Ir de compras no era el método que Paula solía usar para evitar la depresión, pero cuando despertó por fin el domingo, la realidad de lo que había hecho, la realidad de estar sola, no sólo en la cama sino en la vida, de repente le había parecido aterradora.
Seguía sin noticias de Daniela. No sabía cómo funcionaba el registro de adopciones, pero era fin de semana y, casi con toda seguridad, no sabría nada hasta la semana siguiente. O el mes siguiente.
Por el momento no podía hacer nada y, además, debía resolver un problema mucho más acuciante: no tenía nada que ponerse para ir a trabajar el lunes.
Lo más sensato sería llamar a Pedro y pedirle que enviase al apartamento parte de su vestuario, pero no iba a hacerlo.
La noche anterior se sentía tan sola que había anhelado el brillo de pasión en los ojos de su marido. Saber que había una persona en el mundo que la necesitaba, aunque sólo fuera un momento. Patético.
Pero si volvía a oír su voz, si él intentaba convencerla para que volviese ahora que se sentía tan vulnerable… sospechaba que no tendría fuerzas para resistir. ¿Y entonces qué?
Si por algún milagro encontrase a Daniela, se vería enfrentada a un terrible dilema. Tendría que olvidarse de su hermana por segunda vez o ser sincera con él y contarle la verdad sobre su vida. Tendría que decirle que le había mentido, que no conocía a la mujer con la que se había casado…
Y volvería a perderlo.
Al menos de esa manera mantendría cierta dignidad, la posibilidad de que si o cuando apareciese la verdad, Pedro la entendería y se alegraría por ella.
Todo lo cual era muy noble, pero seguía teniendo el problema de qué iba a ponerse al día siguiente para ir a trabajar.
Como tenía que salir del apartamento para no sucumbir a la tentación, lidió con ambos problemas tomando un taxi para ir a una de las grandes superficies que habían crecido en los alrededores de Londres como setas y se perdió entre la gente.
Le habían dicho muchas veces que la regla de oro para pasar desapercibido era cambiarse el color del pelo o la ropa, pero nunca al mismo tiempo. Mientras entraba en una tienda, Paula decidió no hacer caso. Estaba harta de las reglas de los demás.
Se enamoró de una chaqueta ancha, justo el estilo de chaqueta que su estilista le aconsejaba no llevar nunca. No era suficientemente alta para llevarla, por lo visto. Al contrario, apenas medía metro cincuenta y cuatro y tenía la típica figura de guitarra. Pero tantas horas en bicicleta habían conseguido hacerla perder un par de kilos. Y con el pelo corto se sentía más alta.
Mirándose al espejo, se levantó el cuello de la chaqueta, se subió las mangas… y fue recompensada por una sonrisa de la dependienta.
—Le queda muy bien. ¿No le han dicho nunca que se parece a Paula Chaves?
—Alguna vez. Pero ella nunca se pondría algo como esto, ¿verdad?
—Seguro que no, pero usted es más delgada. Y más alta.
Paula tuvo que sonreír.
—¿Usted cree? Dicen que la televisión engorda por lo menos cinco kilos.
—No, en serio, le queda fenomenal.
Ella se sentía fenomenal pero, acostumbrada a escuchar consejos de los estilistas, no tenía mucha confianza en sí misma. Sin embargo, las otras chaquetas, de cintura marcada y colores pastel, estilo Paula Chaves, eran más caras, de modo que la chica no tenía ningún incentivo para mentir.
—Gracias.
Y compró otra igual, de tweed marrón, que iba perfecta con su nuevo corte de pelo y hacía juego con sus ojos. Luego buscó jerséis de cuello vuelto, camisas de algodón, pantalones… Paula Chaves siempre llevaba falda y zapatos de tacón alto.
Mucha gente la miraba, pero su nuevo corte de pelo y las mechas de tono castaño, mezcladas con el rubio quemado por el sol, los engañaron a todos. No podía ser quien ellos creían que era.
El anonimato le dio una increíble sensación de libertad y, cuando llegó a una cabina de fotos, se paró para compartir la broma con Clara y Simone.
Luego entró en una tienda de decoración.
Ella no era la única que necesitaba un cambio y sería buena idea empezar por el apartamento.
Cuando terminó, estaba tan saturada de colores, de pinturas, de muestras de telas y de moquetas que tuvo que tomar otro taxi para volver a casa. Y se preguntó si debería comprar un coche.
Tenía un coche antes de casarse, pero tras su boda con Pedro siempre había un chófer a su disposición, de modo que no tenía sentido conservarlo.
