jueves, 18 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 5




Pedro se despertó asustado, con el corazón encogido de tal modo que le parecía como si le fuera a estallar. Por un momento creyó que estaba en una misión y que algo había ido muy, muy mal. Esa era una sensación que conocía muy bien.


Abrió los ojos y enseguida deseó no haberlo hecho.


Fuera aún estaba oscuro, pero eso no impidió que Paula se hubiera puesto de pie sobre el camastro para saltar e intentar abrir el acceso al ático, del cual la separaban aún unos diez o doce centímetros.


Se distrajo al ver cómo el vestido de verano se le levantaba un poco más con cada salto que daba, pero ni siquiera el hecho de verle las bragas de encaje azul pálido consiguió quitarle el dolor de cabeza en la base del cráneo.


De todos modos se quedó mirándola un buen rato. A medida que iba saltando se iba dando la vuelta, dándole así la oportunidad de que cada vez que ella daba un salto esas bragas de encaje azul pálido se le subieran por detrás un poco más, dejando al descubierto esas nalgas tan redondeadas y prietas.


—Me estás dando más dolor de cabeza —dijo él finalmente.


Ella se asustó al oír su voz, y rápidamente se volvió hacia él.


Al hacerlo perdió el equilibrio y cayó de rodillas sobre la cama, plantándole las dos manos en el pecho.


Automáticamente él la agarró para evitar que se cayera; ella entonces se tumbó encima de él y le echó los brazos al cuello con una facilidad que lo confundió. Lo miró, aparentemente embaucada con la cara que estuviera él poniendo, y Pedro se preguntó si sus pensamientos lascivos serían tan evidentes para ella.


—¿Nos vamos a besar otra vez? —le preguntó ella en voz baja.


Definitivamente se le notaba lo que estaba pensando. Y aquella nota esperanzada en la voz de Paula le provocó gemir y dejarse llevar por sus deseos. Sin embargo, en lugar de eso le tiró de la falda todo lo posible para cubrirle los muslos. No quería ver más aquel trasero tan delicioso.


—No —dijo Pedro.


—Porque…


—No.


Besarse había sido una idea fatal. Una vez que había saboreado los labios de Pau parecía que le resultaba muy difícil dejar de pensar en sus besos, por no decir en el resto de su cuerpo.


—Me estoy volviendo loca —le susurró ella.


Sí, bueno. Bienvenida al club.


—Necesito salir de aquí —le pegó el puño al pecho y le dirigió una mirada de frustración—. ¿Cómo es posible que no sientas la misma necesidad?


Muy sencillo. Se ponía a sudar sólo de pensar en estar encerrado en un ático oscuro; eso le recordaría su última misión y lo mal que le había salido todo.


—¿Pedro? —le rozó el hombro con las puntas de los dedos.


No estaba acostumbrado a que lo tocaran. Así no. Le gustaba una buena pelea, una buena relación sexual. Eso era a lo que estaba acostumbrado.


—Si no podemos salir, si tenemos que quedarnos aquí, entonces tenemos que hablar —dijo ella—. Yo tengo que oírte hablar.


—No me gusta demasiado hablar.


Ella se echó a reír, y su risa le embriagó.


—¿De verdad? —le preguntó mientras le apoyaba la cabeza sobre el hombro como si fueran viejos amantes.


O peor, viejos amigos.


—Mi hermano Rafael es como tú —le dijo Paula mientras lo acariciaba—. Sólo habla cuando se trata de algo importante. Es muy callado. Tal vez por eso sea un buen fotógrafo. Pero mi hermana… —dijo sonriendo—. Creo que Carolina habla incluso más que yo.


—Me resulta inimaginable.


—Es cierto. Soy la pequeña de la familia, ¿sabes?, o sea que, lo creas o no, no empecé a hablar hasta que tenía tres años y medio. No había necesidad, ya que mis hermanos hablaban por mí. Y entonces un día empecé a decir frases enteras y ya no paré —sonrió—. Bien. Tú turno… Eres hijo único —empezó a decir en tono suave al ver que se quedaba callado—. Eso ha dicho Eduardo.


—¿Eduardo habla de mí?


—Te mencionó en mi primer día de trabajo. Pero como Eduardo es tan joven supuse que tú eras un niño.


—Me tuvo cuando era un adolescente —dijo Pedro.


Mucho antes de que acabaran sus correrías, así que los dejó a él y su madre adolescente, Claudia. Pero como Eduardo no era un chico cruel, tan sólo un chico descuidado que no se había puesto un preservativo, cuando Pedro era pequeño les había dado la mitad de su fideicomisPedroo. Claudia había ahorrado cada centavo para pagarle a Reilly los estudios de Empresariales. Cuando todavía estaba en la universidad, Eduardo había decidido que quería volver a sus vidas.


Diez años después, tanto la madre como el hijo continuaban resistiéndose a los esfuerzos de Eduardo.


—¿No te criaste con él? —le preguntó Paula.


—No —sentía su aliento en el pecho, esperando más—. Te lo he dicho, esto no se me da bien.


—Bueno, podríamos escaparnos entonces.


Tenía que reconocer que era especial. Firme, con espíritu y muy valiente. Pero le parecía tan menuda al lado suyo… y sabía que estaría totalmente indefensa si tenía que pelearse con esos cuatro tipos. Le pasó la mano por los moretones que tenía en la garganta y sintió la extraña necesidad de protegerla.


