miércoles, 8 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 20




Pedro estaba ayudando a Armando con la barbacoa cuando Paula se unió a ellos llevando en brazos un enorme gato blanco y negro.


–No le estarás sirviendo demasiada cerveza a Pedro, ¿verdad, papá? –dijo Paula con un tono cariñoso que Pedro no se imaginaba utilizando con su propio padre.


Ni con su madre tampoco. Pensaba que tenía una buena relación con los dos, pero al ver a Paula interactuar con sus padres se había dado cuenta de muchas cosas.


Y también al verla con el resto de su familia. Era cálida con ellos, cariñosa y considerada, cuando llegaron les preguntó cómo estaban con auténtico interés. Pedro vio que los quería mucho, y ellos también a ella. Los niños la rodeaban intentando llamar su atención. Incluso el gato la quería.


–Los chicos quieren que Pedro juegue al críquet con los niños y con ellos –dijo Paula–. Yo ocuparé su lugar aquí –se ofreció antes de dejar al gato en el suelo.


–¿Sabes jugar al críquet? –preguntó Armando mientras Paula se hacía con el tenedor para dar la vuelta a la carne–. No es un deporte muy popular en América.


Pedro sonrió. Había sido capitán del equipo de su escuela, pero sería mejor no mencionarlo para no parecer presumido.


–No olvides que he estudiado en un internado australiano, Armando. Allí los deportes son esenciales. Jugábamos al fútbol en invierno y al críquet en verano.


–De acuerdo, pues entonces ve. Pero procura no lanzar la bola hacia aquellos matorrales. He perdido la cuenta de todas las que hemos perdido a lo largo de los años.


Pedro se mordió la lengua. No tenía necesidad de hacerse el listillo.


Paula vio cómo Pedro se alejaba con una sonrisa en los labios. Estaba segura de que Pedro jugaría de maravilla al críquet, porque era excelente en todo lo que hacía. Era un hombre excepcional con grandes habilidades sociales.


Todavía estaba asombrada de cómo había sabido por instinto de qué hablar con cada uno de los miembros de la familia. Habló de coches con su padre, de deportes con sus hermanos y de avances tecnológicos con sus inteligentes cuñadas. No mencionó su riqueza en ningún momento ni adquirió el papel de invitado de honor. Se mostró encantado de ayudar con la comida y de beber cerveza. Paula imaginó que su vida social en Nueva York sería muy distinta. Iría a restaurantes elegantes y a fiestas glamurosas donde comería caviar y bebería el champán más caro. Paula frunció el ceño. Ella no se sentiría cómoda con aquel tipo de vida. Era una chica sencilla con ilusiones sencillas, como el amor, el matrimonio y la familia. No estaba hecha para la gran vida.


Aquellos pensamientos renovaron su decisión de no ir a Nueva York con él, si es que volvía a pedírselo.


La barbacoa terminó pronto porque los niños más pequeños estaban cansados y los mayores tenían que ir al colegio al día siguiente. Sin embargo, Pedro parecía reacio a marcharse. Ayudó a recoger y se tomó una última cerveza con su padre. Cuando Paula consiguió por fin sacarlo de allí eran ya más de las diez.


–Tienes una familia maravillosa, Paula –fue lo primero que le dijo en el camino hacia Blue Blay–. Eres muy afortunada.


–Sí, lo soy –reconoció ella–. Por cierto, mi madre sabe lo nuestro.


Pedro giró la cabeza en su dirección.


–¿Se lo has contado?


–No, lo ha adivinado. Como te dije, es muy intuitiva. Pero no conoce los detalles, solo sabe que hemos tenido relaciones sexuales.


–Entonces está bien. Así no se preocupará si llegas tarde a casa.


–Seguirá preocupándose, ese es el trabajo de las madres. Sinceramente, me sorprende que se haya tomado con tanta calma que me acueste contigo.


–Porque sabe que soy un buen tipo.


–No creo que sea por eso. Bueno, esta noche no voy a quedarme contigo, Pedro –afirmó Paula, decidida a no dejarse seducir por él. Una vez más–. Te dejaré y me iré directamente a casa.


–Me parece justo.


Paula parpadeó, sorprendida por la facilidad con que había aceptado su postura. Tal vez estuviera cansado. Sí, seguramente sería eso. Había sido un fin de semana agotador.


