jueves, 18 de junio de 2015
EN SU CAMA: CAPITULO 7
Cuando Paula conocía un camino mejor, no se le daba demasiado bien seguir las direcciones de otras personas.
Entendía que Pedro quisiera ir solo para no tener que preocuparse por ella mientras bajaba de nuevo a la casa e intentaba encontrar el modo de ponerlos a salvo a los dos.
Eso lo había entendido.
Y sabía que jamás olvidaría a Pedro avanzando por el ático.
Ni con miedo ni con nerviosismo, a pesar de su aversión a la oscuridad. Aquel hombre no se echaba atrás. Y no se había puesto sencillamente a caminar a gatas. Había avanzado como un felino que fuera a saltar sobre su presa.
Se le ocurrió, y no por primera vez, que en ciertas circunstancias Pedro Alfonso podría ser un hombre peligroso; cosa que en realidad sólo le importaría si sintiera una atracción hacia aquel hombre. Lo malo era que ese hombre le gustaba, y eso resultaba tan turbador como oír un ruido en la oscuridad.
Seguramente sería sólo un ratón; pero a ella le daban miedo los ratones. Aun así, continuó hasta la trampilla que accedía al ático de la habitación donde habían pasado la noche. Se asomó por el hueco y fijó la vista en el camastro donde habían estado tumbados.
Fue entonces cuando se equivocó.
Empezó a pensar, demasiado tal vez. A obsesionarse con lo que podría estar pasándole a Pedro en ese mismo momento. Estaba claro que creía que era invencible, que pensaba que podía con todo.
Pero, a pesar de su actitud dura, no era más que un contable. ¿Y si no lo conseguía? ¿Y si lo pillaban esa vez? ¿Y si esa vez lo mataban?
Cuando notó que empezaba a temblar otra vez se dijo que Pedro podía ocuparse de sí mismo. Jamás había conocido a nadie más capaz de cuidarse solo.
Después de todo, tenía una pistola. O al menos la había tenido antes de que se la quitaran. ¿Qué clase de contable llevaba pistola?
Se dijo que no debía ser una estúpida; que debía bajar de nuevo al cuarto y quedarse allí como una niña buena.
Acababa de echar una pierna por el hueco cuando oyó un ruido en la habitación que le dejó helada. El corazón empezó a latirle muy deprisa, y permaneció lo más quieta posible mientras temblaba como una hoja. De pronto le zumbaban los oídos y dejó de oír.
¿Y si había alguien allí abajo esperándola?
De pronto la idea tonta de volver junto a Pedro se le antojó de lo más inteligente.
Una vez tomada la decisión, se dio la vuelta con mucho cuidado, pero aun así lo hizo tan deprisa que se le cayó un zapato por el hueco que daba a la habitación en
penumbra. Paula se encogió de hombros con expresión fatalista. Si en todo aquello conseguía perder nada más que un zapato, podía alegrarse.
Avanzar a gatas hasta donde había dejado a Pedro no era tarea fácil. Siguió religiosamente el camino que habían tomado antes mientras se iba imaginando lo que podría estar pasándole a Pedro.
Gateó más deprisa. Cuando llegó a la mitad del camino, se detuvo para escuchar, pero todo estaba en silencio. Lo más silenciosamente posible y aguantando la respiración, continuó pasado el punto donde había dejado a Pedro. Vio un panel de acceso un poco más adelante, pero seguía sin oír señales de vida. Cuando llegó al panel, vio que era el lugar por donde Pedro había accedido. Había retirado la cubierta, dejando a la vista lo que parecía un limpísimo cuarto de baño de invitados.
Después de la noche que había pasado necesitaba utilizar el baño más que nada. Asomó la cabeza mientras le sonaban las tripas. Sí, era un baño. Varió de posición y metió los pies, pensando que, si podía agarrarse bien al borde, podría bajar todo el cuerpo y amortiguar la caída.
Se deslizó por la abertura y se quedó colgada de las puntas de los dedos, rezando para que de verdad no hubiera nadie más en aquel baño, porque de otro modo estarían presenciando lo mona que resultaba en aquella postura.
Volvió la cabeza para echar una última mirada, sabiendo que estaba a punto de caerse, y vio que había una buena distancia desde la trampilla hasta el suelo.