El taxista era una mina de información sobre coches y, cuando la dejó en su casa, había llamado a su cuñado para que la dejase probar un BMW descapotable al día siguiente.
***
Acababa de volver del estudio el lunes por la tarde cuando sonó el portero automático.
Su primer pensamiento fue que sería la prensa para preguntarle por su nueva imagen. Pero, como ni su representante ni los relaciones públicas podían contestar a sus preguntas, y tampoco Paula había hablado con nadie, los columnistas de cotilleos habrían ido a la casa de Belgravia…
y ahora sabrían que la historia era mucho más importante.
Ya no vivía con Pedro. El matrimonio perfecto se había roto.
Claro que podría ser su representante, exigiendo una explicación. Querría saber por qué quería hundir su carrera arruinando la imagen que tanto trabajo les había costado crear y qué podían decir los de relaciones públicas para explicar que hubiera vuelto a su antiguo apartamento.
¿Un romance? Positiva, radiante, alegre.
¿Un marido infiel? Comprensiva, valiente.
¿Un matrimonio roto debido al estrés del trabajo? Muy triste. Seguimos siendo buenos amigos.
Lo había visto mil veces.
La luz del contestador estaba encendida cuando llegó a casa, pero no había querido escuchar los mensajes.
En lugar de eso estaba pegada al ordenador, comprobando el correo para ver si había alguno del registro de adopciones.
Nada.
Un segundo timbrazo le avisó de que quien estaba en la puerta no pensaba irse y, sabiendo que tendría que enfrentarse a la realidad tarde o temprano, descolgó el telefonillo.
—¿Sí?
—Paula…
Ella contuvo el aliento, incrédula al escuchar la voz de su marido.
Era media tarde. Debería estar en su oficina, con todo Londres a sus pies, real y metafóricamente. Él no hacía visitas personales durante las horas de oficina. Nunca…
Como no podía contestar, pulsó el botón que abría el portal de la antigua casa de dos pisos convertida en edificio de apartamentos y utilizó los segundos que Pedro tardaría en subir para ensayar una expresión de cierta tranquilidad.
Cuando llegó al rellano, su marido se quedó mirándola sin decir nada.
Después alargó la mano, como si necesitara tocar su pelo para comprobar que era cierto.
—Estás…
Aparentemente, no encontraba palabras. Dos veces en tres días. Si ella misma no estuviera intentando imaginar qué podía decir, ese hecho le habría producido cierta satisfacción.
—¿Diferente?
Pedro sacudió la cabeza, pero no dijo nada; sencillamente señaló un montón de sobres que llevaba en la mano como si eso fuera suficiente para explicar su presencia allí.
—Pensé que Miranda me traería el correo.
—Se ha amontonado mientras estabas fuera y algunas de estas cartas podrían ser importantes.
¿Tan importantes como para salir de su oficina a media tarde en lugar de enviar un mensajero? ¿Había algo tan importante para Pedro?
—He venido antes, pero no estabas.
¿Había ido antes? ¿Había ido dos veces a buscarla?
—Tengo un buzón. Podrías haberlo dejado allí.
—No era sólo el correo —dijo él entonces. No, como ella sospechaba, su presencia allí no tenía nada que ver con eso—. Normalmente llegas a casa más temprano.
—Hoy no era un día normal —contestó Paula—. He estado fuera una temporada y tenía que solucionar muchas cosas.
Eso era decir poco. Después de hacer lo más difícil, decirle a Pedro que su matrimonio se había roto, el anuncio de que no iba a renovar su contrato con la cadena no había sido sencillo precisamente.
Pero allí estaba, inventando excusas como una niña justificándose por llegar tarde del colegio. Aunque ella nunca había llegado tarde. El colegio era un lujo cuando era pequeña…
Pero era hora de recordarle a Pedro, y a sí misma, que no tenía que inventar excusas para nadie.
—Y luego he comprado un coche.
—¿Que has hecho qué?
No era tanto una pregunta como la exclamación airada de un marido que no creía a su mujer capaz de tomar una decisión como ésa sin consultarle.
En realidad, estaba siendo una semana de grandes decisiones.
Dejar a su marido.
Cortarse el pelo.
Comprar un coche.
Y, por el momento, era el coche lo único que lo había hecho reaccionar, de modo que se lo contó:
—Un BMW descapotable, plateado. Sólo tiene treinta mil kilómetros. Me lo traerán mañana.
—¿No has comprado un coche nuevo? —exclamó Pedro—. ¿Te has comprado un coche de segunda mano, Paula?
—Pues sí.
—No me digas que se lo has comprado a un particular.
