miércoles, 22 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 12



Horas después, Pedro conducía en silencio la camioneta de la finca por las afueras del pueblo, con Paula sentada a su lado. La tensión se palpaba en el aire, pero ambos la ignoraron mientras seguían las indicaciones hacia la fábrica.


El terreno de la fábrica colindaba con las tierras de Alfonso Manor, pero para llegar hasta allí había que atravesar cientos de hectáreas propiedad de la familia. El camino los llevó junto a Mill Row, una urbanización construida expresamente para los trabajadores de la fábrica, y a través de los campos donde se cultivaba el algodón.


Cuanto más se acercaban a la fábrica, más despacio conducía Pedro. Había temido aquel momento desde su regreso, pero no iba a pensar en el motivo, y mucho menos explicárselo a la mujer que no dejaba de mirarlo. Ya tenía demasiado poder sobre él.


Además, si le confesaba sus nervios tendría que explicarle por qué le había pedido que lo acompañara. ¿Qué hombre querría parecer un gallina volviendo al lugar de sus traumas infantiles?


Había habido muchos cambios desde la última vez que estuvo. El aparcamiento había sido ampliado y asfaltado y una nueva alambrada rodeaba el complejo, además de contar con una garita. Pero para Pedro aquellas estructuras metálicas y las viejas chimeneas en desuso siempre representarían la opresora tiranía de su abuelo, aunque sostuvieran la economía del pueblo.


Un guarda los hizo pasar sin detenerse, pero mirándolos con extrañeza. Al aparcar, Paula se bajó y echó a andar, mientras que Pedro lo hizo mucho más despacio. Cada paso le suponía un enorme esfuerzo de voluntad. Ni su cuerpo ni su mente querían entrar en el edificio que se levantaba ante él.


–¿Estás bien, Pedro? –le preguntó Paula.


Él no respondió y siguió avanzando. Si se detenía, tal vez no pudiera continuar. Pero sus pasos acabaron deteniéndose de todos modos. Miró el edificio de oficinas contiguo a la fábrica y no pudo impedir que la respuesta brotara de sus labios, acuciada por la reconfortante presencia de Paula.


–No he vuelto a este lugar desde que murió mi padre.


La voz serena y suave de Paula atravesó la turbulencia que reinaba en su cerebro.


–Creo que encontrarás a mucha gente que recuerde a tu padre. Hizo grandes cosas por la fábrica.


Y esperaría que él también las hiciera. Pedro reanudó la marcha y se concentró en su propósito, no en el pasado que lo atormentaba. Al entrar fueron recibidos por dos personas. 


Un hombre con una chaqueta negra y aspecto de científico se adelantó.


–Señor Alfonso, el señor Bateman lo está esperando. Si es tan amable de seguirme, lo conduciré a su despacho.


–No, gracias. Antes quiero ver la fábrica.


El hombre pareció desconcertado, pero la mujer se adelantó con una sonrisa.


–Bienvenido, señor Alfonso. Soy Betty, la ayudante del señor Bateman. Si prefiere caminar por la planta le sugiero unos tapones para los oídos.


Pedro aceptó dos pares, le dio uno a Paula y echó a andar, seguido por los otros. Sentía todas las miradas fijas en él, pero se obligó a no apresurarse y tomó buena nota de lo que veía, haciéndole preguntas a Betty y hablando con algunos empleados de mantenimiento. Al salir de la planta de producción recorrieron un intrincado laberinto de pasillos hasta el edificio de administración. Allí Pedro se puso tan rígido que mantuvo la vista al frente, sin mirar los pasillos que iban dejando a cada lado. Finalmente llegaron a
una puerta de cristal con la palabra «Dirección», y Betty los hizo pasar a un amplio despacho sencillamente decorado.


Pedro, Paula, gracias por venir –los saludó Bateman. Le dio a Paula un efusivo abrazo, pero con Pedro fue mucho más reservado–. ¿Qué les ha parecido la fábrica? –su voz expresaba orgullo, pero también inquietud.


–Todo parece ir muy bien. La maquinaría ha sido renovada.


–A largo plazo es más rentable así –corroboró Bateman.


Pedro asintió, luchando contra la desazón.


–¿Cuánto tiempo lleva a cargo de la fábrica?


–Doce años. Aprendí del hombre que reemplazó a su padre.


Pedro volvió a endurecerse por la mención de su padre, pero estiró el cuello para relajar los músculos.


–Ha hecho un buen trabajo.


Bateman los invitó a tomar asiento y Pedro hizo que Paula se sentara pegada a él en el sofá. El contacto de su muslo lo ayudaba a tranquilizarse. Por una vez, la necesidad de estar cerca de ella no tenía nada que ver con el sexo.


Mantuvieron unos minutos de charla hasta que Pedro se puso serio.


–Antes de empezar me gustaría señalar algo. Como seguro que ya sabe, hace años que dirijo mi propia empresa en Nueva York, dedicada a la importación y exportación de obras de arte.


Tomó nota de la postura defensiva que adoptaba Bate en el sillón. Betty se apoyó en el borde de la mesa.


–Pero una fábrica, especialmente una como esta, excede mi experiencia –continuó Pedro–. He estudiado los informes de mi abuelo, pero le agradecería que me pusiera al corriente de las operaciones.


Siempre era mejor empezar haciendo preguntas que impartiendo órdenes. Bateman se relajó y estiró los brazos a ambos lados del sillón.


–La fábrica opera a plena capacidad todo el año, salvo los días festivos y los cierres puntuales por labores de mantenimiento. Debe tener presente que la actividad abarca todos los sectores de producción, desde las balas de algodón en bruto hasta la confección de ropa de cama.


