viernes, 12 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 13





Una sombra ocultó el sol y Paula, relajada en la tumbona, abrió los ojos.


–Te vas a quemar si sigues al sol –la voz de Pedro convertía la advertencia en una seductora samba. Esa voz tan masculina, ese acento, todo en él la ponía nerviosa.
Incluso después de varias semanas en la isla no era inmune al atractivo de aquel hombre. Y lo había intentado, cómo lo había intentado.


Tuvo que tragar saliva al ver la piel dorada bajo la camisa abierta, los pantalones cortos destacando la perfección de los fuertes muslos.


–Me he puesto crema solar –fue todo lo que pudo decir.


Nunca había conocido a un hombre tan atractivo como Pedro. A pesar de sus esfuerzos para borrar de su memoria la noche que compartieron, se recordaba a sí misma apretada contra el glorioso cuerpo masculino, acariciando esos poderosos brazos.


Nunca había pensado que lamentaría el final de las náuseas matinales, pero habían desaparecido y sin esa distracción era más consciente del hombre que estaba a su lado.


–Espera –Pedro tomó el bote de crema–. Deja que te ponga…


–¡No! Gracias, lo haré yo misma.


No necesitaba sentir las manos de Pedro en su cuerpo.


No la había tocado, pero el brillo intenso en sus ojos oscuros era la prueba de que tampoco él había olvidado esa noche. 


Su único objetivo era decidir cuál iba a ser su futuro y el de su hijo, pero se sentía increíblemente atraída por aquel hombre que era casi un extraño.


Lo último que necesitaba era dejar que otra persona tuviese algún poder sobre ella. No se apoyaría en nadie para criar a su hijo. Estaba decidida a protegerlo de cualquier influencia negativa y eso incluía a hombres obsesionados por controlarlo todo.


Al menos Pedro la había dejado en paz durante esas semanas, al contrario que su tío, cuyas constantes llamadas y mensajes empezaban a sacarla de sus casillas.


Suspirando, se puso crema solar en los brazos, el escote y las piernas. Sentía la mirada de Pedro clavada en ella y era casi como si estuviera tocándola.


–¿Y la espalda?


Como respuesta, Paula se puso una camisa de lino color turquesa y vio que Pedro esbozaba una burlona sonrisa.


–Eres una mujer muy independiente.


–¿Y qué hay de malo en eso? Tú eres un hombre independiente –replicó ella.


–Nada, yo admiro la independencia. Sé que puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.


Paula había abierto la boca para preguntar qué quería decir con eso cuando Pedro se puso de rodillas frente a la tumbona. De inmediato, una ola de deseo calentó su sangre.


–No te has puesto crema aquí –murmuró él.


Estaba tocándola, pero no de manera sensual sino con el ceño fruncido, en un gesto de concentración, mientras ponía crema solar en su nariz como si fuera una niña.


Y Paula no se sentía precisamente como una niña.


Las pestañas de Pedro eran largas, negras y lustrosas, enmarcando unos ojos de color chocolate. El sol hacía brillar su piel y Paula tuvo que contener el aliento.


Lo deseaba. Deseaba que la tocase. Necesitaba su cuerpo y, sobre todo, su ternura con una urgencia que la sorprendía.


Sí, Pedro podía ser tierno cuando le convenía, pero Paula no podía olvidar que la había dejado después de pasar la noche con ella, cuando empezaba a preguntarse si por fin había encontrado a alguien que la valoraba por sí misma.


Paula se apartó. Nunca había deseado tanto a un hombre.


 ¿Serían las hormonas del embarazo?


Él la miraba fijamente, pero no podía saber lo que estaba pensando. Había aprendido a esconder sus pensamientos mucho tiempo atrás.


Pedro levantó la mano para ponerse crema en el torso y ella tragó saliva de nuevo. ¿Cómo no iba a mirarlo cuando a la luz del sol parecía una deidad, el epítome de la potencia masculina?


–¿Y esa cicatriz?


Él miró la cicatriz sobre sus costillas.


–El roce de un cuchillo –respondió, encogiéndose de hombros.


Paula lo miró, perpleja.


–¿En serio?


–Claro.


–¿Y esa otra? –preguntó, señalando una antigua marca sobre la cadera.


–¿Por qué sientes tanta curiosidad?


No parecía dispuesto a responder, pero no se mostraba superior o burlón. Al contrario, la miraba directamente a los ojos.


–Quieres que me case contigo, pero no sé nada sobre ti.


Era la primera vez que mencionaba el matrimonio desde que llegaron a la isla, como si de mutuo acuerdo hubieran decidido evitar el tema, y se preguntó si habría abierto la caja de Pandora.


¿Intentaría Pedro convencerla para que se casara con él? 


Esa sería la táctica de su tío, presionarla para conseguir lo que quería.


