sábado, 20 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 13





Paula entró en la oficina que le habían asignado durante los cuatro días siguientes con calma. Era un lugar tranquilo y sencillo, con toques de cristal y madera y preciosas vistas de los Montes San Gabriel por las ventanas que daban al norte, pero eso no fue lo que le dejó helada.


Fue el hombre que vio allí de pie y que la miraba como si fuera un fantasma.


Era la última persona de la tierra a la que habría esperado ver y en la que no dejaba de pensar desde la noche anterior.


Pedro Alfonso.


Sólo que en ese momento no estaba medio desnudo.


Llevaba puestos unos pantalones negros, una camiseta negra de aspecto suave y zapatillas de deporte negras. Todo de negro de pies a cabeza. Tenía el pelo de punta y los ojos tan azules que le recordaron al azul de los diamantes. 


Peligroso de los pies a la cabeza. No tenía ni idea de por qué estaba allí donde la habían enviado a trabajar, pero parte de ella despertó de pronto a la vida. ¿Habría ido a verla?


—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Paula.


—Yo iba a preguntarte lo mismo —dijo en tono ni suave ni amable, sino más bien áspero, exigiéndole una respuesta.


No había ido a verla. Por supuesto que no. Estaba claro que lo que había esperado era no volver a verla.


Eduardo se había sorprendido de que hubiera querido trabajar ese día, pero le había hecho falta. No había razón para permanecer todo el día metida en su apartamento compadeciéndose de sí misma. Sin duda estaba un poco traumatizada, pero no era una tímida violeta. Era capaz de volver de nuevo a su vida sin ningún problema. En realidad, lo necesitaba.


Eduardo le había prometido en aquel tono gentil y lleno de seguridad que ese trabajo sería bueno para ella; que sin duda sería un reto profesional, pero que su jefe era una persona especial que cuidaría bien de ella.


Desde luego no necesitaba que nadie cuidara de ella, pero agradecía que su jefe le hablara con amabilidad, que tuviera un alma caritativa y que le dejara hacer lo que mejor se le daba, trabajar con números.


—He venido a trabajar —contestó ella.


Él la miró con pesar.


—Eres una trabajadora eventual.


—Sí. Se supone que debo estar en una empresa de contabilidad durante los cuatro días siguientes —de pronto se dio cuenta y se quedó mirando su gesto descontento—. La tuya… —susurró con sorpresa—. ¿Me han enviado a trabajar… para ti? Nunca imaginé que Eduardo…


—Ni yo —Pedro negó con la cabeza—. Y esta mañana me comí el desayuno que me trajo. Debería haber sabido que el muy entrometido estaría tramando algo cuando me llevó la bolsa de McDonald’s. Él es un loco de la comida dietética. 
Debería haberme dado cuenta de que era un chantaje.


Ella no tenía que preguntarse el porqué de su malhumor. 


Como regla, se mostraba abierta consigo misma y con las experiencias, además de con la manera de ser de otras personas. Pero en ese caso, Pedro había sido manipulado, y estaba segura de que un hombre como él odiaría esas cosas. Por lo que había ocurrido entre ellos se sentía molesta con él. No era corpulento y no se trataba de que invadiera su espacio físico, pero de todos modos se sentía demasiado consciente de su presencia. Y eso no era más que la consecuencia de haberle rogado.


Sabía por qué estaba incómoda mirándolo a él. Él le recordaba todo, el comportamiento neurótico, el modo en que se había lanzado a él, todo. Oh, sí, sabía por qué sentía aquel calor en las mejillas, incluso en ese momento.


Pero no entendía qué era lo que le molestaba a él. Pedro no tenía nada de qué avergonzarse. Él no se había tirado a ella. Y si se trataba de su trabajo, era una buena empleada y encima una buena persona…


Pedro, no entiendo por qué estás tan agobiado.


Él se limitó a mirarla con esos ojos tan claro que ocultaban todos sus pensamientos.


—Quiero decir, sí, Eduardo hizo mal en enviarme aquí sin decírnoslo, pero tú le pediste una empleada eventual, ¿no? ¿O es porque soy… yo?


—No es nada personal —dijo Pedro—. Sólo que trabajo mejor con una empleada vieja y gruñona —se apoyó contra el marco de la puerta y la miró—. No eres vieja y dudo que seas gruñona.


