domingo, 3 de mayo de 2015

SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 4






–La mejor boda a la que he asistido nunca.


Era Nochebuena y Raquel estaba haciendo estiramientos en el suelo del salón, rodeada de regalos a medio envolver. Mi hermana pasaba mucho tiempo haciendo estiramientos y yo había aprendido a dejarle sitio porque en más de una ocasión había terminado con un pie en la cara.


Raquel empezó a hacer kárate a los seis años y luego, a los dieciocho, empezó a estudiar Muay Thai y allí conoció a…
No, no puedo mencionar su nombre. Llamémosle “el que no puede ser nombrado” (y no es el tal Voldemort de Harry Potter, aunque por las sonrisitas de mi hermana creo que también debía tener una varita mágica escondida en alguna parte).


–Me alegro mucho de que lo pasaras bien.


La nieve caía sin cesar al otro lado de las ventanas. Las calles de Londres estaban cubiertas por una capa blanca y todo el mundo iba envuelto en abrigos, bufandas y gorros de colores.


Esa era una de las muchas cosas que me gustaban de Londres, que la gente no tenía miedo de vestir de manera creativa, especialmente donde vivíamos nosotras. En Notting Hill estábamos rodeadas de artistas, músicos y escritores.


Con el ordenador portátil sobre las piernas, me tapé con la manta del sofá porque no me apetecía sentarme a la mesa y, además, así ahorrábamos en calefacción.


–¿Podemos dejar de hablar de la boda?


Raquel había estado riéndose sin parar durante los tres últimos días.


Y el amor fraternal empezaba a agotarse.


Fingí estar concentrada en la pantalla del ordenador, pero si debía ser sincera apenas había trabajado desde que volvimos de la boda. No podía concentrarme. Mi cerebro estaba repleto con los recuerdos más ardientes de mi vida.


 No podía dejar de pensar en ello. En él.


Sobre todo, en cómo aquel hombre tan frío había pasado de ignorarme a prácticamente hacer el amor conmigo. El cambio había sido sorprendente y, en fin, excitante. Lo que no era tan excitante era que hubiésemos sido interrumpidos y que no hubiera posibilidad de retomar lo que habíamos dejado a medias, de modo que estaba condenada a morir de frustración sexual. Había intentado hacer algo al respecto, pero ningún vibrador podría compararse jamás con el talento erótico de Pedro Alfonso. Era como estar viendo una película de misterio a la que hubieran cortado el final. Necesitaba desesperadamente saber qué pasaría después.


Pero nunca lo sabría porque a Pedro no le caía bien antes de la boda y después de arruinar el día y marcharme con su chaqueta de Tom Ford debía odiarme a muerte.


Estaba convencida de que se pondría en contacto conmigo, pero por supuesto no lo había hecho. La vida real era un vestido con las costuras descosidas y una humillación pública, no que el hombre más sexy del mundo te llamase por teléfono.


Respondí a otro correo, intentando olvidarme de Pedro, y volví a buscar en YouTube, rezando para que nadie hubiese colgado un vídeo con mi ignominioso desnudo. Por el momento estaba teniendo suerte, pero si hubiera podido meterme en un agujero y vivir allí durante un tiempo, lo habría hecho.


–¿Por qué demonios tuviste que entrar en esa alcoba?


–¿Por qué demonios no cerraste la puerta con cerrojo si pensabas tirarte a Pedro? –replicó mi hermana–. Por cierto, he envuelto varios regalos de los que compramos por si vienen invitados inesperados. Son los que no tienen etiqueta –Raquel estaba dando patadas al aire, a punto de tirar una lámpara de la mesa. Si la lámpara hubiera sido una persona estaría inconsciente en ese momento. Y se preguntaba por qué los hombres se sentían intimidados por ella…


El sexo con mi hermana seguramente podría ser clasificado como un deporte de riesgo.


Y hablando de sexo…


–¡No estaba tirándome a nadie!


Raquel dejó de dar coces al aire para colocar los regalos bajo el árbol de Navidad. Yo prefería comprar uno falso, pero ella decía que había habido tantas cosas falsas en nuestras navidades infantiles que merecíamos algo más romántico. Personalmente, yo no veía nada romántico en recoger las agujas del abeto, que caían por todas partes, pero yo soy así.


–¿No te has pasado con los regalos este año?


Mi hermana siempre compraba más regalos de los que debería. Decía que era porque así el árbol quedase más festivo, pero yo sabía que su idea de una navidad horrible era que alguien viniese a comer a casa y no tuviese un regalo.


Raquel es muy generosa y su visión del mundo es lo más parecido a un cuento de hadas. Estaba convencida de que uno podía crear su propio cuento si se esforzaba un poco. 


¿Quién necesitaba un príncipe azul cuando tenías una tarjeta de crédito y compras online? Cuando éramos pequeñas, ella era la que bailaba alrededor del árbol, con unos leotardos rosas y una tiara en la cabeza, fingiéndose una princesa. Pero entonces nuestros padres se separaron y decidió ser Karate Kid.


