sábado, 2 de mayo de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 16






Pedro se paró ante la puerta de personal con una mezcla de nerviosismo y anticipación.


Debía hablar con Paula cuanto antes. No podía soslayar esa conversación por más tiempo. Ya había tardado demasiado. 


Sus secretos les había causado a todos un sufrimiento innecesario.


—Hola. Ya me han dicho que me esperabas.


Pedro contuvo la respiración. La voz de Paula, hasta en una frase tan insustancial como esa, siempre le provocaba todo tipo de reacciones extrañas. A veces se veía a sí mismo como un adolescente ofuscado por la alteración que sufrían sus hormonas cada vez que la tenía delante.


—A lo mejor te apetece dar un paseo —su tono de voz parecía indiferente. Su corazón había empezado a bailar a ritmo de mambo.


—Se ha hecho un poco tarde. Camila está con Daria. Debo volver a casa —se justificó Paula para suavizar su negativa.


Pedro notó el deje de pena en sus palabras, el reproche oculto, y quiso convencerse de que aún no estaba todo perdido.


Se aclaró la garganta antes de hablar. Esperaba que no se enfadara mucho con lo que le iba a decir.


—Juan llegó hace un rato. Estuvimos tomando unas cervezas en tu casa. Se quedó cuidando de Camila. Dentro de un rato irá Lourdes.


Paula se paró en seco. Se volvió hacia él y le miró con los ojos abiertos como platos.


—¡No me lo puedo creer! ¿Me estás diciendo que has dejado a mi hija con el inconsciente de mi hermano? Tal vez has olvidado que Camila y ese maldito chucho recorrieron media ciudad sin que él se enterara.


—¡Ajá! —se limitó a responder.


No le dijo que le había asegurado al “tío Juan” que si no cuidaba bien de la niña él mismo le cortaría las pelotas.


—No me fío de él. Se pondrá a ver el canal de deportes y se olvidará de la niña.


—No hará tal cosa. Lourdes irá dentro de un momento para bañarla. Cenarán juntos.


Ella se tranquilizó. Le pareció entender algo así como una amenaza velada detrás de sus firmes palabras.


—Bueno, entonces podemos dar un paseo corto, ¿vale?


Caminaron a prudente distancia, un poco envarados por la proximidad, en absoluto silencio. Cada uno inmerso en sus propios pensamientos.


Paula siguió dócil al hombre. Cuando se dio cuenta estaban ya en el puerto deportivo.


—¿Tienes frío? —le preguntó Pedro al sentir su retemblor.


Pero no se acercó a ella, como en otras ocasiones. No la cobijó entre sus brazos, mantuvo esa distancia de seguridad tan protectora.


Paula se limitó a negar con la cabeza. Su estremecimiento se debía al deseo descarnado que despertaba en ella el hombre acodado en el murete del dique. La desazón bullía en su interior como el agua de una marmita. Solo quería que él les diese una oportunidad a los dos, que confiara en ella lo bastante para atreverse a desentrañar el misterio de su vida.


Guardaron silencio. El tiempo se detuvo en un impasse inquietante. No había incomodidad, pero sí incertidumbre.


—Mi madre me abandonó al nacer en el mismo hospital en el que me había parido.Cuando la enfermera entró por la mañana, había desaparecido.


Paula mantuvo la mirada fija en la negrura del mar. Él tenía que vaciar su interior. Era la única manera de extraer el veneno que llevaba dentro y que parecía corroer su alma.


—En el fondo, debo estarle agradecido —continuó con sorna amarga—, pudo haberme tirado a un cubo de basura.


El silencio se prolongó. La sirena de un barco sonó a lo lejos. 


Por su lado pasó un numeroso grupo de jóvenes alborotadores entre risas y bromas inconscientes. El viento entró con fuerza, canalizado por la bocana de la dársena y se arremolinó en el Muelle de la Marquesina, jugueteando en torno a la estatua de Julio Verne. El sonido agudo de los obenques se vio acompañado por el sordo de la percusión de los cascos de los yates bamboleándose contra los pantalanes flotantes. El chirrido ocasional de las verjas metálicas parecían flautas y oboes en oposición al viento.


