sábado, 20 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 12




El lunes por la mañana amaneció claro y soleado. Justo cuando Pedro se marchaba para el trabajo, alguien llamó a la puerta. Agarró el bolso de cuero que utilizaba de maletín, pensando que conseguiría echar a cualquiera que intentara venderle alguna cosa.


Tras la puerta estaba Eduardo, alto, esbelto y moreno, y aparentando muchos menos años de los que tenía.


—Buenos días, hijo —Eduardo le pasó una bolsa de McDonald’s que ambos sabían que era un chantaje.
.Un chantaje que Pedro estaba dispuesto a aceptar si había un sándwich que llevarse a la boca.


—Tengo unas entradas para el partido de esta noche. ¿Quieres acompañarme?


Pedro miró a su padre.


—¿Vas tú solo?


—Bueno, pensé en invitar a unas cuantas amigas.


A mujeres. Y no era que Pedro tuviera ningún problema con las mujeres. Pero Eduardo siempre se pasaba de la raya cuando se trataba de divertirse. Llevaría a un montón de amigas, y a Pedro no le gustaban los grupos grandes.


Sonó un claxon muy fuerte en el camino de la casa. Pedro asomó la cabeza y vio el BMW descapotable de Eduardo lleno… de mujeres.


En ese caso, dado el tamaño del coche, eran tres.


—Un harén algo pequeño el de hoy —señaló Pedro—. Necesitas un coche más grande.


Eduardo suspiró.


—No hago más que decirte que he cambiado. Hoy en día me gustan de una en una.


—O de tres en tres.


Pedro


—Mira, es tu vida.


—Sí, no dejas de decirme eso —le dijo Eduardo, que por un momento expresó su frustración—. Pero quiero que tú estés en mi vida, maldita sea.


—Estoy en tu vida. No puedo evitarlo, ya que no dejas de aparecer a mi puerta.


Eduardo suspiró de nuevo, antes de soltar una risotada.


—Espero que uno de estos días aparezcas tú en la mía.


—En este momento te veo bastante ocupado.


Pedro señaló con la cabeza hacia el coche lleno de mujeres, lo cual le recordó el objetivo más importante que tenía en la vida, no volverse como su padre.


—Esas son empleadas mías, hijo.


Pedro abrió la bolsa de McDonald’s y le llegó el delicioso aroma de la comida.


—¿No te ha dicho nadie que no se deben mezclar los negocios con el placer?


—No. Nadie me ha dicho nada por el estilo. Aprendí por la experiencia.


Pedro había oído la historia del pobre niño rico muchas veces, cómo sus padres lo habían ignorado toda la vida por culpa de sus viajes, etc. Pero eso no le convencía. Pedro tampoco había tenido a su padre con él, al menos hasta hacía muy poco, y nadie le había visto llorar por ello.


—Y confía un poco en mí, ¿de acuerdo? —Eduardo sonrió tímidamente—. Mejor tarde que nunca, ¿no? —cuando Pedro no sonrió, volvió a justificarse—. Las mujeres que están ahí fuera son de verdad mis empleadas. Voy a llevar a dos de ellas a la agencia inmobiliaria, donde nos falta gente. La otra es una mujer que pensé que reconocerías.


Pedro echó otra mirada. La mujer que iba en el asiento de delante llevaba unas gafas de sol que le tapaban los ojos; unos ojos verde musgo que mostraban todas sus emociones en cuanto las experimentaba. Llevaba el pelo colocado detrás de las orejas, y eso destacaba las facciones de un rostro que sabía que era suave.


Por un momento sus miradas se encontraron, y Pedro se quedó allí, inexplicablemente inmóvil.


Paula fue la primera en desviar la mirada.


—No le arrancaba el coche esta mañana —dijo Eduardo—. Me ofrecí a llevarla a su trabajo.


—¿Hoy va a trabajar? —preguntó Pedro.


—Es una chica muy dura —Eduardo se puso delante de Pedro y dejó de sonreír—. Insistió en ir a trabajar. No sé si es porque necesita el dinero o porque no quiere estar sin hacer nada.


Maldita sea. No quería saber nada de eso. Consciente de que estaba bajando la guardia, se asomó por detrás de su padre. Ella estaba sentada muy quieta, mirando en ese momento hacia delante.


—¿Su trabajo es fácil?


Como Eduardo no contestaba, Pedro dejó de mirar a Paula y miró a su padre.