—Está casi amaneciendo. Pronto me marcharé —dijo Pedro.


—Pero…


Él le puso el dedo sobre los labios antes de que empezara a hablar otra vez. ¿De verdad había querido protegerla? ¿Y quién iba a protegerlo a él, y no de los ladrones, sino de ella?


—Ya te dije que me iría —añadió él.


Ella retiró la mano de su boca y lo miró.


—De acuerdo.


—¿Por qué me da la impresión de que no estás de acuerdo? —dijo él.


—No, de verdad. Yo… tendré paciencia —esbozó una sonrisa nostálgica—. Siempre he deseado vivir una aventura, darle algo de emoción a mi vida. Por eso acepté el trabajo con tu padre. Supuse que, si hacía una variedad de tareas en sitios distintos, me resultaría más emocionante. Pero ahora que he corrido una aventura de verdad, lo único que quiero es meterme en mi cama y tal vez darme un baño de espuma antes de hacerlo.


A pesar de la situación, Pedro sonrió.


—¿Un baño de espuma?


—Con aroma de fresa. ¿Qué te apetecería a ti?


Una botella de algo viejo y caro. Una mujer sin rostro. Un respiro de las pesadillas que esa noche le había traído a la memoria.


Pero se conformaba con salir de allí. Solo.


—¿Pedro?


Qué diablos.


—Sexo.


—¿Cómo?


—Olvídalo.


—No, no —dijo ella apresuradamente—. He sido yo la que he preguntado.


Sí, ella le había preguntado. Estaba allí tumbado en ese pequeño camastro junto a ella, empapándose de la sensación de estar tan cerca de otro ser humano, intentando no pensar en lo que podrían estar haciendo para pasar el rato.


Tal vez el silencio no fuera lo más adecuado, después de todo, porque cuando ella no estaba hablando, él empezaba a imaginarse cosas, a sentir, a imaginar la sensación de las curvas suaves de su cuerpo.


—¿Pedro? ¿A qué te dedicas?


—¿Por qué lo quieres saber?


—Sólo por matar el tiempo —ladeó la cabeza—. ¿Acaso es un secreto?


—A la contabilidad.


—Eres contable —dijo con incredulidad.


—Sí.


—¿Y antes de eso a qué te dedicabas?


—¿Por qué lo preguntas?


Ella sonrió, y él se dio cuenta de que no podía dejar de mirarle los labios. Pero como ella tampoco parecía poder dejar de mirarle la boca, supuso que era lo justo.


—¿También es un secreto? —le preguntó ella.


—En realidad, sí.


Ella abrió los ojos como platos.


—¿De verdad?


No. Sólo que no le apetecía hablar del tema. No le gustaba volver a ello, y no iba a empezar a hacerlo con una mujer que estaba pegada a él en aquel camastro, una mujer dulce, que tenía todo en lo que nunca pensaba, pero que de pronto le apetecía con locura.


—Sólo es que no me pareces un contable —dijo ella—. Más bien… un agente secreto o algo así.


Como eso estaba tan cerca de la verdad, no dijo ni una sola palabra. Para distraerse miró hacia la ventana que estaba detrás de Paula, y vio el tono rosáceo del cielo. Gracias a Dios.


—Es la hora —dijo él.


Se apartó de su cuerpo menudo y lleno de curvas y se puso de pie.


Paula también se puso de pie. Cuando vio al enigmático Pedro Alfonso estirando aquel cuerpo esbelto y precioso se sintió… confusa de pronto.


Se le ocurrió pensar en lo poco que sabía de él, aparte de que era el epítome de la masculinidad. Eso y lo bien que besaba.


Menos mal que no la atraía ese tipo de hombre.


Pero eso de que besara como los ángeles… Eso podría ser un problema.


—Querías esperar hasta que se hiciera de día —le dijo ella, intentando que no se le notara la confusión que sentía—. Por seguridad o por lo que fuera.


—Casi es de día ya.


Miró hacia la trampilla que tenían encima como si fueran a hacerle una endodoncia sin anestesia.


—Sólo estás intentando alejarte de mí.


Pedro la miró tan sorprendido, que a ella se le escapó una risotada.


—No te preocupes. A menudo causo esta impresión en las personas, especialmente en… —Paula dejó de sonreír y se avergonzó por lo que había estado a punto de soltar.


—¿Especialmente en quién?


Paula miró por la ventana.


—Venga, no me digas que ahora te va a entrar la timidez.


—En los hombres —terminó de decir Paula—. A menudo causo esa impresión, esa necesidad de salir corriendo, en los hombres.


Él no dijo nada, de modo que ella se arriesgó a echarle una mirada.


—¿Qué, no haces ningún comentario?


Él la miraba con aquellos ojos claros de mirada inescrutable.


—Creo que cualquier hombre que no te deseara sería un loco. Si está buscando una mujer, claro está.


—Pero tú no estás buscando una mujer.


Él negó despacio con la cabeza.


—Lo siento. No estoy buscando a nadie.


Ella consiguió esbozar una sonrisa temblorosa.


—Es muy amable por tu parte mostrarte tan considerado con ello.


—No soy ni amable ni considerado. Salgamos de aquí.


—Demasiadas confesiones, ¿verdad?


—Demasiado de lo que sea.


