viernes, 12 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 12





Pedro paseaba inquieto por la terraza, la bandeja de café y el ordenador portátil olvidados. Podía ver a Paula hablando por teléfono a través de la cristalera y tenía que hacer un esfuerzo para no entrar y quitárselo de la mano.


Y eso precisamente hizo que se detuviera.


Él no se inmiscuía en la vida de los demás. Nunca había estado lo bastante interesado como para hacerlo, pero al ver a Paula ponerse firme frente al escritorio sintió el incontenible deseo de romper el hábito de toda una vida.


¿Qué estaría diciéndole el rey? Por lo que podía ver, ella no había tenido oportunidad de decir mucho. Sin embargo, su postura lo decía todo. Tenía la espalda rígida y paseaba con precisión militar, como un soldado en un desfile, con los labios apretados, los hombros levantados.


Llevaba los pantalones capri y el top amarillo que había llevado en la playa, cuando parecía un reflejo del sol, brillante y llena de vida. En su estudio, sin embargo, con el ceño fruncido, parecía una mujer diferente.


Podía oír su voz, pero no lo que decía. Hablaba con sequedad, poniendo énfasis en cada palabra. Con la barbilla levantada, parecía lo que era: una aristócrata, altiva y fría.
Pedro sintió una punzada de deseo al verla replicar de esa forma a un rey. Una mujer segura de sí misma no había sido nunca su fantasía; más bien al contrario, él siempre era el cazador, el que ponía las reglas.


¿Era por eso por lo que su noche en el hotel había sido tan memorable? ¿Porque se trataban de igual a igual, sin que ninguno controlase al otro?


Si era así, ¿por qué sentía ese extraño deseo de protegerla? 


Tenía que ser por el embarazo. Desde que descubrió que estaba embarazada, el bebé se había convertido en el centro de sus pensamientos, rivalizando incluso con sus negocios, que le habían dado un propósito, una identidad durante toda su vida adulta.


Pedro respiró agitadamente, sabiendo que estaba pisando un terreno que no le resultaba familiar.


Tardó unos segundos en darse cuenta de que Paula había cortado la comunicación y estaba de pie en medio del estudio, con los hombros caídos, las manos apoyadas en el escritorio en un gesto de profundo agotamiento.


Algo se encogió en su pecho; la misma preocupación que había sentido cuando la dejó en el hotel. Cuando, a pesar de su enfado y su altivez, había intuido que algo no iba bien.


–¿Paula? –Pedro entró en el estudio y ella se irguió.


–¿Sí?


Fingía ser una fría princesa, pero el brillo de emoción en sus ojos decía que era una pose.


–¿Qué quería?


Ella arqueó una ceja, como sorprendida por su temeridad de cuestionarla.


–Al rey Cyrill no le ha hecho gracia que sus asesores le hayan hablado de un posible embarazo.


–Han sido rápidos.


Paula apretó los labios.


–Siempre lo son cuando se trata de mí.


–¿Y qué le has dicho? ¿Has confirmado el embarazo?


Pedro desearía saber algo más sobre Bengaria. Él no tenía ningún interés en los pequeños reinos europeos hasta que alguien le había dicho que Paula era la famosa princesa que aparecía tan frecuentemente en las revistas del corazón.


¿Se llevaría bien con el rey, su tío? La conversación parecía haberla dejado agotada, aunque intentaba disimular.


–Le he dicho que no era asunto suyo –respondió Paula, desafiante–. No iba a ganar nada mintiendo. Tendré que enfrentarme con el problema tarde o temprano.


–¿Problema? ¿Porque no estás casada? –Pedro no sabía nada de casas reales salvo que sus vidas parecían muy tradicionales.


Paula hizo una mueca de amargura.


–No estoy casada, no tengo una relación, no estoy saliendo con un hombre aprobado por el palacio. No estoy haciendo nada de lo que una princesa de Bengaria debería hacer.


–¿Y qué se supone que deberías hacer?


Paula levantó la cabeza, mirándolo como miraría a un oponente.


