jueves, 18 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 5




Pedro se despertó asustado, con el corazón encogido de tal modo que le parecía como si le fuera a estallar. Por un momento creyó que estaba en una misión y que algo había ido muy, muy mal. Esa era una sensación que conocía muy bien.


Abrió los ojos y enseguida deseó no haberlo hecho.


Fuera aún estaba oscuro, pero eso no impidió que Paula se hubiera puesto de pie sobre el camastro para saltar e intentar abrir el acceso al ático, del cual la separaban aún unos diez o doce centímetros.


Se distrajo al ver cómo el vestido de verano se le levantaba un poco más con cada salto que daba, pero ni siquiera el hecho de verle las bragas de encaje azul pálido consiguió quitarle el dolor de cabeza en la base del cráneo.


De todos modos se quedó mirándola un buen rato. A medida que iba saltando se iba dando la vuelta, dándole así la oportunidad de que cada vez que ella daba un salto esas bragas de encaje azul pálido se le subieran por detrás un poco más, dejando al descubierto esas nalgas tan redondeadas y prietas.


—Me estás dando más dolor de cabeza —dijo él finalmente.


Ella se asustó al oír su voz, y rápidamente se volvió hacia él.


Al hacerlo perdió el equilibrio y cayó de rodillas sobre la cama, plantándole las dos manos en el pecho.


Automáticamente él la agarró para evitar que se cayera; ella entonces se tumbó encima de él y le echó los brazos al cuello con una facilidad que lo confundió. Lo miró, aparentemente embaucada con la cara que estuviera él poniendo, y Pedro se preguntó si sus pensamientos lascivos serían tan evidentes para ella.


—¿Nos vamos a besar otra vez? —le preguntó ella en voz baja.


Definitivamente se le notaba lo que estaba pensando. Y aquella nota esperanzada en la voz de Paula le provocó gemir y dejarse llevar por sus deseos. Sin embargo, en lugar de eso le tiró de la falda todo lo posible para cubrirle los muslos. No quería ver más aquel trasero tan delicioso.


—No —dijo Pedro.


—Porque…


—No.


Besarse había sido una idea fatal. Una vez que había saboreado los labios de Pau parecía que le resultaba muy difícil dejar de pensar en sus besos, por no decir en el resto de su cuerpo.


—Me estoy volviendo loca —le susurró ella.


Sí, bueno. Bienvenida al club.


—Necesito salir de aquí —le pegó el puño al pecho y le dirigió una mirada de frustración—. ¿Cómo es posible que no sientas la misma necesidad?


Muy sencillo. Se ponía a sudar sólo de pensar en estar encerrado en un ático oscuro; eso le recordaría su última misión y lo mal que le había salido todo.


—¿Pedro? —le rozó el hombro con las puntas de los dedos.


No estaba acostumbrado a que lo tocaran. Así no. Le gustaba una buena pelea, una buena relación sexual. Eso era a lo que estaba acostumbrado.


—Si no podemos salir, si tenemos que quedarnos aquí, entonces tenemos que hablar —dijo ella—. Yo tengo que oírte hablar.


—No me gusta demasiado hablar.


Ella se echó a reír, y su risa le embriagó.


—¿De verdad? —le preguntó mientras le apoyaba la cabeza sobre el hombro como si fueran viejos amantes.


O peor, viejos amigos.


—Mi hermano Rafael es como tú —le dijo Paula mientras lo acariciaba—. Sólo habla cuando se trata de algo importante. Es muy callado. Tal vez por eso sea un buen fotógrafo. Pero mi hermana… —dijo sonriendo—. Creo que Carolina habla incluso más que yo.


—Me resulta inimaginable.