Ella se volvió a mirar el amanecer luminoso. Los Montes Crest florecían como todo lo demás bajo los primeros rayos del sol; porque en abril en el sur de California los amaneceres eran así. Un día más precioso. Lo mismo que todos los demás días.


Pedro se puso de pie sobre la cama. Iba a sacarlos de allí, y seguramente no volvería a verlo. De pronto no recordaba por qué había tenido tanta prisa por salir.


Si acaso salían.


Paula percibió la tensión en aquel cuerpo bello, mientras él observaba la trampilla del techo. Y a pesar de la dureza de su gesto, Paula sintió de nuevo que había mucho más en aquel hombre.


Pedro


—Cuidado.


Estiró los brazos y alcanzó con facilidad la trampilla. Como tenía los brazos levantados Paula se fijó en el vello oscuro que le cubría las axilas, escaso, como el del pecho. Paseó la mirada por su cuerpo y se fijó en sus piernas, largas y fuertes…


—¿Paula?


—¿Mmm?


Paula desvió rápidamente la mirada, algo horrorizada de que la hubiera sorprendido mirándolo con aquel interés; sobre todo porque lo habían golpeado y dejado casi desnudo.


Sin lugar a dudas, la mirada desconcertada de Pedro le comunicó que sabía exactamente lo que había estado pensando y que no le parecía tan halagador. Había conseguido quitar el panel y se lo pasaba en ese momento.


Ella agarró el panel, lo apoyó sobre la pared y se volvió a tiempo de verlo empinarse con la agilidad de un atleta. Su cabeza y su pecho desaparecieron por el hueco, quedando a la vista tan sólo la parte inferior de su cuerpo. Al momento desapareció del todo.


Paula sintió pánico de pronto, pero al momento él asomó la cabeza.


—Volveré a por ti.


—No.


Se había puesto a temblar sólo de pensar en quedarse allí sola. Antes de pensárselo dos veces, saltó sobre el camastro y estiró los brazos.


—Llévame contigo —añadió Paula.


—Ahora mismo vuelvo, Pau.

 
—No. No me dejes sola, por favor.


Levantó los brazos en dirección a él, sabiendo que era imposible que él tirara de ella, pero…


Con expresión de fastidio, él estiró los brazos, le tomó la mano y tiró de ella hasta subirla a la abertura en el techo con tanta facilidad, que Paula se quedó pasmada. Él se echó hacia atrás para hacerle sitio mientras ella se sentaba sobre una viga, rodeada de más vigas y revestimientos.


Sin duda estaban en el ático, que se abría a profundidades enormes y desconocidas. En la oscuridad sólo veía a Pedro. No tenía ni idea de cómo se le había ocurrido que aquél pudiera ser un buen plan.


—Está… oscuro.


—Sí —se frotó la cara con las manos—. Pensé que la impresión te impediría hablar.


—Y te gustaba la idea, ¿verdad?


Puso los ojos en blanco, se cerró la cremallera imaginaria de los labios y lanzó al vacío una llave imaginaria.


—No me tomes el pelo —Pedro miró a su alrededor—. De acuerdo, escucha. Quiero que me sigas. Y, de verdad, tira esa llave. No tenemos idea de si estamos solos, y en cuanto avancemos hacia otras zonas de la casa cualquier ruido se oirá desde abajo.


—Estaré callada. Adelante.


—De acuerdo.


Se dio la vuelta. Al ver la oscuridad del ático, Pedro no se movió.


—¿Pedro?


—Sí.


Pero continuó sin moverse. Ella le tocó el hombro desnudo y notó el movimiento de sus músculos.


—¿Eh, estás bien?


—De maravilla. Me encanta estar en un sitio tan cerrado y pequeño sin luz.


—¿De verdad tienes miedo a la oscuridad?


Él no la miró.


—¿O tienes claustrofobia?


—Ninguna de las dos cosas —los ojos le brillaban de fastidio y humillación—. Sólo tuve una mala experiencia y…


—Oh, Pedro.


Ella se inclinó y lo abrazó. No pudo evitarlo, porque lo que más atractivo le parecía de aquel hombre tan serio y fuerte era darse cuenta de que por dentro era muy tierno.


Sin embargo él la apartó con brusquedad controlada para decirle que había puesto el dedo en la llaga demasiadas veces.


—Podría haberte…


—Pensé que ibas a estar callada.


De acuerdo. Esa ternura sólo había sido fruto de su imaginación. Sin volver la vista atrás para ver cómo ponía de nuevo los ojos en blanco, continuó hacia delante.


—Y quédate en la viga —le ordenó con suavidad.


Ella lo siguió, observando el contorno de su espalda firme, el modo en que los boxers le ceñían el trasero y los muslos, intentando convencerse a sí misma de que ya se le había pasado el deseo por él.







miércoles, 17 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 4




—Paula, vamos, túmbate.


Hasta hacía tan sólo un momento se había estado aguantando muy bien, pero entonces Pedro se había tenido que acercar con aquel cuerpo espigado y elegante, musculoso y brillante a la luz tenue que entraba por la ventana, y ponerse tierno y dulce con ella.


¡Ja! Como si pudiera ponerse a fingir que era un hombre dulce y sensible.


—Vamos —le dijo con amabilidad.


¡Con amabilidad!


¿Acaso no sabía que ese era el modo de ganarse a una mujer? Con aquella ternura, unida a una semi desnudez tan magnífica que se le hacía la boca agua.


—¿Paula?


