sábado, 23 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 20





—Esto es lo mejor que puede hacer —le dijo Paula a Lorena Alfonso.


Estaba de pie junto a ella, mientras Pedro estaba fuera en la puerta de atrás.


—Asegúrate de que la puerta esté cerrada —le ordenó Lorena a su hijo.


Paula no pudo menos que sonreír. Estaba segura de que su madre era la única persona que podría darle a él una orden.


—Está cerrada, mamá. Estoy seguro.


—¡Qué trastorno estoy causando! —se quejó Lorena de nuevo—. ¿Dónde se ha visto que se le haga venir a un médico a su clínica a estas horas de la noche?


—Créame, señora Alfonso, que no es ningún problema. El doctor Christopher atendió a todos los Chaves cuando eran niños. Es un amigo de la familia.


—Sí, pero le pagaban, ¿verdad? No dejaré que nadie me pague nada, puedo pagar yo con mi dinero.


—Lo cubre todo el seguro, mamá —le aseguró Pedro.


Después de ayudarla entre los dos a bajar los dos últimos escalones del porche, Lorena vio el coche.


—Ése no es el tuyo —le dijo a Pedro.


—No. Es el coche que estoy utilizando para llevar a Paula mientras esté en Dallas. Vamos, pasa adentro.


La madre de Pedro se acomodó en el asiento trasero del sedán.


—¿Le gustaría que fuera atrás con usted, señora Alfonso? —le dijo Paula.


—Llámame Lorena. Ya vamos conociéndonos. Nunca pensé que hubiera nadie que pudiera hacer una cosa así por mí.


—No siempre se tiene la ocasión de hacer algo bueno por alguien.


—Usted colabora en todas esas obras benéficas. La he visto en los periódicos asistiendo a esos actos.


—No es lo mismo —dijo Paula dando la vuelta alrededor del coche para entrar por la puerta de al lado y sentarse junto a Lorena.


La madre de Pedro no paraba de hacer gestos de dolor.


—Dígame otra vez cuando volverá Julia —le dijo Paula para distraerla.


—No vendrá hasta pasado mañana, viernes. No podía llamarla para que viniera cuando acababa de empezar sus vacaciones, con la ilusión con que había estado esperándolas. Si el médico me vendase simplemente el tobillo, me las podría arreglar yo sola, sin ayuda.


Pedro miró a Paula a través del espejo retrovisor.


Ella sabía lo que estaba pensando. Su madre podría quedarse con ese pie inútil para siempre.


Llegaron al poco rato al centro médico y se acercaron a la puerta de atrás, siguiendo las instrucciones que el médico le había dado a Paula. El doctor Christopher ya les estaba esperando. Era un señor mayor de pelo blanco, muy sonriente, y con unos ojos azules chispeantes.


Sentó inmediatamente a Lorena en una silla de ruedas para que estuviese más cómoda.


—Vayamos a mi consulta —dijo el doctor—, le haré un reconocimiento.


Tras un minucioso examen de quince minutos, el doctor mandó a Lorena a otra sala donde la esperaba un especialista en diagnóstico radiológico.


Poco después, Pedro, Paula y Lorena estaban sentados frente al doctor Christopher en su despacho.


—Afortunadamente, no se rompió usted nada —le dijo a Lorena—. Pero tiene un esguince muy fuerte. Voy a vendárselo para tratar de bajar la inflamación. Quiero que se ponga hielo en él durante quince minutos cada hora. Pero sobre todo, por nada del mundo lo apoye en el suelo.


—Pero… Estoy sola en mi casa. Tengo un trabajo.


—Usted quiere ponerse bien lo antes posible, ¿no es cierto? —la interrumpió Paula muy serena y comprensiva.


—Sí, claro, pero…


Pedro puede quedarse con usted esta noche. Yo me quedaré sola en mi suite perfectamente.


—No —dijo Pedro.


Paula sabía que no iba a llegar a ninguna parte discutiendo con él, por lo que rápidamente se le ocurrió otra solución.


Pedro está utilizando la habitación contigua a la mía —le dijo a Lorena poniéndole la mano en el brazo—. Usted puede ocupar esa habitación y él puede dormir en el sofá, como lo hizo las primeras noches.


—¡Pero ese hotel donde se aloja usted debe costar una fortuna! —se lamentó Lorena.