Pedro esperaba una palabra de consuelo, un gesto tierno que apaciguara su tormento. Sin embargo,Paula parecía estar entretenida con el ritmo de aquella discordante orquesta.


—Tal vez no pudo hacerse cargo de ti —respondió al fin, con el alma encogida por el niño abandonado.


—Tú te hiciste cargo de tu hija…


—Yo tenía a una familia que me respaldaba y que la recibió con los brazos abiertos. No todas las jóvenes tienen la misma suerte.


Él pareció meditar sus palabras.


—O no todas están dispuestas a sacrificarse por sus hijos.


—No podemos juzgar lo que no conocemos. Quién sabe a qué presiones estuvo sometida.


Paula levantó la mano y acarició su mentón. Él retuvo su mano unos segundos, necesitado del amor que transmitía su gesto. Después la apartó de su cara y le dio un beso íntimo en la palma. No la soltó. Era el asidero que necesitaba. Tal vez al final del relato, ella no quisiera acariciarle jamás.


—¿Y el resto? —pregunto con tono suave.


El rostro de Paula mostraba un extraño resplandor, reflejo de su dulzura interior. Sus ojos, cargados de comprensiva sabiduría, le instaban a la confesión.


—Algún día, si tú quieres, te daré la versión larga. Responderé a todas las preguntas que quieras hacerme. Tienes derecho a ello.


—No es derecho, Pedro, sino confianza.


—¡Suena bien! Nunca he confiado en nadie. Al menos no del todo.


—Tendrás que hacerlo conmigo.


Y sentir después el dolor de tu pérdida, pensó para sí.


—Me crié en un orfanato. Entré en un programa de familias de acogida. Era un niño muy guapo, pero duro y violento. Nadie fue capaz de controlarme. A los quince años era un delincuente.


Paula no apartó los ojos de él. ¿Qué quedaba de su antigua vida en ese hombre amable, cariñoso y admirable? Era una pregunta muda. Él la entendió.


—Me reformé. Una persona me hizo entender que ese no era el camino. Me descubrió mi propia inteligencia y la manera en que podía aprovecharla


—Sencillas palabras para un proceso tan complejo —afirmó Paula


Pedro sentía la necesidad de extraer el rencor que le había dominado. Una parte del pasado siempre caminaría junto a él porque formaba parte del hombre que ahora era.


Pero había un futuro de esperanza y de dicha que le depararían su nueva vida


—Mi salvador fue Luís Campos, mi padre a todos los efectos. Hoy es un Comisario retirado. Entonces era el inspector de policía que me apresó y me enseñó con paciencia y una buena dosis de dureza que había otra vida al otro lado de la calle. Él y su mujer son mi auténtica familia. Él luchó por mí cuando maté de forma accidental a un chico de mi misma edad.


Las palabras de Carlos Bouzón resonaron en los oídos de Paula. Es un asesino, le había espetado, pensando que con eso ella iba a dejar de amar a Pedro. Pero ella amaba al hombre que era ahora; no al que fue, o al que pudo haber sido.


—Ya había dejado las calles y empezado la universidad. Derecho, gracias a la generosidad de Luís y de Anita. Una noche, en una discoteca, se originó una pelea. Un grupo estaban dando una paliza monumental a un chico joven. Intervine para calmarlos.
Sujeté al más violento. Uno de sus colegas, me atacó con una navaja. Yo sabía bien como desarmar a alguien que pretendía rajarme con un cuchillo. A fin de cuentas me había criado en las calles. Le tumbé de un puñetazo. Cuando me volvía, me atacó por la espalda y me acuchilló en un costado. La sangre me salía a chorros. Me giré con toda la furia que aún había dentro de mí. Le puse la zancadilla. Él cayó sobre la navaja y se la clavó en el vientre.


—Fue en defensa propia. No pudiste hacer otra cosa.


Él la miró con agradecimiento.


—Siempre se puede hacer otra cosa. Lo último es matar a un hombre. Fui exonerado. Jamás he podido olvidar cómo la vida se escapa de un cuerpo y los ojos se cierran para siempre.


