miércoles, 24 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 25




A la mañana siguiente, cuando Paula salió para el trabajo, su hermana asomó la cabeza e hizo muchos aspavientos mientras se miraba el reloj.


—Mmm.


Paula puso los ojos en blanco.


—No empieces.


—Tu coche ya está reparado, así que me pregunto por qué te marchas tan temprano —miró a Paula, que llevaba una blusa morada sin mangas y una falda color crema—. Deja que adivine, ¿te has puesto el conjunto de lencería morado hoy?


—Tal vez no me haya puesto nada —respondió Paula.


Carolina se quedó boquiabierta y Paula se echó a reír.


—¿Es que no tienes nada que hacer aparte de especular acerca de lo que pueda o no pueda llevar puesto?


—Claro. Podría especular si es posible que te hagan daño o no. ¿Quién es el hombre que te hace resplandecer así? ¿El hijo de Eduardo? ¿Pedro? Quiero conocerlo. Rafael también me ha preguntado por él.


Porque cuando Rafael había llamado a Paula la noche anterior, tampoco había querido contarle nada.


—Nadie me hace resplandecer excepto esta mañana tan fresca —pero se calló y besó a Carolina—. Bueno, que tengas un buen día, un día que no incluya obsesionarte con mi vida.


Fue adonde tenía el coche y se montó. Le dio unas palmadas en el salpicadero, como hacía cada mañana.


—Buena chica —le dijo, y giró la llave.


Nada.


No era posible. Negó con la cabeza y lo intentó de nuevo. Y después otra vez. Y finalmente reconoció que necesitaba un coche nuevo. Un coche de ocasión nuevo.


Como empezaba a ser una rutina ya, tomó el autobús. Cada tres segundos miraba el reloj. Aún le quedaba bastante tiempo para llegar a tiempo, y si corría desde la parada hasta la oficina…


Pedro estaba en una cinta andadora distinta aquella mañana, con su aspecto fuerte, esbelto y sudoroso. Paula se apoyó sobre la pared, desfallecida de la caminata y de la vista.


—¿Puedo ayudarla en algo? —le preguntó una mujer vestida con pantalones cortos de deporte y una camiseta verde con el logotipo del gimnasio bordado en la pechera.


Paula dio un respingo antes de ponerse derecha.


—Esto… no, gracias.


Volvió al ascensor sintiéndose algo culpable y se abanicó la cara hasta llegar al quinto piso.


Pedro entró poco rato después, con una bolsa de tela colgada del hombro donde llevaba la ropa para cambiarse después de darse la ducha. Y aunque la saludó antes de ir a su despacho, parecía tremendamente tenso para acabar de hacer ejercicio físico. Esperó un rato, imaginándolo bajo el chorro de agua caliente, lleno de jabón y con la piel mojada y suave, antes de llevarle unos archivos que sabía que él necesitaba.


—Gracias —le dijo él sin mirarla.


Ella fue hacia la puerta, donde se detuvo.


—¿Estás bien? —le preguntó.


—Claro —respondió Pedro, que en ese momento estaba utilizando la calculadora, moviendo los dedos con rapidez.


Paula decidió intentarlo de nuevo.


—¿Dónde está Eva?


—Está ayudando a Eduardo.


—¿Y qué tal tu padre? ¿Ha tenido algún problema más?


—No.


—De acuerdo entonces —se mordió el labio, preguntándose qué más podría decir para sacarle algo, pero no se le ocurrió nada.


De nuevo en su mesa, trabajó durante un par de horas más antes de contestar a una llamada de Eduardo.


—¿Está ahí el idiota de mi hijo?


—Bueno… sí.


—¿Es que se ha dormido?


—¿Por qué iba a hacer eso?


—Porque se está pasando, por eso mismo, empeñado en quedarse de guardia en mi casa toda la noche, para después ir a trabajar todo el día.


—Me dijo que estabas bien.


—Porque él se está asegurando de que sea así. Siempre está aquí. Tenía ganas de pasar tiempo con él, pero esto ya es ridículo. Dile que se vaya a casa. Se lo exijo.


—Eduardo—le dijo en tono divertido—, ¿has tenido alguna vez suerte cuando le has pedido algo a Pedro?