La fantasía más importante de mi hermana era la Navidad. 


Como nunca había tenido una Navidad familiar de verdad, lo compensaba como loca. De ahí el árbol, los regalos, y su determinación de que ninguno de nuestros conocidos tuviera que pasar ese día solo.


–Voy a elegir el pavo –Raquel lanzó otra patada, la melena rubia volando alrededor de su cara. A veces he pensado que debería hacer las pruebas para interpretar al próximo Bond (y me refiero a James Bond, no a la tonta de turno a la que ponen en la película solo para que se acueste con él). Entrenaba muchas horas al día, pero sus esfuerzos habían dado fruto porque tenía un trabajo genial como entrenadora de artes marciales en uno de los mejores gimnasios de la ciudad. Y, además, era entrenadora personal de varios clientes, todos satisfechos, pero asustados de mi dulce hermana porque si no se esforzaban de verdad les daba una patada en el culo. Literalmente.


Los correos no dejaban de entrar en mi buzón. Estábamos en medio de un enorme proyecto y el trabajo no iba a desaparecer porque la mayoría de Londres hubiese cerrado por vacaciones.


Una parte de mí esperaba recibir un correo de Pedro Alfonso


No tengo que decirte qué parte era esa, pero empezaba a preguntarme si no debería pedirle a Santa Claus un nuevo vibrador. ¿Habría uno llamado el Pedro? Ese era el que yo quería.


Tontamente, escribí vibrador Pedro en el buscador.


–Tengo que devolverle la chaqueta.


–No creo que esté en la oficina. Es Nochebuena y está nevando –Raquel tomó su abrigo–. Ven conmigo a elegir el pavo, eso es mejor que quedarse aquí lloriqueando.


–Yo no estoy lloriqueando.


–Sí estás lloriqueando. Y soñando en italiano.


Airada, cerré el ordenador para que Raquel no pudiera ver lo que había escrito en el buscador. Una tiene sus secretos.


–Si no fuera por ti no tendría que soñar, sería una realidad. Habría puesto en práctica mi resolución para el nuevo año: sexo sin emoción.


–Con un hombre tan guapo como Pedro, eso sería un desperdicio.


–¿Así que en cambio lo que tengo es nada? ¿Eso es mejor? –tuve que agacharme cuando Raquel me tiró el abrigo–. No voy a salir. Aún no me he recuperado del desastre y alguien podría reconocerme.


–La ventaja de estar desnuda de cintura para arriba es que nadie mira tu cara –Raquel me tiró la bufanda–. A menos que lo que tengas que hacer sea una emergencia, vas a venir conmigo a comprar el pavo. Venga, lo pasarás bien.


No, yo no iba a pasarlo bien. Esa era la cuestión. Y sí, era prácticamente una emergencia. A ese paso, iba a necesitar reanimación artificial. O el boca a boca. O boca a… bueno, tú ya me entiendes. Solo podía pensar en sexo y eso no era bueno cuando no había esperanza de una resolución satisfactoria.


Tal vez el frío y la nieve reducirían mi necesidad de un vibrador.


No fue así, pero debo admitir que era estupendo caminar por Notting Hill el día de Nochebuena. Los escaparates brillaban con sus luces navideñas y todo el mundo sonreía. Claro que también había mucha gente que encontraba triste aquella época del año y no la celebraba. Pero tal vez esos se quedaban en sus casas.


Una familia pasó a nuestro lado, tirando de un enorme árbol. 


La madre, el padre y dos emocionados niños con las mejillas rojas y los ojos brillantes. Al verlos, algo se encogió dentro de mí. No entendía por qué los envidiaba si no era eso lo que yo quería.


Cuando miré a Raquel, ella se encogió de hombros, como si hubiera leído mis pensamientos.


Esa era una de las cosas que más me gustaban de mi hermana, que no solo supiera lo que estaba pensando sino que para ella el pasado era el pasado. Si algo salía mal, lo hacía de otra manera en la siguiente ocasión. Ella siempre miraba hacia delante.


Mientras la nieve caía sobre su pelo pensé en lo guapa que era. Delgada como una bailarina, con unos asombrosos ojos verdes, una melenita rubia que caía alrededor de su cara… y unas piernas larguísimas con las que podría tumbar a cualquiera de una patada. Ese era su superpoder.


Pero aunque todo el mundo pensaba en la Navidad, yo no podía dejar de pensar en la funesta boda.


–¿Crees que les estropeé su gran día? –le pregunté, suspirando.


–Si lo hubieras hecho, se lo merecían. Fue una maldad por su parte insistir en que fueras dama de honor. Mauro no era hombre para ti y no deberían haberte puesto en ese aprieto.


Era mi hermana y su obligación era consolarme e intentar que me sintiera mejor. Y yo quería creerla. Era Nochebuena y nadie quería sentirse mal consigo mismo el día de Nochebuena.