Extraordinario. De haber sabido que Pedro iba a preocuparse tanto se lo habría comprado antes. No uno, sino varios coches. A lo mejor se habría metido en el negocio de los coches usados.
—¿Eso sería tan horrible?
—Necesito el número de registro para comprobarlo. Podría ser robado. Y, seguramente, el cuenta kilómetros esté trucado. ¿Tienes idea…?
—No, no, el coche está bien. Se lo he comprado al cuñado de un taxista que conocí ayer.
Pedro no parecía muy impresionado. Y Paula no lo había dicho para que lo estuviese, claro.
—Dame su nombre y su dirección.
—¿La del taxista?
—La del cuñado —contestó él, no exactamente con los dientes apretados, pero casi.
Se lo merecía por actuar como si ella no supiera comprar un coche sola, pensó Paula. Si se hubiera molestado en ver su programa alguna vez, sabría que habían tratado todos los aspectos de la venta de coches usados en más de una ocasión.
—¡Ah, Mike! Es un hombre encantador. Espera, creo que tengo su tarjeta en alguna parte… —su bolso estaba encima de la mesa y lo abrió para sacar una tarjeta.
—¿Mike Wade es el cuñado del taxista? —preguntó Pedro.
—Sí. ¿Ocurre algo? —sonrió Paula.
Ocurría que le estaba tomando el pelo. Porque Mike Wade era el representante de uno de los concesionarios de BMW más famosos de Londres.
—Me ha dicho que te salude de su parte. Por lo visto, habías ido al concesionario para cambiar el tuyo por un modelo más pequeño. En verde, creo.
Luego, aunque debería ser emocionante descubrir que Pedro no estaba hecho de piedra y que era posible tomarle el pelo, lo lamentó. El pobre solo estaba intentando protegerla.
Pero Paula sabía cuidar de sí misma y él tenía que entenderlo de una vez.
—¿Por qué has venido?
—No sabía qué pensabas hacer con tu ropa —contestó él, devolviéndole la tarjeta y apartando luego un mechón de pelo que había tenido la temeridad de caer sobre su frente—. Supongo que habrá cosas que necesites.
—Sí, claro.
De modo que no llevaba todo el día pensando que había encontrado a otro hombre…
No, no sentía celos, sólo estaba allí por una cuestión práctica. Y tenía razón, era necesario algo más que un día de compras para reemplazar todo un vestuario. Además, tenía que acudir a una entrega de premios esa semana.
Había comprado un Balenciaga para la ocasión. Sería su primera aparición pública sin Pedro y, si el vestido era suficientemente llamativo, con un poco de suerte la gente no notaría su ausencia. Quizá tampoco ella la notara demasiado.
—Y tenemos que hablar —dijo Pedro entonces—. Sobre lo que va a pasar ahora.
—Será mejor que entres —Paula suspiró, abriendo la puerta del todo—. ¿Tienes hambre? —le preguntó, entrando en la cocina—. Parece que hace un siglo que comí…
Cuando se dio cuenta de que Pedro no la había seguido volvió sobre sus pasos y lo encontró en el salón, delante de su ordenador. Donde ella estaba buscando la información sobre el registro de adopciones.
—Veo que estabas ocupada. Te he interrumpido.
Había interrumpido su vida el día que lo vio mirándola en una cena benéfica. Cuando sintió el calor de su mirada como si estuviera a su lado, aunque estaba al otro lado de la sala.
Y el efecto no había disminuido con el paso del tiempo. Incluso ahora sus ojos parecían quemarla a través de la camisa.
—Estoy… investigando para un nuevo proyecto —empezó a decir, deseando cerrar la tapa del ordenador portátil—. Pero aún no tengo casi nada.
Entonces sonó la campanita que avisaba de la entrada de un mensaje nuevo y el sonido pareció vibrar en su interior.
Daniela…
Paula tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para volver a la cocina.
—Tendrá que ser un sándwich o algo así. ¿Queso, sardinas? ¿Huevos revueltos?
—Podríamos ir a algún sitio —con su traje de Saville Row y sus camisas hechas a mano, Pedro debía de sentirse fuera de lugar en la pequeña cocina de su apartamento.
—No, mejor no.
—A algún sitio tranquilo —insistió él.
Paula se limitó a sacar un cartón de huevos de la nevera.
—Hay pan en esa bolsa —murmuró, mientras se disponía a cascar los huevos en un bol—. No sabías que me gustase cocinar, ¿eh?
—Nunca has tenido que hacerlo.
Desde que se casó con él, no.
