domingo, 24 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 23





Aquel sábado por la tarde, Paula estaba admirando los diseños de joyería que Patricia le había enviado.


Eran maravillosos, sofisticados, únicos.


Pero no podía dejar de pensar en Pedro. Desde que su madre se había ido con Julia el día anterior, lo había tenido siempre presente en su corazón. Trataba de actuar como si él no estuviera allí, pero le resultaba imposible.


Sonó el timbre de la puerta.


Paula le vio apartar a un lado su ordenador, levantarse del sofá y acudir a la puerta. Había estado todo el tiempo con una camiseta y unos pantalones vaqueros, ya que no habían tenido que salir fuera a ningún compromiso ni a entrevistas de trabajo.


Cuando volvió a la cocina, llevaba un paquete en las manos. 


Parecía un poco fuera de su elemento cuando se lo entregó. 


Era una caja envuelta en un papel de color azul con un lazo blanco.


—¿Qué es esto? —le preguntó ella.


—Es un regalo de agradecimiento por ayudar a mi madre. No es gran cosa —dijo él muy serio.


—No tienes por qué darme nada.


—Sé que mi madre y tú hicisteis un trato, y que ella va a hacerte una colcha afgana, pero yo quería de-mostrarte también mi agradecimiento. Adelante, ábrela.


El corazón le latía con fuerza mientras quitaba la cinta y desenvolvía el papel. Era una caja de regalo de color blanco.


Estaba muy emocionada y le temblaban las manos.


Levantó la tapa y apartó el papel de seda de su interior. Lo que vio despertó su sonrisa. Sacó de la caja la pequeña jaula de cristal y se la puso en la palma de la mano.


—Gracias. Es muy bonita. No me puedo creer que te hayas acordado.


—Mi trabajo es prestar atención a todo —dijo él con una pequeña sonrisa en los labios.


Paula quería abrazarlo, quería rodearle el cuello con sus brazos, quería volver a besarlo. Pero, en vez de ello, se quedó mirándole fijamente.


—Has tenido un detalle encantador. Lo guardaré en un sitio muy especial. Tú entiendes lo que yo siento, Pedro. No hay mucha gente como tú.


Él asintió con la cabeza, y ella aprovechó la ocasión.


—A mí también me gustaría conocer las cosas que tú sientes. Háblame de Connie —le pidió ella.


Pedro la miró durante unos instantes, sacó la silla que estaba en una esquina de la mesa y se sentó.


—No me gusta hablar de Connie.


Paula dejó la jaula sobre la mesa.


—Quizá te haría bien. Tu madre me dijo que te preguntara sobre ella.


Él frunció el ceño y la miró con gesto sorprendido.


—Connie era la hija de una amiga de mi madre —dijo Pedro respirando profundamente, como si se decidiera por fin a dar comienzo a un largo relato—. Nos conocimos en una fiesta de Navidad cuando yo estaba en la universidad. Nos casamos mientras yo estaba en el cuerpo de policía de Dallas. Ella comprendió que yo quería ser agente del Servicio Secreto y siempre estuvo a mi lado apoyándome. Después de trabajar al servicio del presidente, estuve un tiempo en Atlanta, en una oficina de distrito. Connie se quedó embarazada mientras vivíamos allí. Yo estaba muy metido en un caso y pensamos que sería bueno para ella venir aquí, a Dallas, a estar con su familia. Ella tenía una amiga que vivía en la zona sur. Le dije que no fuera a verla a su casa, que se vieran en cualquier otro sitio, pero no me escuchó.
Estaba saliendo de casa de su amiga, camino del coche, cuando la alcanzó una bala perdida de una reyerta entre dos bandas. La perdí a ella y al niño que esperábamos.


Pedro, lo siento mucho. No sé qué decir —dijo ella poniéndole la mano en el hombro.


—No hay nada que decir. Ocurrió hace cinco años. La vida continúa.


Pedro permaneció inmóvil con la mano de ella sobre su hombro.


—¿Has estado con alguien desde entonces?


—Tienes que saber cuándo parar, Paula.


Ella se enfadó y retiró la mano de su hombro.


