miércoles, 22 de abril de 2015
CHANTAJE: CAPITULO 14
Pedro no supo cómo consiguió salir de la fábrica y llegar a la camioneta. Lo único que quería era alejarse de allí antes de derrumbarse por completo.
Antes de volver a Alfonso Manor podía pasarse días y semanas sin pensar en su padre. Pero los recuerdos lo acosaban sin cesar, minando el control emocional que tanto le había costado conseguir y que no podía perder bajo ningún concepto. Y menos delante de Paula.
Conduciendo en el camino de regreso consiguió recuperar el control.
–¿Estabas allí cuando murió? –le preguntó Paula con la voz trabada por las lágrimas.
–Aquel verano me llevó muchas veces a la fábrica. Mi madre estaba muy ocupada con los gemelos y yo no hacía más que contrariar a mi abuelo, de modo que mi padre me puso a trabajar como recadero. Acababa de salir de una reunión y nos encontramos en la entrada. «Hola, hijo», fue lo último que dijo antes de sufrir el ataque.
Aparcó en el suelo de grava al llegar, junto al garaje. El golpeteo de las gotas contra el capó y el parabrisas se hizo más fuerte al apagar el motor. Ninguno de los dos hizo ademán de salir, y la intimidad creada por la oscuridad y la lluvia terminó por desatarle la lengua.
–Antes de venir aquí mi padre siempre tenía tiempo para mí. Era profesor de Economía en la universidad, pero Renato quería tener cerca a Lily y supongo que mi padre no pudo rechazar el sueldo que le ofreció para ocuparse de la fábrica.
«Emplea ese título en algo útil», fue el consejo de Renato, pero los anticuados métodos de su abuelo lo hicieron estar constantemente en desacuerdo con la estrategia de su padre.
–Betty nos ha enseñado algunas de las mejoras que introdujo tu padre –dijo Paula–. Parece que fue un buen director.
–Espero que mereciera la pena –repuso Pedro–. Seguramente fue el estrés y el duro trabajo lo que lo mató.
Permanecieron unos minutos en silencio. Pedro cerró los ojos y dejó que el sonido de la lluvia se llevara los malos recuerdos. Tenía que quedarse con los buenos momentos: su padre levantándolo en el aire, explicándole una teoría económica con manzanas y plátanos, sonriendo cuando alguno de los trabajadores elogiaba a Pedro…
Paula no le habló hasta que finalmente se relajó y abrió los ojos.
–¿Listo para echar una carrera?
Sonrió. Paula siempre parecía saber exactamente lo que necesitaban los demás, y si estaba en su mano dárselo así lo hacía. Era una sensación maravillosa, pero al mismo tiempo inquietante.
Asintió y los dos abrieron las puertas y echaron a correr bajo la lluvia. Pedro podría haber dejado atrás fácilmente a Paula, pero solo se adelantó lo suficiente para abrir la puerta y que ella pudiera entrar sin detenerse.
La cocina estaba a oscuras, y lo único que se oía en la casa era la lluvia en el tejado. Se quedaron de pie y chorreando en mitad del vestíbulo trasero, mirándose el uno al otro.
Pedro no pudo reprimir una sonrisa al verla con el pelo empapado y la camiseta pegada a las curvas. Ella se la sacudió y se echó a reír, y él no tardó en imitarla.
–A Maria le dará un ataque cuando vea cómo hemos dejado el suelo de la cocina… –dijo ella.
–Y la escalera.
–Pues tú tendrás que subir más que yo, sigues teniendo la ropa en el tercer piso.
Y entonces hizo lo que sabía que no debía hacer.
–No hay problema –dijo, y sin dejar de mirarla a los ojos se quitó la camisa y la arrojó al suelo. Ella dejó de sonreír y bajó la mirada. Los pantalones no estaban tan mojados, pero Pedro le llevó las manos a la cremallera–. ¿No vas a hacer lo mismo?
Ella negó con la cabeza.
–¿Estás segura?
La mirada de Paula siguió los pantalones hasta el suelo y luego subió hasta los boxers, que no podían ocultar la reacción de Pedro a su interés femenino.
–¿Qué ocurre, Paula? ¿Tienes miedo?
Ella lo miró a los ojos, como si no supiera cómo tomarse la pregunta, y se quitó los zapatos antes de dirigirse a la puerta.
–No, estoy bien.
