sábado, 11 de abril de 2015

SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 4




Paula miró su reloj por enésima vez mientras Ana correteaba por la sala de la casa de su amiguita con una muñeca Barbie entre sus brazos.


—¡Mira tía Pau! —le dijo mostrándole a la esbelta y peinada muñeca que su amiga Tiffany le había prestado.


Paula sonrió, faltaban diez minutos para las cinco de la tarde y aún tenía que dejar a Ana en la casa antes de salir para su entrevista de trabajo.


—Ana, debemos irnos, cariño.


La pequeña de siete años puso trompita y detuvo su correteo.


—¿Ya, tía?


—Si, cariño. La tía tiene una cita de trabajo y no puede llegar tarde.


Ana se despidió de su amiguita y de la Barbie con la que había estado jugando y se prendió de la mano de su tía.
Por suerte, un taxi justo pasaba por delante de la casa de Tiffany y ambas se subieron al vehículo.


—¿De qué vas a trabajar, tía? —preguntó Ana recostándose en el hombro de Paula.


Paula acarició los rizos negros de su única sobrina y sonrió.


—Si consigo el empleo, trabajaré como secretaria de un pediatra —respondió.


La pequeña Ana la miró con los ojos bien abiertos.


—¿Un qué?


—Un pediatra, cielo, un doctor que cura a niños hermosos e inteligentes como tú.


—¡Ah! ¡Como el doctor Roberts! —exclamó Ana.


—Si, Ana, como el doctor Roberts.


Veinte minutos después, Paula dejó a su sobrina en la casa y siguió con su viaje. Faltaban cuarenta y cinco minutos para las seis y llegaría a tiempo.


—Es aquí —indicó al taxista.


El auto se detuvo frente a un edificio de tres plantas en una de las dos calles principales de la ciudad y luego de pagarle al taxista, Paula se bajó.


Atravesó la acera lentamente, no tenía prisa alguna porque tenía tiempo de sobra antes de su cita. Entró al edificio y una vez en el ascensor pulsó el botón que la llevaría hasta el segundo piso, en donde se encontraba el consultorio del hermano de Estefania.


Salió del ascensor y observó el largo pasillo impecablemente aseado. Había cuatro puertas y banquetas de cuero negro a cada lado, empotradas en los muros.


Se acomodó la falda de su vestido blanco con flores en tonos pasteles y se cercioró de que su cabello estuviera en su sitio, ya que lo llevaba suelto y al ser ondulado
muchas veces se rebelaba y le caía sobre el rostro.


Había llegado demasiado temprano quizá. Observó el gran reloj que colgaba de la pared que estaba frente a ella y comprobó que faltaban aún veinte minutos para las seis de la tarde. Giró la cabeza hacia un costado cuando escuchó que una puerta se abrió.


Un hombre de unos cuarenta años, vistiendo un guardapolvo blanco avanzaba hacia ella. Paula se preparó para saludarlo, pero el hombre pasó de largo luego de echarle una rápida mirada.


No era el hermano de Estefania.


Quizá sería mejor que lo buscara ella misma, por lo tanto leyó los carteles de bronce que colgaban de las cuatro puertas ubicadas a lo largo del pasillo y encontró lo que buscaba en la última de ellas.


Pedro Alfonso, doctor en Pediatría rezaba la placa.


Paula dio unos golpecitos a la puerta; una voz masculina desde el otro lado le dijo que pasara.


Paula respiró hondo, sujetó el mango de la puerta con fuerza y lentamente la abrió.





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