—¿Y después? —preguntó angustiada por ese hombre valiente que cargaba con el peso de la culpa.


—Campos creyó en mí, en lo que yo le contaba. Pasé un tiempo retenido, mientras se resolvía el caso. Salí, y me juré que jamás usaría la fuerza contra nadie. Me hice policía. Camila y tú fuisteis un regalo imprevisto.


—¿Por qué no me has contado nada de esto?


Él se encogió de hombros. En su rostro aún había sombras de viejos recelos, de esa desconfianza que ella tanto temía.


—Tuve miedo.


—¿Tú? ¿Miedo? ¿De qué?


Se volvió hacia ella y colocó las manos sobre sus hombros. 


Su mirada mostraba la pesadumbre del hombre que cargaba con su pasado.


—De ti.


Sólo dos palabras. Un universo entero encerrado en ellas.


—De ti —repitió con voz estrangulada—. Eres bella, e ingenua. Tuve miedo de mancharte. Creí que si conocías mi pasado te alejarías para siempre. Temo perderte.Perderlas.







viernes, 1 de mayo de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 15




Paula entró en casa arrastrando todo el peso de la jornada tras de sí. Las tardes solían ser especialmente pesadas. Era cuando más clientes tenían. La nueva eau de toilette, había tenido una gran aceptación promovida por la publicidad. Bergamota, unida a flores silvestres. Y la sugerencia implícita de exóticos días de verano al sol.


—Ya estoy aquí —gritó desde la puerta con una alegría que no sentía.


Esperaba que Juan hubiera bañado y dado de cenar a Camila. A ella solo le tocaría leer el cuento.


No se detuvo ni a quitarse el abrigo. Tenía una necesidad acuciante de ir al baño. Se extrañó de que Camila y el perrucho no hubieran salido a recibirla como dos potrillos desbocados. Paula no recordaba haber pasado un minuto a solas en el cuarto de baño desde que Camila dio sus primeros pasos.


Tiró de la cisterna, y mientras se lavaba las manos se contempló en el espejo. Su rostro afinado y las ojeras azuladas eran producto del cansancio. Nada más. Ya había pasado bastantes días desde que había tenido el mal hado de encontrarse con Carlos Bouza. Las aguas volverían a su cauce.


—¡Mentirosa! —dijo a su propia imagen reflejada en el espejo.


Nada había cambiado, pero poco a poco lo haría. No pensaba pasarse el resto de su vida llorando por Pedro.


Juan estaba viendo el canal de deportes, con una cerveza en la mano y expresión hosca. Así la recibía, desde que ella se había alejado de Pedro. Por muy amigo suyo que fuera, ella no podía hacer otra cosa. Y además tampoco parecía que Pedro se lo hubiera tomado a mal. No había intentado dar ni una sola explicación.


—¿Has cenado?


—Encontré un poco de jamón reseco en tu nevera. Por cierto, a ver si la llenas, está más vacía que las arcas del estado.


—No sé si esas están vacías o no, pero la comida la tengo que pagar yo, así que cuando cobre la llenaré. Hay patatillas y un ciento de latas de conserva.


—No te preocupes —la cogió de la mano cuando se aproximó a él y le acarició los nudillos con cariño—.Voy a cenar ahora.


—¿Fuera?


—Sí. Hemos reservado mesa para las diez y media.


—¿Hemos? ¿Con quien vas?


Juan cogió la jarra de cerveza, dio un largo sorbo y volvió la cabeza.


—Con Lourdes.


La boca de Paula se abrió de puro pasmo.


—¿He oído bien?


—La invité el otro día al salir de aquí y aceptó. No sé si acabaremos heridos en el hospital o presos en la Comisaría más cercana.


¿Por…?


—A lo mejor me ataca.


Ella rió con ganas.


—Procura no hacerla enfadar y todo irá bien.


—Lo intentaré. Aún no se fía de mí, pero empiezo a hacer progresos.




—Te gusta, ¿eh?
Se encogió de hombros, sin querer dar importancia al tema.