Antes de que él pudiera detenerla ya estaba corriendo hacia la escalera, dejando un reguero de agua a su paso.
No iba a dejarla escapar así como así. Era una tentación demasiado sabrosa, mucho mejor que la amargura que había probado aquel día.
La alcanzó en la escalera y la giró hacia él, haciéndole perder el equilibrio como la última vez. Se estremeció al sentir su ropa mojada en el pecho desnudo, pero no le importó.
–¿Tienes frío? –se burló ella, pero no logró ocultar sus propios temblores. Su fragancia a jazmín o a lavanda lo embriagó, tan delicioso que podría pasarse toda la vida oliéndola.
La observó en la penumbra. Sus exuberantes cabellos, rizados por la humedad, le protegían el cuello, delicado y vulnerable. El contorno de sus pechos se adivinaba bajo la camiseta. La atracción que Pedro llevaba sintiendo desde el primer día se desbordó como un torrente de fuego bajo la piel y arrasó el poco control que le quedaba.
–Ya no –susurró. Le sujetó la cara con las manos y se rindió a la fuerza del deseo.
Ella separó los labios y sus lenguas se encontraron, desatando un infierno en sus bocas. A Pedro se le escapó un gemido ahogado al sentir sus delicadas manos explorándole el pecho.
–Te deseo, Paula.
–Sí…
Antes de perderse en las sensaciones la levantó en sus brazos y la subió hasta el tercer piso. La tumbó sobre la colcha de su cuarto y le quitó la camiseta.
La desnudó con manos temblorosas, deleitándose con la visión de sus pechos, blancos y generosos. Luego pasó a su vientre, liso y suave, sus voluptuosas caderas y los rizos oscuros entre los muslos. Pero cuando le separó las piernas, ella se resistió.
–No –susurró.
–¿De verdad necesitas protegerte de mí, Paula?
Ella lo miró fijamente, aceptándolo en silencio, y Pedro le sujetó con firmeza las rodillas para que no pudiera volver a cerrarse. Agachó la cabeza y pegó la boca a su sexo. Su único objetivo era darle placer y perderse en la pasión que prometían los labios vaginales de Paula, su espalda arqueada, la sacudida de sus caderas…
El grito de Paula al llegar al orgasmo hizo que un deseo desesperado por penetrarla se apoderase de Pedro. Se echó hacia atrás y clavó las rodillas en el colchón, obligándola a separar más las piernas. Volvió a inclinarse sobre ella y le lamió el ombligo y las costillas.
–Por favor, Pedro…
Él la hizo esperar un poco más, mientras bebía ávidamente de sus labios y saciaba la sed que llevaba torturándolo desde que la vio el primer día.
Ella le exploraba frenéticamente el pecho con las manos y le clavaba las uñas con apremiante anhelo.
–Vamos –lo acució en tono desesperado.
Pedro acopló el cuerpo al suyo y se introdujo en la dilatada y empapada abertura. No podía pensar en nada. Solo sentir.
Por unos instantes no existió nada más. Solo los dos moviéndose al mismo ritmo, perfectamente acompasados, las caderas de Paula llevándolo más adentro con cada embestida, empujándolos a un placer desconocido.
Él la miró y se quedó fascinado por sus ojos color chocolate, llenos de emociones y secretos. En ellos vio deseo y belleza, aceptación, promesa y arrebato. Ella le tocó la cara y el pelo mientras él se hundía hasta el fondo, preparándose para alcanzar el apogeo. Pero fue la expresión maravillada de Paula lo que le llevó al clímax y a la unión de sus almas. La tensión explotó desde su interior y lo dejó aturdido y exhausto, sin el menor resto de rebeldía o frustración.
Consumido y saciado, se dejó caer sobre ella y se deleitó con aquellos momentos de paz y alivio.
Una pequeña sacudida de Paula lo devolvió al presente.
Poco a poco recuperó la noción de la realidad. El silencio de la casa, la lámpara de la mesilla, la respiración entrecortada de Paula, el calor de su cuerpo envolviéndolo.
Volvió a endurecerse al sentir la piel sedosa que lo rodeaba, sin barreras que mitigaran la sensación…
¡Sin barreras!
Con un sobresalto se separó de ella y se levantó de la cama.
La sorpresa de Paula hizo que tardara en reaccionar, ofreciéndole a Pedro la imagen de sus temblorosos pechos, de su pálida piel marcada por sus dedos y de aquel sexo en el que había encontrado una paz nunca antes vivida.