—Bueno, no —se echó a reír en tono algo pesaroso—. Al menos dile que acaba de llamarme la policía. Creen que Silvia ha salido del país. Eso quiere decir que estoy a salvo. Ah, y dile que prometo no salir con más psicóticas, que se puede relajar.


Paula no pensaba que aquella fuera una conversación que quisiera mantener con Pedro.


—¿Por qué no te lo paso? —le sugirió a Eduardo.


—Porque a ti te hace más caso. Mira, haz lo que tengas que hacer, pero no le dejes que venga a mi casa esta noche, ¿de acuerdo? Necesita descansar. Yo estaré bien.


—¿Estás seguro, Eduardo?


—Por mucho que por dentro me enternezca y me emocione que mi hijo se preocupe por mi seguridad —dijo Eduardo con más seriedad de la que le había oído utilizar nunca—, estoy totalmente seguro de lo que digo. No puede continuar así; sencillamente no puede.


—Y la policía está segura de que…


—No te preocupes por mí, Paula. Sólo impide que Pedro vuelva a mi casa a hacer de niñera esta noche —su voz se suavizó—. Sé paciente con él, Paula.


—Eduardo, yo no puedo…


Pero Eduardo le había colgado. Se retiró el teléfono y se quedó mirándolo. Tenía que evitar que Pedro volviera a casa de su padre. ¡Sí, qué fácil! Ese hombre estaba muy equivocado si pensaba que tenía alguna influencia sobre su hijo.


Nadie la tenía. Pedro era muy tozudo, e iba y venía a placer. 


Un hombre que, a pesar de sí mismo, se preocupaba por las personas que lo rodeaban.


Se le ocurrió que tal vez eso fuera la cosa más sexy que tenía él. Mucho más que su comportamiento de hombre extremadamente masculino; y detestaba reconocer lo sexy que eso le resultaba. Mucho más sexy que lo trabajador que era. Mucho más sexy que sus besos, y eso que eran muy sexys.


Miró el reloj, se levantó y apretó el botón del intercomunicador con el despacho de Pedro.


—Ahora mismo vuelvo —le dijo, y le pareció oír una especie de gruñido como respuesta.


Bueno, nadie podría acusarlo de hablar demasiado, eso seguro. Unos minutos después, estaba de vuelta en el edificio, armada con comida china, su favorita. Se encaminó directamente pasillo adelante y entró en el despacho de Pedro.


Él estaba tan enfrascado con el ordenador, que no se movió.


Ella se acercó a él por detrás y le puso la bolsa delante de la pantalla del ordenador.


—Adivina qué hora es.


—Lo sé por el olor que me venía por el pasillo.


Así que sí que la había oído entrar; tenía los sentidos bien afinados de un guerrero.


—Vayamos a la sala de personal —le dijo ella.


—Estoy demasiado liado —pero cerró el ordenador y se volvió hacia ella mientras se frotaba las sienes.


Se le veía tan cansado, que ella le puso la mano en el brazo.


—Tienes un aspecto terrible; lo sabes, ¿verdad?


Él soltó una risotada.


—Bueno, no te reprimas. Dime lo que piensas.


—Siempre lo hago —le dijo en tono suave. Se arrodilló delante de él y le puso la mano en la rodilla—. ¿Pedro? ¿Por qué no te vas pronto a casa y duermes un poco?


—¿Y por qué iba a hacer eso?


—¿No lo sé, a lo mejor porque has estado despierto ya muchas noches seguidas, para asegurarte de que tu padre estaba bien?


Su mirada se tornó un poco fría.


—Eso tenía que hacerlo.


Ella se sentó sobre los talones.


—Caramba, se te da muy bien hacer eso.


—¿El qué?


—Mandar a paseo a las personas.


—No estoy haciendo eso contigo.


—No, lo estás haciendo contigo mismo; te aseguras de que no sientes nada, ni preocupación por Eduardo, ni enfado con Eva ni… sea lo que sea que sientas por mí.


—¿Lo que sienta por ti? ¿Qué narices significa eso?


—Nos besamos ayer en el ascensor y me dejaste como si nos hubiéramos dado de la mano. No sentiste nada.


—¿Qué debería haber sentido, Pau?