—Ése es el tipo de pregunta que cualquiera haría a una persona a la que trata de conocer.


—¿Por qué quieres conocerme?


¿Debía correr el riesgo? ¿Dar el salto? ¿Quedaría como una estúpida si lo hiciera? Si se guardase para sí sus sentimientos hasta que se marchase a Italia, él nunca llegaría a conocerlos. Pero, ¿y si había un sentimiento profundo entre ellos?


—Estoy empezando a sentir algo por ti, Pedro. Necesitaría saber si tú sientes también algo por mí.


Él le tomó la mano.


—Estoy loco por ti, Paula. Pero, si tuviese una relación contigo, pondría en juego mi reputación.


Ella apretó su mano contra la suya.


—¿No tenemos ya una relación? A veces pienso que crees que hemos crecido en mundos tan diferentes que no podemos mantener una relación normal como personas adultas. Pero no veo por qué. Creo que tenemos más cosas en común de las que piensas.


—No te engañes a ti misma pensando que nuestras vidas son iguales. No lo son —dijo él moviendo la cabeza.


Ella no quería enfrentarse a él. No quería discutir. Sólo quería que le confesase sus sentimientos.


—Me paso la vida volando a Los Ángeles o a cualquier otro sitio para una sesión o una entrevista. Tú haces algo parecido, viajando constantemente para comprobar la seguridad de las tiendas. ¿No estás cansado ya de tanto viaje? ¿No te gustaría vivir en alguna parte? A mí me gustaría despertarme cada mañana sabiendo dónde estoy. Quiero tener mi vida. Quiero ser madre.


Paula había sacado aquello a relucir sin darse cuenta. No había sido su intención.


—¿Cuándo tomaste esa decisión?


—Tengo veintiocho años todavía. No tengo que tomar ahora ninguna decisión precipitada. Tengo unos años por delante para poner en marcha el negocio que tengo en mente, dejar mi carrera de modelo, y establecerme en San Casciano. Es un sitio que a ti también te gustaría. Está a unos dieciséis kilómetros de Florencia. El campo está lleno de viñedos y olivares. En Florencia, hay muchas joyerías ubicadas en un puente sobre el río Arno. Se le conoce como el Ponte Vecchio. Es realmente único.


—¿Renunciarías por completo a tu vida en los Estados Unidos? ¿Qué pasaría con tu familia de aquí?


—No tenemos una relación tan estrecha como cabría esperar de una familia, pero a pesar de ello me gusta seguir manteniéndome en contacto con ellos. Probablemente, tendría que volver aquí para hablar con los propietarios de las tiendas y los fabricantes. Podría conseguirme aquí un apartamento para cuando viniera de visita de negocios. Estoy segura de que podría realquilarlo mientras estuviese fuera.


—Para ti supondría un cambio muy drástico.


—No tan drástico. Me ha ido muy bien como modelo. He reducido mi actividad durante el año pasado, en busca de otras oportunidades. Ya he visto algunas que podrían convenirme.


Ella se acercó un poco más a él y le sintió tenso. Pero no se apartó.


—Pero hemos cambiado de conversación —dijo ella suavemente—. Yo no quiero hablar de mí, quiero hablar de ti.


—¿Por qué pensarán las mujeres que hablando se puede resolver algo?


—Se pueden solucionar muchas cosas. Pero sólo si uno expresa sus pensamientos y sus sentimientos.


—No esperes que te transmita mis sentimientos sobre lo que le pasó a mi esposa y mi hijo. Después del asesinato, me di a la bebida durante un mes, luego me sometí a un estricto plan de preparación física para recuperarme. Aún no sé controlar el dolor que siento, pero espero conseguirlo algún día. La gente dice que el dolor vuelve mejor a las personas, que las hace más compasivas, más tolerantes y comprensivas con los demás. A mí es algo que todavía me descompone. Nadie quiere oír hablar de esas cosas.


—Yo sí.


Él se apartó de la mesa y se puso de pie.


—Crees que sí, pero no. Sólo acabarías sintiéndote mal, como yo.