Cuando aparcó en la entrada, Paula se bajó, abrió el maletero para sacar el equipaje y sí, le dejó darle un beso de buenas noches. Resultó no ser un beso muy largo porque ambos alzaron la cabeza cuando sonó el móvil de Pedro. Él frunció el ceño, lo sacó del bolsillo y se quedó mirando la pantalla.


–Maldición –murmuró–. Es Anabela.


–¿No vas a contestar? –preguntó Paula tratando de disimular lo mal que se sentía de pronto.


–Debería hacerlo –aseguró él–. Tiene que saber cuanto antes que lo nuestro ha terminado.


Se llevó el móvil a la oreja.


–Hola, Anabela. Creí que habías dicho que no nos pondríamos en contacto hasta que yo volviera.


Paula se quedó allí de pie escuchándole hablar con un nudo creciente en el estómago.


–¿Qué? –dijo de pronto Pedro–. ¿Cómo has dicho?


Paula observó cómo Pedro perdía de pronto su brillo normal.


 Se puso pálido como la cera. Lo que Anabela le estuviera diciendo debía de ser algo terrible.


–No, no –murmuró con voz entrecortada–. Volveré a casa enseguida. Dile a la funeraria que lo retrase todo hasta que yo llegue y me pueda encargar de todo.


A Paula se le cayó el alma a los pies. Su padre debía de haber muerto. Oh, Dios, pobre Pedro


–No, no quiero que me ayudes –estaba diciendo ahora con voz otra vez controlada–. No, Anabela, tampoco quiero casarme contigo. Lo siento, pero he conocido a otra persona. Sí, una chica australiana… sí, sí –dijo mirando a Paula directamente a los ojos–. Voy a llevarla a casa conmigo.



Paula se quedó boquiabierta. Así seguía cuando Pedro se guardó el móvil en el bolsillo.


–Por favor, no digas que no, Paula. Mi padre murió anoche de un ataque al corazón. No puedo enterrarle yo solo –dijo roto de dolor.


A Paula se le rompió el corazón al ver el dolor de su rostro. 


Aunque hubiera decidido no ir a Nueva York con él si volvía a pedírselo, a esto diría que sí. ¿Cómo iba a darle la espalda al hombre que amaba en su momento más vulnerable? 


Porque por supuesto que le amaba. No podía seguir negándolo. Al menos a sí misma.


–Sí, por supuesto que iré contigo –aseguró con dulzura.


–Gracias. No sé qué habría hecho si me hubieras dicho que no. Necesito a alguien que me importe a mi lado, Pau. Si tú estás conmigo, lo superaré.


Paula contuvo el aliento al escuchar sus palabras.


–¿De verdad te importo, Pedro?


–Por supuesto que sí. Yo también te importo, ¿verdad? Me niego a pensar que estás conmigo solo por el sexo.


–¡Por supuesto que no! –le espetó ella, sorprendida de que pudiera pensar semejante cosa.


Pedro dejó escapar un largo suspiro.


–Eso es un alivio. Entremos y hagamos planes.


El apartamento de su madre era tal y como Paula imaginaba. 


Muy espacioso y moderno, con grandes ventanales, pulidos suelos de madera y muebles italianos.


–Yo sacaré los billetes mientras tú llamas a tus padres –dijo Pedro–. Tienes el pasaporte en regla, ¿verdad?


–Sí –confirmó Paula.


–Bien. Yo llamaré a la aerolínea desde la cocina. Tú quédate aquí.


La madre de Paula contestó al segundo tono con voz ansiosa.


–¿Qué ocurre, Paula? ¿Has tenido un accidente?


–No, mamá –le contó lo que había pasado.


–¿Y vas a irte a Nueva York con él? –preguntó su madre asombrada.


–Sí, mamá, en cuanto Pedro saque los billetes. Está llamando ahora mismo a la aerolínea.


–Pero apenas lo conoces, Paula.


–Lo conozco mejor de lo que nunca conocí a Guillermo.


–Lo amas, ¿verdad?


–Sí, mamá. Lo amo.


–¿Y él a ti?


–No estoy segura.


–¿Eres consciente de que al morir su padre se convertirá en un hombre muy rico?


–Sí, mamá. No soy idiota.


–Pero…


–Ya hablaremos cuando vuelva, mamá –dijo cuando Pedro entró otra vez en el salón–. Tengo que irme. ¿Y bien? –le preguntó.


–Nuestro vuelo sale mañana a primera hora. Tendremos que salir de aquí sobre las cuatro para estar allí a tiempo. Pero podemos dormir en el avión. Volamos en primera clase.


