sábado, 11 de abril de 2015

SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 6



Lo primero que vio Paula al entrar al consultorio pediátrico del doctor Pedro Alfonso fue el enorme panel de corcho colgado en la pared junto a la puerta y que contenía las fotos de docenas de niños y niñas sonrientes. Eso le hizo recordar al consultorio del doctor O’Hara, que siempre la recibía con una paleta de fresa y un beso en la mejilla cada vez que lo visitaba por alguna dolencia en compañía de su madre. Ella misma había colgado su foto en el cartel del doctor O’Hara luego de haberse recuperado de una fuerte bronquitis cuando tenía ocho años. Había sido una niña bastante debilucha y siempre estaba enfermándose hasta que el doctor O’Hara le recetó un complejo vitamínico que le ayudó a crecer y a fortalecer sus defensas. Poco quedaba de aquel patito feo que se escondía en casa para no soportar las bromas crueles de los demás niños; los años habían sido bastante benévolos con ella y se había convertido en una mujer completamente diferente a esa niña esmirriada y tímida que había tenido una infancia algo sombría.


—Enseguida estoy con usted —dijo la misma voz masculina que la había invitado a pasar.


Paula no alcanzó a ver al dueño de aquella voz que de repente le sonó incluso hasta familiar; solo pudo ver a un hombre de espaldas que estaba guardando unos papeles en un viejo fichero a unos pocos metros de donde estaba ella.


Paula entonces se dedicó a observar las fotos de los niños que le sonreían desde el panel de corcho que ya no tenía espacio casi para una fotografía más.


Cuando Pedro terminó de ordenar los expedientes de los pacientes que había atendido esa tarde se dio media vuelta y dirigió toda su atención a la mujer que contemplaba con atención las fotos de sus niños, como les gustaba llamarlos.


De inmediato descubrió que había algo en aquella mujer que ahora le daba la espalda que le resultó conocido. Las curvas de su cuerpo y el color dorado de su pelo, que llevaba suelto y que le llegaba casi hasta la cintura, le trajeron reminiscencias de otro cuerpo sinuoso y de otro cabello tan dorado como aquel, que había visto tan solo unas pocas horas antes.


No podía ser y sin embargo allí estaba. Su damisela en apuros había venido hasta él y ya no habría necesidad de inventar una excusa para un segundo encuentro.


—Soy Pedro Alfonso—dijo él por fin.


Paula se dio vuelta y contuvo el aliento por un instante.


¡Era él! Su Ángel Salvador, el hombre que la había sacado de un apuro esa misma tarde.


—¿Tú? —los ojos grises de Paula se abrieron desmesuradamente—. ¿Tú eres el hermano de Estefania?


Pedro extendió su brazo.


—Así es, soy Pedro, el hermano mayor de Estefania.


Paula se quedó mirando su brazo extendido, dudando en estrechar su mano o no.


—Soy…soy Paula Chaves—respondió por fin dejando que él estrechara su mano entre la suya.


Ninguno de los dos estuvo preparado para la corriente repentina que los golpeó cuando sus manos entraron en contacto. Paula se sintió atontada y cuando lo miró a los ojos se quedó muda.


Pedro todavía no había logrado reponerse del latigazo que sacudió su cuerpo cuando tocó su mano pero eso no le impidió que recorriera aquel cuerpo de infarto de arriba abajo. Ella llevaba un vestido que se le adhería como si fuera un guante, resaltando su cintura estrecha y la voluptuosidad de sus senos.


¿Cómo podía ser posible que esa mujer que tenía enfrente fuera la misma niña que aparecía en la foto de su hermana?


Sin dudas el patito feo se había convertido en el más bello de los cisnes.


—Lo sé, te estaba esperando —dijo él sin soltar su mano—, no creí que nos volveríamos a ver tan pronto.


Y yo no creo que esto me esté sucediendo a mí pensó Paula tratando de sonreír y disimular su nerviosismo.


Era demasiada casualidad que el hermano de Estefania, el hombre que quizá le diera empleo fuese el mismo con él que se había topado esa tarde.


El mismo hombre que había despertado sensaciones que creía, estaban dormidas desde que había roto con Mateo cuatro meses atrás.


—Yo tampoco —contestó por fin.


