sábado, 11 de abril de 2015
SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 6
Lo primero que vio Paula al entrar al consultorio pediátrico del doctor Pedro Alfonso fue el enorme panel de corcho colgado en la pared junto a la puerta y que contenía las fotos de docenas de niños y niñas sonrientes. Eso le hizo recordar al consultorio del doctor O’Hara, que siempre la recibía con una paleta de fresa y un beso en la mejilla cada vez que lo visitaba por alguna dolencia en compañía de su madre. Ella misma había colgado su foto en el cartel del doctor O’Hara luego de haberse recuperado de una fuerte bronquitis cuando tenía ocho años. Había sido una niña bastante debilucha y siempre estaba enfermándose hasta que el doctor O’Hara le recetó un complejo vitamínico que le ayudó a crecer y a fortalecer sus defensas. Poco quedaba de aquel patito feo que se escondía en casa para no soportar las bromas crueles de los demás niños; los años habían sido bastante benévolos con ella y se había convertido en una mujer completamente diferente a esa niña esmirriada y tímida que había tenido una infancia algo sombría.
—Enseguida estoy con usted —dijo la misma voz masculina que la había invitado a pasar.
Paula no alcanzó a ver al dueño de aquella voz que de repente le sonó incluso hasta familiar; solo pudo ver a un hombre de espaldas que estaba guardando unos papeles en un viejo fichero a unos pocos metros de donde estaba ella.
Paula entonces se dedicó a observar las fotos de los niños que le sonreían desde el panel de corcho que ya no tenía espacio casi para una fotografía más.
Cuando Pedro terminó de ordenar los expedientes de los pacientes que había atendido esa tarde se dio media vuelta y dirigió toda su atención a la mujer que contemplaba con atención las fotos de sus niños, como les gustaba llamarlos.
De inmediato descubrió que había algo en aquella mujer que ahora le daba la espalda que le resultó conocido. Las curvas de su cuerpo y el color dorado de su pelo, que llevaba suelto y que le llegaba casi hasta la cintura, le trajeron reminiscencias de otro cuerpo sinuoso y de otro cabello tan dorado como aquel, que había visto tan solo unas pocas horas antes.
No podía ser y sin embargo allí estaba. Su damisela en apuros había venido hasta él y ya no habría necesidad de inventar una excusa para un segundo encuentro.
—Soy Pedro Alfonso—dijo él por fin.
Paula se dio vuelta y contuvo el aliento por un instante.
¡Era él! Su Ángel Salvador, el hombre que la había sacado de un apuro esa misma tarde.
—¿Tú? —los ojos grises de Paula se abrieron desmesuradamente—. ¿Tú eres el hermano de Estefania?
Pedro extendió su brazo.
—Así es, soy Pedro, el hermano mayor de Estefania.
Paula se quedó mirando su brazo extendido, dudando en estrechar su mano o no.
—Soy…soy Paula Chaves—respondió por fin dejando que él estrechara su mano entre la suya.
Ninguno de los dos estuvo preparado para la corriente repentina que los golpeó cuando sus manos entraron en contacto. Paula se sintió atontada y cuando lo miró a los ojos se quedó muda.
Pedro todavía no había logrado reponerse del latigazo que sacudió su cuerpo cuando tocó su mano pero eso no le impidió que recorriera aquel cuerpo de infarto de arriba abajo. Ella llevaba un vestido que se le adhería como si fuera un guante, resaltando su cintura estrecha y la voluptuosidad de sus senos.
¿Cómo podía ser posible que esa mujer que tenía enfrente fuera la misma niña que aparecía en la foto de su hermana?
Sin dudas el patito feo se había convertido en el más bello de los cisnes.
—Lo sé, te estaba esperando —dijo él sin soltar su mano—, no creí que nos volveríamos a ver tan pronto.
Y yo no creo que esto me esté sucediendo a mí pensó Paula tratando de sonreír y disimular su nerviosismo.
Era demasiada casualidad que el hermano de Estefania, el hombre que quizá le diera empleo fuese el mismo con él que se había topado esa tarde.
El mismo hombre que había despertado sensaciones que creía, estaban dormidas desde que había roto con Mateo cuatro meses atrás.
—Yo tampoco —contestó por fin.
—Siéntate, Paula —le hizo señas de que ocupara la silla que estaba junto a él y ella lo hizo.
Pero él no se sentó en su sitio, en el lado opuesto del escritorio sino que se ubicó cómodamente en un extremo del mismo, a tan solo unos cuantos centímetros de
ella.
