viernes, 26 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 32





Cuando Paula se despertó, estaba sola. Bueno, sola hasta que su hermana encendió la luz de su dormitorio después de entrar en la casa, cosa que hacía varias veces por semana, y fue directamente al ropero de Paula.


—¿Sigues teniendo esa falda vaquera? —le preguntó Carolina, que primero miró en el armario y después se volvió para buscar entre la ropa que estaba apilada en la silla junto a la cómoda—. Me gustaría que me devolvieras las cosas que me pides prestadas… Maldita sea, aquí está. ¿Está limpia? —le preguntó mientras levantaba la falda, que sacudió para volver a mirarla mejor.


Finalmente pareció fijarse en Paula, que estaba tumbada en silencio en su cama.


—¿Qué te ocurre? —le preguntó Carolina.


¿Qué pasaba? Paula pensó en su situación. Sentía todo su cuerpo cálido, saciado y satisfecho. No estaba mal. Sólo echaba de menos el que Pedro se hubiera marchado, seguramente poco después de su último encuentro en la ducha, poco antes del amanecer.


—Paula —dijo su hermana, de pie ya junto a la cama, con los brazos en jarras—. ¿Por qué no me dices nada?


—Supongo que estoy dormida —Paula fue a salir de la cama, pero se acordó de que estaba desnuda.


Carolina entrecerró los ojos.


—Vas a llegar tarde al trabajo, ¿no?


De algún modo no pensaba que a Pedro le importara. Como no podía levantarse hasta que no se largara Carolina, se tapó con la sábana hasta la barbilla.


—Quiero dormir unos minutos más —dijo Paula.


—Como tú quieras. Pero te he dejado el desayuno en la cocina.


—No hacía falta que me lo trajeras.


—Sólo es un bollo y un yogur. Me imaginé que podría ahorrarte la ingestión de colesterol de hoy, y que no pasaras por la tienda de donuts. Venga, ven a comer conmigo… —tiró de la sábana y se quedó con la boca abierta—. ¿Desde cuándo duermes como tu madre te trajo al mundo?


Paula volvió a taparse hasta la barbilla.


—Anoche hizo calor.


—Quince grados.


—Pues aquí hizo calor.


—Ya. Y supongo que te pegaste un mordisco en el hombro.


Paula sintió que se sonrojaba.


—Oh, Dios mío —dijo Carolina con un gemido entrecortado—. Te has acostado con él, ¿no? Espero que por lo menos utilizaras un preservativo.


—No soy tonta. Y fue estupendo. Te lo digo por si tenías dudas.


Su hermana suspiró y se dejó caer en la cama. Le retiró un mechón de pelo a Paula de la cara.


—Te gusta mucho.


—Sí.


—Quiero conocerlo.


—No creo que vuelva a ocurrir, Carolina.


—¿Por qué? —le preguntó su hermana con incredulidad—. ¿No le gustas?


—No quiere comprometerse.


—Pues claro que no. Tiene pene, ¿no? Ay, cariño —abrazó a Paula—. No le dejes que te parta el corazón —se retiró y sonrió con pesar—. Porque si lo hace, lo mataré.


Paula se echó a reír.


—Es un ex agente de la CIA. Seguramente sabe doce millones de maneras distintas de matar a una persona.


—No necesito doce millones; si te hace daño, no —afirmó Carolina antes de ponerse de pie para ir hacia la puerta del dormitorio—. Y lo que yo no pueda hacer, sabes muy bien que lo hará Rafael.


Paula oyó el ruido de la puerta de su apartamento al cerrarse y tuvo que sacudir la cabeza. El amor era una cosa de lo más extraño. Carolina amaba a Paula, y por eso se mostraba dominante con ella y amenazaba a personas que ni siquiera conocía. Eduardo amaba a Pedro y se inmiscuía en su vida. Eva amaba a Pedro y trabajaba para él, aunque prefería hacerlo para Eduardo. Sacrificios. Todos en nombre de esa palabra de cuatro letras.


Amor.


Si hubiera empezado a pasarle lo que estaba empezando a sospechar; si de verdad se enamorara de Pedro… 


¿Entonces qué sacrificios haría? ¿Y estaría contenta con esos sacrificios, sobre todo si fuera la única en hacerlos?