—Siéntate, Paula —le hizo señas de que ocupara la silla que estaba junto a él y ella lo hizo.


Pero él no se sentó en su sitio, en el lado opuesto del escritorio sino que se ubicó cómodamente en un extremo del mismo, a tan solo unos cuantos centímetros de
ella.


—Me dijo Estefy que regresaste a la ciudad hace dos semanas y que necesitas el trabajo.


Paula asintió con un leve movimiento de cabeza fijando su atención en cualquier cosa menos en el verde profundo de sus ojos.


—Estefy te ha dicho la verdad; necesito un empleo porque estoy viviendo en casa de mi hermana y mi cuñado. Ellos me han dicho que puedo quedarme el tiempo que sea necesario pero yo no quiero molestar —explicó. La verdad era que quería mudarse de la casa de Sara porque había notado que últimamente Gabriel se comportaba de manera extraña con ella.


—¿Tienes experiencia como secretaria? —preguntó él sonriéndole.


Paula dirigió su mirada hacia él y volvió a caer víctima del hechizo de su sonrisa.


—Como secretaria no, pero he trabajado como recepcionista en el Saint Francis Memorial —explicó esperando que sus referencias previas fueran de ayuda.


—Muy bien, en realidad el trabajo es sencillo. Tienes que atender el teléfono, organizar las citas de los pacientes, ordenar sus fichas y esas cosas… nada de otro mundo.


Era demasiado sencillo o al menos eso le pareció a Paula, aunque estaba segura que no sería nada sencillo lidiar con la atracción que sentía por aquel hombre que conocía desde hacía tan solo unas cuantas horas.


—¿Cuál sería el horario de trabajo?


—Atiendo de lunes a jueves; dos horas por la mañana y cuatro horas por la tarde —indicó clavándole la mirada.


Paula se movió inquieta en su silla, de pronto estaba sintiendo mucho calor. Se pasó la mano por el cuello y descubrió que estaba sudando. La primavera estaba
acabando ya pero aquel cambio de temperatura se debía a otra cosa.


—Si quieres puedes comenzar el próximo lunes —dijo él viendo que ella se había quedado muda de repente.


Paula sacó unos papeles de su bolso y lo hizo torpemente.


—Aquí están mis referencias —se los entregó en mano y la punta de sus dedos se tocaron.


Ambos se miraron a los ojos, plenamente conscientes de la fuerte sensación que aquel vago contacto provocó en los dos.


—No hace falta que las vea —respondió él sin siquiera echarle un vistazo a sus referencias laborales—, confío en el criterio de mi hermana y ella me ha hablado maravillas de ti.


Él continuaba mirándola y Paula tuvo que apartar la vista de aquellos ojos intensamente verdes que parecían desnudarla sin ningún escrúpulo. Sintió de inmediato como los colores se le subían a la cara y se preguntó que cosas le habría dicho Estefania para convencerlo de que la contratara principalmente a ella.


—Bien, entonces nos vemos el lunes —dijo Paula poniéndose de pie; necesitaba salir de allí antes de ponerse en evidencia con quien sería a partir de unos pocos días su nuevo jefe.


Pedro se levantó del escritorio y la acompañó hasta la puerta; la seguía de atrás, a unos pocos centímetros, los suficientes como para disfrutar de la maravillosa vista que le ofrecía su increíble trasero. Aún debajo del vestido que llevaba, Pedro se lo imaginó completamente desnudo, erguido y rozagante; inevitablemente aquel pensamiento hizo que su polla se moviera inquieta dentro de sus pantalones.


Él se adelantó para abrirle la puerta y entonces ella le clavó la mirada.


¡Cielos! ¡El gris de sus ojos era algo que nunca antes había visto! Pensó Pedro.


—Adiós y muchas gracias otra vez por el aventón de hoy.


—De nada.


Su voz sonaba más profunda y Paula lo notó de inmediato.


—Hablaré con mi amigo, el del taller —se apresuró a decir Pedro antes de que ella pusiera un pie fuera de su consultorio—. Seguramente tendrá tu auto listo para
mañana.


—No te molestes, si me das su número yo me encargo…


—De ninguna manera; deja que yo lo arregle con él.


Paula no tuvo argumento alguno para negarse, después de todo no tenía nada de malo lo que él le estaba ofreciendo. 