–Es irónico que fuese por orgullo y terminase medio desnuda, besando a un hombre que me detesta.


Raquel soltó un bufido.


Pedro no te detesta. Hay química entre vosotros, siempre la ha habido. En realidad, te pega mucho más que Mauro.


Yo me detuve de golpe, mirándola con cara de sorpresa.


–¿Cómo puedes decir eso? Pedro Alfonso apenas me dirige la palabra. Cuando estamos en la misma habitación, me ignora. No le caigo bien.


Y por eso, todo era más desconcertante. ¿Cómo había podido tener tan ardoroso encuentro con un hombre que me detestaba?


–Se encargó de buscar un coche que nos llevase a casa para que no tuvieras que ver a los demás invitados. Y eso debió costarle una fortuna.


Yo ya había metido el dinero en el bolsillo de su Tom Ford. 


No quería estar en deuda con Pedro.


–Lo hizo porque quería librarse de nosotras… bueno, de mí. Porque me había cargado la boda.


–Él te rescató cuando todo el mundo estaba mirándote –mi hermana también se había parado en la acera, la nieve cayendo sobre su pelo–. Y te dio su chaqueta. No tenía por qué hacerlo.


Yo fruncí el ceño.


–Pues claro que sí. No quería que estuviese desnuda en la capilla.


Raquel se inclinó para hacer una bola de nieve.


–¿Quién te llevó a casa la noche que celebramos tu nuevo trabajo, cuando Mauro pasó de ti y se pilló una borrachera?


Pedro –tuve que admitir. Esa noche había sido el principio del fin para Mauro y para mí. Me había pedido en matrimonio al día siguiente, como alternativa a mi nuevo trabajo. Yo pensé que seguía borracho, pero estaba sobrio y hablaba en serio. En opinión de Mauro, casarme con él era mejor que tener una carrera–. Pero es que tenía que pasar por nuestra calle de todas formas.


Esperé que Raquel dijera: “sí, es verdad”, pero se quedó mirándome sin decir nada. Y me pregunté qué explicación le habría dado Pedro a su hermana. Tal vez que no había sido culpa suya, que se había visto asaltado por mis pechos desnudos y, sencillamente, había tenido que defenderse. Era abogado, de modo que podría alegar defensa propia mejor que nadie.


Por otro lado, no parecía la clase de hombre que inventaba excusas.


O lo aceptabas como era o pasabas de él.


Pero yo había intentado aceptarlo y mira dónde me había llevado.


Pasé un brazo por los hombros de mi hermana, decidida a dejar de pensar en él.


–Hablemos de otra cosa –le dije. Nunca había estado tanto tiempo pensando en un hombre con el que no tenía una relación–. Por el momento, mi propósito para el nuevo año no me lleva a ningún sitio. Tal vez debería haber pensado en algo más tradicional como perder peso o ir al gimnasio.


–Tú estás en forma y, además, no tienes que empezar con los propósitos hasta primeros de año. Puede que conozcas a alguien estupendo mañana mismo.


Algo en el tono de mi hermana hizo que la mirase con suspicacia.


–¿A quién has invitado? Por favor, no me digas que has llamado a ese periodista…


–No, solo a los amigos de siempre y unos cuantos más –Raquel estudiaba una casita de jengibre en el escaparate de nuestra panadería favorita–. ¿Quieres que la compremos?


–Si compras más comida no habrá sitio para los invitados. ¿Quién irá a casa mañana?


–Nunca se sabe hasta que llaman a la puerta. Ya sabes como es, no todo el mundo se molesta en confirmar.


Raquel no me miraba, por supuesto. El año anterior había invitado a varios de sus alumnos, que se dedicaron a dar patadas en el salón.


Mientras seguíamos mirando escaparates pensé cuánto me gustaba Londres. Vivíamos en una zona estupenda, llena de tiendas, mercados y restaurantes. Nuestro apartamento estaba en una casa victoriana de ladrillo rojo, en la mejor zona de Notting Hill, al lado del mercado de Portobello y cerca de los jardines de Kensington. Muchos de nuestros amigos vivían en la misma zona.


Me pregunté dónde viviría Pedro. ¿Se habría ido a Italia a pasar las navidades?


Esperaba que no necesitase la chaqueta.






SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 3





Manos, caras, bocas, cualquier parte que pudiera tocarse se tocaba, y aunque yo no sabía quién había dado el primer paso, me daba igual porque su boca era cálida y sabia y el beso confirmaba lo que yo ya sospechaba: que Pedro Alfonso era el hombre más sexy sobre la faz de la tierra.


Fuera lo que fuera, aquel no era un beso ensayado para los demás.


Dudaba que alguno de los dos supiera o le importase que hubiese alguien mirando. Estábamos tan concentrados el uno en el otro, tan absortos en el momento que si un caballo hubiera saltado de uno de los cuadros para galopar por la habitación no nos habríamos dado ni cuenta.


