Paula se despertó temprano a la mañana siguiente, se preparó en un tiempo récord y, por primera vez en su vida, salió para el trabajo con tiempo de sobra.
Cuando abrió la puerta de su casa para salir, Carolina asomó la cabeza por la puerta de al lado.
—Eh, hola. Vaya, vas con… —se miró el reloj—, veinte minutos de sobra —su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué pasa?
—Nada —Paula cerró la puerta de su casa con llave y cruzó los dedos para que su coche arrancara sin problemas ese día.
—¿Cómo que nada? —Carolina la miró con cuidado de pies a cabeza—. Estás muy guapa. ¿Es nueva esa ropa?
Se había parado en una boutique la tarde anterior para comprarse un vestido nuevo, y sólo le había interesado porque era rojo y la hacía sentirse sexy.
—¿Este vestido tan viejo?
Carolina no se lo tragó. Puso la mano en la cadera.
—Hay un hombre en tu trabajo, ¿no?
Sí. Sin duda había un hombre en su trabajo. Pero, si su hermana se enteraba de algo, no la dejaría en paz.
—En el trabajo lo que hay es trabajo —contestó Paula.
—¿Entonces no hay nada? ¿Todo va bien?
Paula esbozó su mejor sonrisa.
—Pues claro que sí.
—Solamente quieres… llegar temprano; por ninguna razón en especial.
—Sí.
Carolina se cruzó de brazos.
—Cariño, te conozco, y sé que algo pasa. Será mejor que nos ahorres a las dos el tiempo y me cuentes lo que pasa.
—Lo que pasa es que me encanta mi trabajo.
—¿De verdad?
—De verdad, Carolina.
Carolina la miró un momento más antes de quedarse satisfecha.
—¿Entonces quedamos mañana para tomar el postre juntas y ver una peli?
—Pues claro.
—Estupendo —Carolina le dio un beso en la mejilla—. Que tengas un día estupendo, cariño.
Y tal vez Paula lo pasara, si acaso el coche quería arrancar.
Suspiró, allí sentada en su estúpido Volkswagen. Sintió la tentación de correr a su hermana en busca de ayuda, pero esa era su vida, su problema, y quería resolverlo sola. Y que la rescatara siempre uno de sus hermanos no era precisamente hacer las cosas, sola.
Tomó de nuevo el autobús. Una vez que estuvo en el interior del edificio donde estaban las oficinas de Pedro, se bajó en el cuarto piso, donde sabía que a veces él entrenaba.
Caramba, qué curioso que se hubiera equivocado de planta…
Miró a través de las puertas de cristal del gimnasio. La sala estaba llena de aparatos; también había personas que estaban ya en distintos estadios de sudor.
Paula se quedó allí un momento, intentando decidir si se arrepentía por tenerle tanta manía al ejercicio físico.
No. Ningún arrepentimiento.
Reconoció a algunas de las personas con las que se había encontrado esa semana: la mujer de la tienda de cruasanes del vestíbulo, el abogado del segundo piso… Y allí, en una esquina, frente a una fila de ventanas que daban a los Montes San Gabriel, en una cinta andadora, estaba su jefe del momento.
Con los cascos puestos, Pedro corría con ganas. Tenía la camiseta pegada al pecho, delineando cada músculo, cada detalle de su espalda larga y esbelta, de sus brazos. Movía las piernas sin cesar, quemando calorías. ¡Cómo si le hiciera falta! Ese hombre no tenía ni un gramo de grasa en el cuerpo.
Fijó la vista en su precioso trasero. Entonces, dirigió una mirada rápida a su alrededor para asegurarse de que nadie la había pillado mirándole el trasero.
Nadie miró siquiera hacia donde estaba ella.
Le gustaba aquel cuarto piso; le gustaba mucho. Le gustaba ver a Pedro alto, moreno y sudoroso, y se quedó allí unos minutos observándolo. ¿Cuántas veces se había dicho para sus adentros que no iba a desearlo? ¿Y cuántas veces le había dado igual?
Seguía deseándolo.
Entonces, de repente, Pedro se dio la vuelta y la miró directamente. Tenía la piel luminosa, y sólo de ver su cuerpo empezaron a temblarle las piernas mientras él la miraba y arqueaba una ceja, preguntándole en silencio qué demonios hacía allí mirándolo. Caramba. Paula se dio la vuelta y salió volando.
***
Media hora más tarde, Paula se quedó inmóvil al oír el sonido que anunciaba la llegada del ascensor a una planta.
Desde la silla de recepción donde fingía repasar los mensajes del contestador de Pedro, se quedó mirando fijamente las puertas del ascensor con el corazón a cien por hora.
¿Qué le diría a Pedro? No tenía ni idea, ninguna excusa, nada preparado…
Las puertas se abrieron y salió Pedro.
—Buenos días —le dijo sin mencionar nada de lo que había pasado en el gimnasio.
Paula se quedó mirándolo mientras él avanzaba por el pasillo hacia su despacho. De hecho, no dijo ni palabra al respecto, ni cómo le había ido en casa de Eduardo el día anterior. Suponía que Eduardo estaba a salvo y bien, pero le habría gustado asegurarse de ello.
Pedro se quedó en su despacho todo el día, y cuando ella fue a decirle adiós, él le dio las gracias por todo lo que había hecho. Tan compuesto y tranquilo como siempre.
Se había olvidado de que había terminado, de que él la había contratado solamente hasta el jueves. De camino hacia la puerta se dijo que había terminado, tal y como ella lo había sabido muy bien.
Sólo una parte de sí misma había tenido esperanzas de que la contratara permanentemente, incluso que hubiera reconocido que la necesitaba. A ella. No a Margarita o a otra trabajadora eventual que podría haber hecho el trabajo en lugar de ella. No había pasado. Y como siempre cuando caía, se recompuso, se quitó el polvo y continuó con su camino.
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