Aceptó y se despidió de él con una sonrisa.


Pedro corrió hasta la ventana solo para contemplar como ella atravesaba la acera y se subía a un taxi. Se pegó al cristal y llevó una mano hasta el bulto en sus pantalones que había comenzado a crecer en el preciso momento en que Paula se había marchado.


Necesito una mujer y la necesito con urgencia pensó riéndose de su actitud.


Me corrijo: no necesito a una mujer, la necesito a ella... reconoció mientras observaba al taxi marcharse.







SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 5




—¿Qué tanto miras por la ventana?


Gabriel hizo caso omiso a la pregunta de su esposa y siguió con su vigilia. No hacía ni media hora que Paula se había marchado luego de dejar a su hija para asistir a la famosa entrevista de trabajo que la tenía tan ansiosa y nerviosa. Ni siquiera media hora y ya estaba deseando verla.


Aquello le ocurría desde el día en que la hermana menor de su esposa se había mudado con ellos; desde ese día no hallaba un momento de tranquilidad, vivía espiando sus llegadas y sus salidas, incluso estaba pendiente de sus llamadas telefónicas, cerciorándose de que no estuviera hablando con algún potencial pretendiente que hubiera dejado atrás en San Francisco.


Su relación con Sara había empeorado cuando ella había cumplido cinco meses de embarazo. Ella ya no quería que él la tocara por las noches, siempre ponía por excusa que le dolía la cabeza o que tenía unas terribles nauseas y la última que había inventado era que tenía miedo de hacerle daño al bebé si tenían sexo. Por todas esas razones, llevaba más de dos meses de abstinencia.


Hubiera podido hacer lo que hacían otros y buscarse un pequeño desahogo aunque sea una vez a la semana, pero no tenía ni las ganas ni el tiempo de hacerlo, su trabajo en un importante buffet de abogados consumía mucho de su tiempo y de sus energías. Por eso se había conformado, diciéndose a sí mismo que las cosas cambiarían después del nacimiento de su hijo.


Pero sus convicciones se vinieron abajo cuando Paula se vino a vivir con ellos. La hermana menor de su esposa era una tentación difícil de ignorar. Todo en la menor de las hermanas Chaves le atraía. Desde su cabello dorado hasta las curvas sinuosas de su cuerpo. Desde que convivían; no había un día en que no se tocase pensando en ella, en lo que sería acariciar aquel cuerpo y besar aquella boca de labios carnosos y apetecibles.


Tuvo que hacer un esfuerzo enorme por controlar las pulsiones de su polla al imaginarse a su cuñada, después de todo, su esposa estaba a solo un par de metros de él.


—¿Crees que Pau haya conseguido el empleo? —preguntó 
Sara quien estaba recostada en su cama con la inmensa barriga al aire.


Gabriel se dio vuelta y observó a su esposa. Era bonita, no había dudas de eso, pero con este último embarazo había engordado más de la cuenta y eso se notaba en su
rostro, en sus piernas hinchadas y en la prominente barriga que cargaba a su segundo hijo. Además se había dejado estar, ya ni siquiera se preocupaba por arreglarse o
maquillarse y eso solo ayudaba a desmejorar su aspecto.


—No lo sabremos hasta que regrese —le dijo él sentándose en la cama y dándole la espalda.


—¿Te sucede algo, cariño?


—No, Sara, no me sucede nada, solo estoy cansado —dejó escapar un suspiro y cerró los ojos solo para recordar el momento en que había sorprendido a Paula en ropa interior esa misma tarde—. Voy a darme un baño antes de la cena.


—Muy bien, cariño —Sara tomó el abanico y comenzó a echarse viento mientras observaba a su marido entrar al cuarto de baño.


Gabriel cerró la puerta y en la soledad de aquellas cuatro paredes y como venía sucediendo desde hacía dos semanas, se masturbó pensando en Paula.






SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 4




Paula miró su reloj por enésima vez mientras Ana correteaba por la sala de la casa de su amiguita con una muñeca Barbie entre sus brazos.


—¡Mira tía Pau! —le dijo mostrándole a la esbelta y peinada muñeca que su amiga Tiffany le había prestado.


Paula sonrió, faltaban diez minutos para las cinco de la tarde y aún tenía que dejar a Ana en la casa antes de salir para su entrevista de trabajo.