Al sentir el erótico roce de su lengua dejé escapar un gemido. Lo que estaba haciendo conectaba un millón de circuitos dentro de mí, despertando una reacción en cadena… tanto que pensé que mi cuerpo estaba a punto de estallar. Me daba igual que no sonriese nunca porque su boca estaba hecha para besar y lo demostraba con cada delicioso roce de su lengua. Le eché los brazos al cuello, apretándome contra él. Era musculoso, duro, cuadrado. Bajo el carísimo traje de chaqueta, Pedro Alfonso era perfecto. Lo que estaba desgarrado era mi vestido, mi cuerpo, mi reputación.


Sin poder contenerme, cubrí la bragueta de su pantalón con la mano y lo sentí duro y grueso debajo.


–Dio… –murmuró él, aplastándome contra la pared. Sus manos habían pasado de la chaqueta a mis pechos y sentí un delicioso escalofrío de excitación cuando rozó mis pezones con los pulgares.


Normalmente cierro los ojos cuando me besan, pero esta vez no lo hice.


Los de Pedro, oscurecidos de deseo, estaban clavados en los míos. Era la experiencia más sexy de mi vida y no quería perderme ni un solo segundo.


No era capaz de formar ningún pensamiento coherente, pero sabía que me había equivocado en una cosa…
Pedro Alfonso no era un buen chico. Era un mal chico con un buen traje de chaqueta.


El calor entre nosotros superaba cualquier escala, la química era intensa, ardiente. Pedro enterró los dedos en mi pelo, haciendo que las horquillas que lo sujetaban salieran despedidas, mientras me besaba ardientemente.


Murmuró algo en italiano y yo estaba a punto de pedirle que tradujese cuando decidí que no quería que lo hiciera. Saber lo que estaba diciendo podría estropearlo todo. No había manera de saber qué estaba pasando o por qué y lo mejor sería no complicar las cosas.


Sentí la presión de su duro muslo entre los míos y las costuras se abrieron un poco más. Si el vestido de dama de honor no estaba ya destrozado del todo, lo estaría en aquel momento, pero creo que Pedro no se daba cuenta porque estaba muy ocupado devorando mi boca.


La anticipación estaba a punto de matarme mientras acariciaba el interior de mis muslos, pero cuando empezó a tocarme con esos dedos largos y sabios, como programados para tocar en el sitio adecuado aunque yo no había dicho una sola palabra, pensé que me desmayaba.


Respirábamos el mismo oxígeno, mordiendo, lamiendo. Era la experiencia más erótica de mi vida. No pensaba en nada salvo en lo maravilloso que era, pero entonces él deslizó dos dedos dentro de mí y lo maravilloso se convirtió en increíble. 


Tuve que agarrarme a sus hombros con una mano porque se me doblaban las rodillas y si no me sujetaba iba a terminar en el suelo. Pero eso me dejaba una mano libre y no iba a desperdiciarla.


Agarré su miembro y noté que crecía, que se hacía más duro. Mientras lo acariciaba, Pedro dejó escapar un gemido ronco y fue el sonido más sexy que había escuchado nunca, más aún porque sabía que era yo quien lo había provocado. 


Aquel hombre tan frío estaba perdiendo el control y era culpa mía.


Sus dedos eran sabios y cuando encontró el sitio justo con gran puntería empecé a sentir los primeros calambres del orgasmo.


Apenas habíamos intercambiado unas cuantas frases antes de aquel día y, sin embargo, allí estábamos, apretados en un íntimo abrazo.


Pedro abrió mis piernas con la rodilla un poco más y siguió usando los dedos, besándome hasta que sentí que todo dentro de mí se derretía. Estaba cerca, muy cerca, y él lo sabía porque estaba allí conmigo, sus dedos controlando lo que sentía, su boca respirando mis jadeos.


–Córrete –me ordenó, en voz baja.


Normalmente, yo no solía obedecer órdenes, pero en esta ocasión nuestro objetivo era el mismo y apreté su rígido miembro mientras…


–¿Paula?


Era mi hermana, usando uno de sus frenéticos susurros mientras me buscaba por la capilla. Seguramente habría dejado de reírse el tiempo suficiente como para entender que yo tenía un problema.


“Mierda”.


Pedro y yo nos miramos, ojos y boca aún unidos. Mi cuerpo suspendido en un estado de intensa excitación.


Por una vez en mi vida, desearía que Raquel no intentase ayudarme.


Allí estaba, al borde del que sabía iba a ser el mejor orgasmo de mi vida, con el hombre más atractivo al que iba a conocer nunca, y mi hermana estaba llamando a la puerta.
Iba a matarla. Lentamente. Si yo tenía que morir de agonía, ella moriría también.


–¿Paula? ¿Estás bien?


Yo estaba tan excitada que tener a mi hermana llamando a la puerta no hizo que mi pasión se enfriase.


