miércoles, 22 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 14




Pedro no supo cómo consiguió salir de la fábrica y llegar a la camioneta. Lo único que quería era alejarse de allí antes de derrumbarse por completo.


Antes de volver a Alfonso Manor podía pasarse días y semanas sin pensar en su padre. Pero los recuerdos lo acosaban sin cesar, minando el control emocional que tanto le había costado conseguir y que no podía perder bajo ningún concepto. Y menos delante de Paula.


Conduciendo en el camino de regreso consiguió recuperar el control.


–¿Estabas allí cuando murió? –le preguntó Paula con la voz trabada por las lágrimas.


–Aquel verano me llevó muchas veces a la fábrica. Mi madre estaba muy ocupada con los gemelos y yo no hacía más que contrariar a mi abuelo, de modo que mi padre me puso a trabajar como recadero. Acababa de salir de una reunión y nos encontramos en la entrada. «Hola, hijo», fue lo último que dijo antes de sufrir el ataque.


Aparcó en el suelo de grava al llegar, junto al garaje. El golpeteo de las gotas contra el capó y el parabrisas se hizo más fuerte al apagar el motor. Ninguno de los dos hizo ademán de salir, y la intimidad creada por la oscuridad y la lluvia terminó por desatarle la lengua.


–Antes de venir aquí mi padre siempre tenía tiempo para mí. Era profesor de Economía en la universidad, pero Renato quería tener cerca a Lily y supongo que mi padre no pudo rechazar el sueldo que le ofreció para ocuparse de la fábrica.


«Emplea ese título en algo útil», fue el consejo de Renato, pero los anticuados métodos de su abuelo lo hicieron estar constantemente en desacuerdo con la estrategia de su padre.


–Betty nos ha enseñado algunas de las mejoras que introdujo tu padre –dijo Paula–. Parece que fue un buen director.


–Espero que mereciera la pena –repuso Pedro–. Seguramente fue el estrés y el duro trabajo lo que lo mató.


Permanecieron unos minutos en silencio. Pedro cerró los ojos y dejó que el sonido de la lluvia se llevara los malos recuerdos. Tenía que quedarse con los buenos momentos: su padre levantándolo en el aire, explicándole una teoría económica con manzanas y plátanos, sonriendo cuando alguno de los trabajadores elogiaba a Pedro


Paula no le habló hasta que finalmente se relajó y abrió los ojos.


–¿Listo para echar una carrera?


Sonrió. Paula siempre parecía saber exactamente lo que necesitaban los demás, y si estaba en su mano dárselo así lo hacía. Era una sensación maravillosa, pero al mismo tiempo inquietante.


Asintió y los dos abrieron las puertas y echaron a correr bajo la lluvia. Pedro podría haber dejado atrás fácilmente a Paula, pero solo se adelantó lo suficiente para abrir la puerta y que ella pudiera entrar sin detenerse.


La cocina estaba a oscuras, y lo único que se oía en la casa era la lluvia en el tejado. Se quedaron de pie y chorreando en mitad del vestíbulo trasero, mirándose el uno al otro. 


Pedro no pudo reprimir una sonrisa al verla con el pelo empapado y la camiseta pegada a las curvas. Ella se la sacudió y se echó a reír, y él no tardó en imitarla.


–A Maria le dará un ataque cuando vea cómo hemos dejado el suelo de la cocina… –dijo ella.


–Y la escalera.


–Pues tú tendrás que subir más que yo, sigues teniendo la ropa en el tercer piso.


Y entonces hizo lo que sabía que no debía hacer.


–No hay problema –dijo, y sin dejar de mirarla a los ojos se quitó la camisa y la arrojó al suelo. Ella dejó de sonreír y bajó la mirada. Los pantalones no estaban tan mojados, pero Pedro le llevó las manos a la cremallera–. ¿No vas a hacer lo mismo?


Ella negó con la cabeza.


–¿Estás segura?


La mirada de Paula siguió los pantalones hasta el suelo y luego subió hasta los boxers, que no podían ocultar la reacción de Pedro a su interés femenino.


–¿Qué ocurre, Paula? ¿Tienes miedo?


Ella lo miró a los ojos, como si no supiera cómo tomarse la pregunta, y se quitó los zapatos antes de dirigirse a la puerta.


–No, estoy bien.


Antes de que él pudiera detenerla ya estaba corriendo hacia la escalera, dejando un reguero de agua a su paso.


No iba a dejarla escapar así como así. Era una tentación demasiado sabrosa, mucho mejor que la amargura que había probado aquel día.


La alcanzó en la escalera y la giró hacia él, haciéndole perder el equilibrio como la última vez. Se estremeció al sentir su ropa mojada en el pecho desnudo, pero no le importó.


–¿Tienes frío? –se burló ella, pero no logró ocultar sus propios temblores. Su fragancia a jazmín o a lavanda lo embriagó, tan delicioso que podría pasarse toda la vida oliéndola.


La observó en la penumbra. Sus exuberantes cabellos, rizados por la humedad, le protegían el cuello, delicado y vulnerable. El contorno de sus pechos se adivinaba bajo la camiseta. La atracción que Pedro llevaba sintiendo desde el primer día se desbordó como un torrente de fuego bajo la piel y arrasó el poco control que le quedaba.


–Ya no –susurró. Le sujetó la cara con las manos y se rindió a la fuerza del deseo.


Ella separó los labios y sus lenguas se encontraron, desatando un infierno en sus bocas. A Pedro se le escapó un gemido ahogado al sentir sus delicadas manos explorándole el pecho.


–Te deseo, Paula.


–Sí…


Antes de perderse en las sensaciones la levantó en sus brazos y la subió hasta el tercer piso. La tumbó sobre la colcha de su cuarto y le quitó la camiseta.


