viernes, 12 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 13





Una sombra ocultó el sol y Paula, relajada en la tumbona, abrió los ojos.


–Te vas a quemar si sigues al sol –la voz de Pedro convertía la advertencia en una seductora samba. Esa voz tan masculina, ese acento, todo en él la ponía nerviosa.
Incluso después de varias semanas en la isla no era inmune al atractivo de aquel hombre. Y lo había intentado, cómo lo había intentado.


Tuvo que tragar saliva al ver la piel dorada bajo la camisa abierta, los pantalones cortos destacando la perfección de los fuertes muslos.


–Me he puesto crema solar –fue todo lo que pudo decir.


Nunca había conocido a un hombre tan atractivo como Pedro. A pesar de sus esfuerzos para borrar de su memoria la noche que compartieron, se recordaba a sí misma apretada contra el glorioso cuerpo masculino, acariciando esos poderosos brazos.


Nunca había pensado que lamentaría el final de las náuseas matinales, pero habían desaparecido y sin esa distracción era más consciente del hombre que estaba a su lado.


–Espera –Pedro tomó el bote de crema–. Deja que te ponga…


–¡No! Gracias, lo haré yo misma.


No necesitaba sentir las manos de Pedro en su cuerpo.


No la había tocado, pero el brillo intenso en sus ojos oscuros era la prueba de que tampoco él había olvidado esa noche. 


Su único objetivo era decidir cuál iba a ser su futuro y el de su hijo, pero se sentía increíblemente atraída por aquel hombre que era casi un extraño.


Lo último que necesitaba era dejar que otra persona tuviese algún poder sobre ella. No se apoyaría en nadie para criar a su hijo. Estaba decidida a protegerlo de cualquier influencia negativa y eso incluía a hombres obsesionados por controlarlo todo.


Al menos Pedro la había dejado en paz durante esas semanas, al contrario que su tío, cuyas constantes llamadas y mensajes empezaban a sacarla de sus casillas.


Suspirando, se puso crema solar en los brazos, el escote y las piernas. Sentía la mirada de Pedro clavada en ella y era casi como si estuviera tocándola.


–¿Y la espalda?


Como respuesta, Paula se puso una camisa de lino color turquesa y vio que Pedro esbozaba una burlona sonrisa.


–Eres una mujer muy independiente.


–¿Y qué hay de malo en eso? Tú eres un hombre independiente –replicó ella.


–Nada, yo admiro la independencia. Sé que puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.


Paula había abierto la boca para preguntar qué quería decir con eso cuando Pedro se puso de rodillas frente a la tumbona. De inmediato, una ola de deseo calentó su sangre.


–No te has puesto crema aquí –murmuró él.


Estaba tocándola, pero no de manera sensual sino con el ceño fruncido, en un gesto de concentración, mientras ponía crema solar en su nariz como si fuera una niña.


Y Paula no se sentía precisamente como una niña.


Las pestañas de Pedro eran largas, negras y lustrosas, enmarcando unos ojos de color chocolate. El sol hacía brillar su piel y Paula tuvo que contener el aliento.


Lo deseaba. Deseaba que la tocase. Necesitaba su cuerpo y, sobre todo, su ternura con una urgencia que la sorprendía.


Sí, Pedro podía ser tierno cuando le convenía, pero Paula no podía olvidar que la había dejado después de pasar la noche con ella, cuando empezaba a preguntarse si por fin había encontrado a alguien que la valoraba por sí misma.


Paula se apartó. Nunca había deseado tanto a un hombre.


 ¿Serían las hormonas del embarazo?


Él la miraba fijamente, pero no podía saber lo que estaba pensando. Había aprendido a esconder sus pensamientos mucho tiempo atrás.


Pedro levantó la mano para ponerse crema en el torso y ella tragó saliva de nuevo. ¿Cómo no iba a mirarlo cuando a la luz del sol parecía una deidad, el epítome de la potencia masculina?


–¿Y esa cicatriz?


Él miró la cicatriz sobre sus costillas.


–El roce de un cuchillo –respondió, encogiéndose de hombros.


Paula lo miró, perpleja.


–¿En serio?


–Claro.


–¿Y esa otra? –preguntó, señalando una antigua marca sobre la cadera.


–¿Por qué sientes tanta curiosidad?


No parecía dispuesto a responder, pero no se mostraba superior o burlón. Al contrario, la miraba directamente a los ojos.


–Quieres que me case contigo, pero no sé nada sobre ti.


Era la primera vez que mencionaba el matrimonio desde que llegaron a la isla, como si de mutuo acuerdo hubieran decidido evitar el tema, y se preguntó si habría abierto la caja de Pandora.


¿Intentaría Pedro convencerla para que se casara con él? 


Esa sería la táctica de su tío, presionarla para conseguir lo que quería.


Él se cruzó de brazos, como pensando la respuesta, hasta que por fin dijo:
–Otro cuchillo.


–¿No era el mismo?


–No.


El monosílabo no era una explicación, pero no parecía dispuesto a decir nada más.