—La habitación ya está pagada. Sólo tendremos que arreglar algunas cosas. Puedo llamar al servicio de habitaciones por la mañana y pedirle el desayuno que más le guste. Y quizá, hasta podamos conseguir una manicura.


A Lorena se le iluminaron los ojos.


—¿Una manicura? No me he hecho una manicura desde hace un siglo. Hace ya tiempo, Julia me regaló una por mi cumpleaños.


—Bueno, ahora es su oportunidad.


—La verdad, mamá, es que no puedes volver todavía a casa en estas condiciones. Tienes la ducha y el dormitorio en la planta de arriba. ¿Cómo piensas subir y bajar las escaleras? Y, si duermes en el sofá, te pondrás peor de la artritis. Por favor, sé razonable.


—Déjeme ayudarla —dijo Paula animosa—. Pasaremos un rato agradable las dos juntas mientras esté usted allí. Pedro se lo puede decir, a veces me parece estar metida en una jaula y me dan ganas de explotar. Si puedo compartir algunas de las exquisiteces del hotel con usted, creo que eso también me ayudará a mí.


Lorena suspiró, miró a su regazo unos segundos y luego levantó la cabeza.


—Me parece que estoy en inferioridad numérica. Está bien, podríamos intentarlo por una noche.


—No apoye el pie, señora Alfonso, por lo menos en dos o tres días —le recordó el médico.


—Julia estará de vuelta para entonces —dijo Lorena—. Por ahora, me quedaré contigo, Paula. Aunque no tengo ninguna de mis cosas, y no creo que me pueda poner uno de tus camisones —añadió con una sonrisa.


Paula sonrió también.


—Dígame lo que necesita. Volveremos a su casa, yo subiré a buscarlo y se lo traeré. ¿O prefieres hacerlo tú, Pedro?


—Estoy segura que tú sabes mejor que él lo que necesito —le dijo Lorena a Paula.


—Gracias, mamá —dijo Pedro con ironía—. No me crees a mí capaz, ¿verdad?


—A veces creo que eres daltónico. Me parece que Paula encontrará más fácilmente lo que necesito.


Y así fue. Paula fue a por sus cosas y se encargó también de llamar al hotel. Cuando llegaron, Joel tenía ya dispuesta una silla de ruedas en la puerta.


Lorena llevó su pequeña maleta en el regazo mientras Pedro empujaba la silla de ruedas de su madre por el vestíbulo y Paula caminaba a su lado.


Unas cuantas personas que había en el vestíbulo se fijaron en ellos al ver la silla de ruedas, pero ninguna reconoció a Paula. Con su cola de caballo, su camiseta y sus pantalones cortos, podría ser cualquier turista que se hospedase allí. La seguridad del hotel velaba para que no entrase allí ninguna persona que no fuera uno de sus clientes.


Ya en la habitación, Lorena pareció más cómoda.


—Me siento como una reina —dijo Lorena, mirando maravillada la decoración del cuarto.


—Disfrútelo entonces.


—Voy a tener que devolverte el dinero que hayas pagado.
Paula consideró la oferta, consciente de que Lorena no se sentiría cómoda de otra manera.


—Ya le dije que estoy pensando en comprar una casa cerca de mis padres en Italia. Cuando llegue allí me voy a poner a buscar una en serio, y me encantaría tener una de sus colchas afganas para acurrucarme en ella frente a la chimenea. ¿Podría hacerme una para pagarme su deuda?


—¡Por supuesto! Tendrás que decirme tu color favorito.


—El azul, cualquier tono de azul.


—Trato hecho —le dijo Lorena, estrechándole la mano.


Pedro no había dicho una palabra desde que a ella se le había ocurrido aquella idea, y Paula se dio cuenta de que no sabía cómo se sentía por el hecho de haber llevado allí a su madre.


«Podríamos haber ido también todos a casa de Lorena», pensó Paula.


Quedarse allí en el hotel podía ser un motivo de fiesta para su madre, pero quizá él podía haber tenido una idea diferente.


Sólo había una manera de averiguarlo. Preguntárselo.






ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 19




Paula tomó una manzana del frutero de la cocina.


La tiró al aire y la volvió a tomar de nuevo, sonriendo.


Estaba contenta. Su escapada con Pedro le había sentado bien, y hasta se sentía más atraída hacia él que antes.


Entró en la sala y se dirigió a las puertas francesas que conducían a la pequeña terraza. Ya en ella, le dio un mordisco a la manzana, recordando uno a uno todos los momentos que había pasado con Pedro. Parecía sentirse aún más cerca de él. Ya había tenido varios guardaespaldas antes. Como había tenido chóferes y supervisores. Pero habían sido muy diferentes a él.