—Es cierto. Soy la pequeña de la familia, ¿sabes?, o sea que, lo creas o no, no empecé a hablar hasta que tenía tres años y medio. No había necesidad, ya que mis hermanos hablaban por mí. Y entonces un día empecé a decir frases enteras y ya no paré —sonrió—. Bien. Tú turno… Eres hijo único —empezó a decir en tono suave al ver que se quedaba callado—. Eso ha dicho Eduardo.


—¿Eduardo habla de mí?


—Te mencionó en mi primer día de trabajo. Pero como Eduardo es tan joven supuse que tú eras un niño.


—Me tuvo cuando era un adolescente —dijo Pedro.


Mucho antes de que acabaran sus correrías, así que los dejó a él y su madre adolescente, Claudia. Pero como Eduardo no era un chico cruel, tan sólo un chico descuidado que no se había puesto un preservativo, cuando Pedro era pequeño les había dado la mitad de su fideicomisPedroo. Claudia había ahorrado cada centavo para pagarle a Reilly los estudios de Empresariales. Cuando todavía estaba en la universidad, Eduardo había decidido que quería volver a sus vidas.


Diez años después, tanto la madre como el hijo continuaban resistiéndose a los esfuerzos de Eduardo.


—¿No te criaste con él? —le preguntó Paula.


—No —sentía su aliento en el pecho, esperando más—. Te lo he dicho, esto no se me da bien.


—Bueno, podríamos escaparnos entonces.


Tenía que reconocer que era especial. Firme, con espíritu y muy valiente. Pero le parecía tan menuda al lado suyo… y sabía que estaría totalmente indefensa si tenía que pelearse con esos cuatro tipos. Le pasó la mano por los moretones que tenía en la garganta y sintió la extraña necesidad de protegerla.


—Está casi amaneciendo. Pronto me marcharé —dijo Pedro.


—Pero…


Él le puso el dedo sobre los labios antes de que empezara a hablar otra vez. ¿De verdad había querido protegerla? ¿Y quién iba a protegerlo a él, y no de los ladrones, sino de ella?


—Ya te dije que me iría —añadió él.


Ella retiró la mano de su boca y lo miró.


—De acuerdo.


—¿Por qué me da la impresión de que no estás de acuerdo? —dijo él.


—No, de verdad. Yo… tendré paciencia —esbozó una sonrisa nostálgica—. Siempre he deseado vivir una aventura, darle algo de emoción a mi vida. Por eso acepté el trabajo con tu padre. Supuse que, si hacía una variedad de tareas en sitios distintos, me resultaría más emocionante. Pero ahora que he corrido una aventura de verdad, lo único que quiero es meterme en mi cama y tal vez darme un baño de espuma antes de hacerlo.


A pesar de la situación, Pedro sonrió.


—¿Un baño de espuma?


—Con aroma de fresa. ¿Qué te apetecería a ti?


Una botella de algo viejo y caro. Una mujer sin rostro. Un respiro de las pesadillas que esa noche le había traído a la memoria.


Pero se conformaba con salir de allí. Solo.


—¿Pedro?


Qué diablos.


—Sexo.


—¿Cómo?


—Olvídalo.


—No, no —dijo ella apresuradamente—. He sido yo la que he preguntado.


Sí, ella le había preguntado. Estaba allí tumbado en ese pequeño camastro junto a ella, empapándose de la sensación de estar tan cerca de otro ser humano, intentando no pensar en lo que podrían estar haciendo para pasar el rato.


Tal vez el silencio no fuera lo más adecuado, después de todo, porque cuando ella no estaba hablando, él empezaba a imaginarse cosas, a sentir, a imaginar la sensación de las curvas suaves de su cuerpo.


—¿Pedro? ¿A qué te dedicas?


—¿Por qué lo quieres saber?


—Sólo por matar el tiempo —ladeó la cabeza—. ¿Acaso es un secreto?


—A la contabilidad.


—Eres contable —dijo con incredulidad.


—Sí.


—¿Y antes de eso a qué te dedicabas?


—¿Por qué lo preguntas?


