miércoles, 8 de abril de 2015
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 19
La casa de Paula era más grande de lo que Pedro esperaba, se trataba de una construcción familiar de dos plantas en ladrillo rosado, con un cobertizo enorme situado en el prado de al lado. Sin duda se trataba del taller, y además hacía las veces de garaje para los coches de alquiler. El terreno que rodeaba la casa era también mayor de lo que Pedro esperaba, al menos cinco acres. Era una finca muy bonita, con jardines bien cuidados, zonas de césped y árboles.
Paula llevó el coche hacia la entrada y lo dejó sobre la gravilla, al lado de la casa. El reloj marcaba las cuatro cuando se bajaron. Paula le había dicho que la barbacoa empezaría sobre las cinco, así que tenían tiempo antes de que llegaran sus hermanos con sus familias.
–Qué sitio tan bonito –afirmó Pedro.
Paula sonrió.
–A nosotros nos gusta. Mi madre estará en la cocina, preparando las ensaladas. Ven a conocerla.
–Supongo que eso es la oficina –dijo cuando pasaron por delante de una especie de garaje con puertas corredizas en las que se leía Alquiler de coches Chaves en legras negras.
–Sí –dijo Paula–. Estos son los dominios de mi madre. Mamá, estamos aquí –exclamó abriendo la puerta de entrada.
Una mujer apareció al final del recibidor. Era más bajita que Paula y un poco más oronda.
–Vaya, qué rápido. No os esperaba al menos hasta las cuatro y media.
Pedro la vio con más claridad cuando se acercó. No se parecía en nada a Paula, tenía el pelo rubio ceniza y los ojos azules, aunque resultaba atractiva para su edad.
–Hola –dijo la mujer sonriendo mientras le miraba de arriba abajo–. Tú debes de ser Pedro.
–Y usted debe de ser la señora Chaves–contestó él inclinándose para darle un beso en la mejilla–. Encantado de conocerla.
La expresión de su madre era la de una fan de una estrella de rock al ver a su ídolo. Paula no daba crédito.
–Oh, puedes llamarme Rosario.
Paula se consoló pensando que no podría encandilar tan fácilmente a su padre. Armando Chaves era duro de pelar. No le iba a impresionar un tipo de Nueva York que nunca se había ensuciado las manos.
–De acuerdo, Rosario –Pedro sonrió y mostró la blancura brillante de sus dientes–. ¿Serías tan amable de indicarme dónde está el cuarto de baño más cercano?
Su madre no se lo indicó, sino que le acompañó personalmente al servicio que había al lado del salón y dejó a Paula en el recibidor más sola que la una.
Paula suspiró y luego subió las escaleras para ir al baño de la habitación principal. Cuando volvió a bajar, Pedro estaba acomodado en uno de los taburetes de la cocina, charlando animadamente con su madre mientras ella seguía preparando las ensaladas.
–El nombre que se le ha ocurrido a Pedro para Fab Fashions es estupendo, ¿verdad? –le hizo un gesto a Paula para que se uniera a ellos.
–Sí, fantástico –reconoció Paula. Pedro la miró con ojos entornados. ¿Habría captado el sarcasmo en su tono de voz?
–Tal vez puedas recuperar pronto tu trabajo allí –continuó Rosario.
–Nunca se sabe, mamá. Supongo que papá está en el cobertizo trabajando en el Cadillac azul, ¿verdad?
–Sí, ayer llegaron por fin los asientos. Lleva todo el día trabajando en él.
–Creo que debería llevar a Pedro a conocer a papá antes de que lleguen los demás, ¿no crees?
–Pero acabo de poner el agua a hervir para el té. Pedro dice que prefiere el té al café. Igual que yo.
–No tardaremos mucho, mamá –dijo Paula mirando a Pedro de un modo que no dejaba espacio para la protesta.
Pedro se bajó del taburete y la siguió hasta que salieron por la puerta.