Un momento… ¿Le estaría haciendo un elogio?


—¿Dónde está Margarita? —preguntó Pedro—. Me gusta Margarita.


—Margarita debe de tener cincuenta y cinco años y es una de las mejores personas que conozco. No es ni vieja ni gruñona.


—Lo es cuando está aquí —contestó él—. Huele a naftalina y me contesta con fastidio cada vez que le digo algo.


—Tal vez tú saques lo peor de las personas —le sugirió Paula, sintiendo que se ponía ella también un poco de malhumor.


Se acercó a la mesa de recepción y dejó el bolso junto al ordenador, el teléfono y la máquina de calcular. Vio cuatro puertas al final del pasillo, todas ellas cerradas. El ladrillo y el cristal dominaban la oficina. No había ni una planta ni un toque de color en aquel lugar, que resultaba frío y algo reservado.


Aparentemente no tan distinto al hombre para quien iba a trabajar los próximos cuatro días. Esbozó una sonrisa algo forzada.


—En cualquier caso, parece que te vas a tener que aguantar conmigo. ¿Por dónde empiezo?


Él suspiró largamente. Paula percibió su tensión y eso la molestó. ¿Ella le ponía nervioso a él? ¡Ja!


—Mira, si lo prefieres puedo estar gruñona todo el día —se ofreció—. Ah, y por cierto, me alegra mucho volverte a ver.


Eso lo molestó. Maldijo entre dientes mientras se pasaba los dedos por el cabello corto y de pincho, consiguiendo que se le levantara aún más.


No tenía ni idea de por qué le había dado por imaginar que aquel hombre tuviera un lado sensible secreto, pero lo que sí sabía era que le había permitido ver demasiado de ella cuando habían estado en casa de Eduardo. Más aún, la fastidiaba que le pareciera sexy, incluso aunque sólo hubiera sido durante un rato. Le había abierto los brazos y había compartido con él una parte de sí misma, y en ese momento se arrepentía de haberlo hecho… Le había permitido que la besara y la acariciara y ni siquiera lo conocía de nada.


Normalmente no hacía esa clase de cosas, y el saber que lo había hecho por el susto, por el trauma, no le resultaba de ninguna ayuda. Sólo quería olvidar el incidente y para eso sólo había una manera de hacerlo. Sin pensárselo ni un momento más agarró el bolso.


—Mira, no sé por qué Eduardo me envió aquí sin decírtelo ni a ti ni a mí, pero está claro que ha cometido un error.


Cruzó las puertas hacia el ascensor, y cuando presionó el botón agradeció que las puertas se abrieran inmediatamente.


Entró en el ascensor y apretó el botón para que se cerraran las puertas, las cuales lo hicieron en ese mismo momento. 


Esperó hasta oír que se cerraban las puertas para darse la vuelta. Entonces suspiró despacio, pero se quedó a medio suspiro al ver que el ascensor se detenía en la planta cuarta.


Daba igual que le diera un vuelco al corazón; Pedro no iba detrás de ella. Ni siquiera un superhéroe podría haber salvado el tramo de escaleras entre un piso y otro tan rápidamente. Pedro no iría detrás de ella, porque para empezar no la quería en su vida.


Una pareja entró en el ascensor, que llegó a la planta baja mucho antes de que a ella se le calmara el pulso. Mientras se decía para sus adentros que estaba bien, que había tomado la decisión correcta, sacó su móvil y marcó el número del despacho de Eduardo. Necesitaba otro empleo, enseguida.


—Juliana —le dijo a la secretaria de Eduardo—. ¿Puedes decirle a Eduardo que necesito otra oficina? Esta no funcionó, después de todo.


—Ay, Dios mío —dijo Juliana—. Espera un momento.


La pareja salió primero del ascensor, cada uno pendiente del otro. El hombre le dijo a la mujer que la amaba mientras la estrechaba contra su cuerpo y la mujer le respondió con una sonrisa soñadora.


Al verlos Paula sintió algo extraño por dentro. Qué hombre tan increíble que se mostraba tan loco de amor por su amante. Se sintió conmovida sólo de ver cómo el hombre mostraba sus sentimientos hacia la mujer amada.