—¿Lo es? —preguntó de nuevo.


—No —contestó Eduardo—. Pero me da la impresión de que se las apañará.


Era cierto. Paula era lista, valiente y atrevida.


—Disfruta de la comida, hijo —Pedro bajó las escaleras del porche—. Ah, y te tengo apuntado para enviarte a una ayudante hasta el jueves. Es así, ¿no?


—Sí.


Su negocio tenía altibajos, aunque en ese momento les fuera bien. La gerente de la oficina hacía la mayor parte del trabajo diario. Llevaba una temporada detrás de él para que contratara a otra persona fija, pero Pedro no estaba listo para tener a nadie fijo.


—¿La quieres con las condiciones de siempre? ¿Vieja y gruñona?


—Qué gracioso.


—Oh, vamos, reconócelo —dijo Eduardo—. Te gustan viejas y gruñonas.


—Me gusta que tengan experiencia.


—Bueno, a mí también, hijo. A mí también. Hasta pronto —fue a darse la vuelta—. Ah, y vive un poco el momento, ¿no te parece? Sólo para divertirte.


Cuando Eduardo se marchó, Pedro cerró la puerta de su casa y bajó las escaleras. Le gustaría decir que no estaba pensando ya en su padre y en las mujeres que llevaba en el BMW, sobre todo en la del asiento delantero. Después de todo, se le daba bien olvidarse de las cosas que tenían que ver con él.


Pero no había duda de que Paula Chaves le había llegado hondo.


La última vez que había dejado que una mujer lo afectara, había terminado mal y no quería ni acordarse de ello.


Mientras se ponía las gafas de sol se dijo que aquel día se sentía un poco melancólico. Se metió en el coche, puso el CD de Metallica y se marchó.


Cuando llegó a la oficina, se sentía mejor. En parte gracias al desayuno, y en parte gracias a Metallica. Nada como el heavy metal para aclararle la mente a uno. Su edificio de oficinas estaba en San Marino, un barrio pequeño y exclusivo de Los Ángeles, donde él ocupaba el quinto piso de un edificio bajo de ladrillo y cristal que daba a los Montes de San Gabriel al norte y al Valle de San Gabriel al sur. Al oeste estaba la famosa silueta del centro de la ciudad de Los Ángeles, acentuada ese día por una nube de contaminación.


No le importaba la contaminación porque le encantaba vivir allí. Le gustaba el clima, que podía ser de dos tipos a elegir: calor o más calor. Le encantaba la actitud relajada de «vive y deja vivir».


Después de una prolongada misión en el este del país y de las misiones que había tenido que soportar en distintas zonas del planeta, se le ocurrió que tal vez decidiera establecerse definitivamente en el sur de California.


Se metió en el ascensor y pulsó el botón de la quinta planta.


Después de salir, abrió las puertas de cristal dobles que daban paso a su oficina y entró a la silenciosa estancia.


Eso era lo que más le gustaba en el mundo; el silencio. Dado que eran las ocho menos diez, podría disfrutar diez minutos más de la soledad antes de que su gerente y la empleada temporal aparecieran. Esperaba que la empleada que le enviara su padre fuera Margarita, su favorita de todas las empleadas de Eduardo. Hacía su trabajo sin abrir la boca, tenía conocimientos y era lo suficientemente mayor como para ser su madre, de modo que no tenía por qué preocuparse de los motivos que pudiera tener Eduardo para enviársela. Tenía cinco hijos y dos nietos y jamás enseñaba fotos de su familia. Eso le encantaba de ella, y por eso siempre la pedía a ella. Eduardo normalmente le hacía caso.


A no ser que estuviera de humor para demostrarle a su hijo que necesitaba algo de emoción en su vida. Entonces le enviaba a una rubia joven y bonita con más atributos físicos que intelectuales. Podía ser una pelirroja o una morena, pero Pedro siempre se daba cuenta cuando su padre estaba haciendo de las suyas porque la chica no dejaba de aletear las pestañas y de reírse, y no sabía la diferencia entre un débito y un crédito.


Si Eduardo le hacía eso en esa ocasión, la enviaría de vuelta a la agencia. Se encaminó por el pasillo de ladrillo en dirección a su despacho privado cuando se oyó el timbre del ascensor y las puertas se abrieron.


Esperando ver a Margarita, Pedro se dio la vuelta, pero el saludo se quedó en sus labios cuando vio a Paula Chaves cruzando las puertas de cristal.









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