pensamiento que lo avergonzaba porque Paula siempre había sido sincera con él—. No digas una palabra más.
Cuando oyó que se cerraba la puerta, por fin abandonó el documento que unos minutos antes le había parecido tan importante. Nada era tan importante, pero cuando Paula entró en la biblioteca supo lo que iba a pasar. Lo había visto en sus ojos. Había visto la mirada que esperaba, que había temido, pero que sabía que llegaría algún día. La seguridad para una mujer como ella nunca sería suficiente.
Su primer pensamiento había sido posponerlo, retrasar el momento, hacer algo para buscar tiempo.
Otra hora. Otro día, otra semana…
Cada día le robaba unos preciosos minutos a su tiempo para verla en televisión. Cada día, mientras Paula estaba en el Himalaya, había visto los cambios que se operaban en ella y había sentido que se apartaba de él, de su vida. Y había reconocido el peligro. Quizá hubiera empezado antes de que se fuera y, sencillamente, él no había querido verlo.
Seguramente por eso había intentado que se quedara.
Pedro abrió el cajón del escritorio y apartó el billete para Hong Kong, comprado el día que la vio en televisión, sonriendo mientras una gota de sangre rodaba por su rostro.
Planes que había tenido que cancelar cuando uno de sus proyectos había sufrido una repentina crisis.
Se había dicho a sí mismo que no importaba, que iría a buscarla al aeropuerto para darle el collar que había encargado que hicieran para ella con los diamantes que su madre había llevado el día de su boda.
Y se había equivocado por completo.
Paula subió los escalones de la entrada y, al ver el caos de floristas, camareros y empleados de catering moviéndose por la casa, se le encogió el corazón aún más. Había llegado durante los preparativos de una de las cenas de negocios de Pedro, que su cuñada estaría dirigiendo con la misma atención al detalle que un general preparando una campaña militar.
Se dirigió a la biblioteca, donde sabía que encontraría a su marido.
Que no fueran más que las nueve de la mañana de un sábado daba igual. Sabía que Pedro estaría trabajando allí en lugar de hacerlo en la oficina.
Él no levantó la cabeza cuando oyó que se abría la puerta, dándole unos preciosos segundos para mirarlo, para grabar sus rasgos en el recuerdo.
Con un codo sobre el escritorio, la frente apoyada en la mano derecha, su mundo reducido al documento que tenía delante…
Tenía la capacidad de concentrarse por completo en lo que hacía con exclusión de todo lo demás, fuese comprar una nueva empresa, una conversación en el ascensor con el botones o hacer el amor con su mujer… Lo hacía todo con la misma atención, con la misma intensidad y perfeccionismo.
Si una vez, una sola vez, se tomase un día libre como el resto de los humanos… Si pareciese equivocarse en alguna ocasión…
El nudo que tenía en la garganta se hizo casi insoportable cuando, con una punzada de ternura, vio algunas canas en sus sienes, algo en lo que no se había fijado antes. Estaba cansado, pensó. Trabajaba demasiado; de hecho, tenía un horario tan inhumano que sus empleados no podrían emularlo. Y le gustaría acercarse, echarle los brazos al cuello…
Ser su mujer.
Estaba pasándose una mano por la cara, con los ojos cerrados. Y luego, quizá recordando que había oído la puerta, levantó la mirada.
—¿Paula? —Pedro se levantó, pronunciando su nombre como si no creyese que fuera ella. Aunque no le sorprendía.
Nunca antes la había visto con ese aspecto. La ventaja de no compartir dormitorio con su marido era que nunca la veía recién levantada. Y, desde luego, nunca con una ropa que no se había quitado en veinticuatro horas y sin nada en la cara tras lo que esconderse más que una fina capa de crema hidratante—. No te esperaba hasta mañana.
No parecía muy alegre de tenerla de vuelta en casa.
—Tomé el avión un día antes.
—¿Cómo has llegado desde el aeropuerto? Si hubieras llamado, Miranda habría enviado el coche.
No él, Miranda, la omnipresente Miranda. Tan elegante y tan perfecta como su hermano. Demasiado rica como para molestarse en estudiar una carrera, se dedicaba a pasar el tiempo hasta que un hombre, que Dios lo ayudase, con los requisitos necesarios de educación, dinero y apellido, quisiera convertirla en su esposa.
Era Miranda, no ella, quien dirigía la casa. Era Miranda quien llevaba la casa y la agenda social de Pedro con precisión militar. La persona que daba órdenes a los empleados y a quienes los empleados se volvían para recibir órdenes.
Y quien tenía una habitación preparada para ella cuando volvieron de su luna de miel porque debía levantarse a las cuatro de la mañana para ir al estudio y eso molestaría a Pedro.
Ésa era la inviolable regla de la casa: nadie podía molestar a Pedro.
Ni siquiera su mujer.
Era lógico, pensó Paula, que siempre se hubiera sentido allí como una invitada. Tolerada porque podía darle algo que ni siquiera la hermana más brillante del mundo podría darle nunca.
Incluso ahora tenía que hacer un esfuerzo para luchar contra el programado deseo de disculparse por haber llegado con un día de adelanto. La verdad era que no había llamado para avisar porque la llamada habría supuesto la esperanza de que, aquella vez, fuera él mismo a buscarla a Heathrow; que se uniera a la cola de maridos ansiosos que esperaban a sus esposas. Como había esperado que fuera, a pesar de lo que le había dicho a Clara y Simone, a Hong Kong.
Su corazón no había dejado de esperar.
—No me ha costado nada tomar el metro. No… —Paula levantó una mano cuando Pedro iba a acercarse—. Llevo veinticuatro horas con la misma ropa. Es mejor que no me toques.
Por un momento, pareció que él iba a discutir. Por segunda vez le pareció ver un brillo de duda en sus ojos.