—Ana, debemos irnos, cariño.


La pequeña de siete años puso trompita y detuvo su correteo.


—¿Ya, tía?


—Si, cariño. La tía tiene una cita de trabajo y no puede llegar tarde.


Ana se despidió de su amiguita y de la Barbie con la que había estado jugando y se prendió de la mano de su tía.
Por suerte, un taxi justo pasaba por delante de la casa de Tiffany y ambas se subieron al vehículo.


—¿De qué vas a trabajar, tía? —preguntó Ana recostándose en el hombro de Paula.


Paula acarició los rizos negros de su única sobrina y sonrió.


—Si consigo el empleo, trabajaré como secretaria de un pediatra —respondió.


La pequeña Ana la miró con los ojos bien abiertos.


—¿Un qué?


—Un pediatra, cielo, un doctor que cura a niños hermosos e inteligentes como tú.


—¡Ah! ¡Como el doctor Roberts! —exclamó Ana.


—Si, Ana, como el doctor Roberts.


Veinte minutos después, Paula dejó a su sobrina en la casa y siguió con su viaje. Faltaban cuarenta y cinco minutos para las seis y llegaría a tiempo.


—Es aquí —indicó al taxista.


El auto se detuvo frente a un edificio de tres plantas en una de las dos calles principales de la ciudad y luego de pagarle al taxista, Paula se bajó.


Atravesó la acera lentamente, no tenía prisa alguna porque tenía tiempo de sobra antes de su cita. Entró al edificio y una vez en el ascensor pulsó el botón que la llevaría hasta el segundo piso, en donde se encontraba el consultorio del hermano de Estefania.


Salió del ascensor y observó el largo pasillo impecablemente aseado. Había cuatro puertas y banquetas de cuero negro a cada lado, empotradas en los muros.


Se acomodó la falda de su vestido blanco con flores en tonos pasteles y se cercioró de que su cabello estuviera en su sitio, ya que lo llevaba suelto y al ser ondulado
muchas veces se rebelaba y le caía sobre el rostro.


Había llegado demasiado temprano quizá. Observó el gran reloj que colgaba de la pared que estaba frente a ella y comprobó que faltaban aún veinte minutos para las seis de la tarde. Giró la cabeza hacia un costado cuando escuchó que una puerta se abrió.


Un hombre de unos cuarenta años, vistiendo un guardapolvo blanco avanzaba hacia ella. Paula se preparó para saludarlo, pero el hombre pasó de largo luego de echarle una rápida mirada.


No era el hermano de Estefania.


Quizá sería mejor que lo buscara ella misma, por lo tanto leyó los carteles de bronce que colgaban de las cuatro puertas ubicadas a lo largo del pasillo y encontró lo que buscaba en la última de ellas.


Pedro Alfonso, doctor en Pediatría rezaba la placa.


Paula dio unos golpecitos a la puerta; una voz masculina desde el otro lado le dijo que pasara.


Paula respiró hondo, sujetó el mango de la puerta con fuerza y lentamente la abrió.





viernes, 10 de abril de 2015

SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 3





Pedro detuvo su Harley Davison a un costado del camino, se quitó el casco y se restregó los ojos para asegurarse que no estaba teniendo una visión.


La imagen de aquella mujer, inclinada sobre el capó de su automóvil con aquella falda tan corta que poco dejaba a la imaginación era una obra de arte; un espejismo en
medio del desierto, pero no estaban en el desierto y él seguía creyendo que todo era fruto de su imaginación.


Sin embargo cuando ella se incorporó y lanzó un par de maldiciones al aire supo que ella era tan real como el bulto en sus pantalones.


¡Cielos! Era una deidad cuyos cabellos dorados caían en suaves ondas sobre una espalda estrecha que terminaba en un culo respingado y bien formado. La falda que llevaba revelaba unas piernas largas y bien torneadas.


La estaba viendo de espaldas y se moría por saber que le deparaba la otra mitad de su anatomía.


Ella se dio media vuelta y su curiosidad fue felizmente saciada.


La rubia tenía unos pechos espléndidos; levantados y turgentes, justo como a él le gustaban. Desde donde estaba descubrió un rostro casi angelical, de nariz pequeña
y respingada y labios gruesos.