Cuando cayó se encogió un momento, pero enseguida se puso de pie y echó una mirada a su alrededor por si no estaba sola. No se había roto ningún hueso, tan sólo le dolía un poco el trasero. Le faltaba un zapato, pero eso no era importante. Echó una mirada rápida en busca de un objeto contundente. Lo único que le sirvió fue un bonito candelabro de plata oscura al que retiró la vela color beis para blandirlo con más facilidad. Se alegró al notar que el candelabro pesaba bastante.
Lo que no le alegró fue la sensación de náusea que sintió en el estómago. ¿Cuántas veces había intentado su hermano mayor enseñarle defensa personal? ¿Cuántas veces había terminado en una alfombra en el suelo, muerta de la risa, con Rafael frustrado de nuevo porque ella no se lo tomaba en serio? En ese momento no se reía; en realidad deseaba con todas sus fuerzas que su hermano hubiera estado allí para ayudarla.
Se acercó hacia la puerta de puntillas, abrió una rendija y se asomó. Nada. Salió del cuarto de baño, con el candelabro en la mano delante de ella como si supiera lo que hacía.
Más adelante vio un enorme salón y más allá una cocina. Entonces, vio un movimiento allí y se pegó totalmente a la pared, tan nerviosa que apenas podía respirar.
Con el pulso acelerado Paula avanzó hacia el vano que accedía al salón. No había nadie. Entonces avanzó hacia la cristalera de puertas correderas.
Al otro lado, en el centro de la cocina, apareció de pronto Pedro. Pero en ese momento se agachó, desapareciendo momentáneamente de su vista, y cuando se incorporó tenía una pistola en la mano.
A Paula se le escapó un gemido entrecortado y, pistola en mano, él se dio la vuelta. Por un momento, sólo vio el cañón apuntándola. Antes de que le diera tiempo a pestañear, se plantó delante de ella y la sacó a empujones del salón para llevarla a un rincón de la cocina. Esos ojos azules penetrantes la miraron como exigiéndole una respuesta, pero cuando ella abrió la boca, él se la tapó con la mano, justo en el mismo momento en el que el hombretón que la había atacado aparecía por la puerta de la cocina con los mismos pantalones y la misma sudadera sucia con que lo había visto el día anterior.
Cuando los vio, alzó un cuchillo para atacarlos. Pedro la empujó a ella hacia el suelo y le dio una patada al tipo en la mano que blandía el cuchillo, lanzándoselo lejos con suma facilidad, para darle otra patada bien colocada en el estómago.
El tipo se dobló y cayó de rodillas, y empezó a abrir y a cerrar la boca como un pescado fuera del agua antes de desplomarse en el suelo.
Pedro se plantó de pie al lado de él.
—¿Qué es lo que buscáis? —le preguntó Pedro.
El tipo le mandó a hacer gárgaras, y Pedro se agachó, lo agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás muy despacio; después, lo soltó y dejó que la cabeza le golpeara el suelo.
Y dado el grito que soltó el tipo, debió de dolerle.
—¿Qué es lo que queréis? —le preguntó Pedro de nuevo.
—Sólo íbamos a desordenar un poco la casa, eso es todo.
—¿Por qué?
El tipo vaciló demasiado para el impaciente de Pedro, y recibió otro golpe contra el suelo.
—¡Ay! ¡Basta!
—¡Entonces habla!
—De acuerdo, mira, nos contrataron para robarle la casa y para desordenársela. Eso es todo.
Pedro no parecía impresionado.
—Sigue hablando.
—Pero como nos enteramos de que no iba a estar el fin de semana la dejaríamos hecha una porquería, pero con estilo.
—¿Quién os paga?
El chico cerró los ojos.
—No lo sé.
Pedro se puso de pie, y el tipo sacó el pie para que se tropezara.
Paula gritó y se acercó, pero Pedro no necesitaba su ayuda. Dio una especie de patada de kárate que golpeó al otro en la garganta y el tipo cayó inconsciente al suelo.
Entonces, Pedro lo ató hábilmente con una cuerda que había sobre la encimera de granito.
—¿De dónde has sacado esa cuerda? —le susurró ella.
—De nuestros secuestradores —respondió mientras terminaba de atarlo, y cuando lo hizo, miró a Paula e hizo un movimiento breve de cabeza—. Me alegra saber que sabes obedecer órdenes.