—Ella es real. Estoy harto de mujeres que solo buscan aventuras. Sexo, dinero y paseos en moto.


—Te advierto que si haces daño te arranco lo pelos.


—¿Y por qué a mí? ¿Y si es ella quién me maltrata?


—No hay cuidado de que eso ocurra —rió Paula.


Se alejó hacia su cuarto satisfecha. Algo que salía bien. Ya no tendría que sufrir sus continuos y molestos enfrentamientos nunca más.


Él la observó. Aún tan delgada era muy guapa. Llevaba un traje pantalón oscuro y zapatos de tacón. Parecía una delicada modelo, aunque en realidad era una luchadora. Su hermana merecía ser feliz. Después del nacimiento de Camila lo pasó muy mal, preocupada por cómo iba a sacar a su hija adelante. Lo había conseguido. Trabajaba en firme. 


Era querida y respetada.


—Juan —gritó desde el dormitorio—. ¿Se ha acostado la niña?


Él respondió sin apartar la mirada de la televisión.


—Ese chucho maloliente y ella estarán pintando la mona en el dormitorio. A tu hija hoy se le ocurrió disfrazarse de exploradora.


—¿Y para qué quería vestirse de exploradora? —preguntó muerta de risa desde la habitación.


—Y yo que sé. Si no paran. Hasta le puso la correa al perro y todo para llevárselo por el hielo. Un husky dijo.


Paula se quedó paralizada. Volvió a subirse la cremallera del pantalón que se acababa de bajar con una calma que no creía poseer. Entró en la habitación de Camila. Sus peores sospechas se confirmaban. Allí no estaban ninguno de los dos. Su hija era demasiado astuta y conocía bien el punto flaco de su tío Juan. Había sabido aprovechar el momento oportuno. Justo cuando él había pasado al canal de deportes.


Aun así no se lo creía del todo. No podía porque entonces perdería la cabeza. Si a Camila le pasaba algo, ella moriría de dolor. Su propia vida dejaría de tener importancia.


—¡Camila!, ¡Camila! —llamó varias veces.


El silencio fue su única respuesta.


Abrió el armario y rebuscó en su interior. Se volvió, preguntándose dónde podría haberse escondido, aun a sabiendas de que allí no estaba.


Un frío intenso la cubrió de arriba abajo. Le castañearon los dientes. Camila había huido. Un sollozo desgarrador salió de su garganta. Llevaba callada demasiado tiempo, y ella no había hecho caso de los síntomas. Primero la abuela. Después, Pedro. Ella le había prohibido verlo para evitar que sufriera. Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Era fácil herir a un niño. Se actuaba sin respetar sus opiniones y deseos más elementales.


Lloró por la pérdida de sus propias ilusiones y esperanzas


Se obligó a serenarse, a calmar los hipidos que se le escapaban sin control. El tiempo corría en contra, aunque ya suponía con quién estaba.


—¡Juan! —gritó.


—¿Se puede saber que te pasa ahora? —contestó desde el sofá.


—Camila…. ¡Camila no está en casa! ¡Te voy a matar! Te dejo al cuidado de ella y se escapa delante de tus narices.


Juan se puso en pie de un salto, con la cara blanca. 


Temblaba de pies a cabeza. La culpa le corroía. Llevaba un buen rato sin ocuparse de ella, porque se sentía a gusto sin
las continuas interferencias de la niña y del maldito perro. No pensó que se hubieran escapado ante sus narices.


—Vamos —rugió como un poseso—, ponte el abrigo, saldremos a buscarla. Pediré un taxi.


—Espera, espera. Sé donde puede estar. Quédate aquí y por favor no te muevas. Voy al piso de Pedro. Es posible que este allí.


Pedro me habría llamado.


Paula se ahorró la imprecación que tenía en la punta de la lengua. A esas horas dudaba de que existiera en el mundo algún hombre que pensara con coherencia.


—No te muevas de aquí, Juan, me oyes —repitió casi a gritos a ver si el zoquete de su hermano se enteraba de una vez.


Él, por una vez en su vida, no respondió. Estaba tan nervioso que no podía parar.


