viernes, 1 de mayo de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 14




PedroPedro…, hay alguien que te espera desde hace un buen rato.


Se volvió hacia la joven policía de nariz chatita y ojos cálidos que estaba en información. En otras circunstancias de su vida, aún le hubiera podido parecer atractiva. No ahora, cuando su corazón no dejaba de sangrar.


—¿Quién? —preguntó arisco, según la costumbre en los últimos días.


Ella pensó, que a pesar de esa mezcla de dureza y fatiga que mostraba su rostro anguloso, podría pasarse una noche con él, revolcándose desnudos en un lecho cubierto por sábanas de satén, como en las novelas románticas.


—Una niña.


—¿Cómo de niña?


—Pues… no sé, como todas las enanas, supongo


—¿Te refieres a una niña pequeña?


—Bastante, sí. No quiere decir ni su nombre ni su dirección. Eso que hemos intentado chantajearla a base de caramelos —respondió irónica—. Solo pregunta por ti. Está en el cuarto de la psicóloga.


—Gracias, voy a ver si consigo que me cuente algo —dijo de camino hacia la sala.


—Espera, espera, no te escapes, hay algo más…


Pedro la miró intrigado, pensando qué más “marrones” le caerían esa noche, aparte de tratar de localizar a los padres de la chiquilla.


—Te lo digo para que no te sorprendas. Viene acompañada de un perro pequeñajo y feísimo que devora caramelos a una velocidad de vértigo. Hemos intentado dejarlo abajo con el de puerta, pero la cría ha empezado a llorar y les hemos tenido que subir a los dos. Más que nada, por no salir mañana en los papeles por maltrato infantil —terminó la joven entre risas.


El rostro de del hombre se demudó. La joven ahogó la risa en una extraña tosecilla.


Había pretendido hacer una broma. Sin saber cómo le había salido mal. Con ese hombre nunca acertaba. Se preguntó si la niña sería su hija. Pocos conocían la vida privada de Pedro.


—Gracias, Vane.


—De nada—respondió por lo bajo, un poco desilusionada por no haber podido acaparar su atención.


Pedro corrió por el pasillo. El corazón le latía a la misma velocidad con la que Pongo se atiborraba de dulces. El horror de su infancia le asaltó de golpe, empapándole la espalda de sudor. Tenía las piernas agarrotadas. Con el mismo dolor que cuando corría por las pistas de atletismo durante su preparación física para ingresar en el Cuerpo de Policía. Camila por la calle, sin vigilancia. ¿La habrían atacado mientras jugaba en la acera?, ¿había logrado huir de unos secuestradores? Le parecía imposible que hubiera
recorrido a pie tanto camino desde su casa hasta la Comisaría. Pero… ¿de qué carajo de pasta estaba hecha esta sociedad? La gente veía a una niña sola y a un perro cotroso y nadie se paraba a preguntar. Estaba indignado. Aterrorizado.


Camila no parecía haber sufrido ninguno de los terribles pensamientos que pasaban por su imaginación. La vio a través del cristal, con Pongo tumbado a sus pies, pintando en unas hojas sueltas que Sofía, la compañera de uniforme que estaba con ella, le había dado. Feliz en su mundo de niñez.


Abrió la puerta. Sofía hizo un gesto de impotencia con las manos antes de salir de la estancia.


—Gracias por cuidar de ella —murmuró al pasar por su lado.


—No se merecen —respondió con simpatía—. Toda tuya. A ver si con tu encanto logras sacarle una palabra del cuerpo.


Él no necesitaba de su encanto para nada. La chiquilla hablaría con él porque a eso había ido.


—Camila…


La niña estaba sentada a la mesa. Su barbilla casi rozaba el borde. Levantó la cabeza y su rostro se llenó de dorado resplandor.


—¿Te gusta? —Preguntó con su sonrisa desdentada, mostrándole un dibujo—. He pintado a Pongo y a Daria en el parque.


—Claro que me gusta —se agachó a su lado. Sus dedos volaron solos a la cabeza adorada de rizos negros—. Pintas muy bien, ya lo sabes.


—Sí —contestó ella con naturalidad.


—Camila, mírame, ¿qué haces aquí?


Camila se encogió de hombros. Los Mayores preguntaban y preguntaban, pero no les interesaban las respuestas. Creían que los niños sólo querían jugar. Le gustaba el tío Juan porque nunca hacía preguntas.


Ella quería un padre. Como el de Pamela, que les llevaba en verano a dar paseos en su lancha por la ría hasta las playas de enfrente. O como el de Rubén, que era maestro y jugaba a regatear con ellos en el campo de fútbol del cole, cuando acababan las clases.


En clase se hablaba del trabajo de los padres y ella no podía decir en qué trabajaba el suyo porque nunca lo había conocido. Su madre le había explicado que se había tenido que ir muy lejos. Desde que supo que los muertos vivían en estrellas, pensó que a lo mejor su padre vivía en una, quizás cerca de la abuela. Aunque ahora que ya era mayor no estaba segura. Tenía la sospecha de que su madre le había contado una de esas “patrañas edulcoradas” de las que tanto hablaba el tío Juan. Su padre se había marchado y nunca había vuelto, pero no tenía por qué estar en una estrella, sino en otro país. No había querido conocerla nunca. A ella no le importaba.