Normalmente era ella quien dudaba, quien se mostraba insegura, temiendo que a la menor señal de necesidad todo el edificio de su matrimonio se derrumbase.
Con el disfraz de Paula Chaves no era así. Podía interpretar ese papel sin pensar siquiera. Y por la noche, en la intimidad de su habitación, donde con una caricia la distancia se convertía en una pasión que reducía su mundo a dos personas, parecía que todo era posible.
Pero después no había ternura, no hablaban, él no estaba interesado en sus problemas, no tenía deseo alguno de hablarle de sus cosas, ni la necesidad de dormir abrazado a ella. La dejaba para que se levantase temprano mientras él seguía con su vida.
Era el papel de esposa, más allá de la cama, el que Paula no había aprendido a hacer. Pero con Miranda haciendo ese papel, en realidad el puesto de esposa nunca había estado vacante. Sólo el de concubina.
Y, aunque aquello iba a ser muy difícil, no lo sería más quedarse.
—¿Podemos hablar, Pedro?
—¿Hablar? ¿Ahora?
—Sí, ahora.
—¿No quieres cambiarte de ropa antes? ¿Darte una ducha? —Pedro miró su escritorio. No tenía que decir nada más, era evidente que su trabajo era más importante que ella.
—Es sábado —dijo Paula entonces, impaciente—. Los mercados han cerrado hasta el lunes.
—Esto no es… Puedo tomarme diez minutos libres, quince como máximo.
Había estado doce días fuera. Otro hombre habría dejado lo que estuviera haciendo para hablar con su esposa, para abrazarla y preguntarle cómo había ido todo. Si hubiera hecho eso, pensó Paula, su resolución se habría evaporado.
Pero para Pedro el trabajo era lo primero, mientras ella no era más que una inconveniencia, un recordatorio constante de su única debilidad…
—¿Por qué no vas subiendo a tu habitación? Yo iré en cuanto haya terminado con esto —sugirió su marido antes de volverse hacia el escritorio—. Luego hablaremos.
No. No era así como hacían las cosas. Pedro habría subido, sí. Habría subido mientras ella estaba en la ducha para demostrarle con su cuerpo, como no podía hacerlo con palabras, cuánto la había echado de menos.
Lo único que no harían sería hablar.
Después de que el placer que le proporcionaba le hiciese olvidar todo lo demás, ella despertaría como siempre sola, pero habría algo sobre la mesilla: una joya cara, un objeto raro y precioso, un reconocimiento de que había sido egoísta, poco razonable sobre su viaje a las cordilleras del Himalaya. Y ella se lo pondría durante la cena, una aceptación silenciosa de su disculpa.
Pero no aquel día, se prometió a sí misma, apretando el diminuto móvil que llevaba en el bolsillo, una conexión directa con Clara y Simone.
—No, Pedro. Me temo que esto no puede esperar.
Él la miró, los labios apretados, los pómulos altos, la nariz aristocrática, una boca que podía convertirla en una trémula masa de deseo… Y, mirándolo, a Paula le pareció terriblemente difícil decir las palabras que darían por concluido su matrimonio.
Y él no hizo nada para ayudarla, manteniendo la distancia, apoyando una mano en el escritorio, como una barrera entre ellos. Era casi como si supiera lo que iba a decir.
—Esto no es fácil para mí.
—Entonces… mi consejo es que lo hagas de la forma más sencilla —su voz, normalmente seca e incisiva, sonaba ligeramente insegura.
—Sí —asintió Paula, parpadeando para aclarar su visión.
Pero no estaba llorando. Había aprendido mucho tiempo atrás a no mostrar esa debilidad—. Lo siento, pero no puedo seguir viviendo contigo. Te libro de nuestro trato.
—¿Cómo?
—Desde el principio dijimos que esto no era para siempre.
Que cualquiera de los dos podía darlo por terminado en algún momento. Yo lo doy por terminado,Pedro.
Si había esperado que su fría fachada por fin se rompiera, estaba equivocada. No hubo una reacción visible. No parecía sorprendido ni disgustado. Pero, claro, Pedro era de hielo. El hecho de que permaneciera impasible en aquel momento confirmaba lo que había sabido siempre sobre su matrimonio; algo que hasta la semana anterior había sido demasiado débil para admitir.
Su respuesta, por fin, fue práctica más que emocional.
—¿Dónde piensas ir?
¿Eso era todo?
No le preguntaba por qué. ¿O creía saber la respuesta a esa pregunta? ¿Habría pensado que la única razón para dejarlo era que había encontrado a otra persona? Esa idea la puso enferma…
—¿Eso importa?
—Sí, importa —contestó él—. Miranda tendrá que saber dónde enviar tu correo.
A punto de decir algo muy grosero sobre su hermana, Paula se contuvo. Aquello no era culpa de Miranda.
—Los inquilinos se fueron de mi apartamento el mes pasado. Me iré allí.
—Eso no…
—Eso es lo que voy a hacer —lo interrumpió ella, antes de que Pedro empezase a organizar un alojamiento que considerase aceptable para alguien que llevaba su apellido.
—Muy bien. ¿Eso es todo?
¡No!
Fue su corazón el que gritó esa negativa, pero mantuvo la boca cerrada y, al no recibir respuesta, Pedro se dio la vuelta y siguió trabajando como si no hubiera sido interrumpido.
Atónita, inmóvil por aquel muro de hielo que era su marido, lo único que le quedaba era hacer las maletas y marcharse.
Miranda salía del salón cuando Paula empezó a subir la escalera.
—¿Paula? ¿Qué haces aquí? No te esperaba hasta mañana.
—Yo también me alegro de verte —replicó ella, sin detenerse y sin mirar atrás.