Cuando su hermana se marchó, salió de la cama y se dio una ducha. Le dolían algunos sitios que no había imaginado que pudieran dolerle y, aparte de la marca del hombro, tenía una muy interesante que no recordaba en la cara interna del muslo.


Por algún motivo tonto eso la hizo sonreír.


Cuando llegó al trabajo, Eva estaba detrás de la mesa de recepción tomando un mensaje. Cuando colgó, miró a Paula de arriba abajo de tal modo, que esta tuvo ganas de esconderse.


—¿Estás bien? —le preguntó.


—¿Por qué no iba estarlo? —le preguntó Paula.


—Bueno, mi hijo llegó de un humor decente hoy. ¿Tienes algo que ver con ello?


Paula se mordió el labio.


—Tal vez —reconoció.


Eva asintió.


—Bien —dijo mientras sacaba unos papeles de una carpeta—. Este es tu trabajo para hoy. Tengo que salir un rato.


Paula había empezado ya a hacer su trabajo antes de ver a Pedro. Se detuvo delante de su mesa y la miró.


Ella dejó el lápiz sobre la mesa.


—Hola.


—¿Estás bien? —le preguntó él.


—Sabes, eres la segunda persona que me pregunta eso hoy.


Él no dejó de mirarla mientras le hablaba.


—¿De verdad? ¿Y cuál es la respuesta?


—¿Lo preguntas porque nos volvimos un poco locos anoche?


—Sí.


Ella cerró la carpeta con cuidado.


—¿Te parezco tan frágil, Pedro? ¿Crees que con unos cuantos orgasmos me voy a desplomar?


Pedro estiró el cuello para ver si Eva estaba por allí.


—Ha salido un momento. Estamos solos.


—Bien —tiró de Paula y la llevó por el pasillo hacia su despacho.


Pedro, qué…


Cuando entraron se paró sólo para echar el cerrojo; después tiró de ella hasta el cuarto de baño. La pieza pequeña estaba decorada en blanco y negro, y olía al jabón de la ducha que se había dado esa mañana después de entrenar.


—Me estás volviendo loco… —murmuró mientras la pegaba a la encimera.


Ella soltó una risilla.


—No he hecho nada —dijo ella.


—En cuanto has dicho orgasmos he pensado en ti gimiendo mi nombre al oído mientras llegabas al clímax.


A Paula le cedieron un poco las rodillas. Los pezones se le pusieron duros.


Pedro se dio cuenta. Emitió un gemido ronco y satisfecho y la estrechó entre sus brazos, para seguidamente acariciarle los muslos, por encima y después por debajo del vestido.


Ella cerró los ojos.


—Podrías haberte quedado conmigo hasta por la mañana. Podrías…


—Debería —concedió él antes de susurrar su nombre.


Al momento empezó a besarla de tal modo que, en un abrir y cerrar de ojos, un fuego líquido comenzó a arder en su vientre. Su cuerpo se acopló al de él en un desesperado intento de capturar de nuevo algo de lo que habían vivido la noche anterior.


Llevaba un vestido sin mangas con un suéter por encima. Le quitó el suéter y le bajó la cremallera del vestido, dejando que le cayera a los pies.


Ella le desabrochó los pantalones y le metió las manos, dentro, deseosa de quitárselos. En cuanto lo tocó, Paula no fue capaz de pensar en nada más. Pedro estaba duro, deseoso de liberarse, y ella estaba más que dispuesta a contribuir a ello.


Las bragas y el sujetador desaparecieron también y entonces los dos se perdieron. Él la levantó y la colocó sobre la encimera mientras ella le tiraba de la camisa y le besaba el pecho desnudo. Pedro la penetró sin más dilación y ella se arqueó hacia atrás para recibirlo mejor, para tomarlo todo. 


Él la embistió una y otra vez, hasta que ella alcanzó el clímax con rapidez. Vagamente fue consciente de su gemido ronco y gutural mientras él la seguía.


Tras lo que podía haber sido una hora, o tal vez unos minutos, Pedro levantó la cabeza de su cuello.


—¿Qué ha sido eso?


—Nuestros cuerpos dándose los buenos días, supongo —ella se deslizó de la encimera—. No mires ahora, pero creo que se gustan.


Él se echó a reír.


—Eso es decir poco.


Ella se quedó quieta y lo miró mientras él se ponía la camisa. 


¿Qué le estaba diciendo Pedro? ¿Que era para él algo más que una relación sexual? ¿Qué tal vez incluso sintiera por ella… amor?