—¿No has aprendido a canalizar la ira con alguna cosa?


—Claro que sí. Además de con el trabajo, hago pesas, corro. Si estoy en un lugar el tiempo suficiente, me dedico de nuevo a las artes marciales. Eso me ayuda.


—Pero no sales con nadie.


—No.


—¿Entonces por qué…? —dijo ella vacilante—. ¿Por qué me besaste la primera vez?


—Porque eres una mujer muy bella y yo no había estado con una mujer desde hacía cinco años.


Ella le había pedido que le hablara con franqueza y él lo había hecho.


—Tú querías ver si yo era todas esas cosas que se decía de mí en la prensa sensacionalista.


—Ésa era la única imagen que tenía de ti, Paula. No puedes culparme por eso.


—Te puedo culpar de no querer ver más allá de lo que puede ver todo el mundo en la portada de una revista.


—Me causaste una gran impresión. Mi mente trabajaba más despacio que mi libido.


Paula se sentía decepcionada de que él se hubiera limitado a verla como tantos otros hombres. Aunque estaba convencida de que había cambiado de opinión.


—¿Quieres que te hable de mi vida? Aún no me has explicado lo tuyo con Kutras Mikolaus.


Pedro tenía razón. Pero ella no quería entrar en eso a menos que estuviese segura de que a Pedro le importaba de veras.


—Me metí en algo que no debía. No era el hombre que pensaba que era. No siento dolor alguno por la pérdida. Es sólo que lo de Miko me hace sentirme estúpida, no tengo ningún secreto que confiarte, pero creo que tú llevas todo un mundo de sentimientos enterrados dentro de ti, que algún día tendrán que salir a la luz.


—Tú has leído algún libro de auto-ayuda, ¿verdad? —le preguntó él con sarcasmo.


—He leído más de uno, sí. Quería conocerme a mí misma mejor de lo que me conoce mi familia y la gente con la que trabajo. Los sentimientos son parte de la vida. Y compartirlos también debería serlo.


Pedro puso los ojos en blanco.


—Fin de la conversación. ¿Te he oído decir que pensabas salir esta noche?


Nadie sabía cortar una conversación mejor que Pedro. Pero ella decidió responder a su pregunta.


—Es la apertura de un nuevo club. Mi publicista piensa que sería una buena idea ir. ¿Qué te parece?


—Creo que no habría problema si hacemos bien las cosas. Una limusina para llevarnos allí, una segunda persona de respaldo. ¿Está el propietario acostumbrado a tratar con famosos?


—Sí, si no, no iría.


Pedro meditó el caso unos segundos, y luego hizo un gesto afirmativo con la cabeza.


—No veo ningún problema. ¿A qué hora estarás lista?


—¿Te parece bien a las nueve?


—Muy bien, a las nueve —dijo él, levantándose de la mesa—. Tal vez estemos empezando a conocernos, Paula, pero vivir así, juntos, como ahora, puede llegar a crearnos una falsa ilusión de intimidad. No te dejes engañar por una falsa realidad.


Cuando Pedro salió de la cocina, ella se preguntó cuál de los dos se estaba engañando a sí mismo








sábado, 23 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 22





Al mediodía siguiente, Paula tenía en sus brazos a una alegre niña.


—Creo que te llamas Susana, ¿no? Tienes un nombre muy bonito.


El bebé le agarró uno de sus pendientes de oro y Paula se echó a reír.


—No quiero que le haga daño —dijo Julia acercándose a ella.


Parecía preocupada y había estado muy nerviosa desde que había entrado en la suite.


Paula se quitó el pendiente y se lo enseñó a la niña para que lo agarrara de nuevo con sus manitas.


—¡Cómo me va a hacer daño esta preciosidad!


—Si la deja correr por el suelo podría romperle algo, se pondría a tocarlo todo.


—¡Qué va! Va a ser muy buena, ¿a que sí? Tengo algunas cosas en la cocina con las que podría entretenerse, cajitas de plástico, cacharros y botes.


Sentó de nuevo a la niña en su regazo y le sonrió con dulzura. Le hizo cosquillas en la tripita y Susana se rió.