Tenía la necesidad de hacer algo. No podía imaginar su vida sin Camila. Él también la había criado. Fuera había mil peligros para una niña pequeña. El mal se presentaba de muchas formas. No quería pensar en que alguien se la llevara con algún engaño.


El timbre del teléfono cogió a Paula a punto de salir. Se abalanzó sobre él.


—Paula —la voz de Pedro sonaba calmada—. Camila está conmigo.


Las lágrimas rodaron de nuevo por las mejillas de Paula. Su hijita. Su aventurera hijita estaba a salvo. Pedro la cuidaría.


—Paula, ¿estás ahí?


Asintió con un gesto. Él no podía verla, pero ella era incapaz de decir ni una palabra.


Soltó un sollozo. La templada voz de Pedro fue un regalo para sus oídos.


—Vino a verme a Comisaría. Dentro de un rato te la llevaré a casa —vio al perrillo tirado a sus pies—. A los dos. Tengo que hablar con alguien para que me sustituya, y subo, ¿vale, preciosa?


—Juan y yo iremos a buscarla, Pedro. No te preocupes.


—¿Estás segura?


—Sí, sí. Voy a matarla, te lo aseguro.


—Paula —esa voz maravillosa que tanto añoraba sonaba con tanta dulzura que la hacía llorar a mares—. Solo vas a abrazarla. Nosotros somos los culpables. Después hablaremos con ella. Los dos juntos.


—¿Y por qué no subió a tu piso? —aún estaba enfadada, pero sonaba más tranquila.


Las lágrimas le hacían hablar gangosa


—Me vio salir de casa y ni corta ni perezosa se vino a la comisaría.


Ninguno de los dos quiso ponerse en el peor de los casos. 


Que él no hubiera estado en su trabajo. Que alguien se la hubiera llevado.


—Salimos ahora.


—Te esperamos.


Y ella hubiese dado lo que fuera porque esa promesa fuera para siempre.






REGRESA A MI: CAPITULO 14




PedroPedro…, hay alguien que te espera desde hace un buen rato.


Se volvió hacia la joven policía de nariz chatita y ojos cálidos que estaba en información. En otras circunstancias de su vida, aún le hubiera podido parecer atractiva. No ahora, cuando su corazón no dejaba de sangrar.


—¿Quién? —preguntó arisco, según la costumbre en los últimos días.


Ella pensó, que a pesar de esa mezcla de dureza y fatiga que mostraba su rostro anguloso, podría pasarse una noche con él, revolcándose desnudos en un lecho cubierto por sábanas de satén, como en las novelas románticas.


—Una niña.


—¿Cómo de niña?


—Pues… no sé, como todas las enanas, supongo


—¿Te refieres a una niña pequeña?


—Bastante, sí. No quiere decir ni su nombre ni su dirección. Eso que hemos intentado chantajearla a base de caramelos —respondió irónica—. Solo pregunta por ti. Está en el cuarto de la psicóloga.


—Gracias, voy a ver si consigo que me cuente algo —dijo de camino hacia la sala.


—Espera, espera, no te escapes, hay algo más…


Pedro la miró intrigado, pensando qué más “marrones” le caerían esa noche, aparte de tratar de localizar a los padres de la chiquilla.


—Te lo digo para que no te sorprendas. Viene acompañada de un perro pequeñajo y feísimo que devora caramelos a una velocidad de vértigo. Hemos intentado dejarlo abajo con el de puerta, pero la cría ha empezado a llorar y les hemos tenido que subir a los dos. Más que nada, por no salir mañana en los papeles por maltrato infantil —terminó la joven entre risas.


El rostro de del hombre se demudó. La joven ahogó la risa en una extraña tosecilla.


Había pretendido hacer una broma. Sin saber cómo le había salido mal. Con ese hombre nunca acertaba. Se preguntó si la niña sería su hija. Pocos conocían la vida privada de Pedro.


—Gracias, Vane.


—De nada—respondió por lo bajo, un poco desilusionada por no haber podido acaparar su atención.