Y su manera de pronunciar su nombre, con aquella voz ronca y profunda, le hacía pensar en apasionadas noches de verano entre sábanas de seda.


Aunque no era porque supiera mucho de eso, pero una chica tenía también sus fantasías. Y él era una fantasía hecha realidad.


Él le tomó las dos manos y se puso de pie.


—Arriba.


La llevó hasta el catre con una mano en la cintura, como si fuera amable y compasivo.


—Túmbate aquí mismo —le ordenó Pedro.


Además de tener mucha confianza y seguridad en sí mismo, Pedro era un hombre de los pies a la cabeza.


—Pau, túmbate.


Esa manera de acortarle el nombre, como nadie más lo había hecho, le pareció a Paula muy íntimo; en sus labios, además, tremendamente sexy.


De pronto la habitación pareció más pequeña de lo que era; y Pedro sintió que necesitaba mucho más espacio del que disponía. Y pronto. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que quería correr una aventura? Lo que le apetecía en realidad era estar en su apartamento pequeño y acogedor, con su hermana al lado, que iba a verla todas las noches a invitarla a que se tomara un helado y a ver una película juntas en televisión. O tal vez que la llamara su hermano para decirle hola.


—Siéntate.


Se estremeció de nuevo. ¿Pero qué narices le pasaba? ¿Estaba bien, estaba a salvo, y de pronto se iba a derrumbar? Se sentó en el camastro. No estaba tan blando como parecía, y no tenía nada con que cubrirse.


—No entiendo para qué sirve esta habitación —Paula se estremeció de nuevo, incapaz de contenerse aun sabiendo que era provocado por el nerviosismo—. El resto de la casa es tan preciosa y cómoda…


Pedro miró a su alrededor y se encogió de hombros.


—A pesar de la extravagancia con la que vive Eduardo, no le gusta tener sirvientas si no son de las que duermen en su dormitorio, claro. Y arreglar esta habitación seguramente sería una pérdida de tiempo, porque estoy seguro de que probablemente ni la utilizará.


Paula pensó que hablaba de Eduardo como si no le gustara; y no lo entendía.


—Tu padre es un hombre maravilloso.


—¿Y qué tiene eso que ver con el hecho de que cambia de mujer como él cambia de camisa?


Como eso Paula no podía negarlo, se tumbó de lado de espaldas a él.


—No soy una acaparadora. Te dejo la mitad.


—No es lo suficientemente grande —dijo Pedro.


Paula planeaba tumbarse y esperar a que amaneciera, pero lo avanzado de la hora, lo mucho que había trabajado ese día, los eventos de la tarde y todo lo demás habían sido demasiado para ella. De modo que, milagrosamente, se quedó dormida…


Se despertó de una pesadilla en la que un brazo musculoso le agarraba del cuello por detrás y le cortaba la respiración. 


Se incorporó como movida por un resorte y tomó aire para gritar, pero cuando vio aquella habitación pequeña y a ese hombre de pie pegado a la pared de enfrente, volvió a tumbarse.


—Sólo ha sido un sueño —dijo él—. Duérmete otra vez.


—Tengo frío —le contestó ella.


Él alzó la cabeza, como si buscara la intervención divina, y avanzó hasta que pegó con las rodillas en el borde del camastro.

 
—No hay manta.


—No.


Se abrazó las piernas y no desvió la mirada, que tenía fija en el mejor vientre masculino que había visto en la vida.


—Túmbate.


No tenía ni idea de por qué lo obedecía, pero se estremeció de nuevo y se tumbó boca arriba esa vez. Entonces, al notar que él también se tumbaba, aguantó la respiración. Se colocó de lado mirando hacia ella. Colocó una mano debajo de la cabeza y la otra suavemente sobre su estómago.


Paula se estremeció al sentir el roce de su mano sobre su vientre, y buscó algo que la distrajera para no pensar en ello. De pronto se fijó en la trampilla que tenían encima. Si al menos él quisiera subirse…


Le presionó el vientre ligeramente y se inclinó un poco hacia ella.


—Duérmete —añadió con énfasis.


Sí. Como lo único que tenía delante eran esos hombros, ese pecho y esos ojos maravillosos, tuvo que cerrar los ojos. El único problema fue que, como no veía nada, el resto de los sentidos despertaron a la vida. Le llegó el aroma de su cuerpo, a jabón, a madera, a hombre. Su calor y su fuerza parecían empaparle los huesos helados y, sin poder evitarlo, se relajó un poco, porque tal vez, sólo tal vez, fuera un hombre amable y dulce tras toda aquella…


—No roncas, ¿verdad?


Ella abrió los ojos enseguida.


—No. ¿Y tú?


—No —respondió él.


Bajó la cabeza y cerró los ojos.


Mmm. Un problema nuevo. Entre sus caras había unos dos centímetros de separación. No se había afeitado en unos días, supuso, dada la sombra que cubría sus delicadas mejillas. Tenía las pestañas más oscuras y largas que Paula había visto en su vida. Encima de una ceja le notó una cicatriz blanca y fina, y otra en la frente. ¿Dónde se habría hecho esas cicatrices? Tenía la nariz larga y estrecha, la boca, tensa. El pelo tan corto que se le había quedado de punta, y Paula imaginó que raramente utilizaría un peine. Se preguntó si tendría el cabello suave o…


—¿Vas a pasarte toda la noche pensando? —le preguntó él; cuando ella volvió a estremecerse, él suspiró con cierta impaciencia—. De acuerdo, pero sólo lo voy a hacer para que nos demos calor.