Se apeó de su Harley y se acomodó los pantalones vaqueros. Tenía la polla dura y una punzada de dolor le obligó a detenerse un instante.


Ella no lo había visto, por eso se tomó su tiempo hasta que su erección volvió a su posición normal. Atribuyó aquella reacción a las quince noches de abstinencia que llevaba desde su último revolcón. No podía existir otra explicación.


Dejó su moto y avanzó hacia ella.


—¿Necesitas ayuda? —le preguntó cuando estuvo a solo un par de metros de ella.


Paula se asustó cuando él le habló porque no lo había sentido acercarse y se dio vuelta de un sopetón.


Él hombre que parecía haber aparecido de la nada y en respuesta a sus plegarias era, sin dudas, un verdadero monumento al sex appeal masculino y Paula lo notó de inmediato.


El sonido de su voz pastosa, unida a una altura imponente que Paula calculó en un metro noventa y a un cuerpo de modelo de calendario provocó que ella se quedara muda.


Esperaba ayuda, pero jamás se imaginó que la Divina 
Providencia le enviara a un hombre como aquel. A Paula le recordó a un actor que había visto en una película un par de años atrás pero del cual no recordaba el nombre.


—Cla—claro —balbuceó perdida en el verde de aquellos ojos que la miraban fijamente.


Pedro fue hasta el auto y echó un vistazo.


—No sé mucho de mecánica —le dijo agachándose para poder ver mejor—pero esto no se ve bien.


Los ojos grises de Paula se posaron en el trasero de su Ángel Salvador por unos segundos, los suficientes para saber que aquella parte de su anatomía era roca pura.


—Sucedió de repente —explicó ella apartando la mirada de su trasero de gloria cuando él se dio vuelta y la miró—. Y sucedió en el momento más inoportuno, tengo mil cosas que hacer.


—Puedo llamar a la grúa si quieres pero no creo que puedas disponer de él de inmediato —le dijo espantando el humo que salía del auto con ambas manos.


—¿Y qué demonios se supone que haga yo ahora?


Pedro observó hacia ambos lados de la carretera; en el tiempo en que llevaban allí no había pasado ni un alma, podía llamar un taxi para ella, pero en cambio le sugirió
algo completamente diferente.


—Podría acercarte a la ciudad, si quieres.


Paula observó la moto estacionada a unos cuantos metros y la idea no le pareció la mejor pero estaba dispuesta a todo con tal de salir de allí y llegar a su casa a tiempo para llevar a su sobrina a su clase de danza.


—Deja que llame a un amigo, él vendrá a buscar tu auto —dijo él dando por sentado que ella había accedido a que la llevara en su Harley.


Paula no se negó, después de todo él era el único que había aparecido para ayudarla y no estaba en condiciones de rechazar su propuesta. Él le estaba solo ofreciendo llevarla a la ciudad en su moto y no había nada de malo en aceptar un aventón. Observó su reloj, si se daba prisa llegaría a tiempo para darse un baño, comer algo y llevar a la pequeña Ana a su clase semanal de danza.


—Gracias —le dijo una vez que él terminó su llamada.


—Mi amigo trabaja en un taller mecánico y se encargará de las reparaciones necesarias —le sonrió nuevamente—. ¿Dónde tienes las llaves?


—Están en el encendido —respondió desviando la mirada de aquella sonrisa magnética.


Lo observó mientras él iba por las llaves; se movía como si estuviera seguro de sí mismo y eso era, muy a su pesar, una de las cosas que más le atraían de un hombre.


—Guárdalas —le entregó las llaves y se encaminó hacia su moto.


—¿No esperaremos a que llegue tu amigo? —preguntó Paula sin moverse de su sitio.


—No hace falta —aclaró él volviéndose al ver que ella se había quedado parada—. No creo que nadie quiera robarte tu auto, dulzura —alegó echando una mirada algo desdeñosa hacia el viejo auto que había pertenecido a su padre y que ahora ella conducía.


Paula no le respondió porque en ese momento él era su única salvación y si hubiera abierto la boca habría sido para lanzarle algún insulto.


—Vamos, te llevaré en mi moto hasta la ciudad y te daré la dirección del taller de mi amigo.


Paula comenzó a caminar, iba detrás de él en completo silencio.