–¿Cuando eras joven te metías en muchos líos?


Pedro negó con la cabeza.


–Me salía de líos más bien. Hay una gran diferencia.


Paula tragó saliva. ¿Sabría que sentía la tentación de alargar la mano para explorar su torso desnudo?


Por supuesto que lo sabía. La observaba como un halcón, buscando cualquier señal de debilidad.


–Soy un superviviente, por eso sigo aquí, porque hice lo que tenía que hacer para cuidar de mí mismo. Yo nunca empecé una pelea, pero terminé muchas.


No había petulancia en su tono, lo decía con toda tranquilidad, sin vanidad alguna.


Ella había tenido problemas en la vida, pero no había tenido que pelearse para sobrevivir.


–Parece que has tenido una vida muy dura.


Algo brilló en sus ojos, algo que no había visto antes.


–Podríamos decir que sí.


Pedro se levantó abruptamente y le ofreció su mano, pero Paula apartó la mirada, fingiendo que no se había dado cuenta. Nunca había sido una cobarde, pero se levantó sin aceptar su mano porque el menor roce de Pedro la hacía temblar.


–¿Y tú? ¿Esa cicatriz en la nuca?


Paula torció el gesto. No podía ver la cicatriz, oculta por la coleta, de modo que debía recordarla de esa noche, cuando la había acariciado por todas partes como si quisiera memorizar cada centímetro de su cuerpo.


–Me caí de la barra.


–¿Qué?


–En el equipo de gimnasia nos subíamos a una barra de equilibrio y esto… –Paula se llevó una mano al cuello– fue un accidente cuando estaba aprendiendo.


–¿Eres gimnasta? –exclamó Pedro, atónito.


–Lo era, ya no –respondió ella, sin poder disimular su amargura–. Soy demasiado mayor para la competición.


Pero esa no era la razón por la que ya no practicaba un deporte que la fascinaba o por qué no era entrenadora. Lo había aceptado años antes, de modo que la punzada de pena la pilló por sorpresa.


¿Podría el embarazo despertar nuevas sensaciones?


A pesar de la comodidad de la isla, Paula no era capaz de tranquilizarse. Sus emociones estaban demasiado cerca de la superficie, tal vez después de tantos años reprimiéndolas.


–Voy a estirar las piernas un rato.


Había sido un simple intento, pero no le sorprendió que Pedro apareciese a su lado.


En silencio, caminaron un rato por la arena. En realidad se sentía cómoda en su compañía. Si pudiese olvidar a Pedro como amante…


–¿Por qué? –le preguntó cuando no pudo aguantar más–. ¿Por qué quieres casarte conmigo? No tenemos que casarnos.


–Tus padres estaban casados, ¿verdad?


–Sí, pero esa no es una buena recomendación –Paula no se molestó en esconder la amargura mientras se inclinaba para agarrar una caracola.


–¿No eran felices?


–No, no lo eran –murmuró ella, suspirando. ¿Por qué no contárselo? Tal vez así entendería su rechazo al matrimonio–. Fue un matrimonio concertado por razones dinásticas. Mi madre era una mujer bella, de familia aristócrata y rica, por supuesto –Paula hizo una mueca. La familia real de Bengaria siempre había concertado matrimonios de conveniencia–. Mi padre no era un hombre cariñoso y no se entendían.


Sabía eso por las historias que le habían contado. Su madre había muerto tanto tiempo atrás que solo tenía vagos recuerdos de ella.


–Eso no significa que todos los matrimonios estén destinados a fracasar.


–¿Tus padres eran felices?


Si él había crecido en una familia unida, eso podría explicar su interés en el matrimonio.


–Lo dudo.


–¿No lo sabes?


–No recuerdo a mis padres.


–¿Eres huérfano?


–No pongas esa cara. He tenido mucho tiempo para acostumbrarme –la sonrisa de Pedro no llegaba a sus ojos.


–¿Entonces por qué quieres casarte?


–Porque quiero ser parte de la vida de mi hijo. O mi hija. No estoy interesado en ser un padre ausente. Mi hijo me tendrá a su lado para apoyarlo –anunció, con expresión implacable.


Paula sintió un escalofrío. Parecía estar diciendo que su hijo solo lo necesitaba a él. ¿Dónde quedaba ella entonces?
Pero Paula estaba dispuesta a proteger a su hijo pasara lo que pasara.


–No confías en que pueda ser una buena madre, ¿verdad? Me estás juzgando por lo que has leído en la prensa.


Sí, había ido a muchas fiestas, pero la realidad no se parecía nada a lo que habían descrito los medios. Su notoriedad había ganado vida propia, con historias inventadas por hombres a los que no conocía de nada…


Pedro negó con la cabeza.


–No estoy juzgándote, Paula. Sencillamente, estoy diciendo que no voy a aceptar una relación a distancia con mi hijo.


¿De verdad estaba interesado en cuidar y proteger a ese niño o niña? Paula haría lo que tuviese que hacer para asegurar el bienestar de su hijo y la idea era tentadora.


¿Pero cómo iba a confiar en un hombre al que no conocía?