Primera clase, pensó Paula sin entusiasmo. Nunca había volado en primera clase. Pero seguramente Pedro lo hacía constantemente.


–¿Qué ropa me llevo? –preguntó tratando de ser práctica a pesar de la creciente preocupación.


–Algo negro para el funeral, supongo. En Nueva York hace fresco, así que asegúrate de llevar una chaqueta. Aparte de eso, pantalones, camisetas y un vestido para salir de noche. Si necesitas algo más, te lo puedo comprar.


Paula reconoció que podría permitirse comprarle cualquier cosa que necesitara ahora que era multimillonario. Pero no quería que lo hiciera. No quería que pensara que podía comprarla a ella también.


¿En calidad de qué se suponía que iba a estar a su lado? 


¿Novia o amante?


–¿Cuánto tiempo vas a querer que me quede? –preguntó haciendo lo posible por parecer despreocupada.


«Para siempre», pensó Pedro. Pero sabía que era demasiado pronto para decir aquello. Demasiado pronto para decirle que la amaba. Ahora lamentaba habérselo confesado a Anabela. Seguro que iría al velatorio, y tal vez dijera algo.


Bueno, pues lástima si lo hacía. Era la verdad.


–Todo el tiempo que quieras –respondió.





CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 19




La casa de Paula era más grande de lo que Pedro esperaba, se trataba de una construcción familiar de dos plantas en ladrillo rosado, con un cobertizo enorme situado en el prado de al lado. Sin duda se trataba del taller, y además hacía las veces de garaje para los coches de alquiler. El terreno que rodeaba la casa era también mayor de lo que Pedro esperaba, al menos cinco acres. Era una finca muy bonita, con jardines bien cuidados, zonas de césped y árboles.


Paula llevó el coche hacia la entrada y lo dejó sobre la gravilla, al lado de la casa. El reloj marcaba las cuatro cuando se bajaron. Paula le había dicho que la barbacoa empezaría sobre las cinco, así que tenían tiempo antes de que llegaran sus hermanos con sus familias.


–Qué sitio tan bonito –afirmó Pedro.


Paula sonrió.


–A nosotros nos gusta. Mi madre estará en la cocina, preparando las ensaladas. Ven a conocerla.


–Supongo que eso es la oficina –dijo cuando pasaron por delante de una especie de garaje con puertas corredizas en las que se leía Alquiler de coches Chaves en legras negras.


–Sí –dijo Paula–. Estos son los dominios de mi madre. Mamá, estamos aquí –exclamó abriendo la puerta de entrada.


Una mujer apareció al final del recibidor. Era más bajita que Paula y un poco más oronda.


–Vaya, qué rápido. No os esperaba al menos hasta las cuatro y media.


Pedro la vio con más claridad cuando se acercó. No se parecía en nada a Paula, tenía el pelo rubio ceniza y los ojos azules, aunque resultaba atractiva para su edad.


–Hola –dijo la mujer sonriendo mientras le miraba de arriba abajo–. Tú debes de ser Pedro.


–Y usted debe de ser la señora Chaves–contestó él inclinándose para darle un beso en la mejilla–. Encantado de conocerla.


La expresión de su madre era la de una fan de una estrella de rock al ver a su ídolo. Paula no daba crédito.


–Oh, puedes llamarme Rosario.


Paula se consoló pensando que no podría encandilar tan fácilmente a su padre. Armando Chaves era duro de pelar. No le iba a impresionar un tipo de Nueva York que nunca se había ensuciado las manos.


–De acuerdo, Rosario –Pedro sonrió y mostró la blancura brillante de sus dientes–. ¿Serías tan amable de indicarme dónde está el cuarto de baño más cercano?


Su madre no se lo indicó, sino que le acompañó personalmente al servicio que había al lado del salón y dejó a Paula en el recibidor más sola que la una.


Paula suspiró y luego subió las escaleras para ir al baño de la habitación principal. Cuando volvió a bajar, Pedro estaba acomodado en uno de los taburetes de la cocina, charlando animadamente con su madre mientras ella seguía preparando las ensaladas.


–El nombre que se le ha ocurrido a Pedro para Fab Fashions es estupendo, ¿verdad? –le hizo un gesto a Paula para que se uniera a ellos.


–Sí, fantástico –reconoció Paula. Pedro la miró con ojos entornados. ¿Habría captado el sarcasmo en su tono de voz?