Había dejado la puerta abierta para que Pedro supiera dónde había ido. Él dio un paso adelante y se acercó a ella junto a la barandilla. Pedro se había cambiado al llegar, se había puesto unos pantalones vaqueros y una camiseta. 


Nunca antes le había visto ella con un aspecto tan informal.


—Se te ve relajado —le dijo ella.


—Es lo que cabía esperar después de un paseo en un carrito de golf —respondió él bromeando.


—Gracias por pensar en ello, por haberme llevado por el campo de golf. El paseo me sentó muy bien, me siento como si no pudiera enfadarme ya nunca más.


—Eso está bien.


Pedro era siempre muy comedido cuando estaba con ella. 


Paula notaba que todos sus comentarios y respuestas estaban muy medidos, y quería arrancarle una respuesta espontánea.


Instintivamente, extendió hacia él la mano con la manzana.


—¿Quieres un mordisquito? —le preguntó.


Esperó alguna broma sobre Adán y Eva, o una retirada por su parte. Eso es lo que él hacía habitualmente.


Pero, en lugar de apartarse, se inclinó hacia ella, tomó su mano con la suya y le dio un mordisco a la manzana. El mundo se detuvo y luego pareció moverse en cámara lenta mientras Pedro masticaba el trozo de manzana, con la mirada fija en la suya todo el tiempo. Ella sintió un vacío en el estómago y la cabeza empezó a darle vueltas.


—¿Qué quieres, Paula? —le preguntó serenamente.


—Que me beses otra vez —dijo ella directamente.


—¿No habíamos llegado a la conclusión de que una relación entre nosotros sería un error?


—Entonces no nos conocíamos el uno al otro.


—¿Y crees que ahora sí nos conocemos? —dijo él entre la sorpresa e ironía.


—He estado viviendo contigo, viajando en coche contigo, saliendo a escondidas contigo estos tres últimos días. Me han parecido tres meses.


Ahora él se rió, pero era una risa algo apagada.


—La lógica de las mujeres nunca deja de sorprenderme.


—Entonces, no intentes entenderla, así siempre estarás asombrado.


Él movió la cabeza a uno y otro lado y deslizó las manos entre el pelo de ella.


—Esto es un problema, Paula, los dos lo sabemos.


—Yo sé que es un problema, Pedro, pero esto que existe entre nosotros, sea lo que sea, es diferente.


Pedro se acercó a ella y le susurró al oído.


—¿Qué tipo de besos te gustan, Paula? ¿Rápidos... lentos... profundos... húmedos…?


—Me gustan los tuyos, Pedro. ¿Te gusta darlos o recibirlos?


—Me gustan las mujeres que toman decisiones.


—Bien. Empezaremos suave y veremos adónde nos lleva —dijo ella con una voz recatada y algo tímida, llena de poder de seducción.


—No sabes lo hermosa que eres —le dijo él, sosteniendo su cabeza entre sus manos, y mirándola fijamente a los ojos—. Eres la mujer más deseable que he conocido.


La besó. Suavemente, como habían acordado.


Paula recibió con agrado los ligeros mordisquitos en sus labios, y los pequeños besos en las comisuras. Él deslizó los brazos por su espalda. Ella dejó que sus manos la
tocasen, sintiendo al tiempo la fuerte musculatura de su cuerpo. Sus cuerpos se apretaron, y el beso se hizo más intenso. Él presionó los labios sobre los suyos, abriéndose paso entre ellos hasta abrirlos.


Ella sintió entonces su lengua acariciándole el labio inferior, y empezaron a temblarle las piernas. Una vez que estuvo dentro de su boca, ella reaccionó sin pensarlo. Se apretó contra él, respondiendo a cada caricia de su lengua y encontrándose aún más libre de lo que hubiera pensado. Se vio inmersa en una vorágine de pasión sin límites.


Sus manos se desplazaron por su espalda. Al llegar al borde de su camiseta, metió los dedos por debajo hasta sentir su piel. El beso era cada vez más intenso, más profundo y más húmedo. Arrastró las uñas por su espalda. La pasión rompió las barreras del deseo controlado, al menos por parte de ella. Pedro mantenía las manos en su pelo, en su cara, mientras le decía de mil maneras con su boca lo mucho que la deseaba.