—Me dijo Estefy que regresaste a la ciudad hace dos semanas y que necesitas el trabajo.
Paula asintió con un leve movimiento de cabeza fijando su atención en cualquier cosa menos en el verde profundo de sus ojos.
—Estefy te ha dicho la verdad; necesito un empleo porque estoy viviendo en casa de mi hermana y mi cuñado. Ellos me han dicho que puedo quedarme el tiempo que sea necesario pero yo no quiero molestar —explicó. La verdad era que quería mudarse de la casa de Sara porque había notado que últimamente Gabriel se comportaba de manera extraña con ella.
—¿Tienes experiencia como secretaria? —preguntó él sonriéndole.
Paula dirigió su mirada hacia él y volvió a caer víctima del hechizo de su sonrisa.
—Como secretaria no, pero he trabajado como recepcionista en el Saint Francis Memorial —explicó esperando que sus referencias previas fueran de ayuda.
—Muy bien, en realidad el trabajo es sencillo. Tienes que atender el teléfono, organizar las citas de los pacientes, ordenar sus fichas y esas cosas… nada de otro mundo.
Era demasiado sencillo o al menos eso le pareció a Paula, aunque estaba segura que no sería nada sencillo lidiar con la atracción que sentía por aquel hombre que conocía desde hacía tan solo unas cuantas horas.
—¿Cuál sería el horario de trabajo?
—Atiendo de lunes a jueves; dos horas por la mañana y cuatro horas por la tarde —indicó clavándole la mirada.
Paula se movió inquieta en su silla, de pronto estaba sintiendo mucho calor. Se pasó la mano por el cuello y descubrió que estaba sudando. La primavera estaba
acabando ya pero aquel cambio de temperatura se debía a otra cosa.
—Si quieres puedes comenzar el próximo lunes —dijo él viendo que ella se había quedado muda de repente.
Paula sacó unos papeles de su bolso y lo hizo torpemente.
—Aquí están mis referencias —se los entregó en mano y la punta de sus dedos se tocaron.
Ambos se miraron a los ojos, plenamente conscientes de la fuerte sensación que aquel vago contacto provocó en los dos.
—No hace falta que las vea —respondió él sin siquiera echarle un vistazo a sus referencias laborales—, confío en el criterio de mi hermana y ella me ha hablado maravillas de ti.
Él continuaba mirándola y Paula tuvo que apartar la vista de aquellos ojos intensamente verdes que parecían desnudarla sin ningún escrúpulo. Sintió de inmediato como los colores se le subían a la cara y se preguntó que cosas le habría dicho Estefania para convencerlo de que la contratara principalmente a ella.
—Bien, entonces nos vemos el lunes —dijo Paula poniéndose de pie; necesitaba salir de allí antes de ponerse en evidencia con quien sería a partir de unos pocos días su nuevo jefe.
Pedro se levantó del escritorio y la acompañó hasta la puerta; la seguía de atrás, a unos pocos centímetros, los suficientes como para disfrutar de la maravillosa vista que le ofrecía su increíble trasero. Aún debajo del vestido que llevaba, Pedro se lo imaginó completamente desnudo, erguido y rozagante; inevitablemente aquel pensamiento hizo que su polla se moviera inquieta dentro de sus pantalones.
Él se adelantó para abrirle la puerta y entonces ella le clavó la mirada.
¡Cielos! ¡El gris de sus ojos era algo que nunca antes había visto! Pensó Pedro.
—Adiós y muchas gracias otra vez por el aventón de hoy.
—De nada.
Su voz sonaba más profunda y Paula lo notó de inmediato.
—Hablaré con mi amigo, el del taller —se apresuró a decir Pedro antes de que ella pusiera un pie fuera de su consultorio—. Seguramente tendrá tu auto listo para
mañana.
—No te molestes, si me das su número yo me encargo…
—De ninguna manera; deja que yo lo arregle con él.
Paula no tuvo argumento alguno para negarse, después de todo no tenía nada de malo lo que él le estaba ofreciendo.
Aceptó y se despidió de él con una sonrisa.
Pedro corrió hasta la ventana solo para contemplar como ella atravesaba la acera y se subía a un taxi. Se pegó al cristal y llevó una mano hasta el bulto en sus pantalones que había comenzado a crecer en el preciso momento en que Paula se había marchado.
Necesito una mujer y la necesito con urgencia pensó riéndose de su actitud.
Me corrijo: no necesito a una mujer, la necesito a ella... reconoció mientras observaba al taxi marcharse.
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