viernes, 1 de mayo de 2015

REGRESA A MI: CAPITULO 15




Paula entró en casa arrastrando todo el peso de la jornada tras de sí. Las tardes solían ser especialmente pesadas. Era cuando más clientes tenían. La nueva eau de toilette, había tenido una gran aceptación promovida por la publicidad. Bergamota, unida a flores silvestres. Y la sugerencia implícita de exóticos días de verano al sol.


—Ya estoy aquí —gritó desde la puerta con una alegría que no sentía.


Esperaba que Juan hubiera bañado y dado de cenar a Camila. A ella solo le tocaría leer el cuento.


No se detuvo ni a quitarse el abrigo. Tenía una necesidad acuciante de ir al baño. Se extrañó de que Camila y el perrucho no hubieran salido a recibirla como dos potrillos desbocados. Paula no recordaba haber pasado un minuto a solas en el cuarto de baño desde que Camila dio sus primeros pasos.


Tiró de la cisterna, y mientras se lavaba las manos se contempló en el espejo. Su rostro afinado y las ojeras azuladas eran producto del cansancio. Nada más. Ya había pasado bastantes días desde que había tenido el mal hado de encontrarse con Carlos Bouza. Las aguas volverían a su cauce.


—¡Mentirosa! —dijo a su propia imagen reflejada en el espejo.


Nada había cambiado, pero poco a poco lo haría. No pensaba pasarse el resto de su vida llorando por Pedro.


Juan estaba viendo el canal de deportes, con una cerveza en la mano y expresión hosca. Así la recibía, desde que ella se había alejado de Pedro. Por muy amigo suyo que fuera, ella no podía hacer otra cosa. Y además tampoco parecía que Pedro se lo hubiera tomado a mal. No había intentado dar ni una sola explicación.


—¿Has cenado?


—Encontré un poco de jamón reseco en tu nevera. Por cierto, a ver si la llenas, está más vacía que las arcas del estado.


—No sé si esas están vacías o no, pero la comida la tengo que pagar yo, así que cuando cobre la llenaré. Hay patatillas y un ciento de latas de conserva.


—No te preocupes —la cogió de la mano cuando se aproximó a él y le acarició los nudillos con cariño—.Voy a cenar ahora.


—¿Fuera?


—Sí. Hemos reservado mesa para las diez y media.


—¿Hemos? ¿Con quien vas?


Juan cogió la jarra de cerveza, dio un largo sorbo y volvió la cabeza.


—Con Lourdes.


La boca de Paula se abrió de puro pasmo.


—¿He oído bien?


—La invité el otro día al salir de aquí y aceptó. No sé si acabaremos heridos en el hospital o presos en la Comisaría más cercana.


¿Por…?


—A lo mejor me ataca.


Ella rió con ganas.


—Procura no hacerla enfadar y todo irá bien.


—Lo intentaré. Aún no se fía de mí, pero empiezo a hacer progresos.




—Te gusta, ¿eh?
Se encogió de hombros, sin querer dar importancia al tema.


—Ella es real. Estoy harto de mujeres que solo buscan aventuras. Sexo, dinero y paseos en moto.


—Te advierto que si haces daño te arranco lo pelos.


—¿Y por qué a mí? ¿Y si es ella quién me maltrata?


—No hay cuidado de que eso ocurra —rió Paula.


Se alejó hacia su cuarto satisfecha. Algo que salía bien. Ya no tendría que sufrir sus continuos y molestos enfrentamientos nunca más.


Él la observó. Aún tan delgada era muy guapa. Llevaba un traje pantalón oscuro y zapatos de tacón. Parecía una delicada modelo, aunque en realidad era una luchadora. Su hermana merecía ser feliz. Después del nacimiento de Camila lo pasó muy mal, preocupada por cómo iba a sacar a su hija adelante. Lo había conseguido. Trabajaba en firme. 


Era querida y respetada.


—Juan —gritó desde el dormitorio—. ¿Se ha acostado la niña?


Él respondió sin apartar la mirada de la televisión.


—Ese chucho maloliente y ella estarán pintando la mona en el dormitorio. A tu hija hoy se le ocurrió disfrazarse de exploradora.


—¿Y para qué quería vestirse de exploradora? —preguntó muerta de risa desde la habitación.


—Y yo que sé. Si no paran. Hasta le puso la correa al perro y todo para llevárselo por el hielo. Un husky dijo.