El pitido parecía muy lejano y ninguno le prestó atención, hasta que él se apartó un poco de ella. Cuando metió la mano en el bolsillo, Paula se dio cuenta de que estaba recibiendo una llamada en su teléfono móvil.


Pedro consultó la pantalla y después miró su reloj.


—Es mi madre. ¡Qué raro! Nunca llama tan tarde.
Tengo que atenderla.


—Lo comprendo —dijo ella, recuperándose de su beso, aún algo aturdida.


Paula hizo ademán de volver a entrar dentro a su habitación, pero él la agarró por la muñeca.


—Espera, tenemos que hablar.


¿Qué más había que decir sobre un beso así?


—Hola, mamá. ¿Qué sucede?


Mientras Pedro escuchaba, unas profundas arrugas comenzaron a marcarse en su frente.


—¿Quieres que te lleve mañana unas muletas? ¿Qué vas a hacer esta noche? No intentes subir esas escaleras.
Sólo faltaba que te rompieras otra cosa. ¿Cómo sabes que no tienes el tobillo roto?


Figurándose por la conversación lo que había pasado, Paula se acercó a Pedro y le tiró del codo.


—Un momento, mamá —dijo él, con el ceño fruncido.


—¿Se ha hecho mucho daño tu madre?


—Se cayó por las escaleras cuando estaba sacando la basura. Sucedió hace una horay el tobillo ahora se le está hinchando.


—Podría habérselo roto.


—Ella no quiere pensar en eso. Quiere que le consiga un par de muletas y se las lleve mañana. Dice que puede arreglárselas por esta noche.


—¡Eso es ridículo! Ella necesita ayuda ahora mismo, no mañana.


—Mamá —dijo él, volviendo a tomar el teléfono—, voy a llevarte a Urgencias.


Paula pudo escuchar la rotunda negativa de su madre saliendo del teléfono de Pedro.


—Escucha —le dijo Paula, tirándole del codo—, conozco un traumatólogo en la zona. Atiende a una de mis tías. Yo fui también a su consulta una vez que tropecé y me caí durante un desfile de modas el año pasado. Déjame que le llame. Podemos ir a su clínica para que le haga a tu madre una radiografía del tobillo.


—¿Estás loca? ¿Qué médico estaría dispuesto a abrir su clínica a las once de la noche?


—Él lo hará, Pedro. Haría cualquier cosa por los Chaves. Así que explícaselo a tu madre, y dile que nosotros pasaremos a buscarla.


—¿Nosotros?


—Sí, nosotros. Iré de incógnito. Conociéndote como te conozco, supongo que no querrás dejarme aquí sola, y no puedes dejar tampoco sola a tu madre.


Entonces, vio en los ojos de Pedro algo parecido a un parpadeo. No supo interpretarlo, pero no era el momento de preguntárselo.


—Si te aseguras de que no nos siga nadie al salir del hotel, no deberíamos tener ningún problema —insistió ella—. La clínica del doctor Christopher es muy discreta.


Pedro repitió a su madre todo lo que le acababa de decir Paula. Ella seguía aún protestando cuando él le dijo que estarían allí en treinta o cuarenta y cinco minutos para llevarla a la clínica.


—Si no puedes conseguir a ese médico, mamá lo entenderá. La llevaré a Urgencias.


—Déjame hacer una llamada —dijo ella entrando en su habitación y dejando a Pedro en la terraza.


Los dos habían tenido la misma tentación de caer el uno en los brazos del otro, pensaba ella. Había sido muy agradable. 


Se había sumergido en un sueño, en un viejo sueño que, después de su fracaso con Miko, había pensado que nunca podría llegar a hacerse realidad.


Pero la realidad siempre superaba a los sueños.


Ya en su dormitorio, Paula tomó su teléfono móvil, consultó la agenda de direcciones, localizó el número del doctor Christopher y lo marcó. Le gustaba la idea de poder hacer algo por otra persona. Le gustaba mucho.


¿Y Pedro y ella?


¿Debían continuar donde lo habían dejado, o debían ignorar aquel beso maravilloso que había hecho temblar la Tierra?


El problema era que cuando la Tierra se movía, el mundo no volvía a ser ya nunca el mismo.




ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 18




Media hora después, Pedro salió con Paula por la puerta de servicio de detrás del hotel. No había ningún coche esperándoles. Ella se detuvo en seco al ver un cochecito de golf.