—Yo…
Sorprendida por lo que acababa de ver, Paula se quedó mirándolo de hito en hito. Él soltó aquel suspiro largo y contenido que ella parecía provocar en él.
—Se acabó —dijo él.
—¿El qué?
—Tengo a los cuatro —le dijo con calma—. Llama a la policía.
Paula fue a ponerse de pie pero las piernas no le funcionaban. Desde donde estaba vio a dos hombres atados también y amordazados al otro lado de la isleta que había en el centro de la cocina.
—El cuarto está en el vestíbulo, atado igual que estos tres —entró en la cocina, descolgó el teléfono que había en la pared y negó con la cabeza. Disgustado—. Han cortado la línea. Vamos…
Le tomó la mano y tiró de ella para levantarla. Por un momento, un momento de debilidad, ella le puso las manos en los pectorales desnudos, pero consiguió resistirse al deseo de inclinar la cabeza y apoyársela sobre el pecho en busca de consuelo, porque acababa de darse cuenta de algo que le resultaba más que un poco turbador.
Pedro Alfonso no se escondía tras una superficie dura, brusca y nerviosa. Era así por dentro y por fuera.
Allí de pie, con los malos a sus pies, miró a su alrededor. Y lo hizo tranquilamente.
—Necesito mi móvil —le dijo él—. Quédate aquí.
La dejó allí un momento y volvió con un montón de ropa que dejó caer y que empezó a ponerse. Se vistió con una camiseta negra, unos vaqueros negros, de los cuales sacó un móvil con el que llamó a la policía, mientras se calzaba unas zapatillas de deporte también negras.
Mientras hablaba por teléfono se guardó su pistola, que había recuperado de uno de los tipos, en la cinturilla del pantalón. Paula intentó no pensar en eso, en que llevaba una pistola, pero había poco más que hacer. Oyó una risilla medio histérica y se sorprendió al ver que salía de ella.
—Eh —apagó el teléfono y la miró, totalmente vestido ya.
¿Cómo era posible que vestido pareciera tan peligroso?
—¿Estás bien?
Paula fue a asentir, pero entonces negó con la cabeza. Turbada por los acontecimientos de la noche entera, hizo lo que llevaba un rato queriendo hacer; apoyó la cabeza en su pecho y se abrazó a él con todas sus fuerzas.
—Pau…
Alzó la cabeza.
—Lo siento —dijo ella—. Sólo necesitaba… —sus bocas estaban a unos centímetros la una de la otra; lo miró y pensó en lo guapo que era—. Necesito que me abraces.
Él la rodeó con sus brazos.
—Gracias —dijo Paula mientras sentía la calidez de sus brazos.
Estaba tan cerca de ella, que Paula sentía su calor.Pedro la hacía sentirse tan segura de sí misma que a su lado conseguía olvidarse del miedo.
¿Pero qué era lo que de pronto la hizo sentirse tan excitada? ¿El peligro? ¿La sorprendente violencia que Pedro acababa de desplegar delante de ella? Decidió que debía de haber algo malo en ello, pero eso no evitó que se le pusieran los pezones duros ni que percibiera aquella tensión en los muslos.
Tal vez fuera el abrazo en sí. O tal vez no fuera más que la presencia de Pedro, o el hecho de que ya sabía lo bien que besaba, lo deliciosas que eran sus caricias. Pero estar con él la hacía sentirse… miró a los tipos malos, allí atados.
Era cierto. Pedro, a pesar de toda su intensidad, la hacía sentirse segura, de modo que no tenía ni idea alguna de por qué se estremecía.
—Ahora no te asustes.
—No.
Él la miró a la cara, fijando la vista en sus labios. Sus brazos la rodeaban.
—Sigues temblando.
—Creo… creo que el nerviosismo me está afectando.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó él.
—Creo… que te deseo. Te deseo mucho.
Él emitió un gemido ronco mientras asomaba a sus ojos una intensidad y un calor…
—Pau…
Le colocó una mano en la nuca y le movió la cabeza despacio. Se rozaron con la punta de la nariz, pero no los labios. Paula, un poco desesperada, un poco como si esa fuera su última oportunidad porque la policía estaba en camino y después todo terminaría, salvó ese espacio mínimo que los separaba y lo besó.