–Tal vez puedas recuperar pronto tu trabajo allí –continuó Rosario.


–Nunca se sabe, mamá. Supongo que papá está en el cobertizo trabajando en el Cadillac azul, ¿verdad?


–Sí, ayer llegaron por fin los asientos. Lleva todo el día trabajando en él.


–Creo que debería llevar a Pedro a conocer a papá antes de que lleguen los demás, ¿no crees?


–Pero acabo de poner el agua a hervir para el té. Pedro dice que prefiere el té al café. Igual que yo.


–No tardaremos mucho, mamá –dijo Paula mirando a Pedro de un modo que no dejaba espacio para la protesta.


Pedro se bajó del taburete y la siguió hasta que salieron por la puerta.


–Eres mandona y controladora –le dijo mientras avanzaban hacia el cobertizo.


–Y tú eres un encantador de serpientes –le espetó ella–. Te sugiero que contengas tus encantos con mis cuñadas. Los Chaves son muy celosos.


–¿Las mujeres también?


–También. Así que ándate con ojo.


–Me gusta que estés celosa.


–Claro que te gusta. Tienes un ego que no te cabe en el cuerpo.


Su padre escogió aquel momento para salir del cobertizo secándose las manos en un trapo.


–Me ha parecido escuchar a alguien –dijo avanzando–. Tú debes de ser Pedro –le tendió la mano.


Pedro se la estrechó y pensó que de ahí le venía a Paula su belleza. Armando Chaves era un hombre muy guapo, de pelo negro y grueso con algunas canas y ojos marrones y profundos que en aquel momento lo observaban con detenimiento a él.


–Bueno, ¿y qué tal el fin de semana? –miraba a Pedro, no a Paula–. ¿Salió bien la boda al final?


–Todo fue perfecto gracias a la ayuda de Paula.


–Sí, Rosario me lo contó todo. Bueno, tengo que terminar esto y luego ir a asearme.


–¿Puedo ayudarle, señor Chaves?


–Lo dudo. Estoy colocando asientos nuevos en un viejo Cadillac descapotable que he comprado. A los chicos les gusta alquilar ese tipo de coches para la noche de su graduación.


–Hubo un tiempo en que mi padre coleccionaba coches antiguos. ¿Qué modelo de Cadillac es?


Paula no se lo podía creer. Los dos hombres entraron juntos en el cobertizo hablando de coches. Ella se dio la vuelta echando humo y volvió a la casa tratando de controlar la desesperación.


–¿Dónde está Pedro? –le preguntó su madre sin más preámbulo cuando Paula entró en la cocina.


–Ayudando a papá con el Cadillac, ¿te lo puedes creer? Pero, si estás preparando té, yo sí me tomaré una taza.


–¿Puedes servírtela tú misma, cariño? Tengo que ir a arreglarme un poco. No puedo ir así vestida con un invitado como Pedro.


–Solo es un hombre, mamá, no una estrella de cine.


–Bueno, pues parece una estrella de cine. Ya sé que dijiste que era guapo, pero nunca imaginé que lo sería tanto. Nunca había conocido a un hombre así, y apuesto a que tú tampoco. ¿Ha pasado algo entre vosotros este fin de semana que yo deba saber?


Paula trató de mantener un gesto inexpresivo.


–¿A qué te refieres?


–Ya lo sabes.


–Mamá, yo creo que mi vida sexual es asunto mío, ¿no te parece?


Su madre la miró durante un largo instante antes de sonreír.


–Por supuesto que sí. Eres una mujer adulta. Pero déjame decirte que no te culpo, cariño. Si yo tuviera treinta años menos habría hecho exactamente lo mismo.


Paula se quedó mirando a su madre mientras se iba. 


Esperaba que la sometiera al tercer grado, o su desaprobación, ¡o algo! Desde luego, no esperaba que su madre aprobara a Pedro sin reservas.


Paula suspiró. Aquel hombre era un diablo. Incluso a su padre la caía bien. Sin duda toda la familia caería bajo su hechizo en cuestión de minutos.





CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 18





Cuando se pararon en Sandy Hollow para comer, Paula entendía ya mucho mejor por qué Pedro no estaba interesado en el matrimonio. Descubrir que tu madre se había casado con tu padre por el dinero debía de ser un golpe duro. De todas formas, había sido una buena idea que su padre no le contara nada hasta que Pedro cumplió los veintiún años. Así había podido crecer queriendo a su madre, quien, a pesar de ser materialista, había sido claramente una buena madre para él.