—¿Sabes qué? No importa. Sigue siendo como un robot, que no siente nada.


Ella se puso de pie y fue hacia la puerta.


Él también se puso de pie.


—¿Qué me acabas de llamar? —preguntó Pedro.


Ella se dio la vuelta.


—Un robot sin sentimientos.


—¿De verdad crees que no siento? —le preguntó con incredulidad; avanzó hasta plantarse delante de ella—. Tengo un montón de sentimientos, maldita sea.


Paula sabía que los tenía, al igual que sabía que los ocultaba.


—¿Y por qué no los demuestras?


—Tal vez no me guste mostrar todas las cosas.


—Si te guardas todo dentro, no puedes controlarlos —levantó las manos para agarrarle la cara—. Eso me entristece, Pedro. Me entristece por ti. Jamás te desahogas.
Nunca dices lo que sientes, de que Eva trabaje para Eduardo, aunque está claro que te molesta. Nunca dices lo que sientes sobre lo que le está pasando a tu padre, o lo que pasa con nosotros.


—¿Crees que no siento nada respecto a todo eso?


—A no ser que me lo cuentes, cómo iba a saberlo.


Él se quedó mirándola.


—Mira —le dijo ella—. Sé que algunas personas tienen problemas para hablar de sus sentimientos. No es fácil, pero hay que desahogarse o bien… —se calló cuando él tomó unos papeles y los lanzó contra la pared—. ¿Qué… qué haces?


—Desahogándome —respondió él—. ¿Qué te parece?


—Mmm… —tragó saliva—. Bien. Muy… bien.


—Así es cómo me siento acerca de lo que pasó entre nosotros —dijo—. Esto es lo que siento por lo que te pasó a ti.


La agarró, y ella pensó que iba a enfadarse o a besarla, pero en lugar de eso le puso una mano suavemente sobre el cuello donde tenía los moretones y la otra sobre la espalda, estrechándola contra su cuerpo.


Paula sintió que todo su cuerpo se amoldaba al de él.


—Si pudiera volver en el tiempo y borrar esa noche, lo haría —sus manos eran suaves, tiernas, su mirada fiera—. Me gustaría asegurarme de que jamás volvieras a sufrir. ¿Entiendes lo mucho que me preocupa eso, Pau?


Ella asintió y susurró:
—Sí.


—Bien —la estrechó con fuerza y le puso la boca muy cerca de la suya—. Me culpo por lo que pasó esa noche. Y voy a tener que culparme también por esto también, puesto que no hay nadie a quién culpar. Lo detesto cuando esto ocurre.


Y entonces se inclinó sobre ella y la besó.







martes, 23 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 24





El lunes por la mañana Eduardo la llamó por teléfono temprano, diciéndole que Pedro necesitaba otra empleada eventual durante una semana; que si estaba dispuesta.


Maldita sea.


Intentó que no le preocupara lo que se iba a poner. Y sobre todo, intentó estar en aquel estado habitual en ella de apurar hasta el último momento para marcharse de casa. Pero cuando quiso darse cuenta estaba cruzando las puertas del edificio veinte minutos antes de la hora.


Y también, antes de que se diera cuenta, estaba presionando el botón de la cuarta planta.


Él no estaba allí. Lo sabía porque se plantó delante de las puertas de cristal y paseó la mirada por todos los aparatos, pero no lo vio…


—Paula.


Consiguió darse la vuelta sin sobresaltarse. Pedro acababa de salir del ascensor que había detrás de ella. De cerca y, después de tres días sin verlo, le parecía aún más alto, más moreno y más guapo de como lo recordaba.


—Hola —dijo Paula.


Él asintió en dirección al gimnasio.


—¿Vas a hacer ejercicio?


Estuvo a punto de echarse a reír, sólo que no lo hizo porque sabía que no sería una risa relajada.


—¿Te has equivocado de piso?


—No.


—Ah. ¿Estabas… buscándome?


Ella suspiró y se obligó a mirarlo a los ojos en lugar de mirar aquel cuerpo atlético.


—¿Te acuerdas de lo que dije de que no era patética con el sexo opuesto?


—Me acuerdo —contestó él.


—Bueno, pues táchalo.