Paula solía observar a los chefs que iban a su programa y había comprado libros de cocina para probar recetas. Con una infancia como la suya, tener su propia cocina había sido un lujo, un placer ir al supermercado y comprar todo lo que quería. Pero en casa de Pedro siempre había alguien a mano para hacer un sándwich, o una cena para veinte personas, y sus visitas a la cocina habían sido firmemente desanimadas por Miranda con la excusa de que los empleados se ponían nerviosos.
—Pero debería haberlo hecho de todas formas.
Paula levantó la mirada y se dio cuenta de lo cerca que estaba. Qué tonta había sido al invitarlo a entrar. Tenía que mantener las distancias…
—¿Por qué no haces unas tostadas? —sugirió, apartándose para echar los huevos en una sartén. Para hacer huevos revueltos no había que ser un chef, pero requería cierta concentración—. Sabes hacer tostadas, supongo.
—Fui a un colegio espartano en Escocia… un colegio público —le recordó Pedro—. Y estuve cinco años en la universidad, Paula. Sin un tostador me habría muerto de hambre.
Eso era dos veces más de lo que le había contado sobre su infancia durante sus tres años de matrimonio y sus palabras sonaron inesperadamente sentidas. Pedro no hablaba nunca sobre eso. Lo único que sabía se lo había contado Miranda: sus veranos en Francia e Italia, los ponis, los perros…
Ahora empezaba a dudar. ¿De verdad habría sido su infancia tan feliz como Miranda quería dar a entender?
—Hay una diferencia entre estar muerto de hambre y tener ganas de comer —dijo, sin embargo, para no ablandarse. Además, no estaban hablando de comida.
Sólo le envidiaba una cosa. No su dinero, ni la mansión llena de tesoros que habían pertenecido a su familia, ni la media docena de casas que tenía por todo el mundo. No, lo que envidiaba era su educación. El hecho de que Miranda y él pudieran hablar sobre Música o Literatura. Eso y que, por cortesía de los veranos pasados en Francia e Italia durante su aparentemente idílica infancia, hablasen varios idiomas.
Ella se había perdido tantas cosas que leía vorazmente para llenar ese vacío, pero sobre todo aprendía cuánto le quedaba por aprender.
Pedro había tenido esa oportunidad de niño. No tenía por qué quejarse.
—Todos mis empleados han hecho donativos para tu causa —dijo él entonces—. Han apoyado tu proyecto.
—¿Y se supone que debo estarles agradecida? Sólo estaban haciéndole la pelota al jefe.
—Te subestimas, Paula. Les emocionó de verdad tu compromiso con esos niños.
—Ah, ya. ¿Y tú?
—Yo también he apoyado el proyecto. He enviado un cheque esta mañana…
—Gracias —murmuró Paula—. Pero te preguntaba si también tú te habías emocionado.
—Paula…
Una pregunta tonta, desde luego.
El pan saltó del tostador y, alegrándose por la interrupción, Paula echó los huevos en un plato.
—¿Te importa sacar la mantequilla de la nevera?
Pedro no se movió.
—¿Qué pasa, Paula? ¿Por qué ahora? Si no hay otro hombre…
La inseguridad que había en su voz era tan rara, tan inesperada, que tuvo que dejar el cucharón de madera para que no viese que estaba temblando. Pedro era un hombre absolutamente seguro de sí mismo. Y le gustaría abrazarlo, decirle que aquello no era culpa suya.
Desgraciadamente, eso sólo podría terminar de una forma y ya no quería que terminase así. De modo que sacó ella misma la mantequilla, la untó en las rebanadas de pan y se sentó en un taburete, con la barra entre los dos. Sólo entonces pudo confiar en su propia voz.
—No hay otro hombre, Pedro. Y en cuanto a por qué ahora… en fin, no sé, a lo mejor la distancia me ha dado cierta perspectiva —Paula jugó con el pan, aunque sabía que no sería capaz de probar bocado—. Nunca hemos fingido que éste fuera un matrimonio de ensueño y hemos tenido tres años. Dos más de lo que aguantan la mayoría de los matrimonios últimamente —Paula intentó sonreír—. Casi un récord en el mundo del espectáculo. Al menos, nosotros sabíamos por qué nos casábamos y no cometimos el error de tener hijos… —le falló la voz y tuvo que agarrarse al taburete como si fuera un salvavidas—. No le hemos hecho daño a nadie.
Ella había querido tener un hijo con Pedro, una parte de él que la quisiera sin reservas, que la aceptase tal y como era. Pero se había casado buscando seguridad y él se había casado con ella por deseo. Y los niños necesitaban mucho más que eso.