En cualquier caso, sus acciones habían provocado que su hijo perdiera la fe en las relaciones con el sexo opuesto. 


Teniendo en cuenta que algún día sería tan rico como su padre, Pedro siempre buscaría en sus novias alguna señal para saber si eran unas cazafortunas. Debía de ser una vida difícil.


Y también explicaba por qué Pedro se centraba en el sexo cuando estaba con una chica que le gustaba. El sexo era un lugar seguro, sobre todo el tipo de sexo que Pedro practicaba.


Aquella dinámica mantenía a sus novias alejadas, tanto física como emocionalmente. Paula se dio cuenta de que la única vez que habían mantenido relaciones sexuales cara a cara fue cuando ella se puso encima. Pero incluso entonces, Pedro adoptó el papel de mirón y no el de un compañero amoroso.


–Ni tu padre ni tu madre se han vuelto a casar –señaló Paula cuando estuvieron sentados en el restaurante tomando un sándwich de carne con ensalada–. ¿Por qué crees que no lo han hecho?


Pedro se encogió de hombros.


–Mi madre siempre decía que se volvería a casar si se enamoraba. Pero no creo que eso pase, teniendo en cuenta la clase de hombres con los que sale. Tipos jóvenes y guapos sin mucho cerebro. A mi madre le gusta la inteligencia cuando sale de la cama.


Paula trató de no mostrar asombro por el modo en que hablaba de la vida sexual de su madre.


–Pero ¿quién sabe? El tipo con el que se ha ido de crucero parece distinto. No es tan joven y además trabaja. Me enteraré de más cosas cuando vuelva mañana a casa. En cuanto a mi padre… tal vez suene absurdo, pero creo que mi madre es la única mujer a la que ha amado. Aunque no te creas, le fue infiel durante el matrimonio. Al parecer tenía varias amantes. Todavía hay muchas mujeres detrás de él aunque tenga sesenta y cinco años y no sea el hombre más guapo del mundo. El dinero es un poderoso afrodisíaco –añadió con ironía.


Paula suspiró.


–Ahora entiendo por qué no te quieres casar.


–¿Qué? –preguntó Pedro con asombro–. Yo nunca he dicho que no me quiera casar.


Ella frunció el ceño.


–Claro que sí. Cuando te pregunté por qué rompiste con Anabela me dijiste que ella quería casarse y tú no.


–Con ella no. No la amo. Eso no significa que no me lo llegara a plantear con otra persona.


–Ah –Paula estaba impactada por el cambio de rumbo de los acontecimientos. Pero aquello no cambiaba nada. Aunque Pedro se planteara alguna vez casarse, no lo haría con una chica normal y corriente como ella.


Pedro se quedó mirando a Paula y se preguntó si aquella sería la razón por la que se había negado a ir a Nueva York con él. Porque quería casarse y pensaba que él no. 


Aunque Pedro no estaba pensando en declararse. A pesar de que nunca había sentido nada tan fuerte por ninguna chica.


En aquel momento decidió que a finales de semana volvería a pedirle que fuera a Nueva York con él. Mientras tanto se lo haría pasar como nunca por las noches. Y sí, tal vez incluso hiciera algo por Fab Fashions entre bastidores.


–¿Estás completamente segura de que no quieres que vaya a la barbacoa de tu familia? –le preguntó antes de darle un mordisco a su sándwich.


Paula se sentía tentada. Pedro podía verlo.


–Te prometo que me portaré muy bien –añadió.


Ella se rio.


–No eres tú quien me preocupa, sino mi madre.


Pedro no le importaba nada que su madre se diera cuenta de que se acostaban. Las madres nunca habían sido un problema para él. Normalmente les caía bien.


–Voy a ir a esa barbacoa –afirmó entonces Pedro–. Y no hay nada más que decir. Y ahora hablemos del nuevo nombre de Fab Fashions. He estado pensando. ¿Qué te parece Real Women? Sería en sí mismo una buena campaña. Ropa para mujeres de verdad y todo eso.


Ahí estaba otra vez el hombre de acción, pensó Paula. 


Primero le decía que iba a ir y luego cambiaba de tema.


No tuvo más remedio que sonreír. Era un hombre muy inteligente.


–Creo que es un nombre estupendo –afirmó–. Me encanta.



Siguieron comiendo en silencio durante unos instantes.


–La carne estaba muy buena –aseguró Pedro limpiándose la boca con una servilleta de papel.