Eso sería maravilloso, pensaba con un suspiro, que un hombre desnudara su alma.


—Paula —la voz de Juliana fue sustituida por la de Eduardo—. ¿Qué pasa con el imbécil de mi hijo?


—Mmm… —empezó a decir ella, pensando que no le apetecía hablar de ese tema—. Bueno…


—Porque ya he asignado todo lo demás. En este momento no hay ningún otro trabajo.


—¿No tienes nada más para mí? —dijo con disgusto—. ¿Estás seguro?


Salió del ascensor y se topó con un cuerpo que parecía una mole de ladrillo.


Pedro.








EN SU CAMA: CAPITULO 12




El lunes por la mañana amaneció claro y soleado. Justo cuando Pedro se marchaba para el trabajo, alguien llamó a la puerta. Agarró el bolso de cuero que utilizaba de maletín, pensando que conseguiría echar a cualquiera que intentara venderle alguna cosa.


Tras la puerta estaba Eduardo, alto, esbelto y moreno, y aparentando muchos menos años de los que tenía.


—Buenos días, hijo —Eduardo le pasó una bolsa de McDonald’s que ambos sabían que era un chantaje.
.Un chantaje que Pedro estaba dispuesto a aceptar si había un sándwich que llevarse a la boca.


—Tengo unas entradas para el partido de esta noche. ¿Quieres acompañarme?


Pedro miró a su padre.


—¿Vas tú solo?


—Bueno, pensé en invitar a unas cuantas amigas.


A mujeres. Y no era que Pedro tuviera ningún problema con las mujeres. Pero Eduardo siempre se pasaba de la raya cuando se trataba de divertirse. Llevaría a un montón de amigas, y a Pedro no le gustaban los grupos grandes.


Sonó un claxon muy fuerte en el camino de la casa. Pedro asomó la cabeza y vio el BMW descapotable de Eduardo lleno… de mujeres.


En ese caso, dado el tamaño del coche, eran tres.


—Un harén algo pequeño el de hoy —señaló Pedro—. Necesitas un coche más grande.


Eduardo suspiró.


—No hago más que decirte que he cambiado. Hoy en día me gustan de una en una.


—O de tres en tres.


Pedro


—Mira, es tu vida.


—Sí, no dejas de decirme eso —le dijo Eduardo, que por un momento expresó su frustración—. Pero quiero que tú estés en mi vida, maldita sea.


—Estoy en tu vida. No puedo evitarlo, ya que no dejas de aparecer a mi puerta.


Eduardo suspiró de nuevo, antes de soltar una risotada.


—Espero que uno de estos días aparezcas tú en la mía.


—En este momento te veo bastante ocupado.


Pedro señaló con la cabeza hacia el coche lleno de mujeres, lo cual le recordó el objetivo más importante que tenía en la vida, no volverse como su padre.


—Esas son empleadas mías, hijo.


Pedro abrió la bolsa de McDonald’s y le llegó el delicioso aroma de la comida.


—¿No te ha dicho nadie que no se deben mezclar los negocios con el placer?


—No. Nadie me ha dicho nada por el estilo. Aprendí por la experiencia.


Pedro había oído la historia del pobre niño rico muchas veces, cómo sus padres lo habían ignorado toda la vida por culpa de sus viajes, etc. Pero eso no le convencía. Pedro tampoco había tenido a su padre con él, al menos hasta hacía muy poco, y nadie le había visto llorar por ello.


—Y confía un poco en mí, ¿de acuerdo? —Eduardo sonrió tímidamente—. Mejor tarde que nunca, ¿no? —cuando Pedro no sonrió, volvió a justificarse—. Las mujeres que están ahí fuera son de verdad mis empleadas. Voy a llevar a dos de ellas a la agencia inmobiliaria, donde nos falta gente. La otra es una mujer que pensé que reconocerías.


Pedro echó otra mirada. La mujer que iba en el asiento de delante llevaba unas gafas de sol que le tapaban los ojos; unos ojos verde musgo que mostraban todas sus emociones en cuanto las experimentaba. Llevaba el pelo colocado detrás de las orejas, y eso destacaba las facciones de un rostro que sabía que era suave.


Por un momento sus miradas se encontraron, y Pedro se quedó allí, inexplicablemente inmóvil.