La agarró de la cintura y tiró de ella con tal fuerza que le dio la vuelta al mismo tiempo. Paula se quedó con la espalda pegada al pecho de Pedro, las corvas a la parte delantera de sus piernas y todos los demás puntos perfectamente alineados. Todo ello en nombre de «darse calor».


¡Oh, Dios!


Paula intentó dormir, pero le era imposible, allí aguantando la respiración como la estaba aguantando. Detrás de ella, Pedro estaba en silencio, totalmente quieto, sin ejercer ninguna presión indebida con ninguna parte de su cuerpo.


Aun así ella ya le había notado que tenía partes. ¡Y vaya, partes!


Se soltó para poder mirarlo, pero instantáneamente deseó no haberlo hecho. Estaba tan cerca, y parecía tan cálido y fuerte… sexy a rabiar.


Y también enfadado; muy enfadado.


—Lo siento —susurró ella—. Sólo es que… todo se me está viniendo encima —dijo, horrorizada al notar que le temblaba la voz—. Detesto este miedo y este modo de temblar. No quiero molestarte ni impedir que duermas, pero no dejo de preguntarme…


—¿De preguntarte qué? —la interrumpió él.


—Pues si seguirán ahí fuera, y qué pasaría si decidieran volver…


Él volvió a silenciarla poniéndole el dedo sobre los labios. 


Cuando ella no intentó librarse de él, Pedro sonrió.


—Lo ves. A ver si puedes quedarte un rato callada.


Ella le agarró la muñeca y se la apartó de la boca.


—Veo que puedes olvidarte de tus sentimientos y de tus emociones con facilidad, pero yo no —dijo Paula—. Tengo miedo, si quieres que te diga la verdad, y siento claustrofobia aquí dentro. Quiero…


Él notó aquella sensación intensa en los ojos, en los labios.


—¿El qué? —le preguntó Pedro.


—Consuelo —le susurró ella mientras su cuerpo volvía a traicionarla con uno de aquellos estremecimientos tan fastidiosos.


Él suspiró largamente, le puso una mano en la cadera y la estrechó un poco más contra su cuerpo. Allí estaba el consuelo que ella quería. Sin embargo, como él no dejaba de mirarla con esa mirada tan desconcertante, y estaba tan cerca de ella, y era tan grande y despedía tanto calor, y era tan sexy aunque no quisiera serlo, lo que sintió fue algo que quedaba muy lejos de resultar consolador. En un momento casi espiritual, susurró su nombre con una voz que ya no temblaba de miedo, sino de algo imposible de ignorar: una necesidad tremenda, un anhelo imposible de ignorar.


No tenía ni idea de lo que le estaba pasando, pero sí sabía que era mucho mejor que el miedo. Mucho mejor que el frío.


Se puso de lado, de modo que estaban el uno frente al otro, le echó los brazos al cuello y se abrazó a él.


Él, que desde hacía unos momentos le acariciaba con suma suavidad el contorno de la cadera supuestamente para «darse calor», dejó la mano quieta.


—Pau…


Si aquello era un sueño, no quería despertar. Si era una experiencia mística, no se quejaría, pero sin duda algo la empujaba a pegar sus labios a la comisura de los suyos.


Él se quedó totalmente quieto, pero a Pau no le importó. El contacto de sus labios la impregnó de un calor que la conmovió como nada lo había hecho en su vida, y sin pensarlo, empezó a mordisquearle los labios con los suyos.


¿Por miedo? ¿Por nerviosismo? No lo sabía, ni tampoco le importaba; porque la bola de calor que tenía dentro había empezado a echar humo ya. Para atizarla y que el fuego se convirtiera en una hoguera, separó los labios y le agarró el labio inferior con los dientes.


Eso provocó en él un gemido profundo que le brotó de la garganta, una advertencia de la bestia, un gesto que debería haberle impedido continuar. Lo habría hecho así en otro lugar, en otro momento, pero no esa noche.


—Paula, esto es…


Una locura. Lo sabía. Igual que sabía que habían sido los eventos de la noche los que la empujaban a sentirse así; pero no le importaba. Pegó sus labios a los de él, esperando que él cediera también, y no ser ella la única tonta.


Pero Pedro seguía rígido, controlándose con una seguridad que Paula habría admirado en cualquier otro momento. De momento arqueó la espalda lo suficiente para saber que la fina tela de sus boxers no podía ocultar lo que Pedro empezaba a sentir.


—Paula —rugió en tono de inequívoca advertencia.


No. No tenía ninguna gana de que él se pusiera a hablar.


De momento no. Separó los labios y le pasó la punta de la lengua por la comisura de los suyos. Ese gesto fue suficiente para que la bestia se desatara finalmente.


Pedro se zambulló de cabeza en el beso, estrechándola entre sus brazos y apretándola contra su cuerpo mientras le metía el muslo entre las piernas y le daba un beso apasionado y ardiente que sin duda adornaría sus sueños y le haría olvidar las pesadillas provocadas por los eventos de esa tarde.


Oh, sí, desde luego era perfecto. Aquello era precisamente lo que el médico le había recetado para los nervios. Deslizó los dedos entre sus cabellos, notando con placer que los tenía sedosos, en contrapunto con el resto de su persona. 