Pensó que tendría que presionarlo para que diera rienda suelta a sus deseos controlados, como le había pasado en el camastro, pero él abrió la boca inmediatamente y la besó con tal ardor, que parecía como si le fuera la vida en ello.
Ella se perdió en el rumor de sus labios besándose, en la sensación que le proporcionaban las manos de Pedro acariciándole el trasero, apretándola contra su abultada erección.
Paula sólo era capaz de pensar con coherencia que no deseaba que él parara; y como si él le hubiera adivinado el pensamiento, se volvió y la pegó contra la pared, protegiéndola así de las miradas de los hombres que estaban atados en el suelo.
Entonces le deslizó las manos por los pechos y le tocó los pezones hasta que Paula experimentó una sensación que parecía disolverle los huesos. Cuando él se apartó un poco de ella, Paula notó que jadeaba más que cuando se había peleado con los malos.
El hecho de haber sido la causante de esos jadeos le proporcionó un bienestar enorme.
—Vaya… subida de adrenalina.
Él le pasó de nuevo el pulgar por el pezón.
—Sí…
Paula se habría caído al suelo de no haber estado él sujetándola. Necesitaba darse una ducha de agua fría, algo que le devolviera la cordura…
El sonido de una sirena acercándose tuvo un efecto similar.
EN SU CAMA: CAPITULO 6
El ático estaba oscuro como la boca del lobo, exceptuando algunos puntos de ventilación por donde entraba luz del exterior. Agradeciendo la luz, por muy débil que fuera, Pedro se detuvo y pegó la oreja todo lo que pudo al primer panel de acceso que encontró. En cuanto acercó la cabeza al panel oyó un ruido que provenía de abajo. Mala señal.
—¿Tiene mi padre una criada que venga a diario?
Paula se acercó a él por detrás y le puso la mano en la espalda para intentar ver donde estaban.
Él se preguntó qué haría ella si se enterara de que, cuando lo tocaba, en lugar de calmarlo le ponía nervioso.
—¿La tiene? —repitió Pedro.
—No lo sé —le susurró al oído, con la barbilla apoyada sobre su hombro.
El pelo de Pau le hacía cosquillas en la nariz, y el aroma a flores de su cabello lo embriagó.
—Déjame un poco de sitio —murmuró él mientras se movía un poco para quitársela de encima.
Maldijo para sus adentros sólo de pensar en la cantidad de dormitorios que su padre tenía vacíos y en todo lo que podrían hacer en esos dormitorios.
—Pedro…
Él suspiró y volvió la cabeza.
—Oigo voces —dijo ella con voz temblorosa—. Y no son de ninguna criada. A no ser que Eduardo haya contratado a unos forzudos a los que les guste medio ahogar a las mujeres y lanzarlas contra el suelo.
Maldita sea. Pedro le apretó la mano.
—Pau…
—¿Para qué seguirán aquí? —preguntó ella, bastante menos emocionada ya con la idea de escapar—. Podrían haber limpiado la casa y haberse marchado ya de haber querido.
Él se había estado preguntando lo mismo.
—No se te ocurriría decir por casualidad delante del tipo que te agarró que Eduardo no volvería en un par de días, ¿verdad?
—Pues claro que no… —se mordió el labio y adoptó una expresión horrorizada—. ¡Ay!
—¿Ay qué?
—Supongo que a lo mejor lo dije cuando estaba discutiendo con él.
¡Perfecto!
—Lo siento —añadió Paula.
Se oyó otro golpe, esa vez más cerca.
Pedro se volvió hacia ella, le puso una mano en la boca y acercó sus labios a la oreja de Paula.
—Calla…
Cuando ella asintió, él le retiró la mano, pero se quedó mirándola un buen rato. Tenía el pelo desarreglado y los ojos de mirada turbulenta. Como había muy poca luz, no se le notaban los moretones que esos canallas le habían hecho, pero sabía que estaban ahí.
Y aunque Pedro no podía adivinarle el pensamiento, notó que estaba helada, como si el miedo estuviera saliéndole a la superficie.
Pedro le dio un apretón suave, con la intención de transmitirle parte de su calor. Qué ironía que él estuviera sudando allí encerrado y ella estuviera como un carámbano de hielo.
—Quiero que vuelvas al cuarto —le dijo al oído—. Vuelve a donde estábamos y espera allí…
Ella lo agarró con fuerza.