Ella sonrió, y él se dio cuenta de que no podía dejar de mirarle los labios. Pero como ella tampoco parecía poder dejar de mirarle la boca, supuso que era lo justo.


—¿También es un secreto? —le preguntó ella.


—En realidad, sí.


Ella abrió los ojos como platos.


—¿De verdad?


No. Sólo que no le apetecía hablar del tema. No le gustaba volver a ello, y no iba a empezar a hacerlo con una mujer que estaba pegada a él en aquel camastro, una mujer dulce, que tenía todo en lo que nunca pensaba, pero que de pronto le apetecía con locura.


—Sólo es que no me pareces un contable —dijo ella—. Más bien… un agente secreto o algo así.


Como eso estaba tan cerca de la verdad, no dijo ni una sola palabra. Para distraerse miró hacia la ventana que estaba detrás de Paula, y vio el tono rosáceo del cielo. Gracias a Dios.


—Es la hora —dijo él.


Se apartó de su cuerpo menudo y lleno de curvas y se puso de pie.


Paula también se puso de pie. Cuando vio al enigmático Pedro Alfonso estirando aquel cuerpo esbelto y precioso se sintió… confusa de pronto.


Se le ocurrió pensar en lo poco que sabía de él, aparte de que era el epítome de la masculinidad. Eso y lo bien que besaba.


Menos mal que no la atraía ese tipo de hombre.


Pero eso de que besara como los ángeles… Eso podría ser un problema.


—Querías esperar hasta que se hiciera de día —le dijo ella, intentando que no se le notara la confusión que sentía—. Por seguridad o por lo que fuera.


—Casi es de día ya.


Miró hacia la trampilla que tenían encima como si fueran a hacerle una endodoncia sin anestesia.


—Sólo estás intentando alejarte de mí.


Pedro la miró tan sorprendido, que a ella se le escapó una risotada.


—No te preocupes. A menudo causo esta impresión en las personas, especialmente en… —Paula dejó de sonreír y se avergonzó por lo que había estado a punto de soltar.


—¿Especialmente en quién?


Paula miró por la ventana.


—Venga, no me digas que ahora te va a entrar la timidez.


—En los hombres —terminó de decir Paula—. A menudo causo esa impresión, esa necesidad de salir corriendo, en los hombres.


Él no dijo nada, de modo que ella se arriesgó a echarle una mirada.


—¿Qué, no haces ningún comentario?


Él la miraba con aquellos ojos claros de mirada inescrutable.


—Creo que cualquier hombre que no te deseara sería un loco. Si está buscando una mujer, claro está.


—Pero tú no estás buscando una mujer.


Él negó despacio con la cabeza.


—Lo siento. No estoy buscando a nadie.


Ella consiguió esbozar una sonrisa temblorosa.


—Es muy amable por tu parte mostrarte tan considerado con ello.


—No soy ni amable ni considerado. Salgamos de aquí.


—Demasiadas confesiones, ¿verdad?


—Demasiado de lo que sea.


Ella se volvió a mirar el amanecer luminoso. Los Montes Crest florecían como todo lo demás bajo los primeros rayos del sol; porque en abril en el sur de California los amaneceres eran así. Un día más precioso. Lo mismo que todos los demás días.


Pedro se puso de pie sobre la cama. Iba a sacarlos de allí, y seguramente no volvería a verlo. De pronto no recordaba por qué había tenido tanta prisa por salir.


Si acaso salían.


Paula percibió la tensión en aquel cuerpo bello, mientras él observaba la trampilla del techo. Y a pesar de la dureza de su gesto, Paula sintió de nuevo que había mucho más en aquel hombre.


Pedro


—Cuidado.


Estiró los brazos y alcanzó con facilidad la trampilla. Como tenía los brazos levantados Paula se fijó en el vello oscuro que le cubría las axilas, escaso, como el del pecho. Paseó la mirada por su cuerpo y se fijó en sus piernas, largas y fuertes…


—¿Paula?


