sábado, 2 de mayo de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 16






Pedro se paró ante la puerta de personal con una mezcla de nerviosismo y anticipación.


Debía hablar con Paula cuanto antes. No podía soslayar esa conversación por más tiempo. Ya había tardado demasiado. 


Sus secretos les había causado a todos un sufrimiento innecesario.


—Hola. Ya me han dicho que me esperabas.


Pedro contuvo la respiración. La voz de Paula, hasta en una frase tan insustancial como esa, siempre le provocaba todo tipo de reacciones extrañas. A veces se veía a sí mismo como un adolescente ofuscado por la alteración que sufrían sus hormonas cada vez que la tenía delante.


—A lo mejor te apetece dar un paseo —su tono de voz parecía indiferente. Su corazón había empezado a bailar a ritmo de mambo.


—Se ha hecho un poco tarde. Camila está con Daria. Debo volver a casa —se justificó Paula para suavizar su negativa.


Pedro notó el deje de pena en sus palabras, el reproche oculto, y quiso convencerse de que aún no estaba todo perdido.


Se aclaró la garganta antes de hablar. Esperaba que no se enfadara mucho con lo que le iba a decir.


—Juan llegó hace un rato. Estuvimos tomando unas cervezas en tu casa. Se quedó cuidando de Camila. Dentro de un rato irá Lourdes.


Paula se paró en seco. Se volvió hacia él y le miró con los ojos abiertos como platos.


—¡No me lo puedo creer! ¿Me estás diciendo que has dejado a mi hija con el inconsciente de mi hermano? Tal vez has olvidado que Camila y ese maldito chucho recorrieron media ciudad sin que él se enterara.


—¡Ajá! —se limitó a responder.


No le dijo que le había asegurado al “tío Juan” que si no cuidaba bien de la niña él mismo le cortaría las pelotas.


—No me fío de él. Se pondrá a ver el canal de deportes y se olvidará de la niña.


—No hará tal cosa. Lourdes irá dentro de un momento para bañarla. Cenarán juntos.


Ella se tranquilizó. Le pareció entender algo así como una amenaza velada detrás de sus firmes palabras.


—Bueno, entonces podemos dar un paseo corto, ¿vale?


Caminaron a prudente distancia, un poco envarados por la proximidad, en absoluto silencio. Cada uno inmerso en sus propios pensamientos.


Paula siguió dócil al hombre. Cuando se dio cuenta estaban ya en el puerto deportivo.


—¿Tienes frío? —le preguntó Pedro al sentir su retemblor.


Pero no se acercó a ella, como en otras ocasiones. No la cobijó entre sus brazos, mantuvo esa distancia de seguridad tan protectora.


Paula se limitó a negar con la cabeza. Su estremecimiento se debía al deseo descarnado que despertaba en ella el hombre acodado en el murete del dique. La desazón bullía en su interior como el agua de una marmita. Solo quería que él les diese una oportunidad a los dos, que confiara en ella lo bastante para atreverse a desentrañar el misterio de su vida.


Guardaron silencio. El tiempo se detuvo en un impasse inquietante. No había incomodidad, pero sí incertidumbre.


—Mi madre me abandonó al nacer en el mismo hospital en el que me había parido.Cuando la enfermera entró por la mañana, había desaparecido.


Paula mantuvo la mirada fija en la negrura del mar. Él tenía que vaciar su interior. Era la única manera de extraer el veneno que llevaba dentro y que parecía corroer su alma.


—En el fondo, debo estarle agradecido —continuó con sorna amarga—, pudo haberme tirado a un cubo de basura.


El silencio se prolongó. La sirena de un barco sonó a lo lejos. 


Por su lado pasó un numeroso grupo de jóvenes alborotadores entre risas y bromas inconscientes. El viento entró con fuerza, canalizado por la bocana de la dársena y se arremolinó en el Muelle de la Marquesina, jugueteando en torno a la estatua de Julio Verne. El sonido agudo de los obenques se vio acompañado por el sordo de la percusión de los cascos de los yates bamboleándose contra los pantalanes flotantes. El chirrido ocasional de las verjas metálicas parecían flautas y oboes en oposición al viento.


Pedro esperaba una palabra de consuelo, un gesto tierno que apaciguara su tormento. Sin embargo,Paula parecía estar entretenida con el ritmo de aquella discordante orquesta.


—Tal vez no pudo hacerse cargo de ti —respondió al fin, con el alma encogida por el niño abandonado.


—Tú te hiciste cargo de tu hija…


—Yo tenía a una familia que me respaldaba y que la recibió con los brazos abiertos. No todas las jóvenes tienen la misma suerte.