–¿Qué clase de hombre sería si te dejase a ti toda la responsabilidad?


Pedro no sabía cuánto desearía tener su apoyo en ese momento, pero la responsabilidad sin cariño era una combinación peligrosa. Así era como Cyrill había envenenado su vida y la de Stefano.


–Tengo que pensar, Pedro


–¿Nuestro hijo tiene derecho a tener un padre y una madre? –la interrumpió él–. ¿No merece la seguridad que los dos podemos darle?


–Sí, pero…


–No hay ningún pero, Paula –Pedro puso las manos sobre sus hombros–. Me niego a abandonar a mi hijo. Quiero que viva seguro, cuidar de él y protegerlo de todos los peligros. Quiero que nunca se sienta solo. ¿Eso es un crimen?


De repente, era como si se hubiera quitado la máscara, revelando al hombre que era en realidad; nada que ver con el ser frío y controlador que mostraba ante el mundo. Un hombre cuyas manos temblaban por la fuerza de la emoción que veía en sus ojos.


¿Era eso lo que le había pasado? ¿No había tenido a nadie que cuidase de él, que lo protegiese?


Paula recordó sus cicatrices o cuando hablaba de su independencia como si esa fuese la diferencia entre la vida y la muerte.


¿A qué habría sobrevivido Pedro? ¿Cuánto tiempo habría tenido que defenderse por sí mismo, sin nadie que lo ayudase?


Pero sabía que era mejor no preguntar. Pedro Alfonso era cualquier cosa salvo un libro abierto. Había revelado algo de su vida a regañadientes, seguramente para convencerla de que aceptase su proposición.


–Claro que no es un crimen –respondió, con voz temblorosa.


–Entonces estás de acuerdo –en los ojos de Pedro había un brillo de triunfo–. El matrimonio es la única opción.


–Yo no he dicho eso –Paula dio un paso atrás… o intentó hacerlo porque él se lo impidió tomándola del brazo.


Su calor la envolvía impidiéndole pensar con claridad.


–Podría convencerte –Pedro inclinó la cabeza, rozando su frente con los labios–. Has mantenido las distancias desde que llegamos aquí y yo he dejado que fingieras, pero los dos sabemos que hay una conexión entre nosotros. No puedes negarla. Está ahí cada vez que me miras, cada vez que te miro. No ha desaparecido.


Pasó las manos por su espina dorsal, apretándola contra él, y Paula dejó de respirar al notar el rígido miembro contra su vientre.


Cerró los ojos, intentando apartarse, pero no podía hacerlo. 


Podría escapar, pero no quería.


Al contrario, se apretó más contra él, poniéndose de puntillas, notando que él contenía el aliento. Se habría sentido triunfante si no estuviera ahogada de deseo.


Tenía razón; intentaba ignorar lo que había entre ellos. Era por eso por lo que estaba tan inquieta, no solo por el embarazo y las preguntas sobre su futuro.


Intentar mantener las distancias mientras se veían diariamente había sido inútil. Su potente carisma deshacía el control que había querido ejercer sobre sí misma.


Paula echó la cabeza hacia atrás cuando él inclinó la cabeza para besar su cuello.


–Te gustaría que te convenciera, ¿verdad? Sería un placer para los dos. Un placer que nos hemos negado durante demasiado tiempo –su boca era ardiente y sensual, los eróticos mordiscos haciendo que sus pezones se levantasen como con vida propia.


Pedro tiró de las braguitas, haciendo que el pulso latiese entre sus piernas. Paula se quedó sin aliento. Sería tan fácil dejarse llevar, pero el recuerdo de Andreas, con su practicada seducción, que ella había sido demasiado ingenua como para identificar le vino a la memoria. Andreas, que la había utilizado…


Pedro empezó a besar su cuello y Paula sintió que sonreía sobre sus labios.


Sabía perfectamente cómo seducirla.


Por fin, decidida, dio un paso atrás. Respiraba agitadamente y le temblaban las piernas temblorosas como si hubiera corrido para salvar la vida. Le sorprendía haber podido apartarse cuando su cuerpo quería lo contrario.


Paula vio varias emociones en el rostro de Pedro: sorpresa, furia, deseo y determinación.


Si volvía a tocarla, estaría perdida. Incluso sabiendo que todo era planeado para convertirla en masilla entre sus manos.


No era su seducción contra lo que luchaba sino contra sí misma.


En el silencio, lo único que oía era el latir de su sangre en los oídos.


–No –escuchó su propia voz, mirando las marcas que sus uñas habían dejado en el torso masculino.


Una cosa era dejarse llevar por el deseo cuando ambos querían, otra muy diferente dejar que un hombre se aprovechase de su debilidad.


–Por favor –dijo con voz ronca, el orgullo destrozado. Solo quería esconderse, avergonzada de haber respondido de ese modo, pero hizo un esfuerzo para abrir los ojos–. Si tienes un poco de respeto por mí, si quieres que haya alguna posibilidad para nosotros, no vuelvas a hacer eso a menos que lo sientas de verdad.








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