Paula fue la primera en desviar la mirada.


—No le arrancaba el coche esta mañana —dijo Eduardo—. Me ofrecí a llevarla a su trabajo.


—¿Hoy va a trabajar? —preguntó Pedro.


—Es una chica muy dura —Eduardo se puso delante de Pedro y dejó de sonreír—. Insistió en ir a trabajar. No sé si es porque necesita el dinero o porque no quiere estar sin hacer nada.


Maldita sea. No quería saber nada de eso. Consciente de que estaba bajando la guardia, se asomó por detrás de su padre. Ella estaba sentada muy quieta, mirando en ese momento hacia delante.


—¿Su trabajo es fácil?


Como Eduardo no contestaba, Pedro dejó de mirar a Paula y miró a su padre.


—¿Lo es? —preguntó de nuevo.


—No —contestó Eduardo—. Pero me da la impresión de que se las apañará.


Era cierto. Paula era lista, valiente y atrevida.


—Disfruta de la comida, hijo —Pedro bajó las escaleras del porche—. Ah, y te tengo apuntado para enviarte a una ayudante hasta el jueves. Es así, ¿no?


—Sí.


Su negocio tenía altibajos, aunque en ese momento les fuera bien. La gerente de la oficina hacía la mayor parte del trabajo diario. Llevaba una temporada detrás de él para que contratara a otra persona fija, pero Pedro no estaba listo para tener a nadie fijo.


—¿La quieres con las condiciones de siempre? ¿Vieja y gruñona?


—Qué gracioso.


—Oh, vamos, reconócelo —dijo Eduardo—. Te gustan viejas y gruñonas.


—Me gusta que tengan experiencia.


—Bueno, a mí también, hijo. A mí también. Hasta pronto —fue a darse la vuelta—. Ah, y vive un poco el momento, ¿no te parece? Sólo para divertirte.


Cuando Eduardo se marchó, Pedro cerró la puerta de su casa y bajó las escaleras. Le gustaría decir que no estaba pensando ya en su padre y en las mujeres que llevaba en el BMW, sobre todo en la del asiento delantero. Después de todo, se le daba bien olvidarse de las cosas que tenían que ver con él.


Pero no había duda de que Paula Chaves le había llegado hondo.


La última vez que había dejado que una mujer lo afectara, había terminado mal y no quería ni acordarse de ello.


Mientras se ponía las gafas de sol se dijo que aquel día se sentía un poco melancólico. Se metió en el coche, puso el CD de Metallica y se marchó.


Cuando llegó a la oficina, se sentía mejor. En parte gracias al desayuno, y en parte gracias a Metallica. Nada como el heavy metal para aclararle la mente a uno. Su edificio de oficinas estaba en San Marino, un barrio pequeño y exclusivo de Los Ángeles, donde él ocupaba el quinto piso de un edificio bajo de ladrillo y cristal que daba a los Montes de San Gabriel al norte y al Valle de San Gabriel al sur. Al oeste estaba la famosa silueta del centro de la ciudad de Los Ángeles, acentuada ese día por una nube de contaminación.


No le importaba la contaminación porque le encantaba vivir allí. Le gustaba el clima, que podía ser de dos tipos a elegir: calor o más calor. Le encantaba la actitud relajada de «vive y deja vivir».


Después de una prolongada misión en el este del país y de las misiones que había tenido que soportar en distintas zonas del planeta, se le ocurrió que tal vez decidiera establecerse definitivamente en el sur de California.


Se metió en el ascensor y pulsó el botón de la quinta planta.


Después de salir, abrió las puertas de cristal dobles que daban paso a su oficina y entró a la silenciosa estancia.


Eso era lo que más le gustaba en el mundo; el silencio. Dado que eran las ocho menos diez, podría disfrutar diez minutos más de la soledad antes de que su gerente y la empleada temporal aparecieran. Esperaba que la empleada que le enviara su padre fuera Margarita, su favorita de todas las empleadas de Eduardo. Hacía su trabajo sin abrir la boca, tenía conocimientos y era lo suficientemente mayor como para ser su madre, de modo que no tenía por qué preocuparse de los motivos que pudiera tener Eduardo para enviársela. Tenía cinco hijos y dos nietos y jamás enseñaba fotos de su familia. Eso le encantaba de ella, y por eso siempre la pedía a ella. Eduardo normalmente le hacía caso.