Continuó hablando de los beneficios, que empezaban a crecer tras la sequía del año anterior. Pedro escuchaba atentamente, pero en todo momento era consciente de la mujer que estaba a su lado. 


Era una sensación nueva para él, pues siempre había antepuesto el trabajo al placer. Pero a Paula era imposible ignorarla, y el efecto que ejercía en él no dejaba de crecer, ya fuera para bien o para mal.


–¿Hay motivos de preocupación a corto plazo? –preguntó.


–No, señor. Para saber las cifras específicas tendría que preguntar en contabilidad, pero gracias a las mejoras que introdujo su padre y a la reinversión de los beneficios la fábrica va bastante bien y tenemos una sólida lista de clientes. No hay motivos de preocupación a corto plazo –frunció ligeramente el ceño–. Al menos en el aspecto económico…


Pedro tuvo la impresión de que habían llegado al propósito de aquella reunión. Y Paula debió de pensar lo mismo, porque se inclinó hacia delante para preguntar.


–¿Hay algo que debamos saber?


El rostro de Bateman era una máscara impenetrable, y durante unos segundos no dijo nada, limitándose a mirar a Pedro.


–Tranquilo, Jim –volvió a hablar Paula–. No estaríamos aquí si Pedro no quisiera lo mejor para la fábrica y para el pueblo.


Pedro se preguntó de dónde sacaba aquellas confianzas, pero no corroboró las palabras de Paula. Bateman tendría que fiarse de él.


–Están sucediendo cosas extrañas en la fábrica –admitió el director–. Problemas de diverso tipo que afectan a la producción.


–¿Desde cuándo? –preguntó Pedro. La noticia no era nueva, pero quería detalles.


–Un año, aproximadamente –Bateman frunció el ceño–. Al principio eran cosas sin importancia, pero luego empezaron a ser más graves. Lo peor ocurrió hace poco. Uno de nuestros mayores proveedores, con el que llevábamos años trabajando, canceló un envío en el último minuto y se negó a atender más pedidos sin ningún motivo aparente. Tuvimos que retrasar una importante entrega a uno de nuestros mejores clientes.


–Si la fábrica adquiriese mala reputación las ventas caerían drásticamente –añadió Pedro, expresando directamente lo que insinuaba Bateman.


–La semana pasada sufrimos otro retraso por culpa de un fallo en las máquinas. El técnico cree que no fue un accidente.


–¿Algún sospechoso?


–El técnico no –respondió Bateman con una triste sonrisa–. Podría ser cualquier empleado con acceso al área… alguien del equipo de mantenimiento o del personal de limpieza. Pudimos resolver el problema a tiempo, pero si el responsable es quien creo que es hay motivos para preocuparse…


–Dígamelo –lo animó Pedro, posando distraídamente la mano a Paula en la espalda.


–Hará cosa de un año un hombre llamado Balcher hizo una oferta por la fábrica. Es un conocido empresario que se dedica a comprar las empresas de la competencia al precio más bajo posible para luego desmantelarlas y forzar su cierre.


–Eliminando la competencia…


–Exacto. Alfonso Mills es la única fábrica que se le resiste… Todavía. Pero si la seguridad de las instalaciones está en peligro… –se frotó la calva cabeza–. Alguien acabará sufriendo un accidente y entonces sí que tendremos un problema serio.


Pedro maldijo en voz baja. Aquel debía de ser el comprador potencial del que Canton había hablado. El implacable empresario que llevaría Black Hills a la ruina a menos que Pedro protegiera la rentabilidad de la fábrica.


–¿Qué piensa hacer al respecto?


–Aumentar la seguridad nocturna –respondió Bateman–. No quiero que cunda el pánico, pero hablaré con los encargados para que estén más atentos y sean más estrictos con la seguridad.


No había mucho más que se pudiera hacer.


–Veré qué puedo hacer para implicar a las autoridades.


–Me temo que es hora de avisar a la policía, pero lo único que tenemos es la palabra del técnico. No hay más pruebas.
Pedro se puso en pie.


–Si Balcher está sobornando al personal de la fábrica para sabotearla, nos enfrentamos a una grave amenaza. Por desgracia para Balcher, no soy alguien que se deje amedrentar fácilmente.


Bateman relajó la expresión y la postura. Estupendo, porque iban a tener que trabajar juntos.


Bateman lo observaba con un brillo en los ojos.


–Dígame, ¿por qué hace esto?


–¿A qué se refiere?


–No ha pisado este pueblo desde que tenía dieciocho años. Es evidente que no está aquí por voluntad propia.


–Muy listo –repuso Pedro. Se dejó caer en un sillón y cerró los ojos. No quería enfrentarse a los recuerdos que le evocaba el entorno. No quería pensar en lo sola que parecía Paula sentada allí sin él. No quería pensar en lo mucho que echaba de menos su calor corporal.


Pero Bateman no había terminado.


–¿Sabe? Yo estaba en el equipo de dirección cuando su padre sustituyó a Renato en la supervisión. Lo veía en acción todos los días, y fuera cual fuera el motivo que lo trajo aquí, su padre se quedó solo por una razón: la gente.


Pedro deseó responder con algún comentario ingenioso, pero tenía la mente en blanco.


–¿Qué está diciendo?


–Que ustedes dos son muy parecidos.


Pedro le avergonzó reconocer que no lo eran. Solo se había preocupado de sus necesidades y deseos, sin pensar en nadie más hasta que regresó a Alfonso Manor. Su padre no estaría orgulloso del hombre en que se había convertido.


Tenía que salir de allí cuanto antes.




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