Pero mientras se ponía la camisa y le tiraba las bragas para que se las pusiera, no hizo indicación alguna de tal cosa. Ni una sola señal.


—Un dormitorio —le dijo él en voz baja antes de volver a besarla—. La próxima vez, a ver si podemos hacerlo en un maldito dormitorio.


Ella lo miró con expresión confusa. Él le sonrió y ella consiguió devolverle la sonrisa. Cuando fue a salir del cuarto de baño, él la agarró del brazo, le tomó la cara entre las dos manos y le dio un beso suave y pausado ante de dejarla ir; un beso que ella jamás olvidaría.





EN SU CAMA: CAPITULO 31





Eduardo estaba tumbado en su cama con el amor de su vida entre sus brazos.


Eva se movió y abrió los ojos.


—Mmm —dijo ella y se incorporó—. Conozco esa mirada. Estás pensando demasiado. ¿Ya estás arrepintiéndote?


—¿Estás de broma? —él casi se echó a reír, aunque el tema no era para reírse—. Nunca he sido más feliz en mi vida.


—Ni yo —dijo ella sonriendo—. Siento que me costara tanto darme cuenta.


—No pasa nada. ¿Qué son treinta años más o menos entre dos almas gemelas? Te quiero, Eva.


—Oh, Eduardo, yo también te quiero. Te quiero tanto —le acarició la mejilla—. Así que, si estamos bien…


—No sé tú, pero yo estoy más que bien.


Eva se echó a reír.


—Sólo quiero saber a qué viene la expresión ceñuda.


—Es por Pedro.


—Ah —soltó un largo suspiro mientras continuaba acariciándolo—. Vas a meterte de por medio, ¿verdad?


—Por supuesto que sí. Es lo que mejor se me da.


—Eduardo…


—No. Esta vez tengo un buen plan. Escucha…


Se acercó al oído de Eva mientras tiraba de la sábana que tapaba su glorioso cuerpo desnudo, susurrándole sus planes mientras le hacía el amor otra vez.


—¿Qué te parece? —le preguntó cuando pudo hablar de nuevo.


Eva suspiró, radiante de felicidad.


—¿Sabes qué? Llámame loca, pero creo que tal vez funcione.







jueves, 25 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 30




Hacía muchísimo tiempo que nadie le hacía sentir algo tan puro, tan intenso; pero Paula lo había hecho.


En algún momento, habían dejado el sofá y se habían echado al suelo, aunque él se había tumbado de espaldas para no agobiarla. Pedro seguía jadeando para respirar, pero sintió algo más aparte de esa falta de aire. Sintió algo que le apretaba dentro del pecho y se dio cuenta de que había aparecido cuando los habían encerrado esa noche en casa de Eduardo.


Tal vez fuera estrés. Pero fuera lo que fuera, estaba seguro de que no quería analizarlo. Decidió no pensar más en ello y se concentró en aspirar hondo y en llenarse los pulmones de aire. En cuanto se le calmó el pulso, vio la cabeza de Paula.


Ella le sonrió sin dejar de acariciarlo.


—Qué divertido.


—Divertido —dijo él asintiendo—. Divertido. Has estado a punto de matarme de tanto placer.


—¿De verdad? Lo siento.


Estudió sus mejillas sonrosadas, sus ojos brillantes, esa sonrisa placentera, y se echó a reír sin poderlo remediar.


—Sí, se ve que lo sientes mucho.


—Lo siento. Sobre todo si te he cansado, porque esperaba que… —se inclinó hacia él y le susurró lo que esperaba de él.


Pedro se excitó de nuevo.


—Pero si estás demasiado cansado… —Paula se enroscó junto a su cuerpo y empezó a acariciarlo de nuevo por todas partes; suspiró y le apoyó la cabeza en el pecho—. Si lo estás, no importa. Podemos quedarnos aquí tumbados.


¿Demasiado cansado? De eso nada.


—Sólo quiero estar contigo —susurró ella y, sin levantar la cabeza del pecho, suspiró de felicidad—. Sólo esta noche, Pedro. ¿No te parece maravilloso?


Le deslizó las manos por el brazo, por el vientre, por el pecho, una y otra vez, con aquel roce suave, leve.


Él no tuvo que mirarla a los ojos para ver que ella le estaba dando todo lo que tenía. Ella era de esa clase de mujeres. 