Pedro se subió y extendió la mano.


—Creo que necesitarás mi ayuda —desvió su mirada hasta la falda de su vestido—. Va a costarte bastante esfuerzo subirte con esa falda tan corta.


Las mejillas de Paula ardieron y ella estuvo segura que se habían teñido de un rojo tirando a morado. Hizo caso omiso a su mano extendida y se colocó junto a la moto.


Observó por el rabillo del ojo que él la miraba fijamente con una sonrisita burlona en su rostro; esperando quizá que ella pidiera su ayuda por fin.


Pero no lo hizo, no le daría esa satisfacción. Estiró su cuerpo y como pudo se subió a la parte trasera de la moto; abrió sus piernas y ese rápido movimiento hizo que la falda se subiera aún más, haciendo las delicias de su demasiado atento espectador. Una vez que logró ubicarse en su sitio, Paula se movió un poco hacia atrás para no entrar en contacto directo con él.


—Será mejor que te pongas esto —le entregó su casco.


Ella no iba a discutir al respecto, la última vez que se había subido a un medio de transporte con menos de cuatro ruedas había sido cuando su ex y ella daban sus paseos en bicicleta los domingos por la mañana luego de desayunar y hacer el amor, en ese exacto orden.


Se colocó el casco y ajustó la pretina alrededor de su barbilla.


Él no le había quitado los ojos de encima mientras lo hacía y Paula se sintió terriblemente incómoda.


—No es por nada, dulzura pero si no te sujetas fuerte podrías caerte —le advirtió mientras encendía el motor de su Harley.


Paula ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar y cuando la moto comenzó a avanzar no tuvo más remedio que acercarse a la espalda de su Ángel Salvador y sujetarse con fuerza para evitar terminar de bruces contra el asfalto.


Pedro no dijo nada, pero una sonrisa triunfadora se dibujó en su cara cuando los brazos de aquella damisela en apuros se aferraron a su espalda.


Las manos de Paula descansaban en la parte lateral del torso de Pedro y a través de la tela de su camisa leñadora, pudo percibir la dureza de su cuerpo. Él era una masa compacta de fibra y músculos y por un segundo, Paula se preguntó como luciría aquel hombre con cuerpo de Dios griego completamente desnudo.


Los pensamientos de Pedro no distaban mucho de los de ella. Sentía sus manos apretándose en sus costados y sus piernas casi desnudas rodeaban sus propias piernas. De vez en cuando, desviaba su atención de la carretera para observar aquellos muslos bronceados que su falda se empeñaba en revelar.


Era demasiada tentación y encima el aroma de su perfume, dulce y exquisito llegaba directamente a él por efecto de la brisa de aquella tarde de primavera. Cuando él aceleró un poco la marcha ella se acurrucó más contra él por temor a caerse y entonces el cuerpo de Pedro se tensó como una cuerda al sentir la zona de la entrepierna de su damisela en apuros pegarse a su trasero.


Ese último contacto fue la gota que rebasó el vaso y en solo un segundo la polla se le puso dura.


Era una locura pero hubiera sido capaz en ese preciso momento de detener la moto, coger a su acompañante de la cintura y apretarla contra él para que ella pudiera sentir lo que le provocaba su roce inocente.


Pero el buen juicio ganó la batalla y no lo hizo.


—¿Dónde vives? —preguntó en cambio cuando la moto entró a la ciudad a través de la avenida principal.


—En la calle Richmond, junto a la biblioteca —le indicó ella colocando su bolso entre su cuerpo y el de ella como escudo.


Pedro asintió, sabía muy bien que camino tomar para llegar a su destino.


Paula sentía sofocarse con aquel casco; además debía lidiar con la sensación de vértigo que se había apoderado de todo su cuerpo desde el mismo momento en que se había subido encima de aquella moto. Lo único que quería era que el viaje llegara a su fin lo antes posible.


Cuando la moto se detuvo y Paula reconoció el portal de la casa de su hermana, dejó escapar un suspiro de alivio. La tortura había acabado.


—Llegamos —dijo él apeándose primero de la moto.


Nuevamente quiso ayudarla, esta vez a bajarse, pero ella lo hizo por sus propios medios.


—Gracias por el aventón. 


Paula le entregó el casco y se acomodó el pelo detrás de las orejas.