—¿Qué es esto?


—Tu carroza hacia la libertad. Vamos, sube. Soy un buen conductor. Nunca he tenido un accidente en uno de éstos.


Ella se rió y subió con él. Sintió en su piel el aire cálido de la noche. Levantó la cara, se quitó la cinta que le sujetaba el pelo y dejó que éste cayera suelto, ondeando al aire.


—¿Adónde vamos? —preguntó ella, mientras Pedro giraba por la vía de servicio camino del campo de golf.


—Quiero que cierres los ojos —le dijo mientras el cochecito de golf tomaba velocidad—. Imagina que vas a caballo, cabalgando libre y salvaje, sin muros, sin cadenas, y sin paparazzi.


Ella no había usado su imaginación de esa manera desde hacía mucho tiempo. Ahora hizo lo que él le pidió. Dejó a un lado las historias sensacionalistas, los flashes de las cámaras, las preguntas agresivas de los reporteros, e incluso lo que le había pasado con Miko. Dejó que todo se lo llevase el viento, mientras ella se sumergía conducida por Pedro en el reino de la libertad.


Al cabo de un rato, él aminoró la marcha, ella se volvió hacia él, y le puso su mano en el brazo.


—Gracias.


—No hay de qué. Tenía miedo de que fueras a salir gritando del hotel y cayeras en manos de tus fanáticos admiradores.


—Tampoco creo que estuviera tan mal, ¿no? —dijo ella echándose a reír.


—Entiendo que se te haga duro ver restringida tu libertad.


Restricción. Control. ¿Qué control ejercía Pedro sobre ella cuando estaba a su lado? Quizá ninguno. Tal vez ése era su trabajo.


—¿Te gustaría poder pasar más tiempo con tu familia? —le preguntó ella.


—¿Quieres decir si no tuviera que trabajar?


—Algo así.


—Sí, me gustaría pasar más tiempo con mi familia. Mi madre, seamos realistas, está ya mayor. Tiene sus amigos, su trabajo, y a Julia, pero cuando llego a casa veo un brillo especial en sus ojos. Yo sé que me echa de menos. Sé que le gustaría darme de comer — Pedro se rió para sí—. Ésa es la forma en que ella me demuestra su amor. A ella le gusta que me siente en la mesa a charlar con ella. Contarme cosas de cuando estaba con mi padre, de cuando Julia y yo éramos pequeños. Ella cree que no lo sé, pero yo sí.


Paula se quedó impresionada por la madurez de Pedro. No en vano tenía nueve años más que ella. Pero, ¿qué importaba la edad en una relación? ¿No había diez años de diferencia entre su madre y su padre?


Pero, ¿en qué estaba pensando? ¿Una relación?


—¿Qué hay de ti y de tu familia? Si te vas a vivir a la Toscana, verás a tu madre, pero ¿cuándo verás a tu padre? —le preguntó Pedro.


—¿Sabes guardar un secreto?


—No sabes cuántos secretos tengo guardados —le respondió él con ironía.


—Mi padre está pensando en jubilarse. Cuando hablé con él ayer por la noche, me dijo que no lo haría hasta que no se resolviesen los problemas económicos de los Chaves. Pero está en sus planes, y sería maravilloso.


—¿Renunciaríais por completo a vuestra vida pública todos a la vez?


—Yo sí lo haría, tengo muchos sueños.


—¿Cuáles son?


—Poner en marcha un negocio propio que me asegure un futuro.


—Supongo que tienes dinero más que suficiente para no tener que preocuparte de trabajar nunca.


—Es cierto, pero tendría que hacer algún tipo de trabajo. Necesito sentirme útil en la vida. Tengo que admitir que si tuviera hijos me dedicaría a ellos en cuerpo y alma.


Él se quedó en silencio.


—¿A ti no te gustaría tener hijos algún día? —le preguntó ella, con curiosidad.


—No me gusta hablar de ese tema.


Su voz había cambiado, se había hecho diferente. Había cierta tristeza en ella. Había vuelto a adoptar las maneras de cuando era agente del Servicio Secreto y Paula no sabía por qué.


Pero no quería echar a perder aquella maravillosa aventura. 


No quería echar a perder la sensación de libertad que Pedro le había dado. Por eso no le hizo más preguntas. Se limitó a poner su rostro contra el viento y respiró en libertad.





viernes, 22 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 17





Paula, ¿qué te pasa? ¡Tranquilízate, me estás volviendo loco!