No sabía cómo reprimirse y, aunque supiera, dudaba de que lo intentara alguna vez. Experimentó un anhelo que le oprimió el corazón.


—¿Te gusta esto? —susurró ella.


Estaba muy duro otra vez y sabía que ella se había dado cuenta.


—Sí.


—Haces que me sienta bien, Pedro, sólo estando aquí a mi lado. Me siento bien sólo de mirarte.


Pedro no supo qué responder a eso, pero ella no parecía necesitar una respuesta. Despacio, lo acarició y él dejó que lo hiciera. Sus dedos eran tan ágiles, tan suaves, tan maravillosos… mucho más de lo que había esperado o deseado.


—¿Pedro? —dijo Paula sin aliento.


Cuando él levantó la cabeza, vio que ella estaba mirándolo de arriba abajo, viendo la reacción que habían provocado sus caricias.


—¿Otra vez? —le susurró en tono esperanzado.


—Otra vez —la tomó entre sus brazos—. Pero la próxima vez, lo hacemos en la cama.


Y dicho eso empezó a besarla, permitiéndose el lujo de perderse en las sensaciones que ella provocaba en él, en su sabor, pero incluso eso no fue suficiente para conseguir que se olvidara del hecho de que aquella no había sido una relación sexual cualquiera.


Era más, mucho más, y ni siquiera él era capaz de explicar por qué.


Así que no quiso ni intentarlo. En lugar de eso, se afanó en la tarea que tenía entre manos y los llevó a los dos hasta unas cimas del placer que no había conocido jamás con otras mujeres.






EN SU CAMA: CAPITULO 29





Hacía una noche oscura y cálida. No había luna y las estrellas tampoco estaban demasiado brillantes, pero había algo en las noches de verano en el sur de California que no podía igualarse.


Paula puso la mano sobre la de Pedro cuando apagó el motor de su coche. Estaban aparcados delante del edificio de apartamentos donde vivía ella y era muy tarde.


Habían tenido que esperar a la policía y después habían ayudado a Eduardo a limpiar todo el desastre; al menos hasta que Eva les había ordenado con suavidad que se marcharan.


Eva había estado ayudando a Eduardo, los dos en silencio. 


Pero no había sido un silencio incómodo, sino el silencio de dos personas que estaban a gusto juntas.


Habían pasado mucho tiempo juntos para sentirse así de cómodos, pensaba Paula mientras miraba a Pedro. Treinta y tantos años. Y había notado en el modo de mirarse que tal vez las cosas se pusieran aún más cómodas esa noche.


Esperaba que a ella le pasara lo mismo.


No sabía lo que había pasado entre Pedro y Eduardo en el dormitorio de este último, pero fuera lo que fuera, había dejado a Pedro callado y pensativo.


—¿Estás bien? —le preguntó mientras le apretaba la mano—. Y no estoy buscando que me digas que estás bien.


—Pero lo estoy.


Paula se echó a reír irremediablemente. Sin duda era un hombre especial.


—De acuerdo.


Pedro la miró y dijo:
—¿Qué te parece si te digo que cuando no esté bien te lo diré?


Tendría que conformarse con eso. Además, tenía buen aspecto. Desde luego que sí. Tan bueno, que tuvo ganas de verlo desnudo.


No tenía ni idea de por qué últimamente pensaba tanto en el sexo, pero sabía que él tenía que ver mucho con ello. 


También sabía que probablemente él no querría que ella le dijera nada.


Él la acompañó hasta la puerta, lo cual ella se lo tomó como una buena señal. Su última conquista apenas había aminorado la velocidad para dejar que ella saltara del coche.


No había dejado ninguna luz encendida y el porche estaba oscuro como la boca del lobo. Le tomó la mano para guiarlo y después abrió la puerta. La empujó y metió la mano para encender las luces. Entonces encendió la luz del salón y la de la cocina, con lo que iluminó de una vez toda su casa.


Cuando lo miró, él estaba negando con la cabeza. Se acercó a ella y le agarró la cara con las dos manos mientras sonreía levemente.


—No me da miedo la oscuridad —le dijo él.


—¿Qué es lo que te da miedo entonces? —susurró ella.


Él permaneció en silencio un buen rato.


—¿Además de los sitios cerrados o de fallar? Nada.


—¿Nada?


—Bueno… A lo mejor tengo miedo de ti.