Lo había pensado bien. Sería chulo tener a Pedro de padre. 


El de Pamela trabajaba en un banco. Y el de Iván era el encargado del super. Pero el suyo sería un poli y podría contarles a todos en la escuela que tenía una pistola y perseguía a los malos, como en la tele. La abuela se lo había mandado a ella. Estaba segura.


—¿Sabe mamá que estás aquí?


Pedro se sentó a su lado. A ver si lograba conocer qué rayos hacía en Comisaría.


Camila siguió con la cabeza agachada, concentrada en su dibujo.


—Camila…—el tono de Pedro se endureció un poco.


Ella volvió a mirarle, esta vez con algo de preocupación. 


Pedro se le encogió el corazón. Vio en ellos la misma dulzura de su madre.


La niña al fin negó con la cabeza.


—No me dejan verte —gruesos lagrimones corrieron por sus mejillas—. Oí a mamá. Le dijo al tío Juan que nos habías engañado. Creían que estaba dormida, pero no podía dormir porque quería estar contigo.


El pecho de Pedro se hinchó de emoción. Jamás había sentido nadie por él ese cariño incondicional que manifestaba Camila. Y ése era el bálsamo que sanaba su corazón endurecido de hombre solitario. La levantó sin esfuerzo del suelo, la sentó en sus rodillas y la abrazó contra su pecho. Pongo pareció entender que estaban viviendo un momento trascendental. Arrastró su barrigota y se tumbó sobre los pies del hombre. Pedro se juró a sí mismo que nada en este mundo iba a apartarlo de las mujeres que amaba, y del perro astroso que había acompañado a la niña hasta él.


—No, Camila, no las he engañado. Nunca las engañaría. Solo que mamá está enfadada conmigo.


—¿Porque la has engañado…? —insistió ella no muy convencida por la explicación del hombre que había elegido para ser su padre.


—No, pequeñaja –murmuró junto a su oído con esa entonación suave que tanto le gustaba a Camila cuando le leía cuentos—. Solo que…, solo que no he sido muy sincero con ella, ¿sabes?


No. Ella no sabía. Ni tampoco le importaba. Pero aquello parecía ser una conversación seria y ella haría lo posible por entender.


—¿Cómo cuando yo le digo que no le he dado mi merienda a Pongo?


—Sí, algo así. Sólo que las mentiras de los adultos son muy crueles. Hacen mucho daño.


—Ya. ¿Y por qué has dicho una mentira?


Pedro se quedó pensativo con lo ojos clavados en la habitación. Los muebles funcionales un poco baqueteados por el uso y el paso del tiempo, el panel de corcho lleno de gráficos, notas y carteles, las paredes pintadas en un verde deslucido, algo desconchadas. Se preguntó cuántos adolescentes se habrían sentado ante aquella larga mesa, cuántos habrían logrado rehacer su vida como él lo había hecho con la suya.


Debería estar orgulloso, y no martirizado por la carga del pasado. Su mirada descendió al rostro de la chiquilla. Ella le miraba ansiosa, esperando una respuesta.


—Por miedo —respondió muy bajito, con temor a decir en voz alta lo que había guardado en su interior durante toda su vida de adulto.


—¿Tienes miedo de mamá? —preguntó incrédula, separándose un poco del pecho de él para contemplarlo con ojos llenos de asombro.


Tengo miedo de mí mismo, de no poder eliminar de la piel el apestoso lodo de mi niñez, la violencia de mi adolescencia. Tengo miedo de no poder cumplir las expectativas de tu madre, de ser rechazado por lo que fui…


—Un poquito —se limitó a susurrar con la voz rota por la emoción.


Camila rió feliz. Si ese era todo el problema, tenía fácil solución. Mamá no metía miedo ni a Pongo.


Se removió sobre su regazo hasta adoptar la postura cómoda a la que estaba habituada. Era igual que antes, cuando se sentaban juntos a ver Ratatouille y acababa dormida en los brazos de Pedro. Después él la cogía y la acostaba en su cama. Mamá la tapaba bien con el edredón. 


Ella se quedaba muy quieta, con los ojos bien cerrados.


Primero venía el beso suave de mamá. Después el más áspero de Pedro. Y su risa, acompañada de aquellas palabras que bailaban de dicha junto a su oído. Pequeña bruja, a mí no me engañas, sé que aún no te has dormido. 


Era su momento de mayor felicidad.


—Tendrás que decirle la verdad a mamá. Se enfada mucho, pero enseguida se le pasa –le aclaró con la seguridad de una experta.


—Claro. Aguantaré la riña —respondió con aparente valentía.


Camila asintió satisfecha. Después se quedó preocupada. 


Se había ido con Pongo, sin avisar. Su madre estaría enfadada. Se preocupaba mucho cuando se acostaba tarde.


Había sido tan fácil escaparse de casa… Ella llevaba toda la semana preparándose para ese momento.


—¿Vas a llamar a mamá? No le dije a nadie que me iba.







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