De pronto, Paula se preguntó si esa sería una sonrisa en los labios de Pedro. Porque si lo era, le daría una bofetada.


—Soy patética —añadió ella—. Sólo te lo digo para que lo sepas.


Y dicho eso fue hacia los ascensores y apretó el botón de llamada con más firmeza de la necesaria.


—¿Te ha llamado Eduardo esta mañana?


Ella esperó a que llegara el ascensor con la vista fija en las puertas cerradas, preguntándose si podría haber quedado aún más en ridículo.


—Sí.


—No quiere enviarme a Margarita —dijo Pedro.


—Lo siento.


Paula le oyó maldecir entre dientes; entonces él le plantó la mano en el brazo y le dio la vuelta.


—Mira, no es lo que piensas —le dijo él.


—¿De verdad? ¿Y qué es lo que pienso, Pedro?


—No lo sé… —se pasó la mano por la cabeza—. Que no quiero que estés aquí, que preferiría que estuviera Margarita.


—Caramba. ¿Eso lo has adivinado tú solo? —apretó de nuevo el botón de llamada.


—Mira, estoy intentando disculparme por haber sido manipulada para volver a darte este trabajo una semana más —dijo Pedro—. Eduardo siempre está dispuesto a conseguir lo que quiere, a cualquier precio.


—No necesito que te disculpes por nada —le dijo ella, a quien le entristecía que él pensara que tenía que hacerlo—. Yo… —empezó a decir, horrorizada al ver que estaba a punto de llorar; aspiró hondo, pero no le sirvió de mucho—. Sólo es que… me gusta el trabajo —susurró.


Menos mal que se abrieron las puertas del ascensor en ese momento. Paula tiró del brazo y se metió en la cabina.


Rápidamente apretó el botón del quinto piso, y como él se quedó allí mirándola con su chándal de entrenar como si fuera una mezcla de cruz que le tocara cargar y delicioso manjar que quisiera probar, ella apretó además el botón que cerraba las puertas.


Estas se cerraron despacio, muy despacio… Hasta que él metió la mano entre las puertas, que se abrieron de nuevo.


—Paula…


No tenía nada más que decir. Apretó de nuevo el botón para cerrar las puertas y contempló con los ojos empañados cómo las dos partes se cerraban.


—Maldita sea.


Esa vez metió el cuerpo entre las puertas para impedir que se cerraran y poder entrar con ella.


Entonces Paula apretó un botón para abrir las puertas y así poder salir del ascensor. Sin embargo él apretó el botón para cerrarlas.


Las puertas se cerraron, y cuando ella fue a apretar otro botón, Pedro la agarró de la muñeca.


Las puertas se cerraron, y en ese momento se disparó la alarma.


—Mira lo que has hecho —dijo Paula, sacudiendo la cabeza—. Ahora estaremos aquí ni se sabe el rato.


—¿Lo que yo he hecho? —le soltó la muñeca y se volvió hacia el panel del ascensor—. Debe de haber algún modo…


La alarma dejó de sonar bruscamente y entonces sonó el teléfono del panel. Pedro lo descolgó y escuchó unos momentos. Entonces, lo colgó y la miró.


—¿Y bien? —le preguntó ella—. ¿Qué han dicho?


—Que no debería montarme en un ascensor con una loca.


Ella puso los ojos en blanco.


—Han dicho que durará unos minutos.


Ella se cruzó de brazos y deseó haberse parado a comprar unos donuts.


—¿Tienes frío?


Ella no contestó. No iba a dejarse embaucar por su preocupación, porque a aquel hombre no le preocupaba nada. En realidad, él no sentía nada. Su fingida bondad sólo era eso, fingida.


—¿Pau? —la sorprendió cuando se acercó a ella y empezó a deslizarle las manos por los brazos, arriba y abajo, con ese roce leve y pecaminoso.


—No tengo frío —le dijo Paula, pero contradiciendo sus palabras avanzó un paso hacia delante, de modo que sus zapatos de tacón rozaban las zapatillas de deporte de Pedro.


—Te quiero aquí —le dijo pasado un buen rato—. De verdad que te quiero tener aquí.


Ella levantó la cabeza y lo miró a esos preciosos ojos azules.


—¿Y por qué no lo has dicho?