–Mi padre hace unos filetes a la barbacoa mucho mejores –comentó ella.


–En ese caso, me reservaré para más tarde.


–No dejes que mis hermanos te den demasiada cerveza.


–¿Por qué? ¿Te da miedo que luego no cumpla cuando me lleves a casa?


–¿Cómo? ¡Por supuesto que no! ¿No has tenido suficiente sexo este fin de semana?


–El sexo nunca es suficiente.


–Sí, cuando implica que te azoten el trasero –Paula bajó la voz para que los de la mesa de al lado no pudieran oírlo.


Pedro frunció el ceño.


–Lo siento. Anoche me dejé llevar un poco. En ese caso, hoy puedes tomarte el día libre.


Paula trató de enfadarse con él, pero no fue capaz. Se limitó a sonreír.


–Algún día, Pedro Alfonso, alguna mujer te mandará a freír espárragos.


Él asintió.


–Puede que tengas razón. Y me da la sensación de que esa mujer está sentada frente a mí.


«Ojalá», pensó Paula. Pero se limitó a reírse y se terminó el café. Diez minutos más tarde estaban otra vez en la carretera de regreso a casa. Entraron en la autopista justo después de las tres y media.






martes, 7 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 17




Paula se despertó cuando Pedro le sacudió el hombro, y también por el sonido del teléfono.


–Estaba en la cocina preparando café cuando empezó a sonar –le explicó él pasándoselo.


Paula trató de agarrar el teléfono, sentarse y cubrirse los senos desnudos a la vez, pero no lo consiguió.


¿Qué diablos?, pensó desesperada. Ni que Pedro no le hubiera visto los senos antes. Y, sin embargo, de pronto sentía vergüenza delante de él. Supuso que no todos los días se levantaba una con semejantes recuerdos. En cierto modo le parecía irreal. ¿De verdad la había atado y le había dado unos azotes? Estaba claro que sí, a juzgar por lo sensible que tenía el trasero.


–Es mi madre –dijo tratando de sonar natural–. ¿Te importa? –le hizo un gesto para que se fuera.


Pedro sonrió, se dio la vuelta y salió del dormitorio. Gracias a Dios. Aquel diablo de hombre estaba completamente desnudo. Estaba claro que él no sufría de timidez.


–Hola, mamá –dijo Paula al teléfono–. Es un poco temprano, ¿no? Acabo de despertarme. ¿Te importa que te cuente de la boda cuando llegue a casa?


–Supongo que no. Pero también te llamaba para recordarte que hoy es el día de la barbacoa familiar. Pensé que a lo mejor te habías olvidado.


Y así era. Era una tradición que se celebraba una vez al mes, cuando la familia se reunía en casa de sus padres.


–Estaba pensando que podrías decirle a Pedro que viniera. A tu padre y a mí nos encantaría conocerle.


Lo que significaba que su madre quería ver qué aspecto tenía. Su madre era una mujer muy intuitiva, y seguramente habría captado algo en su tono de voz.


–Se lo diré, mamá –accedió Paula–. Pero no te garantizo que diga que sí. Tal vez quiera irse a su casa después de un viaje tan largo.


–Entiendo. Bueno, ¿qué te parece si me llamas cuando pares y me dices si Pedro viene o no?


–Lo haré. Ahora tengo que irme, mamá.


–Antes de irte, ¿qué tal la boda? ¿No ocurrió ningún desastre relacionado con la ley de Murphy?


–Todo salió perfecto, mamá –aseguró Paula–. Te llamaré más tarde. Adiós.


Paula se levantó y se metió rápidamente al baño, donde la visión de su vestido rosa de dama de honor colgado en la bañera le recordó al escenario de sumisión que Pedro había insistido en crear. Ahí fue cuando comenzó su pérdida de voluntad, por supuesto. En aquella ducha. Para cuando Pedro cerró el agua, estaba tan excitada que podría haber hecho cualquier cosa con ella.


La velocidad con la que se había convertido en una esclava sexual sumisa era alarmante. Entonces, ¿por qué no estaba alarmada? Tal vez porque debajo de todo aquel juego de dominación, Pedro era un buen hombre. Un hombre decente. Paula estaba convencida de que nunca la haría daño. No había más que ver cómo le había hecho el amor por la noche, de forma dulce y suave. Paula había disfrutado de aquella vez más que en otras ocasiones. Y había habido bastantes hasta el momento, pensó. Pedro parecía incapaz de mantener las manos alejadas de ella.