–¿Qué pasa?
–No he usado protección… –dijo él. Fue al armario y sacó ropa interior y unos pantalones–. No puedo creer lo que he hecho. ¿En qué demonios estaba pensando? –farfulló mientras se ponía una camisa. Se había pasado toda su vida evitando los compromisos, y muy especialmente la paternidad. Las imágenes de Paula embarazada le nublaban el entendimiento–. Dime que estás tomando la píldora.
Miró por encima del hombro y la vio acurrucada en el centro de la cama–. Dímelo –repitió–. Dime que estás tomando la píldora.
Le puso una mano bajo la barbilla y le hizo levantar el rostro para mirarla a los ojos. No necesitó que le diera ninguna respuesta. Por la forma en que se encogió era evidente que no usaba ningún medio anticonceptivo.
–Maldita sea… –se echó hacia atrás con tanto ímpetu que a punto estuvo de caer al suelo.
–¿Qué te ocurre? –le preguntó ella.
–No es esto lo que había planeado… Ni lo que quería –hablaba más para sí mismo que para ella.
Oyó un crujido y vio a Paula de pie junto a la cama, cubriéndose con la colcha, muy tensa y erguida.
Ella se acercó al montón de ropa y la tomó en sus brazos.
–Está bien, entonces dime que no estás ovulando.
–No estoy ovulando –respondió ella cubriéndose con la ropa mojada.
Pedro le concedió una pizca de decoro antes de seguir presionándola.
–¿Me estás hablando en serio o solo dices lo que quiero oír?
Ella se giró cuando casi había llegado a la puerta.
–¿Eres idiota de nacimiento? –volvió a girarse para salir, pero él la agarró por el brazo.
–Paula, por favor. Admito que lo he empezado yo, pero no pretendía que tuviéramos un hijo que no queremos.
–¿Cómo sabes que yo no lo quiero?
Pedro se quedó paralizado.
–¿Estás diciendo que quieres que te deje embarazada?
–No, Pedro –negó ella tranquilamente–. Solo digo que siempre he querido tener hijos. Pero no te preocupes. Me ocuparé de todo
–No quiero tener hijos –insistió él–. Cuando esto acabe volveré a Nueva York. Si me quedara estaría en manos de Renato. Tengo que escapar.
Ella cerró los ojos y su rostro volvió a cubrirse con una máscara de hielo. Se apartó de él, dejando unos centímetros entre ellos, y Pedro empezó a echar de menos los momentos que acababan de vivir.
–Lo entiendo, Pedro. De verdad que lo entiendo. Y te prometo que conseguirás lo que quieres.
Abandonó la habitación con dignidad y elegancia, y él se encontró sumido en la vergüenza y la duda. El cuerpo le pedía a gritos que la siguiera mientras la cabeza le exigía mantenerse alejado de ella.
CHANTAJE: CAPITULO 13
Lo último que Paula se esperaba de Pedro era que se disculpara y abandonara el despacho. Algo en su expresión la hizo salir tras él.
–¡Pedro! –lo llamó al ver que giraba en dirección contraria a la de llegada.
Él no se detuvo ni se volvió, y Paula tuvo que acelerar el paso para no perderlo por los laberínticos corredores.
Finalmente, giró en una esquina y se lo encontró inmóvil, al acercarse advirtió que estaba temblando.
Al tocarle el hombro con el dedo él se volvió y se lanzó ciegamente hacia delante. Chocó con ella y los dos impactaron contra la pared, quedando Paula atrapada entre los brazos de Pedro. Su aliento le acariciaba el pelo, avivando la necesidad de abrazarlo y acariciarle la espalda hasta que se calmara.
–¿Qué ocurre, Pedro?
–Tengo que salir de aquí –masculló.
–Pues volvamos a…
–No.
Sus puños apretados y su cuerpo en tensión revelaban la lucha que mantenía con algo que estaba provocándole estragos.
–¿Por qué? –le preguntó dulcemente.
–No puedo –respiró hondo, sin mirarla a los ojos–. No puedo volver ahí, pero no puedo estar aquí.
Ella no entendía nada, de manera que hizo lo único que podía hacer. Le puso las manos en la cintura, aprovechado que él tenía los brazos levantados, y las metió bajo la camisa.