—Le gusta jugar con esas cosas —dijo Julia un poco más relajada—. También le encantan los rollos de papel.


—Creo que tengo uno —dijo Paula.


—A mamá no le importará si hablamos de ella, ¿verdad? —le dijo Julia a su hermano.


—Ahora está viendo su telenovela favorita. Dice que cuando acabemos de decidir sobre su vida, se lo digamos, entonces nos dirá si le parece bien o no lo que hayamos decidido.


Paula, entre risas, levantó al bebé en los brazos.


—Me voy con Susana a la cocina, desde allí podrá veros y estará entretenida.


Paula no había dirigido una sola palabra a Pedro en toda la mañana. Era como si vivieran en las orillas opuestas de un inmenso océano. Se tiró en el suelo de la cocina a jugar con Susana mientras oía la conversación de los dos hermanos.


—Mamá debería venirse a vivir conmigo —decía Julia.


—Ya sabes que no quiere.


—Me da igual si quiere o no, no hay otra solución.
No puede seguir subiendo escaleras. ¿Y si se cae y se rompe algo peor?


—Ella te va a decir que no se va a romper nada.


—¿Estás acaso de su parte?


—Sólo estoy tratando de hacer de abogado del diablo —respondió Pedro muy sereno—. Se nos puede ocurrir el mejor plan del mundo, pero si ella no está de acuerdo, ¿de qué sirve?


—Tal vez deberíamos decírselo a ella.


—No hasta que hayamos encontrado una solución, Julia. ¿Qué podríamos decirle? ¿Vete a vivir con Julia y sé feliz? Sabes que le gusta la intimidad, la independencia.


Paula había estado pensando en algo desde la noche anterior. No le había dicho nada a Pedro, pero tal vez ya era el momento de hacerlo. Levantó del suelo a Susana y la
tomó de nuevo en los brazos. La zarandeó suavemente en el aire y la niña se rió. Luego volvió a la sala con ella.


Los dos hermanos se quedaron mirándola.


—Ya sé que esto no es asunto mío, pero quizá podría tener una solución satisfactoria para todos.


—Ella no quiere ir a un centro de asistencia, prefiere su independencia —dijo Pedro con mucha firmeza.


—No, no os iba a proponer eso. ¿Habéis pensado en instalar una de esas sillas salva escaleras que hay en algunos sitios para los discapacitados?


Los dos hermanos se miraron sorprendidos.


—¿Una silla salva escaleras? —preguntó Julia, desconcertada.


—Sí, uno de los amigos de mi madre tiene una. Si la escalera es lo suficientemente amplia, se puede instalar allí. De esa forma, podría subir y bajar las escaleras ella sola sin que tuvierais que preocuparos. Lo estuve viendo anoche en Internet. Hay varias empresas en Dallas que las venden e instalan.


Pedro y Julia intercambiaron una larga mirada, parecían muy pensativos.


—Ahora que lo dices, trabajé en una ocasión para un cliente cuyo padre tenía una en su casa. Tenía artritis en las rodillas y le costaba mucho subir las escaleras.


—Exactamente —dijo Paula, meciendo a Susana de nuevo para tenerla contenta.


—¿Por qué no se lo comentamos a mamá? —le dijo Pedro a su hermana—. Voy a hacer un par de llamadas, a ver si puedo conseguir más información.


Pedro dirigió una mirada de admiración a Paula que ella recibió muy halagada. Tal vez, Pedro se daría cuenta ahora de que era capaz de pensar no sólo en sí misma, sino también en los demás.


A Paula le encantaba Susana. No paraba de jugar con ella, a taparse la cara con las manos y luego descubrirla de repente entre risas, a esconder una cuchara dentro del trapo de la cocina, y a romper las toallitas de papel. El bebé parecía entusiasmado con esos juegos y Paula se sentía muy feliz viendo sus risas.


Sabía que ser madre era mucho más que eso, pero aquello podía ser un buen comienzo. Había estado pensando mucho en la maternidad en esos últimos días. No como una alternativa a su trabajo, sino más bien como un complemento en su vida, un cambio que recibiría muy gustosa.