—No…
—Voy a ir solo. Puedo hacerlo en silencio…
—Y yo también…
—No —no quería arriesgarse a eso, ya que dudaba de que hiciera algo alguna vez en silencio—. Voy a ir hasta la habitación que esté más al extremo, y después…
—¿Y si te encuentran?
—No me van a encontrar.
Si él había pensado antes que tenía los ojos grandes, en ese momento le parecieron enormes, aunque no era capaz de ver su expresión exacta.
—¿Te asusta la oscuridad, pero eres capaz de enfrentarse a cuatro hombres armados? —le preguntó Paula con incredulidad.
Él sintió que tenía los músculos de la mandíbula en tensión.
—He estado en situaciones peores.
—¿A qué has dicho que te dedicabas antes de la contabilidad?
—Vuelve. Vuelve ahora mismo.
—Estabas en el lado legal de todo, ¿no?
—Ve —la empujó ligeramente para que se diera la vuelta.
—Pero…
Empezaba a darse cuenta de por qué la habían golpeado la noche anterior. Pero cuando sintió el miedo que emanaba de ella, le dio otro apretón en la mano.
—Mira, enseguida vuelvo a por ti —le prometió, aunque él nunca hiciera promesas—. Vete, Pau.
Entonces le dio un empujón suave para que se diera la vuelta y se moviera. En cuanto la tocó, sintió que no quería soltarla.
Pero para hacer lo que tenía que hacer, respiró hondo y dejó de pensar en ella. A pesar de estar muerto de hambre y medio desnudo, se concentró en la tarea que tenía entre manos: que no volvieran a golpearlo por la espalda.
EN SU CAMA: CAPITULO 5
Pedro se despertó asustado, con el corazón encogido de tal modo que le parecía como si le fuera a estallar. Por un momento creyó que estaba en una misión y que algo había ido muy, muy mal. Esa era una sensación que conocía muy bien.
Abrió los ojos y enseguida deseó no haberlo hecho.
Fuera aún estaba oscuro, pero eso no impidió que Paula se hubiera puesto de pie sobre el camastro para saltar e intentar abrir el acceso al ático, del cual la separaban aún unos diez o doce centímetros.
Se distrajo al ver cómo el vestido de verano se le levantaba un poco más con cada salto que daba, pero ni siquiera el hecho de verle las bragas de encaje azul pálido consiguió quitarle el dolor de cabeza en la base del cráneo.
De todos modos se quedó mirándola un buen rato. A medida que iba saltando se iba dando la vuelta, dándole así la oportunidad de que cada vez que ella daba un salto esas bragas de encaje azul pálido se le subieran por detrás un poco más, dejando al descubierto esas nalgas tan redondeadas y prietas.
—Me estás dando más dolor de cabeza —dijo él finalmente.
Ella se asustó al oír su voz, y rápidamente se volvió hacia él.
Al hacerlo perdió el equilibrio y cayó de rodillas sobre la cama, plantándole las dos manos en el pecho.
Automáticamente él la agarró para evitar que se cayera; ella entonces se tumbó encima de él y le echó los brazos al cuello con una facilidad que lo confundió. Lo miró, aparentemente embaucada con la cara que estuviera él poniendo, y Pedro se preguntó si sus pensamientos lascivos serían tan evidentes para ella.
—¿Nos vamos a besar otra vez? —le preguntó ella en voz baja.
Definitivamente se le notaba lo que estaba pensando. Y aquella nota esperanzada en la voz de Paula le provocó gemir y dejarse llevar por sus deseos. Sin embargo, en lugar de eso le tiró de la falda todo lo posible para cubrirle los muslos. No quería ver más aquel trasero tan delicioso.
—No —dijo Pedro.
—Porque…
—No.
Besarse había sido una idea fatal. Una vez que había saboreado los labios de Pau parecía que le resultaba muy difícil dejar de pensar en sus besos, por no decir en el resto de su cuerpo.
—Me estoy volviendo loca —le susurró ella.
Sí, bueno. Bienvenida al club.
—Necesito salir de aquí —le pegó el puño al pecho y le dirigió una mirada de frustración—. ¿Cómo es posible que no sientas la misma necesidad?
