domingo, 3 de mayo de 2015

SIN COMPLICACIONES: CAPITULO 2






Estaba medio desnuda en medio de la capilla. No solo llevando un condón como vestido sino un condón roto y, de repente, nadie estaba mirando a los novios sino a mí. 


Aunque era lógico porque había mucho que ver. A veces me gustaba ser el centro de atención, pero esta no era una de ellas.


¿Por qué, ay, por qué no me había puesto sujetador?


Lo había intentado, pero se transparentaba porque el vestido era de poliéster, así que, por vanidad, decidí que si tenía que ponerme aquella cosa horrible, al menos no llevaría marcas.


Otra mala decisión.


Las costuras del vestido se habían abierto por ambos lados simultáneamente, dejándome desnuda de cintura para arriba. Me sentía como un plátano saliendo de su cáscara, pero seguramente debía parecer una de esas chicas que salían de un pastel en las despedidas de soltero.


Era la dama de honor en pelotas.


Todo el mundo me miraba, transfigurados de horror y profundamente aliviados porque no les había pasado a ellos. 


Pero nunca podría haberles pasado a ellos porque esas cosas solo me pasaban a mí. Mi vida tenía por costumbre estallar, claro que normalmente no lo hacía de manera tan literal.


El frío en la vieja capilla conspiraba para hacer que mis pezones se levantasen e intenté cubrirlos con las manos, pero entonces me di cuenta de que estaba empeorando la situación. No solo estaba desnuda sino tocándome a mí misma.


Por primera vez en muchos años, empecé a rezar:
“Llévame ahora. Fulmíname con un rayo”.


Mi madre siempre había insistido en que llevásemos ropa interior limpia, por si acaso teníamos un accidente, pero no creo que pensara en este tipo de accidente cuando nos daba ese consejo. Ojalá le hubiera hecho caso, pero no había pensado que mi ropa interior, o la falta de ella, fuera a ser un problema. Todas las chicas solteras esperan ligar en una boda, pero yo era realista. Ningún hombre iba a ligar con una chica que llevaba un condón gigantesco como vestido. No me malinterpretes, yo estoy por el sexo seguro. De hecho, siempre insisto en que se pongan condón, pero normalmente no tenía que meterme en uno.


El vestido era un tubo apretado hasta los pies, de modo que tenía que caminar como una geisha. Ni siquiera podía salir corriendo. Era como una sirena, pero sin un mar en el que ahogarme. Escapar sería un proceso lento, patoso, con las tetas dando saltos.


Histérica, intenté agarrar la tela que se había deslizado hasta mi cintura y cubrirme con ella, pero era como intentar cubrir el Big Ben con un pañuelo.


Muerta de vergüenza, oí que mi hermana soltaba una carcajada. Se estaba partiendo. Raquel tenía un problema con la risa; no podía controlarla. Oírla reír normalmente me hacía reír a mí también, pero cualquier deseo de reír fue aplastado por la mirada helada y reprobadora de Pedro Alfonso.


Mientras todos los demás me miraban en horrorizado silencio (y te aseguro que no me miraban la cara) él se dirigió hacia mí como un guerrero dispuesto a repeler el ataque de un ejército enemigo


Esperé que Raquel se levantara para ejecutar una de esas increíbles patadas de kárate que lo dejase aplastado en el suelo, pero la inútil de mi hermana estaba partiéndose de risa. Y Pedro seguía dirigiéndose hacia mí. Imaginé que harían falta muchas patadas para aplastar a un hombre como él y me eché a temblar porque, aunque estuviese falto en el apartado emocional, físicamente era espectacular. 


Pero vamos, de encogerse el estómago, de quedarte sin fuerza de voluntad, devastador total. Un hombre al que una no podía mirar sin pensar en el sexo.


Sus ojos oscuros, brillantes, estaban concentrados en mí, como un misil láser programado para destruir.


Su papel como testigo era apoyar al novio y resolver los problemas que pudiese haber durante la ceremonia y en aquel momento yo era el problema. O al menos, mis pechos lo eran. Por su expresión, parecía pensar que unos pechos como los míos no deberían salir de casa sin un permiso especial.