Pedro masculló algo sobre mi boca (en varios idiomas, por cierto) y yo estaba a punto de preguntar si había cerrado con cerrojo cuando la puerta se abrió.


Afortunadamente, él estaba frente a mí, como un escudo. 


Otra razón para agradecer esos anchos hombros.


Con admirable calma,Pedro sacó los dedos de donde los tenía y, de alguna forma, consiguió subirme el vestido y cerrar las solapas de la chaqueta al mismo tiempo.


Era impresionante en momentos de crisis; sereno, templado. 


Raquel me había visto desnuda muchas veces porque nunca cerramos las puertas con cerrojo, de modo que yo estaba más exasperada que avergonzada en ese momento.


Pero entonces miré por encima del hombro de Pedro (y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano, en serio, porque esos hombros eran lo más interesante que había visto en mucho tiempo) y vi un rostro asustado que no era el de mi hermana.


La hermana de Pedro lo miraba como si no lo hubiera visto nunca.


Ay, mierda y requetemierda.


La chica tenía los ojos como platos y la boca abierta, como si no pudiera llevar suficiente oxígeno a sus pulmones.


Evidentemente, pensaba que yo había corrompido a su querido y adusto hermano. Y tal vez fuese cierto. En ello estaba, desde luego.


Desde el momento que me tocó, no había pensado en otra cosa. Y antes de que me juzgues, puedo decir sin la menor sombra de duda que si este hombre te hubiera besado a ti, tú tampoco habrías pensado en otra cosa.


Pedro masculló una palabrota.


–Vuelve a la capilla, Chiara.


Era una orden y ella, colorada hasta la raíz del pelo, se dio la vuelta sin cuestionarla.


Si me hubiera hablado a mí con ese tono habría regalado su chaqueta de Tom Ford a alguna organización no gubernamental, pero Chiara obedeció como un cachorrito en una clase de obediencia.


Debía ser la sorpresa lo que había impedido que le plantase cara.


Y yo pensando en lo estupendo que sería el sexo sin ligazones emocionales. Daba igual las reglas que usaras, alguien siempre resultaba herido.


Me habría gustado decirle que no se preocupase, que en realidad Pedro y yo nos odiábamos, pero la chica había desaparecido y yo me quedé preocupada por algo más que un vestido descosido.


Había creído que no podría estar más avergonzada.


Resultó que también estaba equivocada sobre eso.






SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 2






Estaba medio desnuda en medio de la capilla. No solo llevando un condón como vestido sino un condón roto y, de repente, nadie estaba mirando a los novios sino a mí. 


Aunque era lógico porque había mucho que ver. A veces me gustaba ser el centro de atención, pero esta no era una de ellas.


¿Por qué, ay, por qué no me había puesto sujetador?


Lo había intentado, pero se transparentaba porque el vestido era de poliéster, así que, por vanidad, decidí que si tenía que ponerme aquella cosa horrible, al menos no llevaría marcas.


Otra mala decisión.


Las costuras del vestido se habían abierto por ambos lados simultáneamente, dejándome desnuda de cintura para arriba. Me sentía como un plátano saliendo de su cáscara, pero seguramente debía parecer una de esas chicas que salían de un pastel en las despedidas de soltero.


Era la dama de honor en pelotas.


Todo el mundo me miraba, transfigurados de horror y profundamente aliviados porque no les había pasado a ellos. 


Pero nunca podría haberles pasado a ellos porque esas cosas solo me pasaban a mí. Mi vida tenía por costumbre estallar, claro que normalmente no lo hacía de manera tan literal.


El frío en la vieja capilla conspiraba para hacer que mis pezones se levantasen e intenté cubrirlos con las manos, pero entonces me di cuenta de que estaba empeorando la situación. No solo estaba desnuda sino tocándome a mí misma.


Por primera vez en muchos años, empecé a rezar:
“Llévame ahora. Fulmíname con un rayo”.


Mi madre siempre había insistido en que llevásemos ropa interior limpia, por si acaso teníamos un accidente, pero no creo que pensara en este tipo de accidente cuando nos daba ese consejo. Ojalá le hubiera hecho caso, pero no había pensado que mi ropa interior, o la falta de ella, fuera a ser un problema. Todas las chicas solteras esperan ligar en una boda, pero yo era realista. Ningún hombre iba a ligar con una chica que llevaba un condón gigantesco como vestido. No me malinterpretes, yo estoy por el sexo seguro. De hecho, siempre insisto en que se pongan condón, pero normalmente no tenía que meterme en uno.


El vestido era un tubo apretado hasta los pies, de modo que tenía que caminar como una geisha. Ni siquiera podía salir corriendo. Era como una sirena, pero sin un mar en el que ahogarme. Escapar sería un proceso lento, patoso, con las tetas dando saltos.