—Yo no doy miedo —le dijo ella mientras le tomaba las manos—. Sólo soy una mujer.


—Sólo una mujer.


Él soltó una risotada y apoyó la frente contra la de ella. Le plantó las manos en las caderas y se las apretó antes de deslizar las manos por la espalda.


—Lo soy.


Le costaba pensar con sus caricias. Paula le deslizó las manos por los hombros, que nunca se cansaba de tocar por ser tan anchos y suaves. Entonces le hundió las manos en el pelo.


—Desde luego no doy tanto miedo como… trabajar para la CIA.


Él inclinó la cabeza y soltó el aliento junto a su cuello, provocándole estremecimientos.


—¿Estás segura de eso?


Ella se pego a él y sintió que su cuerpo empezaba a reaccionar.


Paula le había tomado la delantera en eso.


—Totalmente segura. Al menos jamás te traicionaré y te encerraré en un baúl —se pegó un poco más—. No voy a hacerte daño, Pedro. Nunca.


—Ah —con la cara aún escondida entre su pelo y su cuello, Pedro asintió y le mordisqueó el cuello con una suavidad que le causó estremecimientos—. Una promesa que no puedes mantener.


Ella le agarró unos mechones de pelo con fuerza y le levantó la cabeza para mirarle los ojos azules tras los cuales gustaba de esconderse.


—¿No te gustan las promesas?


Pedro le deslizó los dedos por la espalda, bajo la tela de la blusa.


—No me fío de las promesas.


Sabía que tenía una buena razón para sentirse así, y Paula sintió que se le encogía el corazón.


—¿Bueno, qué te parece esta si te digo que es una promesa en la que puedes creer?


Increíblemente conmovida por aquel hombre e increíblemente excitada, lo estrechó entre sus brazos. Pedro era su jinete blanco, su superhéroe vestido de negro, el del corazón de oro. Le acercó la boca a la oreja y soltó el aire despacio, agradecida al sentir que él la estrechaba con fuerza entre sus brazos.


—Prometo volverte loco esta noche —le susurró ella.


Él soltó otra risotada.


—Es fácil de decir —dijo Pedro—. Ya lo estás haciendo.


—¿En serio?


—¿Por qué te sorprendes tanto? —le preguntó él mientras arqueaba su cuerpo para apretarle las caderas contra las suyas—. ¿Es que no lo notas?


—Mmm…


Le dio con el pie a la puerta para cerrarla y apretó los senos contra su pecho. Oh, sí, desde luego que sentía la reacción de su cuerpo y se arqueó aún más sobre él, provocando un ronco gemido de su garganta.


—Qué interesante —susurró ella.


—¿El qué?


—Saber que te gusto. Que te gusto de verdad.


Otra risotada ronca. Hundió las manos en el pelo de ella y le tiró con suavidad de la cabeza hacia atrás, mirándola con aquellos ojos tan brillantes.


—¿Qué intentas hacer, Pau?


—Si no lo sabes, entonces tenemos un problema.


—Pau.


—¿Tan malo es dejarse llevar por este fuego que arde entre nosotros? —se preguntó—. ¿Tan malo es?


—No si me prometes que sólo nos dejaremos llevar esta noche —dijo él.


—Te lo prometo —le confirmó ella.


Le habría gustado negociar algo mejor, pero Pedro era quien era, y ella no tenía deseo alguno de cambiarlo. Sólo quería que le abriera su corazón, aunque fuera sólo esa noche. Ya se enfrentaría al resto después. Se inclinó sobre él y le pasó la punta de la lengua por la comisura de los labios, después le mordisqueó suavemente el lóbulo de la oreja.


De nuevo, la abrazó mientras aspiraba hondo. Colocó la mano en el pecho fuerte y musculoso de Pedro y notó los fuertes latidos de su corazón.


—¿Lo has entendido ya, Pedro?


—Intentas seducirme.


—¿Y funciona?


Él la miró a los ojos con intensidad.


—Oh, sí. Funciona.


—Bien.


Tenía que recordarse que él no era un compasivo y cálido hombre. Era misterioso y peligroso, por no decir imprevisible y nada seguro como alma gemela.


Pero ella lo deseaba al menos esa noche.


—Bésame, Pedro.


—Me has quitado la idea.