Él se cruzó de brazos, como pensando la respuesta, hasta que por fin dijo:
–Otro cuchillo.


–¿No era el mismo?


–No.


El monosílabo no era una explicación, pero no parecía dispuesto a decir nada más.


–¿Cuando eras joven te metías en muchos líos?


Pedro negó con la cabeza.


–Me salía de líos más bien. Hay una gran diferencia.


Paula tragó saliva. ¿Sabría que sentía la tentación de alargar la mano para explorar su torso desnudo?


Por supuesto que lo sabía. La observaba como un halcón, buscando cualquier señal de debilidad.


–Soy un superviviente, por eso sigo aquí, porque hice lo que tenía que hacer para cuidar de mí mismo. Yo nunca empecé una pelea, pero terminé muchas.


No había petulancia en su tono, lo decía con toda tranquilidad, sin vanidad alguna.


Ella había tenido problemas en la vida, pero no había tenido que pelearse para sobrevivir.


–Parece que has tenido una vida muy dura.


Algo brilló en sus ojos, algo que no había visto antes.


–Podríamos decir que sí.


Pedro se levantó abruptamente y le ofreció su mano, pero Paula apartó la mirada, fingiendo que no se había dado cuenta. Nunca había sido una cobarde, pero se levantó sin aceptar su mano porque el menor roce de Pedro la hacía temblar.


–¿Y tú? ¿Esa cicatriz en la nuca?


Paula torció el gesto. No podía ver la cicatriz, oculta por la coleta, de modo que debía recordarla de esa noche, cuando la había acariciado por todas partes como si quisiera memorizar cada centímetro de su cuerpo.


–Me caí de la barra.


–¿Qué?


–En el equipo de gimnasia nos subíamos a una barra de equilibrio y esto… –Paula se llevó una mano al cuello– fue un accidente cuando estaba aprendiendo.


–¿Eres gimnasta? –exclamó Pedro, atónito.


–Lo era, ya no –respondió ella, sin poder disimular su amargura–. Soy demasiado mayor para la competición.


Pero esa no era la razón por la que ya no practicaba un deporte que la fascinaba o por qué no era entrenadora. Lo había aceptado años antes, de modo que la punzada de pena la pilló por sorpresa.


¿Podría el embarazo despertar nuevas sensaciones?


A pesar de la comodidad de la isla, Paula no era capaz de tranquilizarse. Sus emociones estaban demasiado cerca de la superficie, tal vez después de tantos años reprimiéndolas.


–Voy a estirar las piernas un rato.


Había sido un simple intento, pero no le sorprendió que Pedro apareciese a su lado.


En silencio, caminaron un rato por la arena. En realidad se sentía cómoda en su compañía. Si pudiese olvidar a Pedro como amante…


–¿Por qué? –le preguntó cuando no pudo aguantar más–. ¿Por qué quieres casarte conmigo? No tenemos que casarnos.


–Tus padres estaban casados, ¿verdad?


–Sí, pero esa no es una buena recomendación –Paula no se molestó en esconder la amargura mientras se inclinaba para agarrar una caracola.


–¿No eran felices?


–No, no lo eran –murmuró ella, suspirando. ¿Por qué no contárselo? Tal vez así entendería su rechazo al matrimonio–. Fue un matrimonio concertado por razones dinásticas. Mi madre era una mujer bella, de familia aristócrata y rica, por supuesto –Paula hizo una mueca. La familia real de Bengaria siempre había concertado matrimonios de conveniencia–. Mi padre no era un hombre cariñoso y no se entendían.


Sabía eso por las historias que le habían contado. Su madre había muerto tanto tiempo atrás que solo tenía vagos recuerdos de ella.


–Eso no significa que todos los matrimonios estén destinados a fracasar.


–¿Tus padres eran felices?


Si él había crecido en una familia unida, eso podría explicar su interés en el matrimonio.


–Lo dudo.


–¿No lo sabes?


–No recuerdo a mis padres.


–¿Eres huérfano?


–No pongas esa cara. He tenido mucho tiempo para acostumbrarme –la sonrisa de Pedro no llegaba a sus ojos.


–¿Entonces por qué quieres casarte?


–Porque quiero ser parte de la vida de mi hijo. O mi hija. No estoy interesado en ser un padre ausente. Mi hijo me tendrá a su lado para apoyarlo –anunció, con expresión implacable.


Paula sintió un escalofrío. Parecía estar diciendo que su hijo solo lo necesitaba a él. ¿Dónde quedaba ella entonces?
Pero Paula estaba dispuesta a proteger a su hijo pasara lo que pasara.


–No confías en que pueda ser una buena madre, ¿verdad? Me estás juzgando por lo que has leído en la prensa.