A no ser que estuviera de humor para demostrarle a su hijo que necesitaba algo de emoción en su vida. Entonces le enviaba a una rubia joven y bonita con más atributos físicos que intelectuales. Podía ser una pelirroja o una morena, pero Pedro siempre se daba cuenta cuando su padre estaba haciendo de las suyas porque la chica no dejaba de aletear las pestañas y de reírse, y no sabía la diferencia entre un débito y un crédito.


Si Eduardo le hacía eso en esa ocasión, la enviaría de vuelta a la agencia. Se encaminó por el pasillo de ladrillo en dirección a su despacho privado cuando se oyó el timbre del ascensor y las puertas se abrieron.


Esperando ver a Margarita, Pedro se dio la vuelta, pero el saludo se quedó en sus labios cuando vio a Paula Chaves cruzando las puertas de cristal.









EN SU CAMA: CAPITULO 11






Pedro se levantó temprano el domingo por la mañana y fue a correr los siete kilómetros que recorría cada día. Se dio una ducha y desayunó con rapidez.


Solo. Como a él le gustaba.


Solo todo era más sencillo. Estar solo quería decir que nada más tendría que preocuparse de sí mismo. Solo quería decir que hacía las cosas como quería y cuando quería.


Estar solo era un hábito. Sabía lo que eso decía de él. Por lo menos sabía lo que su madre pensaba que eso decía de él.


Desde luego, sabía a ciencia cierta lo que las mujeres que pasaban por su vida entenderían de él; todas lo habían tenido muy claro cuando habían ido de camino a la puerta.


Era un hombre egoísta, un hombre que no sentía, un robot.


Una vez había habido una mujer que sencillamente había intentado matarlo. Ese episodio, que prefería dejar para el recuerdo, tenía mucho que ver con su desagrado por los sitios cerrados y oscuros. Pero no quería entrar en eso.


Y sin duda sería un poco egoísta, pero estaba seguro de que sentía cosas, mucho más de lo que le hubiera gustado. En cuanto a ser un robot… ¿Habría respondido un robot al cuerpo suave y entregado de Paula o a esos labios ávidos? 


Seguramente no.


De acuerdo. Entonces estaba claro.


Pasó el resto del fin de semana solo, y si le dio por pensar en Paula, si le dio por preguntarse cómo le iría, se dijo que era por una preocupación normal. Se había preocupado del mismo modo de cualquier persona que se viera obligada a enfrentarse a un trauma parecido.


No era nada personal. Por eso mismo no tenía idea de por qué de noche sus sueños eran tan vívidos: sueños obsesivos que no lograba recordar por la mañana.


O tal vez no quisiera recordar nada.


Su padre lo llamó por teléfono y de nuevo le dio las gracias por ayudar a Paula. Pero cuando Pedro recapacitó se dio cuenta de que no la había ayudado tanto. Todo lo que había hecho había sido por él mismo: meterse por el hueco del ático, inmovilizar a sus secuestradores, besar a Pau. Eso lo había hecho por él, sin lugar a dudas. Ella le había trastornado la mente y los sentidos. Suponía que debía alegrarse de que no hubiera ido a más, porque así le habría resultado mucho más difícil enfrentarse a ello en ese momento.








viernes, 19 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 10





Paula regresó a su pequeño apartamento. No quería pensar en nada. No quería acordarse de cómo se había enfrentado a esos ladrones o de su encuentro con Pedro. Y no quería pensar en lo que había hecho con él, porque haber deseado de aquel modo, con tanta rapidez, con tanto… ardor resultaba perturbador a la luz del día.


Como estaba cerca del centro de Los Ángeles, tenía unas vistas maravillosas de la ciudad, con los Montes Crest al norte.


Aparcó en la plaza cubierta que había adquirido y se alegró de que fuera cubierta. A las diez de la mañana, hacía ya un sol de justicia.


Salió de su Volkswagen, pero en lugar de ver su apartamento vio la casa de Eduardo. Pensó en Pedro a la puerta de la casa de su padre, con el cabello negro brillándole al sol y su expresión seria. Se había mostrado relajado y seguro de sí mismo, aunque ella sabía muy bien que no había estado relajado en absoluto.