–Ser respetable, seria, discreta y casarme con un príncipe o al menos un noble. No salir en las revistas del corazón, salvo en artículos aprobados por el palacio, y no provocar escándalos, particularmente ahora.


–¿Por qué ahora?


¿Por qué no se había molestado en averiguar algo sobre el país de Paula?, se preguntó Pedro, furioso consigo mismo.


Porque solo pensaba en su negocio, para eso vivía. Su negocio era toda su vida y lo había convertido en lo que era.


Paula se irguió de nuevo, pero sin mirarlo a los ojos.


–Me gustaría decir que es porque mi país sigue de luto por Stefano, pero no es así. La verdad es que Cyrill no quiere escándalos cuando está a punto de ser coronado.


Pedro hizo una mueca.


–¿No es el rey?


–Cyrill es mi tío, el hermano pequeño de mi padre, que era el rey de Bengaria. Cuando murió, Cyrill se convirtió en el regente durante once años, hasta que Stefano cumplió los veintiuno –Paula contuvo el aliento–. Stefano era mi hermano gemelo y heredero al trono de Bengaria. Murió en un accidente hace dos meses.


¿Dos meses? Su hermano había muerto un mes antes de que se conocieran, pero Paula no actuaba como una mujer rota por el dolor.


¿Pero qué sabía él del dolor o la pena por un ser querido? Él nunca había tenido siquiera un buen amigo y menos una familia.


–¿No te cae bien tu tío?


–No puedo soportarlo –Paula hizo una pausa–. Era nuestro tutor tras la muerte de mi padre y se portaba como un rey, aunque no lo era –la nota de amargura en su voz lo decía todo sobre la relación–. Incluso después de que Stefano fuese coronado, Cyrill intentaba manipular la opinión pública cada vez que mi hermano intentaba instigar cualquier cambio.


–Pero te has librado de él. Ya no tiene ningún poder sobre ti.


Paula miró el jardín por la ventana. Era un jardín precioso, sereno, pero tras las amenazas de Cyrill nada lograba tranquilizarla.


Una vez más, su tío amenazaba con poner su vida patas arriba.


–No es tan sencillo –tontamente, había pensado que lo sería. Stefano había muerto y ella no tenía interés en la política, pero seguía siendo la princesa de Bengaria, algo que su tío había dejado bien claro.


–¿Qué ocurre, Paula? –la voz de Pedro hizo que levantase la mirada.


Entre Pedro y su tío no había ninguna posibilidad de vivir en paz. Lo que necesitaba era tiempo para pensar, alejada de hombres dominantes, aunque uno de ellos hiciera que se cuestionase esa necesidad de estar sola.


–¿Vas a contármelo o tendré que llamar a tu tío?


Ella lo fulminó con la mirada.


–No soy una niña, no tienes que pedir explicaciones a mis parientes.


–Yo creo que tu tío tiene muchas explicaciones que dar.


En una pelea entre Cyrill y Pedro… ¿quién ganaría? ¿Su tío, con su altivez y sus mentiras o Pedro, con su aire de autoridad y sus millones?


–Además, mi tío no hablaría contigo.


–Nadie es tan inaccesible –Pedro se cruzó de brazos, enarcando una ceja–. ¿Por qué sigues sin ser libre de él?


Suspirando, Paula se dejó caer en un sillón.


–Porque dependo de su dinero, así de sencillo.


Y tonta que era, no había pensado en ello. ¿Cómo no se le había ocurrido?


Porque estaba rota de dolor, luchando para levantarse cada día tras la muerte de Stefano sin mostrar su dolor en público. 


Había pensado que podría cortar toda relación con Bengaria… qué ingenua. Especialmente después de haber sufrido las maquiavélicas maniobras de su tío en primera persona.


Cada céntimo que tenía estaba secuestrado por orden de Cyrill. ¿Cómo iba a encontrar un hogar para su hijo cuando todo lo que tenía pertenecía a la corona de Bengaria?


Paula tuvo que morderse los labios para no llorar.