Sí, había ido a muchas fiestas, pero la realidad no se parecía nada a lo que habían descrito los medios. Su notoriedad había ganado vida propia, con historias inventadas por hombres a los que no conocía de nada…


Pedro negó con la cabeza.


–No estoy juzgándote, Paula. Sencillamente, estoy diciendo que no voy a aceptar una relación a distancia con mi hijo.


¿De verdad estaba interesado en cuidar y proteger a ese niño o niña? Paula haría lo que tuviese que hacer para asegurar el bienestar de su hijo y la idea era tentadora.


¿Pero cómo iba a confiar en un hombre al que no conocía?


–¿Qué clase de hombre sería si te dejase a ti toda la responsabilidad?


Pedro no sabía cuánto desearía tener su apoyo en ese momento, pero la responsabilidad sin cariño era una combinación peligrosa. Así era como Cyrill había envenenado su vida y la de Stefano.


–Tengo que pensar, Pedro


–¿Nuestro hijo tiene derecho a tener un padre y una madre? –la interrumpió él–. ¿No merece la seguridad que los dos podemos darle?


–Sí, pero…


–No hay ningún pero, Paula –Pedro puso las manos sobre sus hombros–. Me niego a abandonar a mi hijo. Quiero que viva seguro, cuidar de él y protegerlo de todos los peligros. Quiero que nunca se sienta solo. ¿Eso es un crimen?


De repente, era como si se hubiera quitado la máscara, revelando al hombre que era en realidad; nada que ver con el ser frío y controlador que mostraba ante el mundo. Un hombre cuyas manos temblaban por la fuerza de la emoción que veía en sus ojos.


¿Era eso lo que le había pasado? ¿No había tenido a nadie que cuidase de él, que lo protegiese?


Paula recordó sus cicatrices o cuando hablaba de su independencia como si esa fuese la diferencia entre la vida y la muerte.


¿A qué habría sobrevivido Pedro? ¿Cuánto tiempo habría tenido que defenderse por sí mismo, sin nadie que lo ayudase?


Pero sabía que era mejor no preguntar. Pedro Alfonso era cualquier cosa salvo un libro abierto. Había revelado algo de su vida a regañadientes, seguramente para convencerla de que aceptase su proposición.


–Claro que no es un crimen –respondió, con voz temblorosa.


–Entonces estás de acuerdo –en los ojos de Pedro había un brillo de triunfo–. El matrimonio es la única opción.


–Yo no he dicho eso –Paula dio un paso atrás… o intentó hacerlo porque él se lo impidió tomándola del brazo.


Su calor la envolvía impidiéndole pensar con claridad.


–Podría convencerte –Pedro inclinó la cabeza, rozando su frente con los labios–. Has mantenido las distancias desde que llegamos aquí y yo he dejado que fingieras, pero los dos sabemos que hay una conexión entre nosotros. No puedes negarla. Está ahí cada vez que me miras, cada vez que te miro. No ha desaparecido.


Pasó las manos por su espina dorsal, apretándola contra él, y Paula dejó de respirar al notar el rígido miembro contra su vientre.


Cerró los ojos, intentando apartarse, pero no podía hacerlo. 


Podría escapar, pero no quería.


Al contrario, se apretó más contra él, poniéndose de puntillas, notando que él contenía el aliento. Se habría sentido triunfante si no estuviera ahogada de deseo.


Tenía razón; intentaba ignorar lo que había entre ellos. Era por eso por lo que estaba tan inquieta, no solo por el embarazo y las preguntas sobre su futuro.


Intentar mantener las distancias mientras se veían diariamente había sido inútil. Su potente carisma deshacía el control que había querido ejercer sobre sí misma.


Paula echó la cabeza hacia atrás cuando él inclinó la cabeza para besar su cuello.


–Te gustaría que te convenciera, ¿verdad? Sería un placer para los dos. Un placer que nos hemos negado durante demasiado tiempo –su boca era ardiente y sensual, los eróticos mordiscos haciendo que sus pezones se levantasen como con vida propia.


Pedro tiró de las braguitas, haciendo que el pulso latiese entre sus piernas. Paula se quedó sin aliento. Sería tan fácil dejarse llevar, pero el recuerdo de Andreas, con su practicada seducción, que ella había sido demasiado ingenua como para identificar le vino a la memoria. Andreas, que la había utilizado…


Pedro empezó a besar su cuello y Paula sintió que sonreía sobre sus labios.


Sabía perfectamente cómo seducirla.


Por fin, decidida, dio un paso atrás. Respiraba agitadamente y le temblaban las piernas temblorosas como si hubiera corrido para salvar la vida. Le sorprendía haber podido apartarse cuando su cuerpo quería lo contrario.


Paula vio varias emociones en el rostro de Pedro: sorpresa, furia, deseo y determinación.


Si volvía a tocarla, estaría perdida. Incluso sabiendo que todo era planeado para convertirla en masilla entre sus manos.