Pedro corrió por el pasillo. El corazón le latía a la misma velocidad con la que Pongo se atiborraba de dulces. El horror de su infancia le asaltó de golpe, empapándole la espalda de sudor. Tenía las piernas agarrotadas. Con el mismo dolor que cuando corría por las pistas de atletismo durante su preparación física para ingresar en el Cuerpo de Policía. Camila por la calle, sin vigilancia. ¿La habrían atacado mientras jugaba en la acera?, ¿había logrado huir de unos secuestradores? Le parecía imposible que hubiera
recorrido a pie tanto camino desde su casa hasta la Comisaría. Pero… ¿de qué carajo de pasta estaba hecha esta sociedad? La gente veía a una niña sola y a un perro cotroso y nadie se paraba a preguntar. Estaba indignado. Aterrorizado.


Camila no parecía haber sufrido ninguno de los terribles pensamientos que pasaban por su imaginación. La vio a través del cristal, con Pongo tumbado a sus pies, pintando en unas hojas sueltas que Sofía, la compañera de uniforme que estaba con ella, le había dado. Feliz en su mundo de niñez.


Abrió la puerta. Sofía hizo un gesto de impotencia con las manos antes de salir de la estancia.


—Gracias por cuidar de ella —murmuró al pasar por su lado.


—No se merecen —respondió con simpatía—. Toda tuya. A ver si con tu encanto logras sacarle una palabra del cuerpo.


Él no necesitaba de su encanto para nada. La chiquilla hablaría con él porque a eso había ido.


—Camila…


La niña estaba sentada a la mesa. Su barbilla casi rozaba el borde. Levantó la cabeza y su rostro se llenó de dorado resplandor.


—¿Te gusta? —Preguntó con su sonrisa desdentada, mostrándole un dibujo—. He pintado a Pongo y a Daria en el parque.


—Claro que me gusta —se agachó a su lado. Sus dedos volaron solos a la cabeza adorada de rizos negros—. Pintas muy bien, ya lo sabes.


—Sí —contestó ella con naturalidad.


—Camila, mírame, ¿qué haces aquí?


Camila se encogió de hombros. Los Mayores preguntaban y preguntaban, pero no les interesaban las respuestas. Creían que los niños sólo querían jugar. Le gustaba el tío Juan porque nunca hacía preguntas.


Ella quería un padre. Como el de Pamela, que les llevaba en verano a dar paseos en su lancha por la ría hasta las playas de enfrente. O como el de Rubén, que era maestro y jugaba a regatear con ellos en el campo de fútbol del cole, cuando acababan las clases.


En clase se hablaba del trabajo de los padres y ella no podía decir en qué trabajaba el suyo porque nunca lo había conocido. Su madre le había explicado que se había tenido que ir muy lejos. Desde que supo que los muertos vivían en estrellas, pensó que a lo mejor su padre vivía en una, quizás cerca de la abuela. Aunque ahora que ya era mayor no estaba segura. Tenía la sospecha de que su madre le había contado una de esas “patrañas edulcoradas” de las que tanto hablaba el tío Juan. Su padre se había marchado y nunca había vuelto, pero no tenía por qué estar en una estrella, sino en otro país. No había querido conocerla nunca. A ella no le importaba.


Lo había pensado bien. Sería chulo tener a Pedro de padre. 


El de Pamela trabajaba en un banco. Y el de Iván era el encargado del super. Pero el suyo sería un poli y podría contarles a todos en la escuela que tenía una pistola y perseguía a los malos, como en la tele. La abuela se lo había mandado a ella. Estaba segura.


—¿Sabe mamá que estás aquí?


Pedro se sentó a su lado. A ver si lograba conocer qué rayos hacía en Comisaría.


Camila siguió con la cabeza agachada, concentrada en su dibujo.


—Camila…—el tono de Pedro se endureció un poco.


Ella volvió a mirarle, esta vez con algo de preocupación. 


Pedro se le encogió el corazón. Vio en ellos la misma dulzura de su madre.


La niña al fin negó con la cabeza.