–¿Ha amenazado con dejarte sin dinero? –le preguntó Pedro.


–Ha secuestrado mi pensión, el dinero invertido por mis padres –Paula suspiró de nuevo–. Y ha amenazado con congelar todas mis posesiones, incluyendo mi cuenta personal.


–¿Tiene derecho a hacer eso?


–Es el soberano de Bengaria y tiene control sobre todos los miembros de mi familia –respondió Paula. Pero ese era un poder del que ni siquiera su estricto padre hubiera hecho uso–. Es legal, aunque no es ético.


Así era Cyrill. Haría cualquier cosa para salirse con la suya.


¿Quién hubiera imaginado que sus planes la incluirían a ella después de los problemas que habían tenido siempre?


Se preguntó si de verdad la quería de vuelta en Bengaria o era un elaborado plan para hacerla sufrir por haberlo desobedecido.


Pedro se sentó a su lado.


–No te faltará nada estando conmigo.


–Pero no he accedido a casarme contigo –replicó Paula, el corazón latiendo en su garganta.


Él no dijo nada. No tenía que hacerlo. Era un hombre acostumbrado a dar órdenes y a que estas fueran obedecidas y en aquel momento la deseaba a ella.


Corrección: deseaba a su hijo.


Helada hasta los huesos, Paula se cruzó de brazos, como para protegerlo.


Pedro y Cyrill tenían mucho en común; los dos querían controlarla para conseguir sus objetivos. Los dos querían a su hijo, Pedro por razones que aún no entendía, su tío porque llevaba sangre real y era un peón potencial en sus planes para extender el poder de la corona.


–Pues entonces busca un trabajo –dijo Pedro, con tono impaciente.


Paula había tenido que sufrir ese tono en muchas ocasiones con gente que no la conocía y creía los cotilleos de la prensa.


Estaba a punto de esconder sus sentimientos tras el habitual desdén, pero algo la detuvo.


La opinión de Pedro no debería importarle porque ya había demostrado lo poco que la valoraba, pero estaba cansada de ser juzgada por los demás.


–¿Crees que no lo he intentado? ¿Quién me tomaría en serio, especialmente cuando la prensa empezase a perseguirme, molestando a mi jefe y al resto de los empleados? ¿Haciendo apuestas sobre el tiempo que aguantaría en el trabajo?


Su reputación la perseguía: la chica alegre, frívola, incapaz de ser responsable. ¿Cuántas veces había intentado hacer algo que mereciese la pena… para que enseguida le robasen la oportunidad?


La última vez, los paparazis habían acampado frente al colegio para niños con necesidades especiales en el que trabajaba como voluntaria, poniendo nerviosos tanto a profesores como a alumnos hasta que, por fin, el director había tenido que pedirle que no volviese.


–Lo he intentado –dijo Paula. Lo único que le quedaba era su independencia. Había luchado mucho para conseguirla y tenía que ser fuerte.


Se levantó porque necesitaba moverse, pensar, pero Pedro la tomó del brazo antes de que pudiera dar un paso.


Paula levantó la barbilla como para distanciarse de él. ¿Era un gesto inconsciente o un movimiento ensayado para asustar a los plebeyos como él?


Sin embargo, Pedro sabía instintivamente que bajo ese aire altivo había un mundo de dolor.


Él sabía leer a la gente; era una habilidad que había cultivado y explotado de niño para saber qué adultos responderían a un niño hambriento con algo de comida y cuáles con una patada. Durante todo ese tiempo, su comprensión rara vez se había convertido en empatía.


¿Pero qué otra cosa podía explicar ese deseo de protegerla? ¿La necesidad de envolverla en sus brazos y apretarla contra su corazón?


Paula tenía ojeras y no podía disimular el temblor de sus labios. Lo intentaba, pero él sabía que el miedo de la princesa Paula de Bengaria era más profundo que la falta de fondos.


–Haga lo que haga, tu tío no puede tocarte aquí.


Lo había dicho para tranquilizarla, pero sintió que se ponía tensa.


–Yo no he dicho que vaya a quedarme.