No era su seducción contra lo que luchaba sino contra sí misma.


En el silencio, lo único que oía era el latir de su sangre en los oídos.


–No –escuchó su propia voz, mirando las marcas que sus uñas habían dejado en el torso masculino.


Una cosa era dejarse llevar por el deseo cuando ambos querían, otra muy diferente dejar que un hombre se aprovechase de su debilidad.


–Por favor –dijo con voz ronca, el orgullo destrozado. Solo quería esconderse, avergonzada de haber respondido de ese modo, pero hizo un esfuerzo para abrir los ojos–. Si tienes un poco de respeto por mí, si quieres que haya alguna posibilidad para nosotros, no vuelvas a hacer eso a menos que lo sientas de verdad.








LA PRINCESA: CAPITULO 12





Pedro paseaba inquieto por la terraza, la bandeja de café y el ordenador portátil olvidados. Podía ver a Paula hablando por teléfono a través de la cristalera y tenía que hacer un esfuerzo para no entrar y quitárselo de la mano.


Y eso precisamente hizo que se detuviera.


Él no se inmiscuía en la vida de los demás. Nunca había estado lo bastante interesado como para hacerlo, pero al ver a Paula ponerse firme frente al escritorio sintió el incontenible deseo de romper el hábito de toda una vida.


¿Qué estaría diciéndole el rey? Por lo que podía ver, ella no había tenido oportunidad de decir mucho. Sin embargo, su postura lo decía todo. Tenía la espalda rígida y paseaba con precisión militar, como un soldado en un desfile, con los labios apretados, los hombros levantados.


Llevaba los pantalones capri y el top amarillo que había llevado en la playa, cuando parecía un reflejo del sol, brillante y llena de vida. En su estudio, sin embargo, con el ceño fruncido, parecía una mujer diferente.


Podía oír su voz, pero no lo que decía. Hablaba con sequedad, poniendo énfasis en cada palabra. Con la barbilla levantada, parecía lo que era: una aristócrata, altiva y fría.
Pedro sintió una punzada de deseo al verla replicar de esa forma a un rey. Una mujer segura de sí misma no había sido nunca su fantasía; más bien al contrario, él siempre era el cazador, el que ponía las reglas.


¿Era por eso por lo que su noche en el hotel había sido tan memorable? ¿Porque se trataban de igual a igual, sin que ninguno controlase al otro?


Si era así, ¿por qué sentía ese extraño deseo de protegerla? 


Tenía que ser por el embarazo. Desde que descubrió que estaba embarazada, el bebé se había convertido en el centro de sus pensamientos, rivalizando incluso con sus negocios, que le habían dado un propósito, una identidad durante toda su vida adulta.


Pedro respiró agitadamente, sabiendo que estaba pisando un terreno que no le resultaba familiar.


Tardó unos segundos en darse cuenta de que Paula había cortado la comunicación y estaba de pie en medio del estudio, con los hombros caídos, las manos apoyadas en el escritorio en un gesto de profundo agotamiento.


Algo se encogió en su pecho; la misma preocupación que había sentido cuando la dejó en el hotel. Cuando, a pesar de su enfado y su altivez, había intuido que algo no iba bien.


–¿Paula? –Pedro entró en el estudio y ella se irguió.


–¿Sí?


Fingía ser una fría princesa, pero el brillo de emoción en sus ojos decía que era una pose.


–¿Qué quería?


Ella arqueó una ceja, como sorprendida por su temeridad de cuestionarla.


–Al rey Cyrill no le ha hecho gracia que sus asesores le hayan hablado de un posible embarazo.


–Han sido rápidos.


Paula apretó los labios.


–Siempre lo son cuando se trata de mí.


–¿Y qué le has dicho? ¿Has confirmado el embarazo?


Pedro desearía saber algo más sobre Bengaria. Él no tenía ningún interés en los pequeños reinos europeos hasta que alguien le había dicho que Paula era la famosa princesa que aparecía tan frecuentemente en las revistas del corazón.


¿Se llevaría bien con el rey, su tío? La conversación parecía haberla dejado agotada, aunque intentaba disimular.


–Le he dicho que no era asunto suyo –respondió Paula, desafiante–. No iba a ganar nada mintiendo. Tendré que enfrentarme con el problema tarde o temprano.


–¿Problema? ¿Porque no estás casada? –Pedro no sabía nada de casas reales salvo que sus vidas parecían muy tradicionales.


Paula hizo una mueca de amargura.


–No estoy casada, no tengo una relación, no estoy saliendo con un hombre aprobado por el palacio. No estoy haciendo nada de lo que una princesa de Bengaria debería hacer.


–¿Y qué se supone que deberías hacer?


Paula levantó la cabeza, mirándolo como miraría a un oponente.