Las tías ancianas habían girado la cabeza, pero sus maridos me miraban con los ojos fuera de las órbitas. Me recordaban a esas criaturas marinas que viven en el fondo del mar… los peces abisales. Estaba preguntándome si, además de todo, por mi culpa habría que añadir un par de fiambres más al cementerio de la capilla cuando Pedro llegó a mi lado y se quitó la chaqueta para ponerla sobre mis hombros.


Bueno, decir que “la puso” era demasiado amable porque prácticamente me la tiró encima, pero en cualquier caso mis saltarines pechos estaban a salvo, enterrados debajo de Tom Ford. La chaqueta estaba calentita y olía de maravilla. 


Olía a él.


–¡Levántate! –era una orden, no una petición y yo abrí la boca para explicar que mis piernas eran prácticamente inútiles bajo el vestido de tubo. Pero él puso una mano en mi espalda, empujándome hacia el pasillo.


Íbamos por el pasillo. Eso es: yo, Paula Chaves, de la calle Cherry Tree Crescent, número 42, en Notting Hill, iba caminando por el pasillo de una iglesia con un hombre, algo que había jurado no hacer nunca. Claro que lo hacía marcha atrás y medio desnuda, así que seguramente no contaba.


Pasé al lado de un mar de rostros, todos con la boca abierta. 


Me recordaban un nido de pajaritos esperando que su madre les llevase algo de comer… y yo no estaba dándoles solo un jugoso cotilleo, les estaba dando un banquete.


Y, aparte del fascinado horror, estaba la diversión que algunos sentían al ser testigos de la humillación pública de otra persona. Estarían hablando de aquel momento durante semanas. ¿Semanas? Años. Una cosa era segura: nunca volvería a confiar en un condón.


Pero tenía problemas más inmediatos de los que preocuparme.


No sabía dónde íbamos.


Era una capilla privada en la finca de una mansión. Inglaterra estaba llena de sitios así porque desde que empezó la crisis incluso los ricos buscaban alguna forma de conseguir dinero. 


Alquilar la polvorienta capilla familiar para bodas, haciendo que los menos privilegiados creyesen por un día que era así como vivían normalmente, era una manera inteligente de hacerlo. Y a mí no me parecía más falso que intercambiar promesas de amor eterno para luego separarse un par de años después. En otras palabras, si nada de aquello significaba nada, ¿por qué no soltarse el pelo? Si vestirte como un merengue te hace feliz, hazlo, (pero, por favor, que el vestido te quede bien).


Todo el mundo quería casarse en aquella capilla en particular, no por razones religiosas sino porque la puerta era muy bonita y daba bien en las fotos.


–¡Ay, Dios, las fotos! –exclamé–. ¿Qué pasa con las fotos?


Me había detenido de golpe, pero Pedro me empujó hacia una habitación y cerró la puerta.


Estábamos los dos solos y el silencio era atronador.


Miré alrededor y vi que estábamos en una habitación con paredes forradas de madera y retratos de duques muy serios sobre caballos más serios todavía. En una esquina había un árbol de Navidad, sin adornos caseros como los que Raquel y yo teníamos en nuestro apartamento, sino adornos de diseño.


Estaba segura de que no deberíamos estar allí, pero por lo visto a Pedro no le importaba proteger los bienes de nuestro anfitrión. Estaba más interesado en esconder mis “bienes” al resto de los invitados.


¿Qué iba a decir yo?


¿Cuál era la correcta etiqueta para un serio problema de vestuario?


Tenía la impresión de que intentar huir no iba a servir de mucho y pedirle hilo y aguja sería como pedir una taza de té para escapar del Titanic.


–Esto… bonita chaqueta –dije por fin.


Como él estaba en mangas de camisa, podía ver los masculinos músculos marcándose bajo la tela. La camisa era de un blanco inmaculado y la piel de Pedro bronceada, no pálida y blancuzca como la de Mauro. Empezaba a mostrar señales de una barba incipiente y tenía unas pestañas largas y espesas, enmarcando unos ojos que eran indecentemente sexys. Lo único que los estropeaba era un brillo de furia.


Pasándose una mano por el pelo, que normalmente llevaba liso y bien peinado, Pedro murmuró algo en italiano… pero cambió de idioma a media frase, como si hubiera decidido insultarme en un idioma que yo pudiese entender.


–¿Cómo se te ocurre ponerte un vestido tan revelador?


–No lo elegí yo.


–Pues deberías haberte negado a llevarlo –replicó él, su mirada clavada en la mía.


