martes, 30 de junio de 2015

MI ERROR: CAPITULO 6





Su apartamento, pequeño y nada elegante, le dio la bienvenida como la gran mansión de Belgravia no lo había hecho nunca. Lo había comprado el día que firmó su primer contrato en televisión, incapaz de creer que hubiera tenido tanta suerte. Su hada madrina había aparecido en forma de presentador de televisión. Durante su breve aparición como teleoperadora en un maratón televisivo, la centralita había empezado a iluminarse y él, jugando con la respuesta del público, le había pedido que apareciese en su programa para dar el informe del tiempo.


Y, por alguna razón, el sincero apuro que había mostrado por su falta de conocimientos en Geografía había tocado el corazón de los televidentes.


Una revista había publicado un artículo sobre ella y, dos semanas después, tenía un representante y un contrato en televisión para salir a hablar con la gente en la calle, en las oficinas, en sus casas, pidiéndoles opinión sobre cualquier tema, desde el precio del pan a la última dieta milagrosa.


Incluso ahora seguía sin entender cómo había pasado de una situación en la que su banco y ella hacían lo posible por ignorarse el uno al otro a que, de repente, el director de la cadena la invitase a tomar café.


Contra todo pronóstico, había ido subiendo escalones hasta llegar al sillón de presentadora estrella y, por el camino, había encontrado la seguridad en un marido millonario.


Pero había conservado su piso.


No le había hecho falta que Pedro, un genio de las finanzas, le aconsejase alquilarlo en lugar de venderlo. Nunca vendería aquel piso que, además de ser una buena inversión y su primera casa propia, representaba la seguridad que siempre había necesitado.


Cuando el último inquilino se marchó, decidió que no volvería a alquilarlo. Casi como si hubiera estado preparando aquel momento.


Temblando, dejó sus cosas en el pasillo y encendió la calefacción, mirando alrededor, tocando una de las paredes como para asegurarse de que estaba allí. Los diamantes de su alianza atraparon la luz y se quedó parada un momento, perdida en el recuerdo del día de su boda, cuando Pedro la puso en su dedo mientras prometía protegerla y cuidarla para siempre.


Y lo había hecho. Había hecho todo lo que prometió. Pero no era suficiente. Y Paula decidió quitársela.


Luego, en un frenesí de actividad, hizo la cama y sacó sus cosas de la mochila para meterlo todo en la lavadora.


Después de ducharse, sacó unos pantalones, una camisa y un jersey de la bolsa, se hizo una taza de té y encendió el ordenador.


Lo primero que hizo fue enviar sendos correos a Clara y Simone para decirles que estaba bien y para ponerlas al día.


…he vuelto a mi antiguo apartamento. Tengo que redecorarlo, pero no pasa nada. Así estaré ocupada durante las largas noches de invierno.


Paula añadió una carita sonriente.


Espero que las dos hayáis tenido un buen viaje, ya que sospecho que la vida va a empezar a ser complicada para las tres. Cuidaos mucho. Un beso, Paula.


Y envió el mensaje, recordando el rostro de Simone mientras le advertía que no hiciera nada apresurado, que Pedro podría ayudarla…


No. Aquello era algo que tenía que hacer sola. Y, apartando de sí una pena que le encogía el alma, empezó a buscar información sobre su hermana en Internet.


La buena noticia era que la nueva legislación permitía que no sólo las madres pudieran registrarse para buscar hijos perdidos y dados en adopción, sino cualquier otro miembro de la familia.


La mala noticia era que Daniela tendría que dar el primer paso.


A menos que se hubiera registrado para encontrar a su verdadera familia, y Paula no podía imaginar por qué iba a hacer algo así, no habría conexión alguna.


«Pedro podría ayudarte».


Era una vocecita tentadora. Él tenía contactos en todas partes…


Pero Paula no quiso escucharla y se registró, dando todos los detalles posibles. Si así no conseguía nada, había agencias especializadas en reunir a familias separadas por las circunstancias de la vida.


Esperaría una semana antes de hacer eso. Por el momento, tenía un problema más urgente: llamar a su peluquero y suplicarle que hiciera algo decente con su pelo.



***


—¡Qué horror! —exclamó George. Su peluquero, un hombre que entendía una emergencia capilar mejor que nadie, tomó un mechón de seco pelo rubio para examinar las puntas—. Imaginaba que iba a estar fatal, pero de verdad, Paula… ¿qué le has hecho?


—Nada.


—Supongo que eso lo explica. Espero que no tengas planes para el resto del día, porque vas a necesitar un tratamiento acondicionador, color…


—Quiero que me lo cortes —lo interrumpió Paula.


—Evidentemente. Tienes las puntas destrozadas.


—No, quiero que me lo dejes corto. Y vamos a olvidarnos del rubio platino, ¿eh? Me apetece algo más parecido a mi color natural.


—Ay, ya. ¿Y te acuerdas de cuál es tu color natural? —preguntó el peluquero, irónico.


Vagamente. Había empezado siendo rubia, como su hermana, pero su pelo se había oscurecido con los años. 


Había empezado a teñirse en cuanto descubrió los frascos de tinte en el supermercado, pero si quería algo «real», su pelo era un buen sitio para empezar.


—¿Castaño normal y corriente? —sugirió.


—Un concepto interesante, cariño. Pero no creo que se ponga de moda. ¿Has hablado de esto con tu asesor de imagen? ¿Con tu representante? ¿Con tu marido?


A Paula se le hizo un nudo en la garganta.


Era su pelo, su imagen, su vida. Y, como respuesta, se inclinó hacia delante, tomó un par de tijeras que había sobre la mesa y, antes de que George pudiera detenerla, se cortó un mechón por debajo de la oreja. Luego, con las tijeras en la mano, preguntó:
—¿Lo terminas tú o lo termino yo?








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