Tras darse una ducha rápida, Paula se puso en el trasero un poco de crema hidratante que encontró en la cómoda. 


Todavía le ardía un poco, aunque no demasiado. Luego se cepilló los dientes, se recogió el pelo en una coleta y corrió a la otra habitación para agarrar ropa limpia: unos vaqueros blancos y una camiseta de tirantes azul y blanca. Se calzó unas sandalias blancas y se dirigió a la cocina. Por fortuna, Pedro llevaba ahora el albornoz blanco que antes estaba en el suelo del dormitorio. Estaba sentado a la mesa con una tostada y un café delante.


–Creo que tu madre te quiere sonsacar –aseguró.


–Seguramente. Es difícil que se le escape algo –reconoció Paula–. Quería saber cómo había salido la boda. Y también quería invitarte esta noche a nuestra barbacoa familiar.


Pedro alzó las cejas.


–¿Tú quieres que vaya, Paula?


Ella se encogió de hombros.


–No creo que te fueras a divertir mucho. Mi madre te interrogaría, y mi padre seguramente te sometería al tercer grado si pensara que estabas interesado en mí.


–Y lo estoy.


A Paula le molestó que dijera aquello. Porque no estaba realmente interesado en ella. Solo quería seguir practicando el sexo mientras estuviera en Australia. Sí, Pedro era básicamente un hombre bueno, pero también era mimado y egoísta. Aunque eso no era culpa suya, por supuesto. Había nacido guapo y rico, y ambas cosas suponían factores de corrupción. Seguramente habría desarrollado el gusto por las perversiones porque había practicado demasiado sexo en su vida y se había aburrido de hacer el amor a la manera tradicional.


Paula suspiró.


–Sinceramente, creo que no deberías ir.


–¿Por qué?


–Por las razones que acabo de darte.


–Pero quiero conocer a tus padres.


Paula puso los ojos en blanco.


–Por el amor de Dios, ¿por qué?


–Porque quiero pedirles que te den esta semana libre para que podamos ir a Sídney y trabajar juntos en Fab Fashions. He pensado que podríamos quedarnos allí en lugar de tener que conducir todos los días por la autopista. Mi madre tiene un apartamento en Bondi que podríamos usar.


Paula no supo qué decir. Ella quería ir, por supuesto. Quería tener la oportunidad de hacer algo por Fab Fashions. Y sí, quería pasar más tiempo a solas con Pedro. Pero en el fondo, en el lugar reservado para las decisiones difíciles, sabía que, si lo hacía, se implicaría más emocionalmente con él.


–No… no sé, Pedro –murmuró vacilante apartándose para prepararse un café–. Como tú mismo dijiste, seguramente no hay forma de arreglar Fab Fashions. Sería una pérdida de tiempo.


–No estoy de acuerdo. Hablaremos de ello en el camino de regreso a casa y pensaremos en un nombre nuevo, uno que suponga un éxito de marketing. Porque tienes razón, Paula. Las empresas como la nuestra no deberían largarse cuando las cosas se ponen difíciles. Podemos permitirnos sufrir algunas pérdidas durante un tiempo, sobre todo si la alternativa es que haya gente que pierda su trabajo.


Paula quería creer que hablaba en serio. Pero le costaba. 


Empresas como Alfonso y Asociados solo buscaban beneficios. No les importaba nada la gente corriente. Y eso era ella. Gente corriente.


Paula terminó de preparar el café y lo llevó a la mesa.


–Lo siento, Pedro –dijo sentándose en una silla–. Pero prefiero no hacerlo. Soy mecánica, no experta en marketing.


–Entonces, ¿no vas a luchar por Fab Fashions?


–Ya te conté lo que no iba bien del negocio. Eres un hombre inteligente. Me pondré la capa de las ideas en el camino de regreso a casa y pensaré un nombre que pueda funcionar. Luego dependerá de ti.


Pedro se la quedó mirando durante un largo instante y luego se encogió de hombros.


–Como quieras –dijo–. Pero no me importaría ir a esa barbacoa, Paula.


–No, Pedro, yo prefiero que no vengas.


Él frunció el ceño.


–¿Y eso?


–No quiero que mis padres se enteren de lo que hemos estado haciendo este fin de semana. Y se enterarán. A mi madre le bastará con vernos juntos para saberlo.


–Somos adultos, Paula. No es ningún crimen que tengamos relaciones sexuales.