Con la otra mano le acarició los hombros amplios, el pecho firme, sintiendo la suave curvatura del músculo bajo la piel, y se dijo que aunque tuviera toda la noche no sería suficiente.


Y por su modo de agarrarla, con los dedos de una mano extendidos, sujetándole la cabeza para continuar con la sensual indagación de su lengua, Pedro sentía lo mismo. 


Con la otra mano le acariciaba la cadera, el vientre y el costado, hasta llegar a rozarle el borde del pecho.


Paula no podía pensar, sólo sentía que deseaba más, que necesitaba más, que le hacía falta sentir sus caricias, su cuerpo. Se pegó a él un poco más, lo suficiente para que esos dedos le rozaran la parte inferior de los pechos, y suspiró de placer.


Cuando percibió sus leves suspiros, él empezó a moverse y a acariciarle el pecho con su mano grande, a pasarle el pulgar por encima del pezón, consiguiendo que ella se estremeciera de placer.


Paula quería quitarse la ropa y que se desnudara él también. Quería sentir el calor de su piel, su fuerza impresionante, y olvidarse de lo que le había pasado esa tarde, lo que aún podía pasar.


Ese pensamiento provocó en ella un gemido entrecortado, un grito estrangulado, a lo que él respondió abrazándola con fuerza.


—Calla… —murmuró él—. Sólo estamos tú y yo…


Le deslizó la mano por la espalda hasta que ella se relajó entre sus brazos de nuevo, hasta que estuvo otra vez pegada a él y de camino a la total pérdida de consciencia que tan desesperadamente necesitaba. Entonces, le agarró el trasero con las dos manos, presionándoselo contra una erección impresionante que se le ocurrió que más bien le gustaría sentir entre los muslos. Oh, sí…


Inconscientemente le colocó la pierna encima de la suya, abriéndose de ese modo para que él pudiera embestirla a través de la ropa, y así lo hizo él, al menos lo hizo una vez, antes de quedarse momentáneamente quieto.


Levantó la cabeza y le miró los labios. Paula notó que jadeaba al igual que ella.


—Me ha gustado este cuento antes de irme a dormir —le dijo antes de colocarla de lado, de modo que ya no podía verle la cara.


—Pero…


—Calla —repitió él.


Ella apretó los dientes.


—No puedo callarme.


—Sí que puedes.


—¿Pero… es que no quieres más?


Su risotada fue ronca y cruel.


—Maldita sea, claro que sí.


—Bueno, entonces…


—No va a ocurrir, Pau.


Pedro


Le echó un brazo por el hombro y le colocó el dedo sobre los labios.


—Calla…


¿Cómo podía dejarlo así? Ella se movió un poco y sintió su erección apretándose contra su trasero. Parecía que aún no se había calmado.


—Pero…


—Sé buena y duérmete.


¿Ser buena? ¿Dormirse? ¿Estaba de broma?


¿Ese hombre la había besado y acariciado como ningún otro hombre la había besado y acariciado en su vida, y creía que podía dejarlo así sin más e irse a dormir?


Pedro


Entonces oyó un ronquido leve junto a su oreja y le entraron ganas de ponerse a gritar de frustración. No sabía si lo odiaba o si lo deseaba. Su cuerpo seguía anhelando sus caricias, pero él se había apartado de ella como si no hubiera pasado nada. Sin duda lo odiaba.


Finalmente recostó la cabeza sobre el brazo de él e intentó seguir su ejemplo. El brazo no estaba demasiado mullido, pero le daba calor y olía a gloria.


Y aunque sabía que para él no era nada agradable, se alegraba de que estuviera desnudo; porque eso la ayudaba a olvidarse del resto de las cosas.


A no ser, por supuesto, que empezara a besarla de nuevo.








EN SU CAMA: CAPITULO 3





Pedro se quedó dormido. Estaba en un sitio donde no le dolía la cabeza y donde llevaba ropa puesta…


Pedro —el susurro urgente fue acompañado de un zarandeo.


Allí estaba otra vez la última conquista de su padre, esa ratita menuda de melena castaña y ojos verde musgo de mirada inocente.


¿Sería siquiera mayor de edad?


—¿Pedro?


No tenía ni idea por qué se molestaba en hablar en susurros cuando lo estaba haciendo tan en voz alta que podría haber despertado a un muerto.


—Creo que deberías despertarte ya —añadió antes de volver a sacudirlo por el hombro—. Vamos. Levántate y cuenta hasta diez o lo que sea.


De verdad, esa mujer hablaba más que ninguna mujer que hubiera conocido en su vida.


—Es sólo para estar segura de que no has entrado en coma —otra sacudida de hombro—. Sólo llevas cinco minutos, pero no sé cuánto se debe dejar dormir a una persona con una herida en la cabeza.


—No estoy en coma —dijo sin abrir los ojos; y dormir no era precisamente lo que le interesaba, pero era una manera de pasar el tiempo en lugar de mirar a la dulce y sexy Paula—. Y ya no me sangra la cabeza.


—Aun así creo que no deberías dormir.


En todos esos años que había estado en la Armada y después en la CIA, había aprendido una cosa: a echar un buen sueño aunque dispusiera de cinco minutos. En realidad a él le gustaban más largos. Digamos que ocuparan la noche entera, para que el tiempo pasara si sentir dolor de ninguna clase, pero de todos modos abrió los ojos despacio.