–Ser respetable, seria, discreta y casarme con un príncipe o al menos un noble. No salir en las revistas del corazón, salvo en artículos aprobados por el palacio, y no provocar escándalos, particularmente ahora.


–¿Por qué ahora?


¿Por qué no se había molestado en averiguar algo sobre el país de Paula?, se preguntó Pedro, furioso consigo mismo.


Porque solo pensaba en su negocio, para eso vivía. Su negocio era toda su vida y lo había convertido en lo que era.


Paula se irguió de nuevo, pero sin mirarlo a los ojos.


–Me gustaría decir que es porque mi país sigue de luto por Stefano, pero no es así. La verdad es que Cyrill no quiere escándalos cuando está a punto de ser coronado.


Pedro hizo una mueca.


–¿No es el rey?


–Cyrill es mi tío, el hermano pequeño de mi padre, que era el rey de Bengaria. Cuando murió, Cyrill se convirtió en el regente durante once años, hasta que Stefano cumplió los veintiuno –Paula contuvo el aliento–. Stefano era mi hermano gemelo y heredero al trono de Bengaria. Murió en un accidente hace dos meses.


¿Dos meses? Su hermano había muerto un mes antes de que se conocieran, pero Paula no actuaba como una mujer rota por el dolor.


¿Pero qué sabía él del dolor o la pena por un ser querido? Él nunca había tenido siquiera un buen amigo y menos una familia.


–¿No te cae bien tu tío?


–No puedo soportarlo –Paula hizo una pausa–. Era nuestro tutor tras la muerte de mi padre y se portaba como un rey, aunque no lo era –la nota de amargura en su voz lo decía todo sobre la relación–. Incluso después de que Stefano fuese coronado, Cyrill intentaba manipular la opinión pública cada vez que mi hermano intentaba instigar cualquier cambio.


–Pero te has librado de él. Ya no tiene ningún poder sobre ti.


Paula miró el jardín por la ventana. Era un jardín precioso, sereno, pero tras las amenazas de Cyrill nada lograba tranquilizarla.


Una vez más, su tío amenazaba con poner su vida patas arriba.


–No es tan sencillo –tontamente, había pensado que lo sería. Stefano había muerto y ella no tenía interés en la política, pero seguía siendo la princesa de Bengaria, algo que su tío había dejado bien claro.


–¿Qué ocurre, Paula? –la voz de Pedro hizo que levantase la mirada.


Entre Pedro y su tío no había ninguna posibilidad de vivir en paz. Lo que necesitaba era tiempo para pensar, alejada de hombres dominantes, aunque uno de ellos hiciera que se cuestionase esa necesidad de estar sola.


–¿Vas a contármelo o tendré que llamar a tu tío?


Ella lo fulminó con la mirada.


–No soy una niña, no tienes que pedir explicaciones a mis parientes.


–Yo creo que tu tío tiene muchas explicaciones que dar.


En una pelea entre Cyrill y Pedro… ¿quién ganaría? ¿Su tío, con su altivez y sus mentiras o Pedro, con su aire de autoridad y sus millones?


–Además, mi tío no hablaría contigo.


–Nadie es tan inaccesible –Pedro se cruzó de brazos, enarcando una ceja–. ¿Por qué sigues sin ser libre de él?


Suspirando, Paula se dejó caer en un sillón.


–Porque dependo de su dinero, así de sencillo.


Y tonta que era, no había pensado en ello. ¿Cómo no se le había ocurrido?


Porque estaba rota de dolor, luchando para levantarse cada día tras la muerte de Stefano sin mostrar su dolor en público. 


Había pensado que podría cortar toda relación con Bengaria… qué ingenua. Especialmente después de haber sufrido las maquiavélicas maniobras de su tío en primera persona.


Cada céntimo que tenía estaba secuestrado por orden de Cyrill. ¿Cómo iba a encontrar un hogar para su hijo cuando todo lo que tenía pertenecía a la corona de Bengaria?


Paula tuvo que morderse los labios para no llorar.


–¿Ha amenazado con dejarte sin dinero? –le preguntó Pedro.


–Ha secuestrado mi pensión, el dinero invertido por mis padres –Paula suspiró de nuevo–. Y ha amenazado con congelar todas mis posesiones, incluyendo mi cuenta personal.


–¿Tiene derecho a hacer eso?


–Es el soberano de Bengaria y tiene control sobre todos los miembros de mi familia –respondió Paula. Pero ese era un poder del que ni siquiera su estricto padre hubiera hecho uso–. Es legal, aunque no es ético.


Así era Cyrill. Haría cualquier cosa para salirse con la suya.


¿Quién hubiera imaginado que sus planes la incluirían a ella después de los problemas que habían tenido siempre?


Se preguntó si de verdad la quería de vuelta en Bengaria o era un elaborado plan para hacerla sufrir por haberlo desobedecido.