Muy sencillo. Se ponía a sudar sólo de pensar en estar encerrado en un ático oscuro; eso le recordaría su última misión y lo mal que le había salido todo.
—¿Pedro? —le rozó el hombro con las puntas de los dedos.
No estaba acostumbrado a que lo tocaran. Así no. Le gustaba una buena pelea, una buena relación sexual. Eso era a lo que estaba acostumbrado.
—Si no podemos salir, si tenemos que quedarnos aquí, entonces tenemos que hablar —dijo ella—. Yo tengo que oírte hablar.
—No me gusta demasiado hablar.
Ella se echó a reír, y su risa le embriagó.
—¿De verdad? —le preguntó mientras le apoyaba la cabeza sobre el hombro como si fueran viejos amantes.
O peor, viejos amigos.
—Mi hermano Rafael es como tú —le dijo Paula mientras lo acariciaba—. Sólo habla cuando se trata de algo importante. Es muy callado. Tal vez por eso sea un buen fotógrafo. Pero mi hermana… —dijo sonriendo—. Creo que Carolina habla incluso más que yo.
—Me resulta inimaginable.
—Es cierto. Soy la pequeña de la familia, ¿sabes?, o sea que, lo creas o no, no empecé a hablar hasta que tenía tres años y medio. No había necesidad, ya que mis hermanos hablaban por mí. Y entonces un día empecé a decir frases enteras y ya no paré —sonrió—. Bien. Tú turno… Eres hijo único —empezó a decir en tono suave al ver que se quedaba callado—. Eso ha dicho Eduardo.
—¿Eduardo habla de mí?
—Te mencionó en mi primer día de trabajo. Pero como Eduardo es tan joven supuse que tú eras un niño.
—Me tuvo cuando era un adolescente —dijo Pedro.
Mucho antes de que acabaran sus correrías, así que los dejó a él y su madre adolescente, Claudia. Pero como Eduardo no era un chico cruel, tan sólo un chico descuidado que no se había puesto un preservativo, cuando Pedro era pequeño les había dado la mitad de su fideicomisPedroo. Claudia había ahorrado cada centavo para pagarle a Reilly los estudios de Empresariales. Cuando todavía estaba en la universidad, Eduardo había decidido que quería volver a sus vidas.
Diez años después, tanto la madre como el hijo continuaban resistiéndose a los esfuerzos de Eduardo.
—¿No te criaste con él? —le preguntó Paula.
—No —sentía su aliento en el pecho, esperando más—. Te lo he dicho, esto no se me da bien.
—Bueno, podríamos escaparnos entonces.
Tenía que reconocer que era especial. Firme, con espíritu y muy valiente. Pero le parecía tan menuda al lado suyo… y sabía que estaría totalmente indefensa si tenía que pelearse con esos cuatro tipos. Le pasó la mano por los moretones que tenía en la garganta y sintió la extraña necesidad de protegerla.
—Está casi amaneciendo. Pronto me marcharé —dijo Pedro.
—Pero…
Él le puso el dedo sobre los labios antes de que empezara a hablar otra vez. ¿De verdad había querido protegerla? ¿Y quién iba a protegerlo a él, y no de los ladrones, sino de ella?
—Ya te dije que me iría —añadió él.
Ella retiró la mano de su boca y lo miró.
—De acuerdo.
—¿Por qué me da la impresión de que no estás de acuerdo? —dijo él.
—No, de verdad. Yo… tendré paciencia —esbozó una sonrisa nostálgica—. Siempre he deseado vivir una aventura, darle algo de emoción a mi vida. Por eso acepté el trabajo con tu padre. Supuse que, si hacía una variedad de tareas en sitios distintos, me resultaría más emocionante. Pero ahora que he corrido una aventura de verdad, lo único que quiero es meterme en mi cama y tal vez darme un baño de espuma antes de hacerlo.
A pesar de la situación, Pedro sonrió.
—¿Un baño de espuma?
—Con aroma de fresa. ¿Qué te apetecería a ti?
Una botella de algo viejo y caro. Una mujer sin rostro. Un respiro de las pesadillas que esa noche le había traído a la memoria.
Pero se conformaba con salir de allí. Solo.
—¿Pedro?
Qué diablos.
—Sexo.
—¿Cómo?
—Olvídalo.
—No, no —dijo ella apresuradamente—. He sido yo la que he preguntado.