Tener hijos no habría sido más que una tirita para cubrir un hueco en su vida. El hueco que había dejado Daniela y que, hasta aquel momento, se había negado a reconocer.
Hasta que pudiera enfrentarse con el pasado, hasta que encontrase a su hermana, tener hijos propios sería un grave error.
—Acepta que nos estoy haciendo un favor a los dos —terminó, un poco a la desesperada—. Déjalo estar, por favor. Encuentra a alguien que tenga sitio en tu mundo…
La pequeña cocina pareció ensombrecerse e Pedro sintió que algo dentro de él se encogía.
Paula siempre había sido demasiado grande como para caber en su estrecho mundo. Siempre había sido alegre, llena de vida. Alguien en quien él podía perderse, olvidarse de quién era. Cuando estaba con ella se sentía feliz, pero Paula merecía más y, por fin, parecía haberse dado cuenta.
Era como si en el Himalaya se hubiera encontrado a sí misma, como si hubiera encontrado valor para abandonar una imagen que el público adoraba, reemplazándola por otra nueva, más poderosa, más madura. Y eso le daba una fuerza interior que la hacía más deseable… y menos asequible.
Ya no necesitaba un bastón. Ya no lo necesitaba a él.
Sólo habría tenido que tocarla y habría sido suya, pero su intento de retenerla en casa había sido tan torpe que Paula lo había rechazado sin problemas.
Convencerla para que volviese con él, retenerla, sería egoísta. Y, sin embargo, no podía dejarla ir.
Si fuera una empresa, sabría qué hacer. Él podía interpretar un balance de cuentas, analizar resultados, formular un plan…
—Alguien que te dé lo que yo nunca pude darte —siguió Paula.
—Tú me has dado…
—Sé lo que te he dado, Pedro —lo interrumpió ella.
El mundo podía creerlos enamorados, pero el mundo no sabía nada.
—Lo siento —se disculpó él abruptamente, dejando el plato sobre la encimera. Quedarse y comer con ella, tenerla tan cerca, era algo que no podía permitirse a sí mismo—. Me marcho. Tengo una reunión.
Reuniones, acuerdos, compras, ventas… Más dinero. Más poder. Cualquier cosa para llenar el vacío que había dentro de él.
—¿Necesitas algo? ¿Puedo hacer algo por ti?
Era casi un ruego y Paula se dio cuenta, pero negó con la cabeza.
—Gracias.
—No puedes quedarte aquí —dijo Pedro entonces, mirando alrededor, retrasando el momento de su marcha—. Dame un par de días y yo encontraré un sitio más adecuado…
—¿Eso es lo que te preocupa? ¿Crees que la gente no debe enterarse de que vivo en un piso pequeño cerca de Camden y no en el lujoso barrio de Belgravia?
—Sólo quiero que estés bien, que te encuentres segura.
«Que vuelvas a casa».
—Sé que lo haces con buena intención, Pedro, pero… ahora mismo necesito estar sola. Miranda se encargará de buscar a alguien para que traiga mis cosas de tu casa.
«De tu casa».
No «de nuestra casa». Ni siquiera «de casa», sino de un sitio que había sido decorado para igualar su importancia histórica. Más un museo que un hogar.
Consiguieron decirse adiós sin tocarse, usando las palabras sin sentido que usaba la gente cuando no sabía qué decir.
—Si necesitas algo…
—Te llamaré.
—Muy bien. No te molestes en acompañarme —dijo Pedro cuando ella iba a bajar del taburete. No quería tener que pasar por la tortura de decirle adiós en la puerta, cuando besarla sería inaceptable y no besarla, imposible.
Intentando resistirse a la fuerza que parecía atraerlo de forma inexorable hacia ella, salió del piso y bajó a la calle.
Su chófer abrió la puerta del Rolls Royce, dispuesto a llevarlo de vuelta a su torre de marfil, pero cuando estaba a punto de subir al coche cambió de opinión.
—Llama a mi secretaria y dile que no volveré hoy a la oficina, Paul.
El hombre se aclaró la garganta.
—Llamó hace unos minutos, señor Alfonso. Dijo algo sobre una reunión importante…
Pedro arrugó el ceño. Tenía una reunión con los representantes del banco de Inglaterra y lo había olvidado.
Algo que jamás le había ocurrido antes.
—Dile que llame para pedir disculpas en mi nombre. No te necesitaré hasta mañana, Paul.
Y antes de que el chófer pudiera decir nada, Pedro empezó a caminar.
Si Paula fuera una empresa que quisiera comprar sabría qué hacer.
Interpretar un balance de cuentas. Analizar los resultados.
Formular un plan…
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