Él dejó de moverse y de respirar. Paula cerró los ojos y le envió mentalmente consuelo y sosiego como había aprendido en sus estudios de enfermería. Era lo único que podía hacer para ayudarlo a recuperar el equilibrio interno.
Él respiró más relajado, y Paula se atrevió a acercarse más y pegar el cuerpo al suyo.
–Dime qué ocurre –le pidió en tono amable.
Pedro siguió resistiéndose. Paula ladeó la cabeza hasta apoyar la frente en su pecho, junto al corazón, y volvió a enviarle energía.
–¿Que qué ocurre? –dijo él finalmente, con una voz cargada de ira y amargura–. Te diré lo que ocurre –se giró para señalar la puerta por la que había salido–. Él murió ahí –se estremeció–. Estaba saliendo de una oficina y cayó al suelo.
–¿Tu padre? –preguntó ella con un nudo en la garganta.
Pedro asintió débilmente y Paula sintió que a sus ojos afluían las lágrimas que él se negaba a derramar.
Renato era un canalla. No solo los había atrapado en un matrimonio que no querían, sino que había enviado a Pedro a su peor pesadilla.
CHANTAJE: CAPITULO 12
Horas después, Pedro conducía en silencio la camioneta de la finca por las afueras del pueblo, con Paula sentada a su lado. La tensión se palpaba en el aire, pero ambos la ignoraron mientras seguían las indicaciones hacia la fábrica.
El terreno de la fábrica colindaba con las tierras de Alfonso Manor, pero para llegar hasta allí había que atravesar cientos de hectáreas propiedad de la familia. El camino los llevó junto a Mill Row, una urbanización construida expresamente para los trabajadores de la fábrica, y a través de los campos donde se cultivaba el algodón.
Cuanto más se acercaban a la fábrica, más despacio conducía Pedro. Había temido aquel momento desde su regreso, pero no iba a pensar en el motivo, y mucho menos explicárselo a la mujer que no dejaba de mirarlo. Ya tenía demasiado poder sobre él.
Además, si le confesaba sus nervios tendría que explicarle por qué le había pedido que lo acompañara. ¿Qué hombre querría parecer un gallina volviendo al lugar de sus traumas infantiles?
Había habido muchos cambios desde la última vez que estuvo. El aparcamiento había sido ampliado y asfaltado y una nueva alambrada rodeaba el complejo, además de contar con una garita. Pero para Pedro aquellas estructuras metálicas y las viejas chimeneas en desuso siempre representarían la opresora tiranía de su abuelo, aunque sostuvieran la economía del pueblo.
Un guarda los hizo pasar sin detenerse, pero mirándolos con extrañeza. Al aparcar, Paula se bajó y echó a andar, mientras que Pedro lo hizo mucho más despacio. Cada paso le suponía un enorme esfuerzo de voluntad. Ni su cuerpo ni su mente querían entrar en el edificio que se levantaba ante él.
–¿Estás bien, Pedro? –le preguntó Paula.
Él no respondió y siguió avanzando. Si se detenía, tal vez no pudiera continuar. Pero sus pasos acabaron deteniéndose de todos modos. Miró el edificio de oficinas contiguo a la fábrica y no pudo impedir que la respuesta brotara de sus labios, acuciada por la reconfortante presencia de Paula.
–No he vuelto a este lugar desde que murió mi padre.
La voz serena y suave de Paula atravesó la turbulencia que reinaba en su cerebro.
–Creo que encontrarás a mucha gente que recuerde a tu padre. Hizo grandes cosas por la fábrica.
Y esperaría que él también las hiciera. Pedro reanudó la marcha y se concentró en su propósito, no en el pasado que lo atormentaba. Al entrar fueron recibidos por dos personas.
Un hombre con una chaqueta negra y aspecto de científico se adelantó.
–Señor Alfonso, el señor Bateman lo está esperando. Si es tan amable de seguirme, lo conduciré a su despacho.
–No, gracias. Antes quiero ver la fábrica.
El hombre pareció desconcertado, pero la mujer se adelantó con una sonrisa.
–Bienvenido, señor Alfonso. Soy Betty, la ayudante del señor Bateman. Si prefiere caminar por la planta le sugiero unos tapones para los oídos.