Paula se quedó paralizada. Volvió a subirse la cremallera del pantalón que se acababa de bajar con una calma que no creía poseer. Entró en la habitación de Camila. Sus peores sospechas se confirmaban. Allí no estaban ninguno de los dos. Su hija era demasiado astuta y conocía bien el punto flaco de su tío Juan. Había sabido aprovechar el momento oportuno. Justo cuando él había pasado al canal de deportes.


Aun así no se lo creía del todo. No podía porque entonces perdería la cabeza. Si a Camila le pasaba algo, ella moriría de dolor. Su propia vida dejaría de tener importancia.


—¡Camila!, ¡Camila! —llamó varias veces.


El silencio fue su única respuesta.


Abrió el armario y rebuscó en su interior. Se volvió, preguntándose dónde podría haberse escondido, aun a sabiendas de que allí no estaba.


Un frío intenso la cubrió de arriba abajo. Le castañearon los dientes. Camila había huido. Un sollozo desgarrador salió de su garganta. Llevaba callada demasiado tiempo, y ella no había hecho caso de los síntomas. Primero la abuela. Después, Pedro. Ella le había prohibido verlo para evitar que sufriera. Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Era fácil herir a un niño. Se actuaba sin respetar sus opiniones y deseos más elementales.


Lloró por la pérdida de sus propias ilusiones y esperanzas


Se obligó a serenarse, a calmar los hipidos que se le escapaban sin control. El tiempo corría en contra, aunque ya suponía con quién estaba.


—¡Juan! —gritó.


—¿Se puede saber que te pasa ahora? —contestó desde el sofá.


—Camila…. ¡Camila no está en casa! ¡Te voy a matar! Te dejo al cuidado de ella y se escapa delante de tus narices.


Juan se puso en pie de un salto, con la cara blanca. 


Temblaba de pies a cabeza. La culpa le corroía. Llevaba un buen rato sin ocuparse de ella, porque se sentía a gusto sin
las continuas interferencias de la niña y del maldito perro. No pensó que se hubieran escapado ante sus narices.


—Vamos —rugió como un poseso—, ponte el abrigo, saldremos a buscarla. Pediré un taxi.


—Espera, espera. Sé donde puede estar. Quédate aquí y por favor no te muevas. Voy al piso de Pedro. Es posible que este allí.


Pedro me habría llamado.


Paula se ahorró la imprecación que tenía en la punta de la lengua. A esas horas dudaba de que existiera en el mundo algún hombre que pensara con coherencia.


—No te muevas de aquí, Juan, me oyes —repitió casi a gritos a ver si el zoquete de su hermano se enteraba de una vez.


Él, por una vez en su vida, no respondió. Estaba tan nervioso que no podía parar.


Tenía la necesidad de hacer algo. No podía imaginar su vida sin Camila. Él también la había criado. Fuera había mil peligros para una niña pequeña. El mal se presentaba de muchas formas. No quería pensar en que alguien se la llevara con algún engaño.


El timbre del teléfono cogió a Paula a punto de salir. Se abalanzó sobre él.


—Paula —la voz de Pedro sonaba calmada—. Camila está conmigo.


Las lágrimas rodaron de nuevo por las mejillas de Paula. Su hijita. Su aventurera hijita estaba a salvo. Pedro la cuidaría.


—Paula, ¿estás ahí?


Asintió con un gesto. Él no podía verla, pero ella era incapaz de decir ni una palabra.


Soltó un sollozo. La templada voz de Pedro fue un regalo para sus oídos.


—Vino a verme a Comisaría. Dentro de un rato te la llevaré a casa —vio al perrillo tirado a sus pies—. A los dos. Tengo que hablar con alguien para que me sustituya, y subo, ¿vale, preciosa?


—Juan y yo iremos a buscarla, Pedro. No te preocupes.


—¿Estás segura?


—Sí, sí. Voy a matarla, te lo aseguro.


—Paula —esa voz maravillosa que tanto añoraba sonaba con tanta dulzura que la hacía llorar a mares—. Solo vas a abrazarla. Nosotros somos los culpables. Después hablaremos con ella. Los dos juntos.


—¿Y por qué no subió a tu piso? —aún estaba enfadada, pero sonaba más tranquila.


Las lágrimas le hacían hablar gangosa


—Me vio salir de casa y ni corta ni perezosa se vino a la comisaría.


Ninguno de los dos quiso ponerse en el peor de los casos. 


Que él no hubiera estado en su trabajo. Que alguien se la hubiera llevado.


—Salimos ahora.


—Te esperamos.


Y ella hubiese dado lo que fuera porque esa promesa fuera para siempre.






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