Sí, ella le había preguntado. Estaba allí tumbado en ese pequeño camastro junto a ella, empapándose de la sensación de estar tan cerca de otro ser humano, intentando no pensar en lo que podrían estar haciendo para pasar el rato.
Tal vez el silencio no fuera lo más adecuado, después de todo, porque cuando ella no estaba hablando, él empezaba a imaginarse cosas, a sentir, a imaginar la sensación de las curvas suaves de su cuerpo.
—¿Pedro? ¿A qué te dedicas?
—¿Por qué lo quieres saber?
—Sólo por matar el tiempo —ladeó la cabeza—. ¿Acaso es un secreto?
—A la contabilidad.
—Eres contable —dijo con incredulidad.
—Sí.
—¿Y antes de eso a qué te dedicabas?
—¿Por qué lo preguntas?
Ella sonrió, y él se dio cuenta de que no podía dejar de mirarle los labios. Pero como ella tampoco parecía poder dejar de mirarle la boca, supuso que era lo justo.
—¿También es un secreto? —le preguntó ella.
—En realidad, sí.
Ella abrió los ojos como platos.
—¿De verdad?
No. Sólo que no le apetecía hablar del tema. No le gustaba volver a ello, y no iba a empezar a hacerlo con una mujer que estaba pegada a él en aquel camastro, una mujer dulce, que tenía todo en lo que nunca pensaba, pero que de pronto le apetecía con locura.
—Sólo es que no me pareces un contable —dijo ella—. Más bien… un agente secreto o algo así.
Como eso estaba tan cerca de la verdad, no dijo ni una sola palabra. Para distraerse miró hacia la ventana que estaba detrás de Paula, y vio el tono rosáceo del cielo. Gracias a Dios.
—Es la hora —dijo él.
Se apartó de su cuerpo menudo y lleno de curvas y se puso de pie.
Paula también se puso de pie. Cuando vio al enigmático Pedro Alfonso estirando aquel cuerpo esbelto y precioso se sintió… confusa de pronto.
Se le ocurrió pensar en lo poco que sabía de él, aparte de que era el epítome de la masculinidad. Eso y lo bien que besaba.
Menos mal que no la atraía ese tipo de hombre.
Pero eso de que besara como los ángeles… Eso podría ser un problema.
—Querías esperar hasta que se hiciera de día —le dijo ella, intentando que no se le notara la confusión que sentía—. Por seguridad o por lo que fuera.
—Casi es de día ya.
Miró hacia la trampilla que tenían encima como si fueran a hacerle una endodoncia sin anestesia.
—Sólo estás intentando alejarte de mí.
Pedro la miró tan sorprendido, que a ella se le escapó una risotada.
—No te preocupes. A menudo causo esta impresión en las personas, especialmente en… —Paula dejó de sonreír y se avergonzó por lo que había estado a punto de soltar.
—¿Especialmente en quién?
Paula miró por la ventana.
—Venga, no me digas que ahora te va a entrar la timidez.
—En los hombres —terminó de decir Paula—. A menudo causo esa impresión, esa necesidad de salir corriendo, en los hombres.
Él no dijo nada, de modo que ella se arriesgó a echarle una mirada.
—¿Qué, no haces ningún comentario?
Él la miraba con aquellos ojos claros de mirada inescrutable.
—Creo que cualquier hombre que no te deseara sería un loco. Si está buscando una mujer, claro está.
—Pero tú no estás buscando una mujer.
Él negó despacio con la cabeza.
—Lo siento. No estoy buscando a nadie.
Ella consiguió esbozar una sonrisa temblorosa.
—Es muy amable por tu parte mostrarte tan considerado con ello.
—No soy ni amable ni considerado. Salgamos de aquí.
—Demasiadas confesiones, ¿verdad?
—Demasiado de lo que sea.
Ella se volvió a mirar el amanecer luminoso. Los Montes Crest florecían como todo lo demás bajo los primeros rayos del sol; porque en abril en el sur de California los amaneceres eran así. Un día más precioso. Lo mismo que todos los demás días.
Pedro se puso de pie sobre la cama. Iba a sacarlos de allí, y seguramente no volvería a verlo. De pronto no recordaba por qué había tenido tanta prisa por salir.
Si acaso salían.