Pedro aceptó dos pares, le dio uno a Paula y echó a andar, seguido por los otros. Sentía todas las miradas fijas en él, pero se obligó a no apresurarse y tomó buena nota de lo que veía, haciéndole preguntas a Betty y hablando con algunos empleados de mantenimiento. Al salir de la planta de producción recorrieron un intrincado laberinto de pasillos hasta el edificio de administración. Allí Pedro se puso tan rígido que mantuvo la vista al frente, sin mirar los pasillos que iban dejando a cada lado. Finalmente llegaron a
una puerta de cristal con la palabra «Dirección», y Betty los hizo pasar a un amplio despacho sencillamente decorado.
–Pedro, Paula, gracias por venir –los saludó Bateman. Le dio a Paula un efusivo abrazo, pero con Pedro fue mucho más reservado–. ¿Qué les ha parecido la fábrica? –su voz expresaba orgullo, pero también inquietud.
–Todo parece ir muy bien. La maquinaría ha sido renovada.
–A largo plazo es más rentable así –corroboró Bateman.
Pedro asintió, luchando contra la desazón.
–¿Cuánto tiempo lleva a cargo de la fábrica?
–Doce años. Aprendí del hombre que reemplazó a su padre.
Pedro volvió a endurecerse por la mención de su padre, pero estiró el cuello para relajar los músculos.
–Ha hecho un buen trabajo.
Bateman los invitó a tomar asiento y Pedro hizo que Paula se sentara pegada a él en el sofá. El contacto de su muslo lo ayudaba a tranquilizarse. Por una vez, la necesidad de estar cerca de ella no tenía nada que ver con el sexo.
Mantuvieron unos minutos de charla hasta que Pedro se puso serio.
–Antes de empezar me gustaría señalar algo. Como seguro que ya sabe, hace años que dirijo mi propia empresa en Nueva York, dedicada a la importación y exportación de obras de arte.
Tomó nota de la postura defensiva que adoptaba Bate en el sillón. Betty se apoyó en el borde de la mesa.
–Pero una fábrica, especialmente una como esta, excede mi experiencia –continuó Pedro–. He estudiado los informes de mi abuelo, pero le agradecería que me pusiera al corriente de las operaciones.
Siempre era mejor empezar haciendo preguntas que impartiendo órdenes. Bateman se relajó y estiró los brazos a ambos lados del sillón.
–La fábrica opera a plena capacidad todo el año, salvo los días festivos y los cierres puntuales por labores de mantenimiento. Debe tener presente que la actividad abarca todos los sectores de producción, desde las balas de algodón en bruto hasta la confección de ropa de cama.
Continuó hablando de los beneficios, que empezaban a crecer tras la sequía del año anterior. Pedro escuchaba atentamente, pero en todo momento era consciente de la mujer que estaba a su lado.
Era una sensación nueva para él, pues siempre había antepuesto el trabajo al placer. Pero a Paula era imposible ignorarla, y el efecto que ejercía en él no dejaba de crecer, ya fuera para bien o para mal.
–¿Hay motivos de preocupación a corto plazo? –preguntó.
–No, señor. Para saber las cifras específicas tendría que preguntar en contabilidad, pero gracias a las mejoras que introdujo su padre y a la reinversión de los beneficios la fábrica va bastante bien y tenemos una sólida lista de clientes. No hay motivos de preocupación a corto plazo –frunció ligeramente el ceño–. Al menos en el aspecto económico…
Pedro tuvo la impresión de que habían llegado al propósito de aquella reunión. Y Paula debió de pensar lo mismo, porque se inclinó hacia delante para preguntar.
–¿Hay algo que debamos saber?
El rostro de Bateman era una máscara impenetrable, y durante unos segundos no dijo nada, limitándose a mirar a Pedro.
–Tranquilo, Jim –volvió a hablar Paula–. No estaríamos aquí si Pedro no quisiera lo mejor para la fábrica y para el pueblo.
Pedro se preguntó de dónde sacaba aquellas confianzas, pero no corroboró las palabras de Paula. Bateman tendría que fiarse de él.
–Están sucediendo cosas extrañas en la fábrica –admitió el director–. Problemas de diverso tipo que afectan a la producción.
–¿Desde cuándo? –preguntó Pedro. La noticia no era nueva, pero quería detalles.
–Un año, aproximadamente –Bateman frunció el ceño–. Al principio eran cosas sin importancia, pero luego empezaron a ser más graves. Lo peor ocurrió hace poco. Uno de nuestros mayores proveedores, con el que llevábamos años trabajando, canceló un envío en el último minuto y se negó a atender más pedidos sin ningún motivo aparente. Tuvimos que retrasar una importante entrega a uno de nuestros mejores clientes.