Él pareció meditar sus palabras.


—O no todas están dispuestas a sacrificarse por sus hijos.


—No podemos juzgar lo que no conocemos. Quién sabe a qué presiones estuvo sometida.


Paula levantó la mano y acarició su mentón. Él retuvo su mano unos segundos, necesitado del amor que transmitía su gesto. Después la apartó de su cara y le dio un beso íntimo en la palma. No la soltó. Era el asidero que necesitaba. Tal vez al final del relato, ella no quisiera acariciarle jamás.


—¿Y el resto? —pregunto con tono suave.


El rostro de Paula mostraba un extraño resplandor, reflejo de su dulzura interior. Sus ojos, cargados de comprensiva sabiduría, le instaban a la confesión.


—Algún día, si tú quieres, te daré la versión larga. Responderé a todas las preguntas que quieras hacerme. Tienes derecho a ello.


—No es derecho, Pedro, sino confianza.


—¡Suena bien! Nunca he confiado en nadie. Al menos no del todo.


—Tendrás que hacerlo conmigo.


Y sentir después el dolor de tu pérdida, pensó para sí.


—Me crié en un orfanato. Entré en un programa de familias de acogida. Era un niño muy guapo, pero duro y violento. Nadie fue capaz de controlarme. A los quince años era un delincuente.


Paula no apartó los ojos de él. ¿Qué quedaba de su antigua vida en ese hombre amable, cariñoso y admirable? Era una pregunta muda. Él la entendió.


—Me reformé. Una persona me hizo entender que ese no era el camino. Me descubrió mi propia inteligencia y la manera en que podía aprovecharla


—Sencillas palabras para un proceso tan complejo —afirmó Paula


Pedro sentía la necesidad de extraer el rencor que le había dominado. Una parte del pasado siempre caminaría junto a él porque formaba parte del hombre que ahora era.


Pero había un futuro de esperanza y de dicha que le depararían su nueva vida


—Mi salvador fue Luís Campos, mi padre a todos los efectos. Hoy es un Comisario retirado. Entonces era el inspector de policía que me apresó y me enseñó con paciencia y una buena dosis de dureza que había otra vida al otro lado de la calle. Él y su mujer son mi auténtica familia. Él luchó por mí cuando maté de forma accidental a un chico de mi misma edad.


Las palabras de Carlos Bouzón resonaron en los oídos de Paula. Es un asesino, le había espetado, pensando que con eso ella iba a dejar de amar a Pedro. Pero ella amaba al hombre que era ahora; no al que fue, o al que pudo haber sido.


—Ya había dejado las calles y empezado la universidad. Derecho, gracias a la generosidad de Luís y de Anita. Una noche, en una discoteca, se originó una pelea. Un grupo estaban dando una paliza monumental a un chico joven. Intervine para calmarlos.
Sujeté al más violento. Uno de sus colegas, me atacó con una navaja. Yo sabía bien como desarmar a alguien que pretendía rajarme con un cuchillo. A fin de cuentas me había criado en las calles. Le tumbé de un puñetazo. Cuando me volvía, me atacó por la espalda y me acuchilló en un costado. La sangre me salía a chorros. Me giré con toda la furia que aún había dentro de mí. Le puse la zancadilla. Él cayó sobre la navaja y se la clavó en el vientre.


—Fue en defensa propia. No pudiste hacer otra cosa.


Él la miró con agradecimiento.


—Siempre se puede hacer otra cosa. Lo último es matar a un hombre. Fui exonerado. Jamás he podido olvidar cómo la vida se escapa de un cuerpo y los ojos se cierran para siempre.


—¿Y después? —preguntó angustiada por ese hombre valiente que cargaba con el peso de la culpa.


—Campos creyó en mí, en lo que yo le contaba. Pasé un tiempo retenido, mientras se resolvía el caso. Salí, y me juré que jamás usaría la fuerza contra nadie. Me hice policía. Camila y tú fuisteis un regalo imprevisto.


—¿Por qué no me has contado nada de esto?


Él se encogió de hombros. En su rostro aún había sombras de viejos recelos, de esa desconfianza que ella tanto temía.


—Tuve miedo.


—¿Tú? ¿Miedo? ¿De qué?


Se volvió hacia ella y colocó las manos sobre sus hombros. 


Su mirada mostraba la pesadumbre del hombre que cargaba con su pasado.


—De ti.


Sólo dos palabras. Un universo entero encerrado en ellas.


—De ti —repitió con voz estrangulada—. Eres bella, e ingenua. Tuve miedo de mancharte. Creí que si conocías mi pasado te alejarías para siempre. Temo perderte.Perderlas.







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