Estaba claro que no tenía ningún interés en mis pechos desnudos y me dije a mí misma que eso no me molestaba.


Lo que me molestaba era esa expresión tan desaprobadora en un rostro tan apuesto.


Estaba segura de que era un gran abogado. Ni siquiera sabía qué tipo de Derecho practicaba, pero fuera el que fuera seguro que era el mejor porque si yo estuviera en el estrado y él me mirase de esa forma tan penetrante, confesaría lo que hiciera falta.


“Si, señoría, es cierto que el día veintidós de diciembre llevaba un condón gigantesco como vestido… no, yo no sabia que sería arrestada por comportamiento indecente. Se supone que los condones solo fallan en un 2% de los casos, pero en mi caso fue un 150%. Sí, señoría, entiendo que eso tuvo serias consecuencias: boda interruptus”.


Me pregunté entonces por qué Pedro parecía tan enfadado.


Al fin y al cabo, Mauro se había casado con otra. De hecho, el episodio podría llamarse “escape por los pelos”.


Y, de repente, empecé a enfadarme. Yo era la víctima de un crimen contra la moda, inocente por completo salvo por mis proporciones y no pensaba disculparme por el tamaño de mis pechos.


Además, el estómago me hacía cosas raras. No tenía ganas de vomitar, pero me sentía desfallecida y un poco mareada. 


Tal vez después de oírlo hablar en italiano. Yo solo sabía decir “pizza marguerita” y no hay nada sexy en esa frase, aunque intentes pronunciarla con tu tono más fogoso.


Aquel hombre, sin embargo, era espectacularmente sexy y todo lo que salía de su boca hacía que desease agarrarlo y hacerle de todo. Lo cual era imposible porque Pedro era un hombre que se controlaba fieramente a sí mismo y siempre se portaba de manera impecable. Imagino que los abogados no pueden soltarse el pelo.


–Joder, Paula. ¿Qué haces aquí? Eres la reina de las malas decisiones –hablaba con los dientes apretados, como si temiese dejar escapar una larga sarta de insultos si abría la boca.


Francamente, me sorprendió que dijese “joder”.


Pero ya que lo había dicho, empecé a pensar en ello. No en la palabra, sino en el acto. No podía evitarlo. En realidad, había estado pensado en ello mucho antes de que pronunciase esa palabra. Dudaba que ninguna mujer pudiese mirar a Pedro y no pensar en ello. No en amor o en romance, ya me entiendes. No era el tipo de hombre de rosas y corazoncitos. No podía imaginarlo arriesgándose a ensuciar su traje de chaqueta por cambiar un pañal o remangándose la planchada camisa hasta el codo para fregar una sartén. ¿Pero el sexo? Ah, eso sí. Solo había que mirarlo para saber que aquel hombre lo sabría todo sobre el sexo… ardiente, pecaminoso, sudoroso.


Me habría gustado preguntarle si podría impartir algunas clases, pero entonces recordé que, según él, yo no hacía más que tomar malas decisiones.


Qué listo.


Una puede soportar muchas cosas, pero empezaba a estar hasta las narices. Cuando trabajas en un mundo dominado por hombres, como yo, te acostumbras a que te juzguen. En general, para mí no es ningún problema. Si algunos tienen problemas con su ego masculino es cosa suya, no mía.


Ocasionalmente, me peleo con algún idiota y no iba a dejar que un hombre al que apenas conocía y que controlaba cada uno de sus movimientos como un robot me dijese si tomaba buenas o malas decisiones.


Así que me erguí todo lo que pude y empujé mi pecho hacia delante (menos mal que llevaba la chaqueta).


–¿Perdona? ¿Quién te da derecho a juzgarme?


–Podríamos empezar por recordar que ahora mismo estás desnuda de cintura para arriba. Arregla ese vestido, por favor. Soy testigo del novio y tengo obligaciones.


Y yo estaba dispuesta a jurar que las cumpliría de maravilla.


Ay, Dios, tenía que dejar de pensar esas cosas.


–El vestido no tiene arreglo. Y yo no he podido negarme porque este es el vestido que Cristina quería que me pusiera.


–¿Cristina quería que estuvieras medio desnuda el día de su boda? No lo creo –Pedro lanzó sobre mí una mirada que hubiese aterrorizado a todo un ejército–. El problema es que no sabes decir que no.