–Si la fábrica adquiriese mala reputación las ventas caerían drásticamente –añadió Pedro, expresando directamente lo que insinuaba Bateman.
–La semana pasada sufrimos otro retraso por culpa de un fallo en las máquinas. El técnico cree que no fue un accidente.
–¿Algún sospechoso?
–El técnico no –respondió Bateman con una triste sonrisa–. Podría ser cualquier empleado con acceso al área… alguien del equipo de mantenimiento o del personal de limpieza. Pudimos resolver el problema a tiempo, pero si el responsable es quien creo que es hay motivos para preocuparse…
–Dígamelo –lo animó Pedro, posando distraídamente la mano a Paula en la espalda.
–Hará cosa de un año un hombre llamado Balcher hizo una oferta por la fábrica. Es un conocido empresario que se dedica a comprar las empresas de la competencia al precio más bajo posible para luego desmantelarlas y forzar su cierre.
–Eliminando la competencia…
–Exacto. Alfonso Mills es la única fábrica que se le resiste… Todavía. Pero si la seguridad de las instalaciones está en peligro… –se frotó la calva cabeza–. Alguien acabará sufriendo un accidente y entonces sí que tendremos un problema serio.
Pedro maldijo en voz baja. Aquel debía de ser el comprador potencial del que Canton había hablado. El implacable empresario que llevaría Black Hills a la ruina a menos que Pedro protegiera la rentabilidad de la fábrica.
–¿Qué piensa hacer al respecto?
–Aumentar la seguridad nocturna –respondió Bateman–. No quiero que cunda el pánico, pero hablaré con los encargados para que estén más atentos y sean más estrictos con la seguridad.
No había mucho más que se pudiera hacer.
–Veré qué puedo hacer para implicar a las autoridades.
–Me temo que es hora de avisar a la policía, pero lo único que tenemos es la palabra del técnico. No hay más pruebas.
Pedro se puso en pie.
–Si Balcher está sobornando al personal de la fábrica para sabotearla, nos enfrentamos a una grave amenaza. Por desgracia para Balcher, no soy alguien que se deje amedrentar fácilmente.
Bateman relajó la expresión y la postura. Estupendo, porque iban a tener que trabajar juntos.
Bateman lo observaba con un brillo en los ojos.
–Dígame, ¿por qué hace esto?
–¿A qué se refiere?
–No ha pisado este pueblo desde que tenía dieciocho años. Es evidente que no está aquí por voluntad propia.
–Muy listo –repuso Pedro. Se dejó caer en un sillón y cerró los ojos. No quería enfrentarse a los recuerdos que le evocaba el entorno. No quería pensar en lo sola que parecía Paula sentada allí sin él. No quería pensar en lo mucho que echaba de menos su calor corporal.
Pero Bateman no había terminado.
–¿Sabe? Yo estaba en el equipo de dirección cuando su padre sustituyó a Renato en la supervisión. Lo veía en acción todos los días, y fuera cual fuera el motivo que lo trajo aquí, su padre se quedó solo por una razón: la gente.
Pedro deseó responder con algún comentario ingenioso, pero tenía la mente en blanco.
–¿Qué está diciendo?
–Que ustedes dos son muy parecidos.
A Pedro le avergonzó reconocer que no lo eran. Solo se había preocupado de sus necesidades y deseos, sin pensar en nadie más hasta que regresó a Alfonso Manor. Su padre no estaría orgulloso del hombre en que se había convertido.
Tenía que salir de allí cuanto antes.
martes, 21 de abril de 2015
CHANTAJE: CAPITULO 11
Paula se había olvidado de la existencia de la cabaña. La última vez que se alejó tanto de la casa no pudo seguir avanzando por culpa de la maleza.
Pero Pedro se había encargado de reformar la pequeña cabina que Lily había mandado construir para él cuando era joven. El terreno que la rodeaba había sido desbrozado y se habían sustituido los viejos tablones del porche. En el interior sonaba música rock a todo volumen. Al girar la esquina vio un aparato de aire acondicionado bloqueando la ventana lateral.
Allí era donde Pedro había pasado los últimos días. Paula había estado evitándolo, a él y los recuerdos del bar, durante una semana. Las noches no habían sido fáciles, pero rara vez coincidían a la hora de acostarse o al levantarse, y durante las horas de sueño Paula se acurrucaba en un lado de la cama para evitar rozarse con Pedro.