Pedro tomó el casco y antes de que ella lo soltara, le rozó el dedo con un toque casi íntimo que hizo que Paula diera un respingo.


—De nada, dulzura. Un caballero que se precie de tal nunca hubiera dejado a una damisela en apuros en medio de la carretera…


Paula tragó saliva y fue incapaz de mover la mano que él seguía tocando sin reparo alguno.


—De—debo irme —retiró la mano cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo—. Gracias otra vez. Adiós.


Pedro la observó marcharse casi corriendo hacia su casa y se quedó con la palabra en la boca y con las ganas de volver a verla. Tendría la excusa perfecta para hacerlo, no le había dado la dirección del taller de su amigo debido a la prisa con la que ella se había marchado.


Cuando la vio desaparecer detrás de la puerta, se subió a su Harley, se puso el casco que aún conservaba su perfume y se marchó.


Paula entró en la sala y no halló a nadie, su hermana Sara seguramente estaría descansando como cada tarde debido a su embarazo de casi ocho meses y la pequeña Ana estaría mirando su programa infantil preferido antes de asistir a su clase de danza. Tampoco había señales de su cuñado Gabriel; por lo tanto subió las escaleras al comprobar que solo tenía una hora para darse un baño y comer algo antes de llevar a su sobrina a la academia.


Entró a su cuarto como una tromba y ni cuenta se dio que había dejado la puerta entreabierta. Arrojó el bolso encima de la cama y se quitó los zapatos. Luego fue el turno de la camiseta de algodón y de la falda que fueron a dar al suelo.


De pronto tuvo la vaga sensación de que ya no estaba sola y se dio vuelta de un sopetón.


Gabriel, su cuñado estaba de pie junto a la puerta entreabierta, clavando sus ojos negros en ella, recorriendo su cuerpo atrevidamente.


—¡Gabriel! ¡Por Dios Santo! —Paula se agachó y recogió la ropa que acababa de quitarse para cubrir su cuerpo cubierto solo con un sujetador y unas pequeñas bragas de encaje.


Gabriel abrió un poco más la puerta y dio vuelta la cara.


—Lo siento, Pau, vi que la puerta estaba abierta y entré —dijo a modo de disculpa.


—¡Aún así deberías haber llamado antes de entrar! —reprendió ella yendo hacia la puerta y ocultándose detrás para impedir que él volviera a mirarla de aquella manera que solo lograba ponerle la carne de gallina.


—Perdona, no volverá a suceder —giró la cabeza para volver a mirarla pero ya no pudo ver más nada de aquel cuerpo que lo volvía loco y que soñaba poseer algún día.


—¿Qué quieres? —preguntó Paula tratando de olvidarse del penoso momento que acababa de protagonizar con el esposo de su hermana.


—Venía a avisarte que luego de la clase de danza, Ana quiere pasar por la casa de una de sus amigas. ¿Puedes llevarla tú?


Paula lo pensó antes de responder. La clase de su sobrina terminaba a las cuatro de la tarde, si se apuraba podría llegar a tiempo a su cita de trabajo.


—Está bien, yo la llevo —respondió.


—Bien, iré a avisarle a Sara entonces. Estaba a punto de marcharse pero se detuvo—. A propósito, ¿quién era ese sujeto que te trajo a la casa? ¿Qué le sucedió a tu auto?


—Tuvo un desperfecto en medio de la carretera y ese hombre fue el único que apareció y se ofreció a traerme hasta casa —dijo esperando que quedara satisfecho con su explicación.


Gabriel la observó y frunció el ceño.


—No deberías aceptar la ayuda de un completo desconocido, Pau, porque supongo que no conoces a ese hombre…


—No, Gabriel, no lo conocía, es más, ni siquiera sé como se llama —respondió con un dejo de fastidio en la voz. 


Nuevamente, Gabriel estaba preguntando demasiado y
desde que había llegado a Belmont estaba prestándole exagerada atención a ella y a todo lo que hacía.


No quería pensar mal de su cuñado pero las actitudes que tenía hacia ella la desconcertaban.


—Bien, le diré a Sara que llevarás a Ana a casa de su amiguita entonces.


La dejó por fin sola y esta vez Paula se cercioró de ponerle seguro a la puerta.