Pedro se sentó a su lado.


–No te faltará nada estando conmigo.


–Pero no he accedido a casarme contigo –replicó Paula, el corazón latiendo en su garganta.


Él no dijo nada. No tenía que hacerlo. Era un hombre acostumbrado a dar órdenes y a que estas fueran obedecidas y en aquel momento la deseaba a ella.


Corrección: deseaba a su hijo.


Helada hasta los huesos, Paula se cruzó de brazos, como para protegerlo.


Pedro y Cyrill tenían mucho en común; los dos querían controlarla para conseguir sus objetivos. Los dos querían a su hijo, Pedro por razones que aún no entendía, su tío porque llevaba sangre real y era un peón potencial en sus planes para extender el poder de la corona.


–Pues entonces busca un trabajo –dijo Pedro, con tono impaciente.


Paula había tenido que sufrir ese tono en muchas ocasiones con gente que no la conocía y creía los cotilleos de la prensa.


Estaba a punto de esconder sus sentimientos tras el habitual desdén, pero algo la detuvo.


La opinión de Pedro no debería importarle porque ya había demostrado lo poco que la valoraba, pero estaba cansada de ser juzgada por los demás.


–¿Crees que no lo he intentado? ¿Quién me tomaría en serio, especialmente cuando la prensa empezase a perseguirme, molestando a mi jefe y al resto de los empleados? ¿Haciendo apuestas sobre el tiempo que aguantaría en el trabajo?


Su reputación la perseguía: la chica alegre, frívola, incapaz de ser responsable. ¿Cuántas veces había intentado hacer algo que mereciese la pena… para que enseguida le robasen la oportunidad?


La última vez, los paparazis habían acampado frente al colegio para niños con necesidades especiales en el que trabajaba como voluntaria, poniendo nerviosos tanto a profesores como a alumnos hasta que, por fin, el director había tenido que pedirle que no volviese.


–Lo he intentado –dijo Paula. Lo único que le quedaba era su independencia. Había luchado mucho para conseguirla y tenía que ser fuerte.


Se levantó porque necesitaba moverse, pensar, pero Pedro la tomó del brazo antes de que pudiera dar un paso.


Paula levantó la barbilla como para distanciarse de él. ¿Era un gesto inconsciente o un movimiento ensayado para asustar a los plebeyos como él?


Sin embargo, Pedro sabía instintivamente que bajo ese aire altivo había un mundo de dolor.


Él sabía leer a la gente; era una habilidad que había cultivado y explotado de niño para saber qué adultos responderían a un niño hambriento con algo de comida y cuáles con una patada. Durante todo ese tiempo, su comprensión rara vez se había convertido en empatía.


¿Pero qué otra cosa podía explicar ese deseo de protegerla? ¿La necesidad de envolverla en sus brazos y apretarla contra su corazón?


Paula tenía ojeras y no podía disimular el temblor de sus labios. Lo intentaba, pero él sabía que el miedo de la princesa Paula de Bengaria era más profundo que la falta de fondos.


–Haga lo que haga, tu tío no puede tocarte aquí.


Lo había dicho para tranquilizarla, pero sintió que se ponía tensa.


–Yo no he dicho que vaya a quedarme.


Pedro apretó los labios. Se negaba a aceptar que su hijo creciera lejos de él.


Su hijo.


Esas palabras eran como rayos de luz que iluminaban el espacio vacío en su alma; un alma que no había sabido existiera hasta ese momento.


Nunca había pensado en formar una familia y, sin embargo, sabía que era parte de la vida de ese niño. Su hijo tendría un padre, una familia, la que él nunca había tenido. Jamás estaría solo ni tendría miedo, jamás le faltaría nada.


Pedro apretó el brazo de Paula.


Él luchaba por lo que quería. No habría sobrevivido en las favelas de Río si no hubiese aprendido pronto a tomar la vida por el cuello.


Pero había más de una forma de conseguir lo que quería. 


Sabía que Paula no era la chica frívola que todo el mundo pensaba. Lo había intuido desde el primer momento, pero lo que le había contado sobre las intenciones de su tío y la angustia en su expresión cuando le dijo que buscase un trabajo lo habían dejado claro.


–Suéltame. Me estás haciendo daño.


Pedro puso los labios sobre el pulso que latía en su muñeca.


–Suéltame –insistió ella, con voz temblorosa.


Ese tono le recordaba sus gemidos de gozo la primera vez que estuvieron juntos y sentía el mismo calor saturando su piel.


–¿Y si no quisiera hacerlo? –murmuró, sintiendo el temblor de sus manos en la entrepierna.


Era una advertencia de que el seductor podía ser el seducido, pero Pedro no tenía duda de quién llevaba el control. Retendría a Paula allí como fuera, pero sería mejor convencerla de que quería quedarse.