–¿Qué quieres decir con eso? –exploté yo.


Considerando que estaba medio desnuda, explotar no era buena idea. Como era muy expresiva, tendía a darle énfasis a mis palabras moviendo mucho las manos. Hasta un segundo antes, mis manos estaban sujetando las solapas de la chaqueta, pero de pronto se agitaban locamente para actuar en mi defensa.


Desgraciadamente, no eran la única parte de mí que se agitaba locamente.


Los ojos de Pedro se oscurecieron y vi entonces que había dejado de mirarme a la cara.


De repente, éramos cuatro en la habitación.


Él, yo y mis pechos.


Luego, su mirada se clavó en la mía y ese fue el momento en el que descubrí que mirar a alguien podía hacer que ardieses por dentro.


–Que no puedo decir que no.


Aunque no era el mejor momento para pronunciar esa frase porque, evidentemente, los dos estábamos pensando en el sexo.


–¿Qué demonios haces aquí, Paula? ¿Es que no tienes orgullo?


–El orgullo es la razón por la que estoy aquí. Si no hubiera venido, todo el mundo habría pensado que tengo el corazón roto.


–¿Y no es así?


La pregunta me sorprendió tanto como la voz ronca con que la había pronunciado.


Nosotros no teníamos una relación que incluyese intercambio de confidencias. Esa era una pregunta muy personal y yo no tenía intención de responder.


No le he contado a Raquel lo mal que me sentía, aunque mi hermana lo sabía, por supuesto. Por eso estaba allí. Por solidaridad, incluso en ausencia de una confesión. Esa era una de las reglas no escritas entre hermanas.


La segunda era que nos iríamos de allí en cuanto fuera posible, de vuelta a nuestro apartamento en Londres para ahogar los recuerdos de aquel día horrible con una botella de vino mientras envolvíamos regalos y terminábamos de colocar los adornos navideños.


No tenía el corazón roto por Mauro. Era más bien la pena de enfrentarme con otra prueba más de lo imposible que eran las relaciones.


Estaba de luto por el fracaso del cuento de hadas, lo cual era ridículo porque yo nunca había creído en cuentos de hadas.


–Paula, responde a mi pregunta –su voz estaba cargada de una emoción que no reconocí. Pero debía ser ira, ya que esa era la única emoción de la que parecía capaz cuando se trataba de mí–. ¿Tienes el corazón roto?


La pregunta quedó colgada en el aire. Un momento antes estaba helada, pero de repente querría abrir una ventana porque el ambiente estaba demasiado cargado.


–A menos que seas cardiólogo, el estado de mi corazón no es asunto tuyo –respondí por fin.


Podía estar escondiendo mis sentimientos, pero no podía esconder nada más, así que levanté las manos para cerrar la chaqueta… pero Pedro llegó a mi lado antes de que pudiera hacerlo. Sus largos y fuertes dedos masculinos se enredaron con los míos y, al hacerlo, rozó mis pechos sin querer. Sentí un escalofrío… no, algo más. Fue como caer sobre una verja electrificada.


Los dos nos quedamos inmóviles.


El único sonido en la habitación eran nuestras respiraciones. 


O tal vez solo mi respiración.


Pedro estaba muy cerca de mí, mis ojos al nivel de su oscura mandíbula, los labios fruncidos y esos increíbles ojos que parecían decir: “la que se acuesta conmigo es afortunada”.


Justo en ese momento yo querría ser esa afortunada.


Sabía que Pedro no era el hombre adecuado para mí. Era un poco como la comida basura, algo que uno quiere aun sabiendo que carece de valor nutricional y que, además, engorda y suele sentar fatal.


Me daba igual la boda. Me daba igual que estuvieran hablando de mí durante décadas, lo único que quería era sentir esa boca sobre la mía y descubrir si besarlo era tan excitante como yo creía.


¿Y por qué no?


Aquel día había sido un completo desastre y al menos debería llevarme un recuerdo decente que me consolase durante las terribles horas que seguirían a aquella boda.


Diciéndome a mí misma que estaba haciéndonos un favor a los dos, lo agarré por la pechera de la camisa y estaba a punto de tirar de él cuando Pedro, murmurando algo en italiano, agarró las solapas de la chaqueta.


Chocamos, apretándonos el uno contra el otro como dos animales salvajes en época de apareamiento.






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