Haría lo que fuese para que no se repitiera la noche de bodas. Pedro había entrado en la habitación justo cuando ella salía del baño con un pantalón corto de pijama y una camiseta holgada. La intensa mirada de Pedro la hizo meterse rápidamente en la cama. Pero cuando cerró los ojos como una solterona remilgada oyó los ruidos de Pedro al desvestirse y no pudo evitar imaginárselo semidesnudo.
Los días no eran mucho mejores. Luciano había servido como amortiguador mientras estuvo en la casa, pero Paula se alegró cuando volvió a Carolina del Norte porque sus miradas especulativas la sacaban de quicio… Bastante tenía ya cuando se atrevía a mostrarse en público. En semejantes circunstancias no era extraño que Pedro necesitara un lugar para estar solo.
Al ver la valla que señalaba la división entre la finca de Alfonso Manor y los terrenos de la fábrica pensó que aquella cabaña era lo máximo que podría alejarse de ella.
Llamó a la puerta y esperó. La música que sonaba en el interior estaba tan alta que le atronaba la cabeza. Llamó otra vez, y al no recibir respuesta se atrevió a girar el pomo.
Pedro estaba de pie en el rincón más alejado de la puerta, de espaldas a ella. Una espalda desnuda y musculada que a Paula se le hizo la boca agua. El sudor le resbalaba por la columna y desaparecía bajo los pantalones cortos color caqui. Armado con un cincel y un martillo, esculpía un bloque de piedra con una concentración absoluta. Otras esculturas a medio acabar esperaban su turno en las mesas. El centro de la estancia lo ocupaba un armario bajo con la superficie llena de herramientas. Paula lo observó todo maravillada.
Sabía que Pedro tenía una próspera empresa dedicada a la importación y exportación de obras de arte, pero no que él mismo las crease. Le dolió que no hubiera compartido aquella afición con ella, pero ¿por qué iba a hacerlo? Que ella deseara conocerlo no significa que él sintiera lo mismo.
Verlo moverse era como contemplar el arte en movimiento.
La flexión de sus músculos recordaba las orquestadas ondulaciones de la superficie marina.
–Pedro –lo llamó, pero la canción de Nirvana ahogaba cualquier otro sonido en la habitación.
Se acercó y lo tocó en el hombro con la punta de los dedos.
Solo pretendía advertirlo de su presencia, pero sus dedos bajaron por la espalda como si tuvieran voluntad propia.
Él miró por encima del hombro y su expresión se ensombreció al verla. Transcurrieron varios segundos antes de que se girara hacia el equipo de música para apagarlo.
–Te he llamado, pero… –intentó justificarse ella, con las mejillas ardiéndole, como si hubiera hecho algo malo.
Él dejó las herramientas en la mesa y la miró de frente, ofreciéndole una imagen espectacular de su torso desnudo.
Paula tragó saliva y se obligó a mirarlo a los ojos.
–No pasa nada –dijo él en tono reservado–. ¿Qué puedo hacer por ti?
Ella miró alrededor, intentando no fijarse en su impresionante musculatura.
–Maria tenía un mensaje para ti, pero me ha dicho que aquí no hay teléfono. ¿No has traído tu móvil?
Pedro negó con la cabeza y agarró una toalla para secarse la cara y los brazos.
–Demasiada distracción.
Paula tragó saliva y desvió otra vez la mirada hacia las herramientas y los bloques de piedra.
–No sabía que esculpieras. Lily nunca me lo dijo.
–Nunca vio mi obra. No empecé a esculpir hasta después de su accidente. Me sirve para descargar la tensión.
–No soy una experta, pero parece la obra de un profesional –dijo ella, acercándose a la estatua de un caballo.
Sintió cómo él se acercaba por detrás.
–Lo es. Vendo mis obras como hacen otros muchos artistas. Hice que me trajeran los bloques de la cantera para trabajar en ellos hasta que mi ayudante y yo podamos enviarlos a Nueva York.
Una contundente explicación para recordarle que tenía una vida lejos de allí. No como ella.
–Me alegra que tengas tu obra… Me gustaría que te sintieras como en casa –cerró la boca y deseó haberse tragado la lengua. Le hacía parecer como un visitante, algo que no era y que ella no quería que fuese. Pero tenerlo tan cerca de ella, medio desnudo, le impedía pensar antes de hablar.