Histérica, intenté agarrar la tela que se había deslizado hasta mi cintura y cubrirme con ella, pero era como intentar cubrir el Big Ben con un pañuelo.


Muerta de vergüenza, oí que mi hermana soltaba una carcajada. Se estaba partiendo. Raquel tenía un problema con la risa; no podía controlarla. Oírla reír normalmente me hacía reír a mí también, pero cualquier deseo de reír fue aplastado por la mirada helada y reprobadora de Pedro Alfonso.


Mientras todos los demás me miraban en horrorizado silencio (y te aseguro que no me miraban la cara) él se dirigió hacia mí como un guerrero dispuesto a repeler el ataque de un ejército enemigo


Esperé que Raquel se levantara para ejecutar una de esas increíbles patadas de kárate que lo dejase aplastado en el suelo, pero la inútil de mi hermana estaba partiéndose de risa. Y Pedro seguía dirigiéndose hacia mí. Imaginé que harían falta muchas patadas para aplastar a un hombre como él y me eché a temblar porque, aunque estuviese falto en el apartado emocional, físicamente era espectacular. 


Pero vamos, de encogerse el estómago, de quedarte sin fuerza de voluntad, devastador total. Un hombre al que una no podía mirar sin pensar en el sexo.


Sus ojos oscuros, brillantes, estaban concentrados en mí, como un misil láser programado para destruir.


Su papel como testigo era apoyar al novio y resolver los problemas que pudiese haber durante la ceremonia y en aquel momento yo era el problema. O al menos, mis pechos lo eran. Por su expresión, parecía pensar que unos pechos como los míos no deberían salir de casa sin un permiso especial.


Las tías ancianas habían girado la cabeza, pero sus maridos me miraban con los ojos fuera de las órbitas. Me recordaban a esas criaturas marinas que viven en el fondo del mar… los peces abisales. Estaba preguntándome si, además de todo, por mi culpa habría que añadir un par de fiambres más al cementerio de la capilla cuando Pedro llegó a mi lado y se quitó la chaqueta para ponerla sobre mis hombros.


Bueno, decir que “la puso” era demasiado amable porque prácticamente me la tiró encima, pero en cualquier caso mis saltarines pechos estaban a salvo, enterrados debajo de Tom Ford. La chaqueta estaba calentita y olía de maravilla. 


Olía a él.


–¡Levántate! –era una orden, no una petición y yo abrí la boca para explicar que mis piernas eran prácticamente inútiles bajo el vestido de tubo. Pero él puso una mano en mi espalda, empujándome hacia el pasillo.


Íbamos por el pasillo. Eso es: yo, Paula Chaves, de la calle Cherry Tree Crescent, número 42, en Notting Hill, iba caminando por el pasillo de una iglesia con un hombre, algo que había jurado no hacer nunca. Claro que lo hacía marcha atrás y medio desnuda, así que seguramente no contaba.


Pasé al lado de un mar de rostros, todos con la boca abierta. 


Me recordaban un nido de pajaritos esperando que su madre les llevase algo de comer… y yo no estaba dándoles solo un jugoso cotilleo, les estaba dando un banquete.


Y, aparte del fascinado horror, estaba la diversión que algunos sentían al ser testigos de la humillación pública de otra persona. Estarían hablando de aquel momento durante semanas. ¿Semanas? Años. Una cosa era segura: nunca volvería a confiar en un condón.


Pero tenía problemas más inmediatos de los que preocuparme.


No sabía dónde íbamos.


Era una capilla privada en la finca de una mansión. Inglaterra estaba llena de sitios así porque desde que empezó la crisis incluso los ricos buscaban alguna forma de conseguir dinero. 


Alquilar la polvorienta capilla familiar para bodas, haciendo que los menos privilegiados creyesen por un día que era así como vivían normalmente, era una manera inteligente de hacerlo. Y a mí no me parecía más falso que intercambiar promesas de amor eterno para luego separarse un par de años después. En otras palabras, si nada de aquello significaba nada, ¿por qué no soltarse el pelo? Si vestirte como un merengue te hace feliz, hazlo, (pero, por favor, que el vestido te quede bien).


Todo el mundo quería casarse en aquella capilla en particular, no por razones religiosas sino porque la puerta era muy bonita y daba bien en las fotos.


–¡Ay, Dios, las fotos! –exclamé–. ¿Qué pasa con las fotos?


Me había detenido de golpe, pero Pedro me empujó hacia una habitación y cerró la puerta.


Estábamos los dos solos y el silencio era atronador.


Miré alrededor y vi que estábamos en una habitación con paredes forradas de madera y retratos de duques muy serios sobre caballos más serios todavía. En una esquina había un árbol de Navidad, sin adornos caseros como los que Raquel y yo teníamos en nuestro apartamento, sino adornos de diseño.


Estaba segura de que no deberíamos estar allí, pero por lo visto a Pedro no le importaba proteger los bienes de nuestro anfitrión. Estaba más interesado en esconder mis “bienes” al resto de los invitados.