La desnudó con manos temblorosas, deleitándose con la visión de sus pechos, blancos y generosos. Luego pasó a su vientre, liso y suave, sus voluptuosas caderas y los rizos oscuros entre los muslos. Pero cuando le separó las piernas, ella se resistió.


–No –susurró.


–¿De verdad necesitas protegerte de mí, Paula?


Ella lo miró fijamente, aceptándolo en silencio, y Pedro le sujetó con firmeza las rodillas para que no pudiera volver a cerrarse. Agachó la cabeza y pegó la boca a su sexo. Su único objetivo era darle placer y perderse en la pasión que prometían los labios vaginales de Paula, su espalda arqueada, la sacudida de sus caderas…


El grito de Paula al llegar al orgasmo hizo que un deseo desesperado por penetrarla se apoderase de Pedro. Se echó hacia atrás y clavó las rodillas en el colchón, obligándola a separar más las piernas. Volvió a inclinarse sobre ella y le lamió el ombligo y las costillas.


–Por favor, Pedro


Él la hizo esperar un poco más, mientras bebía ávidamente de sus labios y saciaba la sed que llevaba torturándolo desde que la vio el primer día.


Ella le exploraba frenéticamente el pecho con las manos y le clavaba las uñas con apremiante anhelo.


–Vamos –lo acució en tono desesperado.


Pedro acopló el cuerpo al suyo y se introdujo en la dilatada y empapada abertura. No podía pensar en nada. Solo sentir. 


Por unos instantes no existió nada más. Solo los dos moviéndose al mismo ritmo, perfectamente acompasados, las caderas de Paula llevándolo más adentro con cada embestida, empujándolos a un placer desconocido.


Él la miró y se quedó fascinado por sus ojos color chocolate, llenos de emociones y secretos. En ellos vio deseo y belleza, aceptación, promesa y arrebato. Ella le tocó la cara y el pelo mientras él se hundía hasta el fondo, preparándose para alcanzar el apogeo. Pero fue la expresión maravillada de Paula lo que le llevó al clímax y a la unión de sus almas. La tensión explotó desde su interior y lo dejó aturdido y exhausto, sin el menor resto de rebeldía o frustración. 


Consumido y saciado, se dejó caer sobre ella y se deleitó con aquellos momentos de paz y alivio.


Una pequeña sacudida de Paula lo devolvió al presente. 


Poco a poco recuperó la noción de la realidad. El silencio de la casa, la lámpara de la mesilla, la respiración entrecortada de Paula, el calor de su cuerpo envolviéndolo.


Volvió a endurecerse al sentir la piel sedosa que lo rodeaba, sin barreras que mitigaran la sensación…


¡Sin barreras!


Con un sobresalto se separó de ella y se levantó de la cama. 


La sorpresa de Paula hizo que tardara en reaccionar, ofreciéndole a Pedro la imagen de sus temblorosos pechos, de su pálida piel marcada por sus dedos y de aquel sexo en el que había encontrado una paz nunca antes vivida.


–¿Qué pasa?


–No he usado protección… –dijo él. Fue al armario y sacó ropa interior y unos pantalones–. No puedo creer lo que he hecho. ¿En qué demonios estaba pensando? –farfulló mientras se ponía una camisa. Se había pasado toda su vida evitando los compromisos, y muy especialmente la paternidad. Las imágenes de Paula embarazada le nublaban el entendimiento–. Dime que estás tomando la píldora. 
Miró por encima del hombro y la vio acurrucada en el centro de la cama–. Dímelo –repitió–. Dime que estás tomando la píldora.


Le puso una mano bajo la barbilla y le hizo levantar el rostro para mirarla a los ojos. No necesitó que le diera ninguna respuesta. Por la forma en que se encogió era evidente que no usaba ningún medio anticonceptivo.


–Maldita sea… –se echó hacia atrás con tanto ímpetu que a punto estuvo de caer al suelo.


–¿Qué te ocurre? –le preguntó ella.


–No es esto lo que había planeado… Ni lo que quería –hablaba más para sí mismo que para ella.


Oyó un crujido y vio a Paula de pie junto a la cama, cubriéndose con la colcha, muy tensa y erguida.


Ella se acercó al montón de ropa y la tomó en sus brazos.


–Está bien, entonces dime que no estás ovulando.


–No estoy ovulando –respondió ella cubriéndose con la ropa mojada.


Pedro le concedió una pizca de decoro antes de seguir presionándola.


–¿Me estás hablando en serio o solo dices lo que quiero oír?


Ella se giró cuando casi había llegado a la puerta.


–¿Eres idiota de nacimiento? –volvió a girarse para salir, pero él la agarró por el brazo.


–Paula, por favor. Admito que lo he empezado yo, pero no pretendía que tuviéramos un hijo que no queremos.


–¿Cómo sabes que yo no lo quiero?


Pedro se quedó paralizado.


–¿Estás diciendo que quieres que te deje embarazada?


–No, Pedro –negó ella tranquilamente–. Solo digo que siempre he querido tener hijos. Pero no te preocupes. Me ocuparé de todo


–No quiero tener hijos –insistió él–. Cuando esto acabe volveré a Nueva York. Si me quedara estaría en manos de Renato. Tengo que escapar.


Ella cerró los ojos y su rostro volvió a cubrirse con una máscara de hielo. Se apartó de él, dejando unos centímetros entre ellos, y Pedro empezó a echar de menos los momentos que acababan de vivir.


–Lo entiendo, Pedro. De verdad que lo entiendo. Y te prometo que conseguirás lo que quieres.


Abandonó la habitación con dignidad y elegancia, y él se encontró sumido en la vergüenza y la duda. El cuerpo le pedía a gritos que la siguiera mientras la cabeza le exigía mantenerse alejado de ella.





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