—Estoy bien —dijo él.


—¿Cuántos dedos hay aquí? —le preguntó ella levantando la mano.


Él se la agarró.


—Estoy bien —repitió.


—¿Lo suficientemente bien como para colarte por esa trampilla en el techo? Creo que podríamos escapar por ahí.


A la luz mortecina que entraba por la ventana distinguió el contorno de su figura menuda inclinándose sobre él mientras le colocaba la mano en el pecho. Y no se trataba de que le importara que una mujer lo tocara, lo malo era que le dolía la cabeza tanto, que parecía que le iba a estallar. Y si ella volvía a sacudirlo por el hombro, provocándole esos pinchazos en la cabeza, la echaría sobre el camastro y la inmovilizaría.


—Escapar.


—Lo único que tienes que hacer es trepar y meterte por lo que sea que haya ahí arriba, para después dejarte caer en otra habitación. Y voilá, nos escapamos. Sé que dices que no te criaste aquí, pero seguramente podrás encontrar un teléfono, ¿no?


Había llevado el móvil encima, antes de cometer el error de ir a visitar a Eduardo. Antes de haber derribado a tres de esos cuatro matones, antes de darse cuenta de que tenía otro matón detrás. De pronto había visto las estrellas del golpe que le habían dado con el jarrón, seguramente lo bastante valioso como para alimentar a un pequeño país.


Y pensar que su única intención había sido decirle a su padre que lo dejara en paz… Que dejara de enviarle secretarias sexys y mensajes para que fuera a visitarlo.


En lugar de eso había acabado siendo apuntado por una pistola a manos de unos ladrones. Él, que conocía todas las maneras posibles de matar a un hombre, había sido reducido por unos cuantos tipos que querían vengarse de su padre.


Y por si fuera poco había tenido que soportar ver cómo toqueteaban su pistola mientras él los miraba en calzoncillos. Y si eso no era prueba de que había perdido facultades, de lo acertada que había sido su decisión de abandonar la CIA, entonces no se sabía qué podía haber más claro.


Supuso que podría haber sido peor. Que podrían haberlo matado.


—¿Puedes? ¿Puedes encontrar un teléfono? —repitió ella.


Pedro suspiró con impaciencia y abrió los ojos.


—Seguramente.


—¿Entonces… lo harás?


—No.


Paula pestañeó.


—¿Cómo?


—No —repitió él claramente.


—¿Pero… por qué no?


—Porque es de noche y no hay luz.


Ella lo miró de arriba abajo, y él se alegró de que no le hubieran quitado los boxers porque, sin saber ni cómo ni por qué, y aunque esa chica lo estaba volviendo loco, su cuerpo no parecía querer estar de acuerdo con lo que le decía su cabeza.


—La oscuridad no debería importarle a un tipo como tú —dijo finalmente.


—Saldré cuando sea de día.


—Pero…


—Cuando sea de día —repitió Pedro—. ¿Entonces…. hay algo que quieras hacer para pasar el rato?


—No —contestó ella con voz entrecortada.


—Bien.


Intentó olvidarse de que estaba encerrado en un cuarto con una de las nenas de su padre. Era preciosa, eso tenía que reconocerlo, pero no paraba de hablar. A sus treinta y un años, Pedro se había dado cuenta de que le gustaban mucho las mujeres, pero que las prefería reservadas y calladas… Más parecidas a él.


Pero ésa no parecía poder estarse callada, menos aún mostrarse reservada. Precisamente en ese mismo momento se paseaba de un lado al otro del cuarto.


—No vamos a salir de aquí en unas horas, así que será mejor que dejes de gastar las baldosas del suelo.


Ella se detuvo y lo miró como si hubiera perdido la cabeza.


Y en realidad tal vez la hubiera perdido. Desde luego el antiguo Pedro se habría puesto de pie y habría rescatado a aquella damisela en apuros.


El nuevo Pedro, no el Pedro de la CIA, sino Pedro Alfonso de Contables por Contrato, era dueño de aquella pequeña empresa de contabilidad, con clientes tan reservados como él. Aceptaba los trabajos que quería, como y cuando quería; no recibía órdenes de nadie que no fuera él mismo, y nunca jamás rescataba a damas en apuros.


A no ser que estuvieran relacionadas con su negocio.


Ella colocó los brazos en jarras, un gesto que parecía utilizar mucho para compensar lo baja que era, pero con el que consiguió que él se fijara en su vestido mini de tirantes.


Era verde pálido con flores y en realidad bastante recatado, excepto cada vez que ella se movía de un lado a otro con sus piernas bronceadas y fuertes.


Que, por cierto, las tenía muy bonitas.


—No hay ninguna razón para quedarnos aquí metidos —dijo ella.


—¿Y si te dijera que estamos atrapados?


—De verdad, lo único que tienes que hacer es trepar por…


—He dicho que no.


Paula se cruzó de brazos, y al hacerlo, se le juntaron los pechos.


—Dame una buena razón aparte de que no vayas a ver bien porque no hay luz.


Pedro se estiró, e hizo una mueca al sentir un dolor en la base de la nuca.


—Ésa es la razón principal.


Ella se quedó mirándolo antes de levantar la cabeza para estudiar el acceso, el cual era desde luego lo suficientemente ancho para su cuerpo, y desde luego la mejor ruta de escape.