Después de haber pasado toda la tarde con ella en la suite, Pedro estaba tan pendiente de cada uno de sus movimientos que cualquier cosa le ponía nervioso.


Paula se había sentado al piano, había comenzado a tocar una pieza y al poco se había parado. Había comenzado otra, pero se había vuelto a parar de nuevo.


Antes de eso, habían cenado los dos casi en silencio, habían revisado su correo electrónico y ella se había probado unos vestidos en su dormitorio.


Ahora, aún sentada al piano, con una mano en el teclado, miró a Pedro por encima del hombro.


—Ahora tienes tu propia habitación. Puedes irte allí y cerrar la puerta si quieres.


Sí, tenía su propia habitación, pero a él no le parecía que estuviera haciendo su trabajo si se refugiaba en ella.


—No puedo recluirme como un ermitaño cuando tengo que estar pendiente de tu seguridad.


—No puedo ir a ninguna parte —dijo ella con frustración, levantándose de la banqueta del piano.


—¿Adónde quieres ir? —le preguntó él.


—No es que quiera ir a ningún sitio en concreto. Es que no tengo libertad para salir.


—Que yo sepa, no estás encerrada ni encadenada aquí dentro.


—Muy bien. Te lo diré de otra manera —dijo ella estallando de repente—. Me siento como aquel pájaro en su jaula, teniéndote a mi lado a todas las horas del día. No puedo hacer nada sin que tú lo sepas. Es como tener una cámara encima.


Pedro dejó a un lado su ordenador portátil, se levantó y se acercó a ella.


—Tal vez has vivido demasiado tiempo con una cámara encima y no sabes estar en amistoso silencio con una persona.


—¿Y tú te sientes tranquilo ahí sentado, en ese amistoso silencio que dices?


No, porque quería besarla locamente cada instante que estaba a su lado. Pero no podía decírselo.


—Me pone nervioso a veces —admitió él—. Pero aprendí a controlarme y a mantener la calma cuando estaba en el Servicio Secreto.


—Yo no quiero controlar mis nervios. Quiero simplemente ser... libre.


—¿Por qué no le preguntas a Elena Chaves si puedes quedarte en la mansión con ella? A lo mejor eso te ayudaría.


—No puedo hacerlo. Y menos ahora.


—¿Ahora?


—Toda la familia está revuelta. Están muy preocupados con sus secretos… de familia.


—¿Más que con los problemas de sus negocios? —preguntó Pedro, familiarizado con ellos por su trabajo en las tiendas de la joyería.


—Esto no tiene nada que ver con el negocio —dijo ella— Además, no sé si eso me serviría de alguna ayuda. Creo que parte de lo que me pasa es que no tengo un lugar que pueda decir que es mío. Es por lo que quiero comprarme una casa, poder ir al mercado y a comprar a las tiendas de la ciudad sin levantar un alboroto.


—¿Y sin paparazzi?


—Ése es mi sueño. Tal vez pueda encontrar un lugar con un gran muro de piedra en lugar de un foso.


—Eso me suena casi como otra jaula.


—Estoy pensando en dejarlo todo cuando termine esta campaña de Baltazar. Dejaría mi carrera de modelo. Hay un diseñador italiano interesado en abrir conmigo una línea de bolsos de mujer. No me sentiría tan agobiada por la gente.


Pedro no daba crédito a lo que oía. Paula no necesitaba alimentar su ego.


—¿Qué piensas? —le preguntó ella.


—Nada.


—Dime lo que estabas pensando.


—Estaba pensando que la mayoría de las personas que trabajan en actividades como la tuya lo hacen porque les gusta recibir los elogios de la gente. Les gusta la fama. ¿No echarías eso en falta?


—Me vi empujada a esto cuando aún no tenía criterio suficiente para tomar una decisión de ese tipo. Pero no me malinterpretes. Yo quería ser modelo. Mi madre se encargó de ello antes de que yo lo hiciera. Pero se toma mi vida como si fuera la suya... es algo de lo que nunca podré librarme.


De nuevo aquella palabra. Libre. Ella quería sentirse libre. Él tenía la responsabilidad de vigilarla, pero tal vez pudiera ayudarla.


La miró a los pies. Estaba descalza.


—Voy a hacer una llamada. Ponte unas sandalias.
Tal vez pueda ayudarte a sentirte libre por un rato —le dijo con una sonrisa, sacando su teléfono móvil.