–Esta nunca será mi casa –declaró él rotundamente, y se apartó para apoyarse de espaldas en otra mesa de trabajo–. ¿Cuál es el mensaje?
–¿Qué?
–Has dicho que Maria tenía un mensaje para mí. ¿De quién? –el simple arqueo de sus cejas bastaba para excitarla.
–Ha llamado Bateman, el capataz. Le gustaría verte para hablar de la fábrica.
–¿Ah, sí? ¿Cuándo?
–Esta noche, después del trabajo.
–¿Quiere que nos veamos en la fábrica?
–Sí.
Pedro se puso a golpetear sus bíceps con los dedos. Estaba muy distinto aquel día, pero Paula no se atrevía a indagar y cambió de tema.
–¿Cómo sabes qué forma darle a la piedra? ¿Lo elige el cliente?
Se acercó a un bloque de piedra negra con vetas doradas a medio tallar. De momento solo se adivinaba el contorno de una cabeza humana, sin rasgos ni vida. Alargó la mano y palpó la piedra, fresca a pesar del calor que reinaba en la cabaña y contra el que nada podía hacer el aire acondicionado. La textura era basta e irregular, pero Paula se imaginó su suavidad y naturalismo cuando la obra estuviera completada.
–Es muy fácil –respondió Pedro finalmente–. Solo tienes que escuchar.
Paula giró la cabeza y lo encontró mirándola, o más bien mirando sus manos.
–¿Escuchar? ¿La piedra?
Él subió la mirada hasta sus ojos.
–Para cada artista es distinto. Casi siempre tengo una idea general, pero los detalles cambian según la composición y la complejidad de la piedra.
Paula había extendido las palmas sobre la piedra y se imaginaba a Pedro desbastándola meticulosamente hasta dar con el ángulo deseado, igual que se enfrentaba a la vida.
De repente sintió su calor varonil en la espalda y sus manos deslizándose por los brazos hasta cubrirle los dedos, que se curvaban sobre la piedra.
La respiración se le aceleró, se le erizaron los pelos de la nuca y el miedo y la excitación le desbocaron el corazón. Tal vez fuera un desconocido, pero su cuerpo lo necesitaba desesperadamente. Se había pasado las noches pensando en él, y cuanto más peligroso fuera ese anhelo más lo deseaba.
Él se inclinó hacia delante, atrapándola entre su cuerpo y la mesa de trabajo. Paula sintió el inconfundible bulto de su erección frotándole el trasero. Se arqueó hacia atrás, impulsada por un deseo más fuerte que sus miedos. Él emitió un gemido y hundió la cara en sus cabellos, muy despacio, como si actuara en contra de su voluntad. Incapaz de resistirse, Paula ladeó la cabeza para exponer el cuello a sus labios y se estremeció al sentir el calor y la humedad de su boca. Se puso de puntillas y él la rodeó por el estómago, incrementando la sensación de seguridad ante el peligro.
Pedro siguió succionándole y mordiéndole la piel hasta llegar al hombro mientras deslizaba las manos hacia arriba, deteniéndose a escasos centímetros por debajo de los pechos.
«Por favor, no te pares», quiso gritar ella, pero se mordió el labio, pues no estaba lista para expresar sus deseos. Los pezones se le pusieron dolorosamente duros, y cuando él no se movió ella empezó a frotarse contra su cuerpo.
De pronto Pedro bajó las manos y la agarró por las caderas para detenerla. Por unos instantes ninguno de los dos se movió, hasta que Pedro despegó la boca de su hombro y la acercó al oído. Paula esperó con la respiración contenida, sospechando que no iba a gustarle lo que estaba a punto de oír.
–Paula… Tienes que irte –respiró profundamente mientras sacudía la cabeza–. Vete. Ahora.
La apretó una vez más antes de soltarla, pero ella no podía moverse. Y él tampoco.
Debería sentirse humillada por su rechazo, pero la prueba palpable de su excitación avivó el poder femenino que había enterrado en lo más profundo de su ser. Aun sabiendo que Pedro la dejaría en cuanto tuviera ocasión, quería correr el riesgo y que el deseo la consumiera. Quería que Pedro se dejara llevar y llegara adonde ningún hombre había llegado antes con ella.
Giró la cabeza y reunió todo su coraje para susurrarle:
–¿Y si no quiero irme?
–Entonces, tendré que esforzarme yo por los dos.
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