–Quiero que te quedes.


–¿De verdad?


Pedro la tomó por la cintura y lentamente, para convencerla, besó su muñeca, su antebrazo… cuando llegó al codo la oyó suspirar.


La deseaba con todas sus fuerzas.


No solo el hijo que esperaban, sino a ella.


Cuando besó su hombro la oyó suspirar de nuevo y tuvo que disimular una sonrisa de triunfo.


Se quedaría.


Su entrepierna estaba dura como el acero mientras buscaba sus labios, desesperado… pero Paula se apartó.


Sorprendido, Pedro no fue lo bastante rápido.


Paula respiraba agitadamente, llevándose una mano al pecho como para controlar los latidos de su corazón.


Parecía desconcertada, asustada y, sin embargo, se irguió como para repeler un ataque. Levantó la barbilla en un gesto que ya le resultaba familiar, pero sus mejillas se habían teñido de rubor.


Podría seducirla, estaba seguro. La había sentido temblar, a punto de rendirse. ¿Pero a qué precio?


Por primera vez en su vida, Pedro no aprovechó una oportunidad. No porque no la desease sino porque Paula no estaba preparada.


–Quiero hacerte una proposición.


–¿Qué tipo de proposición? –preguntó ella, recelosa.


–Quédate aquí para que nos conozcamos un poco mejor. 
Relájate, recupérate hasta que pasen las náuseas. Tómate un tiempo libre y no te preocupes por tu tío. Él no puede hacer nada desde Bengaria –Pedro señaló los ventanales–. Nada, come, duerme y usa mi casa como un hotel privado. Después, hablaremos.


–Tu hotel privado.


Él asintió con la cabeza, impaciente.


–Es mi casa.


No le contó que tenía un apartamento en la ciudad y varias residencias por todo el mundo. No tenía intención de apartarse de Paula. ¿Cómo iba a seducirla si no estaba allí?


Pero cuando ella lo miró con los ojos brillantes tuvo la sensación de que conocía sus intenciones.


–Con una condición –dijo Paula por fin–. No habrá presiones. Seré tu invitada y espero que respetes mi privacidad.


–Por supuesto.


–Cuando quiera marcharme, no me pondrás trabas. Estoy aquí por voluntad propia y me niego a dejar que controles todos mis movimientos.


Pedro asintió con la cabeza, preguntándose cuánto tiempo tardaría en convencerla de que no era privacidad lo que necesitaba.








jueves, 11 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 11




Paula salió de la casa unos minutos después de que la ginecóloga se hubiera ido. Sin duda, Pedro estaría hablando con ella en ese momento, recibiendo confirmación del embarazo.


Apresuró el paso y se quitó las sandalias cuando llegó a la playa. Le gustaría correr por la arena hasta quedar sin aliento, nadar hasta que estuviera lejos de la mansión, llena de empleados, escalar por las rocas que había al otro lado de la playa…


Cualquier cosa para volver a sentirse libre, aunque solo fuera durante unos minutos.


Paula suspiró. Debía ser más juiciosa a partir de aquel momento. Podía correr, por supuesto, pero el guardaespaldas que iba tras ella pensaría que alguien la amenazaba. Si le explicaba por qué corría, se sentiría obligado a correr a su lado, arruinando así la diversión.


Miró hacia atrás y allí estaba, una figura enorme intentando, sin éxito, mezclarse con los arbustos.


¡Incluso en Bengaria había tenido más libertad!


Paula se metió en el agua hasta las pantorrillas, dejando que las olas acariciasen sus piernas. Respiraba profundamente, intentando concentrarse en su pulso.


Hacía años que no practicaba las técnicas que había usado en las competiciones de gimnasia, pero si alguna vez había necesitado estar tranquila era en aquel momento.
Iba a ser madre.


La alegría se mezclaba con el miedo. A pesar de las circunstancias, no lamentaba estar esperando un hijo. 


¿Tendría lo que hacía falta para criarlo y cuidar de él como merecía? ¿Sabría ser una buena madre?


No tenía a nadie a quien pedir ayuda, nadie en quien confiar. 


Solo a Pedro, un extraño que veía el niño como una responsabilidad.


Pensó entonces en aquellos que podrían tener algo que decir sobre el futuro de su hijo: sus parientes. Paula sintió un escalofrío. Pasara lo que pasara, mantendría a su hijo a salvo de sus parientes y de los consejeros de la corte de Bengaria, que obedecían las órdenes de su tío.


Y sus amigos…Paula se mordió los labios. Había dejado de buscar amigos en Bengaria mucho tiempo atrás, cuando los pocos que tenía fueran expulsados de palacio por ser personas normales con las que no debía mezclarse una princesa.