—No es posible que te dé miedo la oscuridad —ella negó con la cabeza—. No. No me lo trago. Si fuera así, serías un tipo sensible y, francamente, no creo que seas demasiado sensible.


—Esta noche no vas a salir.


—Bien —dijo Paula con firmeza—. Si tú no quieres hacerlo, lo haré yo.


Dejó caer los brazos y se puso derecha, aspiró hondo y se dispuso a sacar fuerzas de flaqueza. De no haber estado enfadado y dolorido, tal vez la hubiera admirado.


—Súbeme —le dijo ella.


Allí tumbado, se echó a reír; era la primera vez que se reía con ganas en toda la noche.


—A ver si me entero. ¿Vas a ponerte a avanzar a gatas por ese ático totalmente a oscuras para caer en una habitación que no conoces, seguramente encima del tipo a quien no conseguí derribar, y entonces qué? ¿Dejar que te den una puñalada?


La expresión firme de Paula vaciló y el miedo salió a la superficie.


—Tienes razón —susurró—. Esto es muy serio, y creo que ahora es cuando empiezo a darme cuenta.


Entonces pestañeó con esos ojos tan enormes y expresivos que tenía y se abrazó. Y Pedro se sintió como un cretino.


Cerró los ojos antes de hablar.


—Vas a tener que esperar. Eduardo se dará cuenta de que no apareces y vendrá a buscarte.


—Está en El Cabo pasando un par de días con una de sus amigas.


Eso le hizo abrir los ojos otra vez.


—Pensaba que tú eras la novia.


—Tú… que yo… —balbuceó antes de echarse a reír.


Se echó a reír con tantas ganas, con tanta sinceridad, que Pedro se sintió más relajado, lo cual quería decir que su padre no había seducido a esa mujer que era demasiado bonita y demasiado joven para él.


—Tengo veintiséis años —le informó finalmente—. Soy más que mayor de edad. Y no es que esto sea asunto tuyo, pero no soy la novia de tu padre. Trabajo en su agencia de trabajo temporal.


—Ah.


No quería analizar por qué eso le hacía sentirse mucho mejor, de modo que cerró los ojos otra vez.


Se oyó un ruido y abrió un ojo. Paula estaba sentada junto a la puerta cerrada, abrazándose las piernas, con aspecto desvalido. Tenía las rodillas levantadas y la frente apoyada sobre las rodillas.


Bien. Aquel era un buen sitio para ella, lejos de él, y con la boca cerrada por una vez, afortunadamente.


Cerró los ojos para no pensar en nada, pero le pareció oír cómo le castañeteaban los dientes.


—Maldita sea, ven para acá —le dijo él.


Ella levantó la cabeza y, a la luz que entraba por la ventana, Pedro vio su expresión. Ese genio que había demostrado se había quedado en nada. Sus ojos llorosos habían adquirido la tonalidad de las hojas bajo la lluvia y tenía los labios algo temblorosos. En el cuello empezaban a salirle unos cardenales.


¡Maldición!


—¿Estás bien? —le preguntó él.


—Dame un momento —se frotó la cara con las dos manos—. Sé que estoy hablando y hablando sin parar, pero es por los nervios y el miedo. Intentaré dejarlo, te lo prometo.


Se sentó despacio. Como no se sentía nada mareado, cosa que le pareció buena señal, se arriesgó a ponerse de pie. 


Descalzo y desnudo salvo lo esencial, avanzó unos pasos en dirección a la chica.


—Túmbate tú en el catre.


Ella le miró las rodillas y negó con la cabeza.


—Paula.


Ella lo ignoró. Como él llevaba ya más de media hora intentando ignorarla, entendía la reacción. Pero tenía miedo de que tal vez la chica estuviera entrando en estado de shock postraumático, y eso era algo que él no podía ignorar. 


Se agachó a su lado con la intención de comprobarle el pulso y la agarró de la muñeca.


Asustada, ella retiró la mano y se pegó contra la pared.


—Déjame —susurró, avergonzada al ver que se le saltaban las lágrimas.


Él la había asustado, y eso era algo que detestaba. Antes de ese día, nada la había asustado.


—Eh —alzó las manos y continuó observándola—. Soy yo.


—Lo sé —respondió Paula.


Y lo sabía; pero había tenido un momento malo durante el cual la imaginación la había llevado de nuevo al salón de Eduardo, donde ese tipo con la sudadera sucia la había agarrado y…


Pedro le tomó la mano.


—Soy yo —repitió en voz baja.


—Lo sé, lo sé…


—Quiero que te tumbes y te relajes.


—¡Relajarme! —ahogó una risotada histérica—. Claro, voy a relajarme. Ahora mismo.


—Estupendo, porque estás muy tensa.


—Bueno, sí, no he tenido un buen día.


—Lo sé —la miró en silencio un rato—. ¿Tienes frío?


Sí. Tenía frío. Y tenía hambre. Y estaba cansada. Y, aparentemente, estaba permitiendo que esa situación la afectara demasiado.


—Vamos —le dijo.


Él estaba arrodillado delante de ella y movía los dedos, como queriéndole decir que podía tomarle la mano.


Paula cerró los ojos. No quería tomarle la mano. Quería que se la tragara la tierra. Además, quería estar sola.


—Duérmete —le dijo ella.


—Ahora no puedo.


Por supuesto que no. Que el cielo no permitiera que nada le fuera bien esa noche