Ni siquiera se habían dicho adiós.


El edificio donde estaba su apartamento era de ladrillo rojo con el borde en blanco, y como estaban en primavera las plantas del patio habían florecido. Como su hermana Carolina era la encargada de arreglar el jardín y aún no había pasado el cortacésped, Paula cruzó el pequeño espacio con la hierba rozándole los tobillos.


Suspiró y metió la mano en el bolso para sacar las llaves.


Todo parecía tan normal allí, tan tranquilo, que le costaba creer lo que le había pasado en las últimas veinticuatro horas.


Su hermana asomó la cabeza por la puerta del apartamento 1B tan repentinamente, que a Paula se le cayeron las llaves al suelo.


—¿No te acordabas de mi número de teléfono? —le preguntó Carolina con mucha educación mientras se echaba hacia atrás la melena rubio oscuro.


Caramba, parecía que la reina de los Chaves estaba enfadada.


—No, no se me olvidó tu número.


Unos ojos como los suyos la miraron con fastidio, y Paula suspiró.


—Entonces a lo mejor un tipo guapísimo te ha hecho un encantamiento y te ha tenido prisionera toda la noche —le sugirió—. A lo mejor por eso no me llamaste para que te hiciera compañía en la mansión de tu jefe.


A Paula se le escapó una risotada histérica.


—Sabes, eso se parece tanto a la realidad, que da miedo. Sólo que…


Abrió la puerta de su apartamento, y no se sorprendió cuando su hermana la siguió al interior.


Su hermana siempre entraba sin ser invitada, se comía sus helados sin que ella le diera permiso y no dejaba de decirle a Paula lo equivocada que estaba sin que esta le pidiera su opinión. Pero de todos modos Paula la quería como era.


Lanzó su bolso y sus llaves al cesto de mimbre del suelo donde dejaba todo lo que no quería perder, se dejó caer en el sofá y suspiró aliviada. Dios, le parecía que hacía años que no estaba en su casa.


—¿Sólo que qué?


—Bueno, es cierto que he estado con un tipo guapísimo, pero no es verdad que me tuviera presa toda la noche. Eso lo hicieron otros cuatro tipos.


Carolina se echó a reír.


Paula no.


Y poco a poco Carolina dejó de sonreír. Se fijó en el vestido de Paula, que estaba algo polvoriento de gatear por el ático de Eduardo.


—Te pusiste eso ayer.


—Sí.


—Tú nunca te pones la misma ropa dos días seguidos.


—No.


—¿Paula, dónde está tu otro zapato?


—Ah, se me olvidó volver por él.


Su apartamento consistía en una habitación muy grande que hacía las veces de cocina, salón y comedor, y en un dormitorio pequeño con cuarto de baño incluido. Como le gustaban los colores brillantes, el sitio estaba lleno de colores, desde el sillón verde y azul hasta la mesa de cocina amarilla y las sillas a juego que ella misma había pintado, y había plantas en cada rincón. Adornaban las paredes las fotografías de Rafael, algunas abstractas, algunas de la familia, y otras de los sitios donde había viajado por todo el mundo. Se sentó en el sofá, se quitó un zapato y levantó los pies.


—Estoy muerta de hambre.


Carolina continuaba mirándola. Se acercó al sofá muy despacio, se sentó cerca de Paula y le tomó la mano.


—Cariño, me estás asustando —dijo Carolina.


—Sé que no te gusta cocinar, pero te juro que haré lo que me pidas si me prepararas unas tostadas y una tortilla o algo así. Me conformo con una tostada de mantequilla de cacahuete con gelatina.


Carolina no se movió.


—¿Estás herida?


—¿Te parece que lo estoy?


—Tienes el vestido rasgado —tocó un roto junto al escote del vestido.


Entonces notó que se le saltaban las lágrimas al ver lo que tenía Paula en el cuello.


—Oh, Dios mío —exclamó Carolina—. Cariño, estás…


—No pasa nada.


—Voy a llamar a la policía.


Paula le agarró la mano y se la llevó a la mejilla.


—Estoy bien, de verdad —le dijo a su hermana.