Pedro apretó los labios. Se negaba a aceptar que su hijo creciera lejos de él.


Su hijo.


Esas palabras eran como rayos de luz que iluminaban el espacio vacío en su alma; un alma que no había sabido existiera hasta ese momento.


Nunca había pensado en formar una familia y, sin embargo, sabía que era parte de la vida de ese niño. Su hijo tendría un padre, una familia, la que él nunca había tenido. Jamás estaría solo ni tendría miedo, jamás le faltaría nada.


Pedro apretó el brazo de Paula.


Él luchaba por lo que quería. No habría sobrevivido en las favelas de Río si no hubiese aprendido pronto a tomar la vida por el cuello.


Pero había más de una forma de conseguir lo que quería. 


Sabía que Paula no era la chica frívola que todo el mundo pensaba. Lo había intuido desde el primer momento, pero lo que le había contado sobre las intenciones de su tío y la angustia en su expresión cuando le dijo que buscase un trabajo lo habían dejado claro.


–Suéltame. Me estás haciendo daño.


Pedro puso los labios sobre el pulso que latía en su muñeca.


–Suéltame –insistió ella, con voz temblorosa.


Ese tono le recordaba sus gemidos de gozo la primera vez que estuvieron juntos y sentía el mismo calor saturando su piel.


–¿Y si no quisiera hacerlo? –murmuró, sintiendo el temblor de sus manos en la entrepierna.


Era una advertencia de que el seductor podía ser el seducido, pero Pedro no tenía duda de quién llevaba el control. Retendría a Paula allí como fuera, pero sería mejor convencerla de que quería quedarse.


–Quiero que te quedes.


–¿De verdad?


Pedro la tomó por la cintura y lentamente, para convencerla, besó su muñeca, su antebrazo… cuando llegó al codo la oyó suspirar.


La deseaba con todas sus fuerzas.


No solo el hijo que esperaban, sino a ella.


Cuando besó su hombro la oyó suspirar de nuevo y tuvo que disimular una sonrisa de triunfo.


Se quedaría.


Su entrepierna estaba dura como el acero mientras buscaba sus labios, desesperado… pero Paula se apartó.


Sorprendido, Pedro no fue lo bastante rápido.


Paula respiraba agitadamente, llevándose una mano al pecho como para controlar los latidos de su corazón.


Parecía desconcertada, asustada y, sin embargo, se irguió como para repeler un ataque. Levantó la barbilla en un gesto que ya le resultaba familiar, pero sus mejillas se habían teñido de rubor.


Podría seducirla, estaba seguro. La había sentido temblar, a punto de rendirse. ¿Pero a qué precio?


Por primera vez en su vida, Pedro no aprovechó una oportunidad. No porque no la desease sino porque Paula no estaba preparada.


–Quiero hacerte una proposición.


–¿Qué tipo de proposición? –preguntó ella, recelosa.


–Quédate aquí para que nos conozcamos un poco mejor. 
Relájate, recupérate hasta que pasen las náuseas. Tómate un tiempo libre y no te preocupes por tu tío. Él no puede hacer nada desde Bengaria –Pedro señaló los ventanales–. Nada, come, duerme y usa mi casa como un hotel privado. Después, hablaremos.


–Tu hotel privado.


Él asintió con la cabeza, impaciente.


–Es mi casa.


No le contó que tenía un apartamento en la ciudad y varias residencias por todo el mundo. No tenía intención de apartarse de Paula. ¿Cómo iba a seducirla si no estaba allí?


Pero cuando ella lo miró con los ojos brillantes tuvo la sensación de que conocía sus intenciones.


–Con una condición –dijo Paula por fin–. No habrá presiones. Seré tu invitada y espero que respetes mi privacidad.


–Por supuesto.


–Cuando quiera marcharme, no me pondrás trabas. Estoy aquí por voluntad propia y me niego a dejar que controles todos mis movimientos.


Pedro asintió con la cabeza, preguntándose cuánto tiempo tardaría en convencerla de que no era privacidad lo que necesitaba.








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