Media hora más tarde, seguía sentada con Susana en el suelo de la cocina. La niña no paraba de sacar las cucharas de un cajón y meterlas en otro.


Paula sintió de repente la presencia de otra persona en la cocina. Se volvió lentamente y vio a Pedro.


Había una expresión muy triste en su mirada y ella quiso saber la razón de ello.


—¿Quieres jugar con nosotros? —le preguntó, dando unas palmaditas en el suelo.


Pedro esbozó una media sonrisa de desánimo y se dejó caer en el suelo a su lado.


—Se te ve triste. ¿Qué sucede? ¿No le gusta a tu madre la idea de la silla?


—En realidad sí. Ella y Julia están ahora haciendo planes. Creo que la idea le ha hecho muy feliz.


—Entonces, ¿a qué viene esa cara?


—Quizá me has interpretado mal.


—No lo creo.


Paula sabía que no podía presionarle más, que no podía apremiarle. Era él el que tenía que contarle sus secretos y abrirle su corazón. Sí él no lo hacía, ella no podía hacer más.


Pedro se quedó callado unos instantes. Observó a Susana jugando con las cucharas, pasándoselas de una mano a otra. Tomó una de ellas y se la dio a la niña. Ella le sonrió, moviendo una y otra vez muy contenta entre sus manitas todas las cucharas que tenía.


—Casi llegué a tener un hijo una vez.


Paula se quedó completamente inmóvil, esperando a que él continuara. Pero Julia entró corriendo en ese momento en la sala, deteniéndose al ver a los tres en la cocina. Miró a Pedro y pareció entender con su mirada lo que él estaba sintiendo. Paula se dio cuenta de que el estar con su sobrina le traía recuerdos muy dolorosos.


—Vas a poder disponer de tu habitación de nuevo —le dijo Julia muy contenta—. Mamá está guardando ya sus cosas. 
Va a quedarse conmigo hasta que se le ponga bien el tobillo y mientras tanto le instalaremos su silla salva escaleras —añadió sentándose muy sonriente en el suelo con ellos—. Nunca podremos pagarte lo que has hecho, Paula. Esto significa mucho para nosotros. Pedro tendría que ir besando por donde tú pises durante los próximos días.


Pedro miró profundamente a Paula.


—Sí, tendría que hacerlo.





ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 21






Pedro se sentía muy confuso mientras abría de nuevo el sofá-cama. Pensó en la primera noche en que había dormido allí y en cómo había cambiado desde entonces la opinión que tenía sobre Paula. La atracción que había sentido por ella cuando la había mirado a los ojos por primera vez había sido irresistible. Pero él había vencido.


Hasta que había llegado a conocerla.


Ahora, cada minuto con ella era para él una lucha interna. 


Había intentado comportarse como un profesional, pero, con aquel último beso, había cruzado definitivamente la frontera. 


Se había dejado llevar por la química que había entre ellos sin pensar en las consecuencias. Sin embargo, sabía, desde el momento en que su madre le había llamado por teléfono y Paula le había ofrecido su ayuda, que cualquier relación entre ellos tenía que terminar.


Pertenecían a mundos diferentes.


Cuando Paula apareció en el cuarto de estar, Pedro supo de inmediato que ella tenía algo que decirle. La incertidumbre que reflejaba su mirada le indicó que iba a decirle algo que le iba a resultar desagradable.


Se cruzó de brazos al verla acercarse a él.


—Debería haberte preguntado primero.


Al ver que él no decía nada, Paula trató de explicarle mejor lo que quería decirle.


—Debería haberte preguntado si te parecía bien que invitara a tu madre a venir aquí con nosotros.


—Si me lo hubieras preguntado, te habría dicho que eso era algo entre mi madre y tú.


—No es tan sencillo.


Él presentía que la parte desagradable estaba a punto de llegar. Pero trató de prevenir a Paula para que no siguiera por ese camino.


—Mi madre te está muy agradecida, Paula. Dejémoslo aquí.