Entonces abrió la boca y le deslizó la lengua entre los labios, buscándole la suya. Ella se agarró a su camisa con fuerza mientras él la besaba más apasionadamente.


Como no era suficiente, ella le tiró de la camisa y se la sacó cuando él levantó los brazos. Cuando salió volando hasta el otro lado de la habitación, ella se puso a besarlo por todas partes, deleitándose con el calor de aquella piel aterciopelada que había quedado expuesta.


Él soltó un suspiro tembloroso y le sacó la blusa de debajo de la falda para poder acariciarle las costillas desnudas. Le pasó los dedos por el ombligo y se los metió por debajo de la cinturilla de la falda para rozarle el borde de sus bragas moradas nuevas.


—Vamos al dormitorio —murmuró Pedro con voz ronca, y dobló un poco las rodillas para subirla en brazos.


—Espera.


Él se quedó muy quieto y la miró a la cara.


—¿Esperar?


—Sólo es que… Era yo la que te estaba seduciendo a ti; y tú has… tomado el mando, más o menos. Quiero hacerlo, Pedro.


—¿Quieres… hacerlo tú?


—Sí. Así que, ¿podrías dejarme en el suelo? ¿Por favor? —añadió cuando él vaciló.


Él la dejó en el suelo.


—He tomado el mando —repitió él bastante confundido.


—En realidad, lo haces a menudo.


Aspiró hondo y lo miró de arriba abajo, pensando que estaba para comérselo. Y no sólo estaba para comérselo, sino que se le notaba que estaba muy excitado y frustrado. Y le encantaba verlo así.


—Pau —le dijo mientras le pasaba un dedo por el hombro, para a continuación besarla allí. —Querías dirigir tú el espectáculo —le dijo él—. ¿Lo vas a hacer pronto? ¿Ahora, tal vez? —añadió en tono esperanzado mientras ella se quedaba allí, empapándose de sus caricias.


—Sí —le dijo en tono risueño, y después reprimió una sonrisa y se puso seria—. Tómame en brazos.


Él frunció los labios.


—¿Como había hecho hacía un momento?


—Sí.


Con cara de asombro, aparte de excitado, él la tomó en brazos y la miró, esperando una orden suya.


Ella le echó los brazos al cuello.


—Al sofá —le ordenó, ignorando su risa, que se convirtió en un gemido cuando ella le mordió en el cuello.


—Voy a devolverte ese mordisco —gruñó mientras la tiraba al sofá.


No se movió cuando él empezó a besarla con ardor, con avidez, mientras le desabrochaba la blusa y le quitaba el sujetador con rapidez. Antes de que se diera cuenta, una mano grande le acariciaba la pierna desnuda hasta tocarla entre las piernas a través de las bragas.


Se miraron a los ojos mientras ella se arqueaba para recibir sus caricias. Le subió la falda hasta la cintura, le quitó las bragas y se colocó entonces entre sus muslos, inclinándose para besarla otra vez.


Ella le puso la mano en el pecho desnudo. Él suspiró.


—Otra vez no. ¿Demasiado rápido?


—No. Me gusta así. Sólo es que estás otra vez llevando las riendas.


Él soltó una risotada de incredulidad.


—¿Estoy en la parte interesante, y quieres discutir otra vez mi tendencia a controlar? ¿Ahora mismo?


Ella sonrió al ver lo confuso que parecía.


—Sí.


Con un suspiro de impaciencia, él se puso de rodillas y levantó las manos.


—De acuerdo, adelante. Dirige tú.


—Quítate los pantalones —le dijo ella.


—Con gusto.


Se apartó de ella y se bajó del sofá. El ruido de la cremallera pareció extraordinariamente fuerte. Mirándola, se quitó las zapatillas muy despacio, los calcetines, la ropa interior y se quedó desnudo, con sólo algo en la mano.


Era un preservativo.


Paula podría haberse quedado mirándolo durante horas, pero él se movió con inquietud y le dirigió una mirada que la quemó.


—Eres tan bello, Pedro.


Él se adelantó hacia ella con el deseo sexual escrito en sus facciones, ardiendo en su mirada, pero cuando llegó al sofá se detuvo; tenía los puños apretados.


—¿Y ahora qué?


Él intentaba permitir que ella llevara el control, pero no estaba consiguiéndolo del todo, y Paula se sintió ahogada por la emoción.


—Ven aquí —susurró, y cuando le abrió los brazos, él volvió a colocarse entre sus piernas.