Él suspiró con sentimiento.


—No quería decírtelo ahora, pero estabas tan…


—¿Patética?


—No —dijo sin dejar de tocarla—. De verdad que te quiero tener aquí —repitió—. Siento no habértelo dicho antes, pero…


—¿Pero qué… ?


—Pero creo que acabo de darme cuenta en este momento.


Acababa de darse cuenta. Pensó en lo que acababa de decirle él y en cómo se sentía ella. Ella se había dado cuenta desde el principio que él la atraía, que era una atracción peligrosa en cierto modo, pero una atracción de todos modos.


Pero supuso que ella era ese tipo de mujer; que era impulsiva. Primero actuaba y después pensaba. Y al igual que era capaz de reconocer y aceptar eso, también era capaz de aceptar que él fuera diferente. Tenía un modo de pensar mucho más sistemático. Podría haber tardado fácilmente toda la semana en darse cuenta de lo que ella había entendido en cinco segundos esa noche en casa de Eduardo.


Desde luego allí pegada a él como lo estaba en ese momento, sentía sin duda esa afinidad que tenía con él, aunque la respuesta fuera puramente física. Sabía que seguramente él no sentiría mucho más y que lo más probable era que jamás sintiera nada más que eso.


De ahí el peligro de sentir algo por él.


—¿Entonces te quedarás esta semana? —le preguntó él.


Ella suspiró para sus adentros.


—Me quedaré esta semana.


—¿Y no harás nada para que nos quedemos encerrados otra vez en el ascensor?


—Si tú…


—¿Qué? —murmuró él.


Si él la besara.


—¿Pau?


Ella le sonrió aunque le doliera el corazón.


—Nada —se volvió y se puso a mirar el panel lleno de botones—. ¿Crees que esos pocos minutos que han dicho han pasado ya?


Una vez más, él le puso las manos en las caderas al tiempo que le daba la vuelta hacia él.


—¿Qué haces? —le preguntó ella.


—Contigo, Pau, te juro que no sé lo que hago. Nunca.


De algún modo sintió una alegría perversa al pensar en su confusión y le echó los brazos al cuello.


—¿Nunca?


—Bueno… —le miró los labios.


Y como no pudo evitarlo, cerró el espacio que los separaba y pegó los labios a los de él.


Un gemido áspero brotó del pecho de él. Le deslizó las manos por los brazos hasta agarrarle la cabeza con las dos manos. ¡Como si fuera a marcharse de allí! Como le había pasado antes, el mero roce de sus labios le aceleró el pulso.


Él tenía la boca caliente, firme, y no tuvo que coaccionarla para que se entregara a él de ningún modo. En menos de dos segundos, estaban pegados, el uno al otro, acariciándose y besándose.


Cuando finalmente él se apartó de ella, jadeaba tanto como Paula. Ella se llevó una mano al vientre y se aclaró la voz.


—¿Eso ha sido parte del trabajo?


Él frunció el ceño.


—¿Cómo? No.


—Sólo quería asegurarme —lo agarró otra vez de la cabeza y tiró de él—. ¿Lo ves? —le susurró, sus labios a un centímetro de los de él—. No todo se trata de trabajo…


—Pau…


Ella lo besó de nuevo. Y después otra vez, antes de que él tomara de nuevo las riendas. Tenía un muslo metido entre los de ella y con las manos se afanaba en excitarla cuando de pronto el ascensor hizo un movimiento brusco y empezó a moverse.


Se acabó.


Paula, que estaba excitada y sensible al máximo, pestañeó cuando se abrieron las puertas en el quinto piso delante de las oficinas de Pedro.


Todo parecía tan… normal. Envuelta en aquella especie de nube de sensualidad, Paula salió del ascensor y notó que Pedro la seguía.


Paula se dio la vuelta y lo miró. Aparte de la ropa de chándal que llevaba puesta aún, tenía el mismo aspecto que de costumbre: sereno y controlado.


—¿Qué? —preguntó él.


Lentamente ella negó con la cabeza. Maldición, había roto su promesa. Lo había besado. Y de pronto tenía los pezones duros y ávidos de caricias, apuntando bajo la blusa. Entre las piernas estaba caliente y húmeda. Una caricia más, pensaba, y tal vez explotara.