Con la otra mano, Carolina le retiró a Paula el pelo de la cara.


—¿Estás segura? ¿Qué ha pasado? Cuéntamelo todo.


—Esto es lo peor que ha pasado —dijo, refiriéndose a los moretones—. Te lo prometo.


—Entonces no te han…


—Nadie me ha tocado.


Bueno, nadie que ella no hubiera querido.


—Cuéntamelo todo, maldita sea. Cuéntamelo ahora mismo o llamo a Rafael.


Su hermano era el mayor de los tres e incluso más protector que Carolina. Cuando sus hermanas habían empezado a salir con chicos, a Rafael le había costado mucho acostumbrarse. Al final lo había hecho, pero sólo porque ellas habían fingido que seguían siendo vírgenes.


Si Rafael pensaba que le habían hecho daño, nada lo detendría hasta que consiguiera vengarse.


—Se suponía que tenía que ir a vigilar la casa de Eduardo este fin de semana.


—Sí —dijo su hermana con impaciencia—. La casa de tu jefe en las colinas de La Canada, con todas sus riquezas y obras de arte. ¿Qué pasó, Paula?


—Cuando entré en la casa, interrumpí un robo que se estaba produciendo en ese momento.


Carolina se quedó boquiabierta.


—Oh, Dios mío.


—Antes de que me diera tiempo a salir de la casa, uno de ellos me agarró y me encerró en una habitación para poder terminar lo que habían empezado, que era limpiarle a Eduardo la casa.


Carolina abrazó a su hermana.


—¿Entonces te agarró? —le preguntó Carolina.


—Afortunadamente, lo único que quería era quitarme de en medio. El hijo de Eduardo también había sido encerrado en el mismo cuarto, así que no estuve sola.


—¿Eduardo tiene un hijo? ¿Está bien?


—No es un niño pequeño, es… mayor.


Muy mayor.


—¿Entonces estuvisteis los dos juntos, encerrados en la misma habitación? ¿Toda la noche?


Intentó no hacer ningún movimiento que mostrara su vergüenza, porque sabía que su hermana se daría cuenta enseguida.


—Sí.


—Dime que es un tipo agradable, Paula.


Su hermana parecía tan preocupada, que Paula consiguió esbozar una sonrisa. Y aunque «agradable» no era la palabra adecuada que utilizaría para describir a Pedro Alfonso , le dijo a Carolina que era un chico muy agradable.


Su hermana se quedó mirándola un buen rato.


—Debiste de sentir mucho miedo.


No sabía cómo explicar que con Pedro el miedo había dado paso a otras cosas, como por ejemplo un deseo que conseguía hacer que se sonrojara.


—¿Cómo salisteis?


Menos mal que le hacía una pregunta que podía contestarle.


—Esperamos a que amaneciera, y después salimos por el acceso del ático. El hijo de Eduardo se enfrentó a los malos y llamó a la policía cuando los había reducido.


Carolina la miraba con los ojos como platos.


—¿Y tiene nombre ese hijo de Eduardo?


Pedro —contestó Paula.


—Y se ha portado bien contigo.


—Mucho —dijo sin más.


—Bueno —Carolina volvió a abrazar a Paula—. Quiero darle también un abrazo a él.


—En realidad no creo que le gusten los abrazos —dijo mientras abrazaba también a su hermana—. ¿Sabes lo que quiero más que nada?


—¿El qué, cariño? —dijo Carolina mientras le acariciaba el pelo—. Cualquier cosa. ¿Quieres que vaya a quemarte algo?


Paula se echó a reír y se abrazó más a su hermana.


—Sí. Pero mientras lo haces quiero darme una buena ducha de agua caliente. Voy a sacármelo todo de dentro —se retiró y fue hacia su dormitorio—. Ponme mucha mantequilla en la tostada, ¿de acuerdo? ¿Y puedes intentar hacerme los huevos revueltos? Les puedes añadir un poco de queso…


—Voy a hacerlo ahora mismo.


—Gracias —susurró, a punto de echarse a llorar.


Durante toda su vida había peleado con sus hermanos para que dejaran de verla como la pequeña de la familia, pero en ese momento agradeció todas aquellas atenciones.