Era tan fuerte, tan caliente. Paula lo deseaba todo, y le clavó las uñas en el trasero prieto, intentando que él la penetrara de una vez.


Pedro se rió suavemente.


—¿Dónde están las instrucciones verbales?


—Deprisa.


—Me parece bien.


Él empezó a lamerle los pechos, después el vientre, los muslos, hasta llegar entre sus piernas.


—¿Te gusta así… ? —le preguntó Pedro.


Ella soltó un gemido estrangulado que le pareció terriblemente necesitado. Pero era lo que sentía. Todo le temblaba; la experiencia no se parecía en nada a lo que había imaginado, sino que era más, mucho más.


—¿Pau? —le besó la cara interna del muslo antes de levantar la cabeza—. ¿Qué quieres ahora?


—Mmm…


No recordaba lo que había planeado.


Con una sonrisa de complicidad, agachó la cabeza y la lamió como si fuera una piruleta. Ella arqueó las caderas para pegarse a su boca.


—Ah, espera —dijo él—. No me dijiste que hiciera eso.


Como si ella hubiera tenido algo que decir en ese momento.


¡Ja! En ningún momento había tenido el control. Pero en ese momento él la miraba con ojos ardientes, esperando.


—¿Más? —le preguntó Pedro con educación.


—Sí —le agarró con fuerza el cabello—. De hecho, si lo dejas, a lo mejor te mato.


—Bueno.


Y dicho eso agachó la cabeza otra vez y la lamió con fruición. Al poco rato ella explotó y sintió unos temblores maravillosos que la recorrieron de pies a cabeza. Cuando fue capaz de respirar de nuevo, Pedro seguía entre sus piernas, listo para hundirse en su cuerpo, pero ella consiguió plantarle la mano en el pecho para detenerlo.


—Espera.


—¿Otra vez? —dijo con desesperación.


Con una mano se sujetaba la erección, esperando justo entre sus piernas, y no parecía dispuesto a continuar jugando.


Ella se incorporó. De algún modo consiguió cambiar posiciones con él y lo empujó para que se tumbara boca arriba. Se inclinó sobre él mientras pensaba que era la criatura más preciosa que había visto en su vida. Y era todo suyo.


Al menos esa noche.


Le besó el pecho, el vientre y, después, igual que había hecho él, metió la cara entre sus piernas.


—Estate quieto —le dijo ella—. Quiero probar…


Y tal y como había hecho él, ella se agachó y le succionó el miembro.


Cuando él emitió un sonido gutural, ella levantó la vista.


—¿Algún problema? —le preguntó Paula.


—Maldita sea, sí —dijo con los dientes apretados—. No he… —maldijo—. Hace ya tiempo que…


Eso la conmovió.


—Lo sé.


—¿De verdad? Porque si me tocas una sola vez más todo va a terminar.


—Entonces podemos empezar otra vez.


Él soltó una carcajada de placer que dio paso a un gemido cundo ella volvió a meterse su miembro en la boca, y de pronto él había dejado de reírse. Cuando ella le pasó la lengua por la punta de su sexo, él maldijo entre dientes, se incorporó y la tumbó de espaldas en el sofá. Se puso el preservativo, le tomó las manos entre las suyas, las estiró sobre su cabeza y tentó entre sus piernas.


Pedro


Le cubrió la boca con la suya y la penetró con fuerza.


—Lo siento —dijo sin ningún pesar en absoluto, y volvió a retirarse para volver a embestirla de nuevo, una y otra vez.


Él se había hecho con el control, guiado por la pasión, la pasión que sentía por ella, y fue la experiencia más emocionante de su vida, conseguir que un hombre como Pedro la deseara tanto que se entregara totalmente a ella.


—Abrázame con tus piernas —le pidió él—. Sí, así… Pau…


Su manera de pronunciar su nombre, su mirada al agacharse a besarla, regalándole un beso ardiente y exigente, que imitaba lo que el resto del cuerpo estaba haciendo en ese momento, la excitaron. Y cuando pronunció de nuevo su nombre, Pau empezó a estremecerse otra vez. 


Sintió la tensión que atenazaba el cuerpo de él por un momento, antes de que enterrara la cara entre sus cabellos mientras le llegaba el momento de la liberación, la cual provocó la de ella, llevándola a un lugar donde nunca había estado. Llevándolos a los dos.