Y él estaba allí como si no hubiera pasado nada.


Se obligó a avanzar con toda la calma posible hacia la mesa de recepción, y después fingió enfrascarse en el trabajo.


Y durante todo el tiempo se maravilló ante la habilidad de Pedro para hacer lo mismo; pero no fingiendo como hacía ella, sino de verdad.







EN SU CAMA: CAPITULO 23




Llegó el fin de semana. Pau se pasó el sábado llevando el coche a arreglar y cargando los gastos en su pobre tarjeta de crédito. Cuando Rafael se enteró de lo que se había gastado, no entendió por qué no le había pedido ayuda a él.


Carolina no entendió tampoco por qué Paula no había ido a pedirle el dinero prestado a ella.


Y sus padres no dejaron de repetirle que por qué no les había dejado que le regalaran un coche nuevo las navidades pasadas cuando se lo habían propuesto.


Sin duda, que su familia se metiera en su vida de tal manera era tan sólo parte de ser una Chaves, pero hacía lo posible por permanecer fiel a sí misma y gracias a eso se sentía mejor. Amaba a su familia por encima de todo, pero también le encantaba tener su propia vida, vivir como a ella le gustaba, y eso la hacía feliz.


El domingo, su hermana y ella se fueron de compras, y Paula se sintió orgullosa porque se abstuvo de comprarse nada que no fuera ropa interior nueva, porque la verdad era que no le hacía falta ningún otro vestido rojo que pasara inadvertido.


—Mmm —fue todo lo que le dijo su hermana mientras estaban en la fila a la puerta del probador de la tienda de lencería, con el sujetador de seda morada a juego con las bragas que Paula tenía en la mano.


—¿Tienes algo que decir? —le preguntó Paula—. Porque, deja que te recuerde que hace dos semanas te compraste un conjunto de encaje negro. ¿Y acaso te dije yo «mmm» en ese tono suspicaz en que me lo has dicho tú?


—No, tú sonreíste y me preguntaste si Roberto acabaría viéndolo —dijo Carolina.


—Una pregunta de lo más razonable, ya que llevas meses saliendo con él.


—Saliendo, no acostándome con él.


—¿Y por qué es así?


Su hermana suspiró.


—No lo sé. Él ni siquiera ha dado ningún paso. Es una pérdida de tiempo, con la relación tan buena que tenemos.


Paula suspiró para sus adentros y deseó al menos poder tener una buena relación, pérdida de tiempo o no.







EN SU CAMA: CAPITULO 22





Paula se despertó temprano a la mañana siguiente, se preparó en un tiempo récord y, por primera vez en su vida, salió para el trabajo con tiempo de sobra.


Cuando abrió la puerta de su casa para salir, Carolina asomó la cabeza por la puerta de al lado.


—Eh, hola. Vaya, vas con… —se miró el reloj—, veinte minutos de sobra —su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué pasa?


—Nada —Paula cerró la puerta de su casa con llave y cruzó los dedos para que su coche arrancara sin problemas ese día.


—¿Cómo que nada? —Carolina la miró con cuidado de pies a cabeza—. Estás muy guapa. ¿Es nueva esa ropa?


Se había parado en una boutique la tarde anterior para comprarse un vestido nuevo, y sólo le había interesado porque era rojo y la hacía sentirse sexy.


—¿Este vestido tan viejo?


Carolina no se lo tragó. Puso la mano en la cadera.


—Hay un hombre en tu trabajo, ¿no?


Sí. Sin duda había un hombre en su trabajo. Pero, si su hermana se enteraba de algo, no la dejaría en paz.


—En el trabajo lo que hay es trabajo —contestó Paula.


—¿Entonces no hay nada? ¿Todo va bien?


Paula esbozó su mejor sonrisa.


—Pues claro que sí.


—Solamente quieres… llegar temprano; por ninguna razón en especial.


—Sí.


Carolina se cruzó de brazos.


—Cariño, te conozco, y sé que algo pasa. Será mejor que nos ahorres a las dos el tiempo y me cuentes lo que pasa.


—Lo que pasa es que me encanta mi trabajo.


—¿De verdad?


—De verdad, Carolina.


Carolina la miró un momento más antes de quedarse satisfecha.