—No me dejan verte —gruesos lagrimones corrieron por sus mejillas—. Oí a mamá. Le dijo al tío Juan que nos habías engañado. Creían que estaba dormida, pero no podía dormir porque quería estar contigo.


El pecho de Pedro se hinchó de emoción. Jamás había sentido nadie por él ese cariño incondicional que manifestaba Camila. Y ése era el bálsamo que sanaba su corazón endurecido de hombre solitario. La levantó sin esfuerzo del suelo, la sentó en sus rodillas y la abrazó contra su pecho. Pongo pareció entender que estaban viviendo un momento trascendental. Arrastró su barrigota y se tumbó sobre los pies del hombre. Pedro se juró a sí mismo que nada en este mundo iba a apartarlo de las mujeres que amaba, y del perro astroso que había acompañado a la niña hasta él.


—No, Camila, no las he engañado. Nunca las engañaría. Solo que mamá está enfadada conmigo.


—¿Porque la has engañado…? —insistió ella no muy convencida por la explicación del hombre que había elegido para ser su padre.


—No, pequeñaja –murmuró junto a su oído con esa entonación suave que tanto le gustaba a Camila cuando le leía cuentos—. Solo que…, solo que no he sido muy sincero con ella, ¿sabes?


No. Ella no sabía. Ni tampoco le importaba. Pero aquello parecía ser una conversación seria y ella haría lo posible por entender.


—¿Cómo cuando yo le digo que no le he dado mi merienda a Pongo?


—Sí, algo así. Sólo que las mentiras de los adultos son muy crueles. Hacen mucho daño.


—Ya. ¿Y por qué has dicho una mentira?


Pedro se quedó pensativo con lo ojos clavados en la habitación. Los muebles funcionales un poco baqueteados por el uso y el paso del tiempo, el panel de corcho lleno de gráficos, notas y carteles, las paredes pintadas en un verde deslucido, algo desconchadas. Se preguntó cuántos adolescentes se habrían sentado ante aquella larga mesa, cuántos habrían logrado rehacer su vida como él lo había hecho con la suya.


Debería estar orgulloso, y no martirizado por la carga del pasado. Su mirada descendió al rostro de la chiquilla. Ella le miraba ansiosa, esperando una respuesta.


—Por miedo —respondió muy bajito, con temor a decir en voz alta lo que había guardado en su interior durante toda su vida de adulto.


—¿Tienes miedo de mamá? —preguntó incrédula, separándose un poco del pecho de él para contemplarlo con ojos llenos de asombro.


Tengo miedo de mí mismo, de no poder eliminar de la piel el apestoso lodo de mi niñez, la violencia de mi adolescencia. Tengo miedo de no poder cumplir las expectativas de tu madre, de ser rechazado por lo que fui…


—Un poquito —se limitó a susurrar con la voz rota por la emoción.


Camila rió feliz. Si ese era todo el problema, tenía fácil solución. Mamá no metía miedo ni a Pongo.


Se removió sobre su regazo hasta adoptar la postura cómoda a la que estaba habituada. Era igual que antes, cuando se sentaban juntos a ver Ratatouille y acababa dormida en los brazos de Pedro. Después él la cogía y la acostaba en su cama. Mamá la tapaba bien con el edredón. 


Ella se quedaba muy quieta, con los ojos bien cerrados.


Primero venía el beso suave de mamá. Después el más áspero de Pedro. Y su risa, acompañada de aquellas palabras que bailaban de dicha junto a su oído. Pequeña bruja, a mí no me engañas, sé que aún no te has dormido. 


Era su momento de mayor felicidad.


—Tendrás que decirle la verdad a mamá. Se enfada mucho, pero enseguida se le pasa –le aclaró con la seguridad de una experta.


—Claro. Aguantaré la riña —respondió con aparente valentía.


Camila asintió satisfecha. Después se quedó preocupada. 


Se había ido con Pongo, sin avisar. Su madre estaría enfadada. Se preocupaba mucho cuando se acostaba tarde.


Había sido tan fácil escaparse de casa… Ella llevaba toda la semana preparándose para ese momento.


—¿Vas a llamar a mamá? No le dije a nadie que me iba.