Mientras se desnudaba y se metía bajo el chorro de agua caliente, casi llorando de gratitud al sentir aquel bienestar en su cuerpo dolorido y lleno de cardenales, se preguntó qué estaría haciendo Pedro en ese momento.


Aquel hombre tenía una actitud muy reservada. Dudaba de que alguna vez permitiera que alguien lo consolara y mimara… ¿Dónde estaría en ese momento? ¿Estaría solo? ¿Atemorizado? ¿Deseoso de que lo consolaran?


¿Se sentiría solo tal vez?


Entonces se rió de sí misma. Le daba la impresión de que a aquel hombre le gustaba estar solo, y mucho. No se mostraría jamás lo suficientemente débil como para necesitar el consuelo de nadie.


Su hermana llamó con los nudillos a la puerta del baño y la abrió.


—Te he traído un té calentito —le dijo Carolina.


—Gracias.


Un té caliente. Debería tomarse eso e irse a la cama. Pero no pensaba que pudiera dormir con todo lo que tenía en la cabeza.


—Voy a dejarlo aquí sobre la encimera —le dijo la hermana—. ¿Estás bien?


—Sí.


—¿Has terminado?


Paula suspiró y asomó la cabeza por entre las cortinas de la ducha.


—Lo has llamado, ¿verdad?


Carolina le pasó a Paula el teléfono inalámbrico.


—Eh, hermano —le dijo Paula.


—Dime que estás bien.


Al oír la voz de Rafael, una voz profunda y ronca cargada de preocupación, sintió un ahogo en la garganta.


—Paula, escucha. Estoy en París haciendo una sesión fotográfica, pero voy a tomar el primer avión que pueda y…


—No —respondió ella llorando y riéndose al mismo tiempo—. Estoy bien, te lo prometo.


—A mí no me parece que estés bien.


—Ha sido al oír tu voz —dijo ella—. Te he oído y… te echo de menos. Pero no estoy herida; sólo cansada y hambrienta.


—Tú siempre tienes hambre.


—Sí, así que ya sabes que entonces estoy bien.


Rafael suspiró.


—Prométemelo. Prométeme que no estás mintiendo para que no vuelva a casa antes de tiempo.


—Te lo prometo —dijo Paula.


—Voy a llamarte esta noche.


—Y seguramente cada día hasta que vuelvas —se burló Paula, aunque gracias a ello se sentía algo mejor sólo de hablar con el hermano que se había pasado toda una vida haciéndole sentirse mejor.


—Lo sabes —dijo él—. ¿Y… Paula? Ya sabes que Carolina va a estar pendiente de ti, ¿verdad?


—¿Y acaso no es lo que hace siempre? —los dos hermanos se echaron a reír, y entonces Rafael se puso serio—. Cuídate, hermana. Te veré enseguida. Y cuando vuelva, quiero conocer a ese tipo que te ayudó.


—Te quiero —dijo Paula, evitando el tema de Pedro, y cuando colgó, se dio cuenta de que la sensación de paz que le había proporcionado la ducha la había desbaratado el comentario acerca de Pedro.


Besaba de maravilla.


Ese pensamiento surgió de pronto sin saber de dónde. 


Carolina salió del baño y Paula empezó a secarse mientras pensaba en todo lo que había pasado. A su hermana le había omitido convenientemente esa parte de la historia.


Ella había provocado el beso. Los besos, más bien. Casi le había rogado para que se los diera. Y el que hubiera cedido en lugar de mostrarse duro y distante le servía a Paula de poco consuelo.


Detestaba haberse mostrado débil y candorosa con él, haber necesitado su consuelo para empezar; pero había ocurrido, y ella ya no podía cambiar lo que había pasado. Así que habían hecho bien cuando había llegado la policía. Se habían ido cada uno por su lado sin decirse nada.


Suspiró mientras tiraba la toalla a un lado y se preparaba a continuar con su vida, segura en el conocimiento de que podría soportar cualquier cosa, incluso que la secuestraran.


O incluso que la besara y la tocara un hombre que inexplicablemente la había atraído de aquel modo; un hombre salvaje y duro al que no volvería a ver.


Y mejor que mejor, la verdad. Estaba bien segura de que cualquier día normal jamás se sentiría atraída por un hombre como Pedro Alfonso. Jamás.