¿Qué iba a decir yo?


¿Cuál era la correcta etiqueta para un serio problema de vestuario?


Tenía la impresión de que intentar huir no iba a servir de mucho y pedirle hilo y aguja sería como pedir una taza de té para escapar del Titanic.


–Esto… bonita chaqueta –dije por fin.


Como él estaba en mangas de camisa, podía ver los masculinos músculos marcándose bajo la tela. La camisa era de un blanco inmaculado y la piel de Pedro bronceada, no pálida y blancuzca como la de Mauro. Empezaba a mostrar señales de una barba incipiente y tenía unas pestañas largas y espesas, enmarcando unos ojos que eran indecentemente sexys. Lo único que los estropeaba era un brillo de furia.


Pasándose una mano por el pelo, que normalmente llevaba liso y bien peinado, Pedro murmuró algo en italiano… pero cambió de idioma a media frase, como si hubiera decidido insultarme en un idioma que yo pudiese entender.


–¿Cómo se te ocurre ponerte un vestido tan revelador?


–No lo elegí yo.


–Pues deberías haberte negado a llevarlo –replicó él, su mirada clavada en la mía.


Estaba claro que no tenía ningún interés en mis pechos desnudos y me dije a mí misma que eso no me molestaba.


Lo que me molestaba era esa expresión tan desaprobadora en un rostro tan apuesto.


Estaba segura de que era un gran abogado. Ni siquiera sabía qué tipo de Derecho practicaba, pero fuera el que fuera seguro que era el mejor porque si yo estuviera en el estrado y él me mirase de esa forma tan penetrante, confesaría lo que hiciera falta.


“Si, señoría, es cierto que el día veintidós de diciembre llevaba un condón gigantesco como vestido… no, yo no sabia que sería arrestada por comportamiento indecente. Se supone que los condones solo fallan en un 2% de los casos, pero en mi caso fue un 150%. Sí, señoría, entiendo que eso tuvo serias consecuencias: boda interruptus”.


Me pregunté entonces por qué Pedro parecía tan enfadado.


Al fin y al cabo, Mauro se había casado con otra. De hecho, el episodio podría llamarse “escape por los pelos”.


Y, de repente, empecé a enfadarme. Yo era la víctima de un crimen contra la moda, inocente por completo salvo por mis proporciones y no pensaba disculparme por el tamaño de mis pechos.


Además, el estómago me hacía cosas raras. No tenía ganas de vomitar, pero me sentía desfallecida y un poco mareada. 


Tal vez después de oírlo hablar en italiano. Yo solo sabía decir “pizza marguerita” y no hay nada sexy en esa frase, aunque intentes pronunciarla con tu tono más fogoso.


Aquel hombre, sin embargo, era espectacularmente sexy y todo lo que salía de su boca hacía que desease agarrarlo y hacerle de todo. Lo cual era imposible porque Pedro era un hombre que se controlaba fieramente a sí mismo y siempre se portaba de manera impecable. Imagino que los abogados no pueden soltarse el pelo.


–Joder, Paula. ¿Qué haces aquí? Eres la reina de las malas decisiones –hablaba con los dientes apretados, como si temiese dejar escapar una larga sarta de insultos si abría la boca.


Francamente, me sorprendió que dijese “joder”.


Pero ya que lo había dicho, empecé a pensar en ello. No en la palabra, sino en el acto. No podía evitarlo. En realidad, había estado pensado en ello mucho antes de que pronunciase esa palabra. Dudaba que ninguna mujer pudiese mirar a Pedro y no pensar en ello. No en amor o en romance, ya me entiendes. No era el tipo de hombre de rosas y corazoncitos. No podía imaginarlo arriesgándose a ensuciar su traje de chaqueta por cambiar un pañal o remangándose la planchada camisa hasta el codo para fregar una sartén. ¿Pero el sexo? Ah, eso sí. Solo había que mirarlo para saber que aquel hombre lo sabría todo sobre el sexo… ardiente, pecaminoso, sudoroso.


Me habría gustado preguntarle si podría impartir algunas clases, pero entonces recordé que, según él, yo no hacía más que tomar malas decisiones.


Qué listo.


Una puede soportar muchas cosas, pero empezaba a estar hasta las narices. Cuando trabajas en un mundo dominado por hombres, como yo, te acostumbras a que te juzguen. En general, para mí no es ningún problema. Si algunos tienen problemas con su ego masculino es cosa suya, no mía.


Ocasionalmente, me peleo con algún idiota y no iba a dejar que un hombre al que apenas conocía y que controlaba cada uno de sus movimientos como un robot me dijese si tomaba buenas o malas decisiones.


Así que me erguí todo lo que pude y empujé mi pecho hacia delante (menos mal que llevaba la chaqueta).


–¿Perdona? ¿Quién te da derecho a juzgarme?