La gratitud de su madre, ése era el problema. Él sabía que no podía pagar a Paula su ayuda con dinero. Ella nunca aceptaría tal cosa. Y sabía también que sería difícil recompensarla de cualquier otra manera.


Ella podía comprarse lo que quisiera y, hasta cierto punto, él también. Pero esa noche habían salido a la luz las diferencias entre ellos. Él venía de un ambiente obrero, criado en una humilde casa de barriada, con un policía por padre y una madre que se quedaba en casa para cuidar de sus hijos. Un mundo muy diferente de aquél en que se había criado Paula.


—Perdona si crees que actué irreflexivamente. Pensé que estar aquí con nosotros sería lo mejor para tu madre. Pero tal vez deberíamos haber ido todos a su casa, a estar allí con ella.


—En nuestra casa no dispondrías de servicio de habitaciones.


—¿Crees que me importa algo el servicio de habitaciones?


—¿Sabes cocinar? —le preguntó él.


Sus ojos se llenaron de una luz brillante que él hubiera preferido mantener alejada de sus ojos.


—Veo que no me crees capaz de poder atender a tu madre en su casa —dijo ella—. ¿No has pensado nunca que podrías haberte llevado una sorpresa? —ella hizo una pausa y, al ver que él no decía nada, continuó—. Me pareció simplemente la forma más fácil de cuidar de ella y resolver así nuestro problema.


—¿De qué problema hablas?


—De que tú no me dejarías aquí sola para ir a casa con tu madre.


Paula tenía razón. Él no la habría dejado sola. Él era responsable de ambas mujeres.


Después de unos segundos, Paula se acercó a él, y le miró fijamente.


—¿Ese beso de esta noche en la terraza no significó nada para ti?


Pedro sabía que, dijera lo que dijera, no haría más que empeorar las cosas. Así que, decidió que la mejor respuesta sería no decir nada.


Ella movió la cabeza a uno y otro lado, contrariada.


—Habría hecho mejor no preguntándote —le dijo dirigiéndose a su habitación—. Dale a tu madre el número de mi móvil y dile que si necesita algo no tiene más que llamarme.


No podía dejar que ella se fuera así, pensando que era un desagradecido. La tomó del brazo.


—Gracias, Paula, por querer ayudar a mi madre. Te estoy muy agradecido.


—De nada —respondió ella cordialmente.


Estaban allí los dos de pie, quietos, él con la mano en su brazo, mirándose fijamente el uno al otro.


Pedro sabía cuándo era el momento en que ella decidía retirarse. La soltó el brazo y la dejó ir.


Después de todo, ¿no era eso lo que se suponía que él tenía que hacer?


—¡Qué bien me han quedado las uñas! —exclamó sonriente la madre de Pedro al día siguiente por la tarde.


Paula agitó en el aire las suyas para que se secasen antes.


—Fue divertido, ¿verdad? Me gustan esas pequeñas florecillas que le han pintado.


—Me gustó también mucho el masaje facial. Fue muy relajante. El tiempo se me ha hecho más corto gracias a ti.


—Pensé que pasaría un buen rato, en lugar de estar tumbada en la cama sin hacer nada.


Pedro entró en la sala en ese momento.


—¿Estamos esperando a alguien más?


Sus ojos eran algo inquietantes, y su voz tenía un tono de desaprobación.


Paula consultó su reloj.


—Tengo una entrevista por teléfono a las cuatro, pero luego iré a hacer la cena.


—¿A hacer la cena? ¿Tú? —dijo Pedro, arrugando el ceño.


Pedro había estado frío y distante con ella todo el día. Parecía haber remitido el deseo que sentía cuando estaban juntos.


—Olvidas que soy italiana. Pude haber tenido una niñera y un ama de llaves, pero las dos eran muy buenas cocineras. Puedo hacer unas fantásticas berenjenas a la parmesana y una ensalada aceptable. Los ingredientes deberían llegar en una hora. Incluyen una caja de pasteles de chocolate con nueces. Puedes llamar, si lo prefieres, al servicio de habitaciones, pero debes saber que tu madre me dijo que quería probar lo que yo hiciese.


Pedro parecía un poco molesto y miró a su madre.