Paula percibió la tensión en aquel cuerpo bello, mientras él observaba la trampilla del techo. Y a pesar de la dureza de su gesto, Paula sintió de nuevo que había mucho más en aquel hombre.
—Pedro…
—Cuidado.
Estiró los brazos y alcanzó con facilidad la trampilla. Como tenía los brazos levantados Paula se fijó en el vello oscuro que le cubría las axilas, escaso, como el del pecho. Paseó la mirada por su cuerpo y se fijó en sus piernas, largas y fuertes…
—¿Paula?
—¿Mmm?
Paula desvió rápidamente la mirada, algo horrorizada de que la hubiera sorprendido mirándolo con aquel interés; sobre todo porque lo habían golpeado y dejado casi desnudo.
Sin lugar a dudas, la mirada desconcertada de Pedro le comunicó que sabía exactamente lo que había estado pensando y que no le parecía tan halagador. Había conseguido quitar el panel y se lo pasaba en ese momento.
Ella agarró el panel, lo apoyó sobre la pared y se volvió a tiempo de verlo empinarse con la agilidad de un atleta. Su cabeza y su pecho desaparecieron por el hueco, quedando a la vista tan sólo la parte inferior de su cuerpo. Al momento desapareció del todo.
Paula sintió pánico de pronto, pero al momento él asomó la cabeza.
—Volveré a por ti.
—No.
Se había puesto a temblar sólo de pensar en quedarse allí sola. Antes de pensárselo dos veces, saltó sobre el camastro y estiró los brazos.
—Llévame contigo —añadió Paula.
—Ahora mismo vuelvo, Pau.
—No. No me dejes sola, por favor.
Levantó los brazos en dirección a él, sabiendo que era imposible que él tirara de ella, pero…
Con expresión de fastidio, él estiró los brazos, le tomó la mano y tiró de ella hasta subirla a la abertura en el techo con tanta facilidad, que Paula se quedó pasmada. Él se echó hacia atrás para hacerle sitio mientras ella se sentaba sobre una viga, rodeada de más vigas y revestimientos.
Sin duda estaban en el ático, que se abría a profundidades enormes y desconocidas. En la oscuridad sólo veía a Pedro. No tenía ni idea de cómo se le había ocurrido que aquél pudiera ser un buen plan.
—Está… oscuro.
—Sí —se frotó la cara con las manos—. Pensé que la impresión te impediría hablar.
—Y te gustaba la idea, ¿verdad?
Puso los ojos en blanco, se cerró la cremallera imaginaria de los labios y lanzó al vacío una llave imaginaria.
—No me tomes el pelo —Pedro miró a su alrededor—. De acuerdo, escucha. Quiero que me sigas. Y, de verdad, tira esa llave. No tenemos idea de si estamos solos, y en cuanto avancemos hacia otras zonas de la casa cualquier ruido se oirá desde abajo.
—Estaré callada. Adelante.
—De acuerdo.
Se dio la vuelta. Al ver la oscuridad del ático, Pedro no se movió.
—¿Pedro?
—Sí.
Pero continuó sin moverse. Ella le tocó el hombro desnudo y notó el movimiento de sus músculos.
—¿Eh, estás bien?
—De maravilla. Me encanta estar en un sitio tan cerrado y pequeño sin luz.
—¿De verdad tienes miedo a la oscuridad?
Él no la miró.
—¿O tienes claustrofobia?
—Ninguna de las dos cosas —los ojos le brillaban de fastidio y humillación—. Sólo tuve una mala experiencia y…
—Oh, Pedro.
Ella se inclinó y lo abrazó. No pudo evitarlo, porque lo que más atractivo le parecía de aquel hombre tan serio y fuerte era darse cuenta de que por dentro era muy tierno.
Sin embargo él la apartó con brusquedad controlada para decirle que había puesto el dedo en la llaga demasiadas veces.
—Podría haberte…
—Pensé que ibas a estar callada.
De acuerdo. Esa ternura sólo había sido fruto de su imaginación. Sin volver la vista atrás para ver cómo ponía de nuevo los ojos en blanco, continuó hacia delante.
—Y quédate en la viga —le ordenó con suavidad.
Ella lo siguió, observando el contorno de su espalda firme, el modo en que los boxers le ceñían el trasero y los muslos, intentando convencerse a sí misma de que ya se le había pasado el deseo por él.
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