–Podríamos empezar por recordar que ahora mismo estás desnuda de cintura para arriba. Arregla ese vestido, por favor. Soy testigo del novio y tengo obligaciones.


Y yo estaba dispuesta a jurar que las cumpliría de maravilla.


Ay, Dios, tenía que dejar de pensar esas cosas.


–El vestido no tiene arreglo. Y yo no he podido negarme porque este es el vestido que Cristina quería que me pusiera.


–¿Cristina quería que estuvieras medio desnuda el día de su boda? No lo creo –Pedro lanzó sobre mí una mirada que hubiese aterrorizado a todo un ejército–. El problema es que no sabes decir que no.


–¿Qué quieres decir con eso? –exploté yo.


Considerando que estaba medio desnuda, explotar no era buena idea. Como era muy expresiva, tendía a darle énfasis a mis palabras moviendo mucho las manos. Hasta un segundo antes, mis manos estaban sujetando las solapas de la chaqueta, pero de pronto se agitaban locamente para actuar en mi defensa.


Desgraciadamente, no eran la única parte de mí que se agitaba locamente.


Los ojos de Pedro se oscurecieron y vi entonces que había dejado de mirarme a la cara.


De repente, éramos cuatro en la habitación.


Él, yo y mis pechos.


Luego, su mirada se clavó en la mía y ese fue el momento en el que descubrí que mirar a alguien podía hacer que ardieses por dentro.


–Que no puedo decir que no.


Aunque no era el mejor momento para pronunciar esa frase porque, evidentemente, los dos estábamos pensando en el sexo.


–¿Qué demonios haces aquí, Paula? ¿Es que no tienes orgullo?


–El orgullo es la razón por la que estoy aquí. Si no hubiera venido, todo el mundo habría pensado que tengo el corazón roto.


–¿Y no es así?


La pregunta me sorprendió tanto como la voz ronca con que la había pronunciado.


Nosotros no teníamos una relación que incluyese intercambio de confidencias. Esa era una pregunta muy personal y yo no tenía intención de responder.


No le he contado a Raquel lo mal que me sentía, aunque mi hermana lo sabía, por supuesto. Por eso estaba allí. Por solidaridad, incluso en ausencia de una confesión. Esa era una de las reglas no escritas entre hermanas.


La segunda era que nos iríamos de allí en cuanto fuera posible, de vuelta a nuestro apartamento en Londres para ahogar los recuerdos de aquel día horrible con una botella de vino mientras envolvíamos regalos y terminábamos de colocar los adornos navideños.


No tenía el corazón roto por Mauro. Era más bien la pena de enfrentarme con otra prueba más de lo imposible que eran las relaciones.


Estaba de luto por el fracaso del cuento de hadas, lo cual era ridículo porque yo nunca había creído en cuentos de hadas.


–Paula, responde a mi pregunta –su voz estaba cargada de una emoción que no reconocí. Pero debía ser ira, ya que esa era la única emoción de la que parecía capaz cuando se trataba de mí–. ¿Tienes el corazón roto?


La pregunta quedó colgada en el aire. Un momento antes estaba helada, pero de repente querría abrir una ventana porque el ambiente estaba demasiado cargado.


–A menos que seas cardiólogo, el estado de mi corazón no es asunto tuyo –respondí por fin.


Podía estar escondiendo mis sentimientos, pero no podía esconder nada más, así que levanté las manos para cerrar la chaqueta… pero Pedro llegó a mi lado antes de que pudiera hacerlo. Sus largos y fuertes dedos masculinos se enredaron con los míos y, al hacerlo, rozó mis pechos sin querer. Sentí un escalofrío… no, algo más. Fue como caer sobre una verja electrificada.


Los dos nos quedamos inmóviles.


El único sonido en la habitación eran nuestras respiraciones. 


O tal vez solo mi respiración.


Pedro estaba muy cerca de mí, mis ojos al nivel de su oscura mandíbula, los labios fruncidos y esos increíbles ojos que parecían decir: “la que se acuesta conmigo es afortunada”.


Justo en ese momento yo querría ser esa afortunada.


Sabía que Pedro no era el hombre adecuado para mí. Era un poco como la comida basura, algo que uno quiere aun sabiendo que carece de valor nutricional y que, además, engorda y suele sentar fatal.


Me daba igual la boda. Me daba igual que estuvieran hablando de mí durante décadas, lo único que quería era sentir esa boca sobre la mía y descubrir si besarlo era tan excitante como yo creía.


¿Y por qué no?


Aquel día había sido un completo desastre y al menos debería llevarme un recuerdo decente que me consolase durante las terribles horas que seguirían a aquella boda.


Diciéndome a mí misma que estaba haciéndonos un favor a los dos, lo agarré por la pechera de la camisa y estaba a punto de tirar de él cuando Pedro, murmurando algo en italiano, agarró las solapas de la chaqueta.


Chocamos, apretándonos el uno contra el otro como dos animales salvajes en época de apareamiento.