Luego se aclaró la garganta.


—Acabo de hablar con Julia. Volverá a casa mañana por la mañana a primera hora. Quiere que te vayas con ella hasta que estés recuperada y te puedas valer otra vez por ti misma.


—Donde yo quiero ir es a mi casa —dijo Lorena frunciendo el ceño.


—No estás en condiciones de estar sola, mamá. No puedes subir ni bajar las escaleras. Julia quiere hablar contigo de todo eso. Y yo quiero discutirlo también con vosotras, pero no puedo dejar sola a Paula. Tendré que consultar su agenda.


—La solución es muy sencilla —intervino Paula—. Dile a tu hermana que venga aquí.


—No creo que funcione. Su marido, Troy, tiene que reincorporarse a su trabajo mañana por la tarde, por lo que ella tendría que traer a su bebé.


—¿Y dónde está el problema? —dijo Paula.


Lorena señaló con la mano alrededor de la sala, el mobiliario de estilo provenzal, la elegante tapicería de la sillas, la tarima pulida del suelo.


—Tiene miedo de que Susana pueda romper algo. Corre a gatas muy deprisa y ya casi anda.


—No tiene usted que preocuparse por el bebé. Yo puedo cuidar de ella —se ofreció Paula.


—Tú, ¿cuidar de ella? —repitió Pedro, con expresión de asombro—. ¿Tienes alguna experiencia?


Paula no pudo evitar esa vez mostrar su indignación. Apoyó las manos en las caderas, olvidándose de sus uñas recién pintadas y se encaró con Pedro.


—No creo que tu madre te educara para ser tan grosero con las mujeres, debes haberlo aprendido en alguna otra parte. Yo sé cocinar, sé llevar un negocio, sé manejarme muy bien en la vida, y... Puedo cuidar de un bebé. No he tenido hermanos ni hermanas, pero mi madre sí, y mis primos también tienen niños. No vivo en una burbuja, Pedro, al menos no todo el tiempo.


Pedro guardó silencio, como si no supiera qué decir.


Paula miró a Lorena y creyó percibir en ella una sonrisa. 


Después de unos instantes, Pedro movió la cabeza como indeciso.


—¿Así que quieres reunir aquí a toda la familia mañana?


—Estaré libre de una a tres. A las tres tengo una reunión con el gerente de una boutique que podría estar interesado en llevar mi línea de bolsos.


—Está bien —accedió Pedro—. Llamaré a Julia y le diré que esté aquí a la una.


Después de dirigir una larga mirada a su madre, Pedro salió de la habitación para entrar en la suite.


Paula no se dio cuenta de que se había quedado mirándole mientras salía hasta que oyó a Lorena.


—Te gusta, ¿verdad?


—Es un buen hombre —respondió Paula de modo mecánico.


—Sí, lo es, y tú también eres una buena mujer.


—Somos muy diferentes. Y, además, yo tendré que volver pronto a Italia.


Pedro también viaja mucho a Italia, a inspeccionar las tiendas. ¿Sería tan difícil coordinar las fechas?


—Lo que sería difícil sería coordinar nuestras vidas.


—No, si el hacerlo significara vuestra felicidad.


Paula pensó en eso. Se sentía como si estuviera a punto de producirse un gran cambio en su vida. Sin embargo, en ese cambio no podía incluir a Pedro.


—Él cree que somos muy diferentes. Piensa que soy superficial.


—¡Eso no es cierto! —protestó Lorena—. Creo que él dice las cosas que dice porque tiene miedo a dar el paso adelante.


—Eso no es muy esperanzador.


—Tienes que preguntarle por Connie —le dijo Lorena—. Era su esposa, hace ya cinco años que murió. Es hora de que piense en rehacer su vida.


—¿Y si él no quiere hablar?


—Empújale un poco. Necesita un empujoncito. No le he visto hacer otra cosa que trabajar desde hace años. Él lo utiliza para poner freno a sus sentimientos. Ya es hora de que se quite la coraza.


—Tal vez no sea la más adecuada para hacerlo.


—Eso nunca lo sabrás si no lo intentas.