–No, pero no es propio de mí meterme tan rápidamente en la cama de un hombre. Seguramente mi madre llegará a la conclusión equivocada.


–¿Y qué conclusión es esa?


–Que me he enamorado locamente.


Una vez más, Pedro se la quedó mirando largamente.


–Doy por hecho que eso no ha pasado, ¿verdad?


–Sabes perfectamente que no. Hemos tenido un fin de semana sucio, eso es todo –no era propio de ella describir su fin de semana en aquellos términos, pero después de todo, era la verdad.


–Yo no lo veo así, Paula. Me gustas. Mucho. Y quiero verte más.


–Lo que quieres es tener más sexo pervertido conmigo mientras estés en Australia.


Pedro frunció el ceño en gesto disgustado.


–Haces que todo suene sucio. Sí, por supuesto que quiero tener más sexo contigo, pero no solo sexo perverso. También me gusta hacer el amor contigo de forma más tradicional. Y quiero pasar tiempo contigo fuera de la cama.


Paula soltó una carcajada amarga.


–Sí, ya me he dado cuenta de que también te gusta hacerlo fuera de la cama.


Los azules ojos de Pedro brillaron frustrados.


–Muy graciosa. Solo recuerda que fuiste tú quien declinó mi oferta de trabajar juntos en Fab Fashions.


–Podré vivir con ello. Con lo que no puedo vivir es con que me tomes por una idiota.


Pedro se puso muy recto en la silla. Tenía una expresión furiosa.


–Nunca he hecho nada semejante. Creo que eres una de las mujeres más inteligentes que he conocido en mi vida. Y la más obstinada. Supongo que, si te pido que vengas a Nueva York conmigo, me dirás también que no.


Paula no podía estar más sorprendida. Tanto que se quedó sin palabras.


–¿Y bien? –le espetó Pedro al ver que no decía nada–. ¿Qué contestarías a esa oferta?


Paula aspiró con fuerza el aire y luego lo dejó escapar muy despacio.


–Te diría que muchas gracias pero no. Mi vida está aquí, en Australia. No sería feliz en Nueva York.


–¿Cómo lo sabes?


–Sencillamente, lo sé.


Pedro la miró ahora con desesperación.


–La mayoría de las chicas no dejaría pasar la oportunidad. Por el amor de Dios, Paula, no tendrás que pagar por nada. Podrías quedarte en mi apartamento y pasar las mejores vacaciones de tu vida.


La palabra «vacaciones» reafirmó lo que Paula ya sabía. No estaba interesado seriamente en ella. Y nunca lo estaría. 


Pedro ya había dicho que no quería casarse. Solo se estaba divirtiendo, y con el tiempo se cansaría de ella.


–¿No podríamos dejar las cosas como están, Pedro? Estaré encantada de salir contigo mientras estés aquí. Me gustas mucho, pero no quiero ir a América contigo.


Pedro supuso que debería haberse sentido aliviado de que no aceptara su impulsiva oferta. Pero no era así. Se sentía decepcionado. Quería enseñarle Nueva York, quería que se lo pasara como nunca.


–De acuerdo –murmuró.


–Por favor, no me consideres una ingrata –continuó Paula mirándole con cariño–. Ha sido una oferta muy generosa. Pero es mejor que me quede aquí, en Australia.


Pedro suspiró y luego sonrió.


–Bueno, pero mañana por la noche cenamos juntos, ¿de acuerdo?


Ella sonrió también.


–Por supuesto. ¿Dónde vas a llevarme?


–No tengo ni idea. Le preguntaré a mi madre cuando vuelva mañana. Ella conoce los mejores sitios de la zona. Pero tendrás que venir a buscarme. No puedo conducir hasta que consiga el alta médica. Con suerte, el martes ya la tendré y podré conducir el coche de mi madre.


–Entonces, ¿tu madre estará allí cuando pase a recogerte? –preguntó Paula con cierto pánico.


–Sí, pero no te preocupes. Mi madre es muy simpática, a pesar de todo.


–¿Qué quieres decir con eso?


–Te lo explicaré en el camino de regreso –dijo Pedro, pensando que no tendría que haber hecho aquel comentario tan revelador.


Pero ya era demasiado tarde. Además, así tendrían algo de qué hablar. Contarle a Paula las proezas de su madre a lo largo de los años le llevaría tiempo.


–Iré a ducharme y a afeitarme mientras tú desayunas. Luego deberíamos ponernos en marcha.