—¿Entonces quedamos mañana para tomar el postre juntas y ver una peli?


—Pues claro.


—Estupendo —Carolina le dio un beso en la mejilla—. Que tengas un día estupendo, cariño.


Y tal vez Paula lo pasara, si acaso el coche quería arrancar.


Suspiró, allí sentada en su estúpido Volkswagen. Sintió la tentación de correr a su hermana en busca de ayuda, pero esa era su vida, su problema, y quería resolverlo sola. Y que la rescatara siempre uno de sus hermanos no era precisamente hacer las cosas, sola.


Tomó de nuevo el autobús. Una vez que estuvo en el interior del edificio donde estaban las oficinas de Pedro, se bajó en el cuarto piso, donde sabía que a veces él entrenaba. 


Caramba, qué curioso que se hubiera equivocado de planta…


Miró a través de las puertas de cristal del gimnasio. La sala estaba llena de aparatos; también había personas que estaban ya en distintos estadios de sudor.


Paula se quedó allí un momento, intentando decidir si se arrepentía por tenerle tanta manía al ejercicio físico.


No. Ningún arrepentimiento.


Reconoció a algunas de las personas con las que se había encontrado esa semana: la mujer de la tienda de cruasanes del vestíbulo, el abogado del segundo piso… Y allí, en una esquina, frente a una fila de ventanas que daban a los Montes San Gabriel, en una cinta andadora, estaba su jefe del momento.


Con los cascos puestos, Pedro corría con ganas. Tenía la camiseta pegada al pecho, delineando cada músculo, cada detalle de su espalda larga y esbelta, de sus brazos. Movía las piernas sin cesar, quemando calorías. ¡Cómo si le hiciera falta! Ese hombre no tenía ni un gramo de grasa en el cuerpo.


Fijó la vista en su precioso trasero. Entonces, dirigió una mirada rápida a su alrededor para asegurarse de que nadie la había pillado mirándole el trasero.


Nadie miró siquiera hacia donde estaba ella.


Le gustaba aquel cuarto piso; le gustaba mucho. Le gustaba ver a Pedro alto, moreno y sudoroso, y se quedó allí unos minutos observándolo. ¿Cuántas veces se había dicho para sus adentros que no iba a desearlo? ¿Y cuántas veces le había dado igual?


Seguía deseándolo.


Entonces, de repente, Pedro se dio la vuelta y la miró directamente. Tenía la piel luminosa, y sólo de ver su cuerpo empezaron a temblarle las piernas mientras él la miraba y arqueaba una ceja, preguntándole en silencio qué demonios hacía allí mirándolo. Caramba. Paula se dio la vuelta y salió volando.



***


Media hora más tarde, Paula se quedó inmóvil al oír el sonido que anunciaba la llegada del ascensor a una planta. 


Desde la silla de recepción donde fingía repasar los mensajes del contestador de Pedro, se quedó mirando fijamente las puertas del ascensor con el corazón a cien por hora.


¿Qué le diría a Pedro? No tenía ni idea, ninguna excusa, nada preparado…


Las puertas se abrieron y salió Pedro.


—Buenos días —le dijo sin mencionar nada de lo que había pasado en el gimnasio.


Paula se quedó mirándolo mientras él avanzaba por el pasillo hacia su despacho. De hecho, no dijo ni palabra al respecto, ni cómo le había ido en casa de Eduardo el día anterior. Suponía que Eduardo estaba a salvo y bien, pero le habría gustado asegurarse de ello.


Pedro se quedó en su despacho todo el día, y cuando ella fue a decirle adiós, él le dio las gracias por todo lo que había hecho. Tan compuesto y tranquilo como siempre.


Se había olvidado de que había terminado, de que él la había contratado solamente hasta el jueves. De camino hacia la puerta se dijo que había terminado, tal y como ella lo había sabido muy bien.


Sólo una parte de sí misma había tenido esperanzas de que la contratara permanentemente, incluso que hubiera reconocido que la necesitaba. A ella. No a Margarita o a otra trabajadora eventual que podría haber hecho el trabajo en lugar de ella. No había pasado. Y como siempre cuando caía, se recompuso, se quitó el polvo y continuó con su camino.