De modo que estaba sola. Siempre había estado sola, incluso cuando Stefano vivía porque él tenía sus propios problemas. En realidad, había tenido suerte. Su labor consistía en servir de escaparate, ya que no estaba en la línea de sucesión. El pobre Stefano, heredero al trono, había tenido que soportar las expectativas de todos.


–Paula.


Ella se dio la vuelta y vio a Pedro en la orilla. Con un pantalón de lino y una camisa blanca tenía un aspecto tan sexy.


El corazón empezó a golpear sus costillas, dejándola sin oxígeno.


–Tenemos que hablar.


–No pierdes el tiempo, ¿eh?


–¿Qué quieres decir?


–¿Te importaría dejarme sola unos minutos? Sé que acabas de hablar con la ginecóloga.


–No voy a hacerte daño.


Paula contuvo el aliento.


–No te tengo miedo.


¿Cómo se atrevía a pensar eso? Ella, que jamás había temido a nada.


–¿No?


–No, en absoluto –enfrentarse con un brasileño sexy y seguro de sí mismo no era nada comparado con los egos con los que había tenido que lidiar.


Pedro se metió en el agua y se detuvo a medio metro de ella, su aroma mezclándose con el olor del mar.


–¿Cómo te encuentras?


–Bien.


Era cierto. Había tenido náuseas por la mañana, pero el té y las galletas saladas habían asentado su estómago.


–Entonces tenemos que hablar –insistió Pedro, su intenso escrutinio haciendo que se le erizase el vello de la nuca.


–¿De qué quieres hablar? ¿Del bebé? –le preguntó, con voz ronca–. ¿La ginecóloga te ha contado algo que no me haya contado a mí?


Pedro la tomó del brazo.


–No te preocupes, no pasa nada.


Paula puso una mano en su torso porque necesitaba apoyarse en algo.


–¿Entonces qué quieres decirme?


–La prensa. Se ha filtrado la noticia de que estás embarazada.


–¿Qué?


–No ha sido uno de mis empleados. A nadie se le ocurriría contarle a la prensa algo que tuviese que ver conmigo.


–¿Cómo puedes estar tan seguro? La gente es capaz de todo por dinero.


Él negó con la cabeza.


–Mi gente no me traicionaría. Ha sido alguien del hotel en Perú, alguien de la cocina. Me oyó pedir algo para contener las náuseas y debió sumar dos y dos.


–¿Tú fuiste a la cocina para pedir algo contra las náuseas?


Eso la sorprendió, pero desde que supo la noticia del embarazo estaba empeñado en cuidar de ella.


–Era una empleada nueva y ha sido despedida. No volverá a trabajar en ninguno de mis hoteles –su tono airado hizo que casi sintiera pena por la persona que había pensado beneficiarse pasándole información a la prensa.


–Pensé que tendría más tiempo antes de hacerlo público –Paula intentaba fingir una despreocupación que no sentía porque una vez que se diera la noticia…


–Por el momento, es un rumor sin confirmar. No pueden demostrar nada.


Ella asintió con la cabeza.


–Y he pasado por cosas peores.


A los quince años, alguien del equipo de gimnasia había filtrado que tomaba la píldora y había salido publicado en la prensa, junto con fotos de ella en una fiesta.


A nadie le había interesado que tomase la píldora por prescripción médica, para ayudarla a soportar las dolorosas reglas que interferían con su entrenamiento, o que acudiese a las fiestas exclusivamente como acompañante. Todo había sido retorcido por los periodistas; las miradas inocentes en las fotos se convertían en miradas lascivas. La retrataban como una chica de vida alegre, incontrolable y sin principios morales.


Una vez catalogada por los paparazis no hubo forma de cambiar la opinión de la gente y los servicios de protocolo de palacio no habían hecho nada. Solo años después había empezado a sospechar que lo hacían a propósito, una lección brutal para que obedeciese a su tío. Por fin, después de años luchando contra los paparazis, Paula había decidido rendirse y obtenía un placer perverso en vivir según las expectativas de los demás.


–Al menos aquí no tendré que preocuparme de la prensa –murmuró, intentando sonreír–. Gracias, Pedro. Parece que al final tenías razón. Si me hubiese alojado en un hotel ahora mismo estaría rodeada de paparazis.


–En estas circunstancias, preferiría no haber tenido razón.


Parecía sincero y era tan tentador dejar que alguien cuidase de ella. Pero no podía acostumbrarse.


Caminaron uno al lado del otro y acababan de llegar al jardín cuando una empleada salió de la casa para hablar con Pedro en portugués.


–¿Qué ocurre? –le preguntó, al ver que fruncía el ceño.


–Un mensaje para ti. Has recibido una llamada y volverán a llamar en quince minutos.


–¿Quién era? –preguntó Paula, con el estómago encogido. Porque sabía muy quién había llamado.


Y las palabras de Pedro confirmaron sus miedos:
–El rey de Bengaria.