—¿Mmm?


Paula desvió rápidamente la mirada, algo horrorizada de que la hubiera sorprendido mirándolo con aquel interés; sobre todo porque lo habían golpeado y dejado casi desnudo.


Sin lugar a dudas, la mirada desconcertada de Pedro le comunicó que sabía exactamente lo que había estado pensando y que no le parecía tan halagador. Había conseguido quitar el panel y se lo pasaba en ese momento.


Ella agarró el panel, lo apoyó sobre la pared y se volvió a tiempo de verlo empinarse con la agilidad de un atleta. Su cabeza y su pecho desaparecieron por el hueco, quedando a la vista tan sólo la parte inferior de su cuerpo. Al momento desapareció del todo.


Paula sintió pánico de pronto, pero al momento él asomó la cabeza.


—Volveré a por ti.


—No.


Se había puesto a temblar sólo de pensar en quedarse allí sola. Antes de pensárselo dos veces, saltó sobre el camastro y estiró los brazos.


—Llévame contigo —añadió Paula.


—Ahora mismo vuelvo, Pau.

 
—No. No me dejes sola, por favor.


Levantó los brazos en dirección a él, sabiendo que era imposible que él tirara de ella, pero…


Con expresión de fastidio, él estiró los brazos, le tomó la mano y tiró de ella hasta subirla a la abertura en el techo con tanta facilidad, que Paula se quedó pasmada. Él se echó hacia atrás para hacerle sitio mientras ella se sentaba sobre una viga, rodeada de más vigas y revestimientos.


Sin duda estaban en el ático, que se abría a profundidades enormes y desconocidas. En la oscuridad sólo veía a Pedro. No tenía ni idea de cómo se le había ocurrido que aquél pudiera ser un buen plan.


—Está… oscuro.


—Sí —se frotó la cara con las manos—. Pensé que la impresión te impediría hablar.


—Y te gustaba la idea, ¿verdad?


Puso los ojos en blanco, se cerró la cremallera imaginaria de los labios y lanzó al vacío una llave imaginaria.


—No me tomes el pelo —Pedro miró a su alrededor—. De acuerdo, escucha. Quiero que me sigas. Y, de verdad, tira esa llave. No tenemos idea de si estamos solos, y en cuanto avancemos hacia otras zonas de la casa cualquier ruido se oirá desde abajo.


—Estaré callada. Adelante.


—De acuerdo.


Se dio la vuelta. Al ver la oscuridad del ático, Pedro no se movió.


—¿Pedro?


—Sí.


Pero continuó sin moverse. Ella le tocó el hombro desnudo y notó el movimiento de sus músculos.


—¿Eh, estás bien?


—De maravilla. Me encanta estar en un sitio tan cerrado y pequeño sin luz.


—¿De verdad tienes miedo a la oscuridad?


Él no la miró.


—¿O tienes claustrofobia?


—Ninguna de las dos cosas —los ojos le brillaban de fastidio y humillación—. Sólo tuve una mala experiencia y…


—Oh, Pedro.


Ella se inclinó y lo abrazó. No pudo evitarlo, porque lo que más atractivo le parecía de aquel hombre tan serio y fuerte era darse cuenta de que por dentro era muy tierno.


Sin embargo él la apartó con brusquedad controlada para decirle que había puesto el dedo en la llaga demasiadas veces.


—Podría haberte…


—Pensé que ibas a estar callada.


De acuerdo. Esa ternura sólo había sido fruto de su imaginación. Sin volver la vista atrás para ver cómo ponía de nuevo los ojos en blanco, continuó hacia delante.


—Y quédate en la viga —le ordenó con suavidad.


Ella lo siguió, observando el contorno de su espalda firme, el modo en que los boxers le ceñían el trasero y los muslos, intentando convencerse a sí misma de que ya se le había pasado el deseo por él.







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