–Eres mandona y controladora –le dijo mientras avanzaban hacia el cobertizo.
–Y tú eres un encantador de serpientes –le espetó ella–. Te sugiero que contengas tus encantos con mis cuñadas. Los Chaves son muy celosos.
–¿Las mujeres también?
–También. Así que ándate con ojo.
–Me gusta que estés celosa.
–Claro que te gusta. Tienes un ego que no te cabe en el cuerpo.
Su padre escogió aquel momento para salir del cobertizo secándose las manos en un trapo.
–Me ha parecido escuchar a alguien –dijo avanzando–. Tú debes de ser Pedro –le tendió la mano.
Pedro se la estrechó y pensó que de ahí le venía a Paula su belleza. Armando Chaves era un hombre muy guapo, de pelo negro y grueso con algunas canas y ojos marrones y profundos que en aquel momento lo observaban con detenimiento a él.
–Bueno, ¿y qué tal el fin de semana? –miraba a Pedro, no a Paula–. ¿Salió bien la boda al final?
–Todo fue perfecto gracias a la ayuda de Paula.
–Sí, Rosario me lo contó todo. Bueno, tengo que terminar esto y luego ir a asearme.
–¿Puedo ayudarle, señor Chaves?
–Lo dudo. Estoy colocando asientos nuevos en un viejo Cadillac descapotable que he comprado. A los chicos les gusta alquilar ese tipo de coches para la noche de su graduación.
–Hubo un tiempo en que mi padre coleccionaba coches antiguos. ¿Qué modelo de Cadillac es?
Paula no se lo podía creer. Los dos hombres entraron juntos en el cobertizo hablando de coches. Ella se dio la vuelta echando humo y volvió a la casa tratando de controlar la desesperación.
–¿Dónde está Pedro? –le preguntó su madre sin más preámbulo cuando Paula entró en la cocina.
–Ayudando a papá con el Cadillac, ¿te lo puedes creer? Pero, si estás preparando té, yo sí me tomaré una taza.
–¿Puedes servírtela tú misma, cariño? Tengo que ir a arreglarme un poco. No puedo ir así vestida con un invitado como Pedro.
–Solo es un hombre, mamá, no una estrella de cine.
–Bueno, pues parece una estrella de cine. Ya sé que dijiste que era guapo, pero nunca imaginé que lo sería tanto. Nunca había conocido a un hombre así, y apuesto a que tú tampoco. ¿Ha pasado algo entre vosotros este fin de semana que yo deba saber?
Paula trató de mantener un gesto inexpresivo.
–¿A qué te refieres?
–Ya lo sabes.
–Mamá, yo creo que mi vida sexual es asunto mío, ¿no te parece?
Su madre la miró durante un largo instante antes de sonreír.
–Por supuesto que sí. Eres una mujer adulta. Pero déjame decirte que no te culpo, cariño. Si yo tuviera treinta años menos habría hecho exactamente lo mismo.
Paula se quedó mirando a su madre mientras se iba.
Esperaba que la sometiera al tercer grado, o su desaprobación, ¡o algo! Desde luego, no esperaba que su madre aprobara a Pedro sin reservas.
Paula suspiró. Aquel hombre era un diablo. Incluso a su padre la caía bien. Sin duda toda la familia caería bajo su hechizo en cuestión de minutos.
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 18
Cuando se pararon en Sandy Hollow para comer, Paula entendía ya mucho mejor por qué Pedro no estaba interesado en el matrimonio. Descubrir que tu madre se había casado con tu padre por el dinero debía de ser un golpe duro. De todas formas, había sido una buena idea que su padre no le contara nada hasta que Pedro cumplió los veintiún años. Así había podido crecer queriendo a su madre, quien, a pesar de ser materialista, había sido claramente una buena madre para él.
En cualquier caso, sus acciones habían provocado que su hijo perdiera la fe en las relaciones con el sexo opuesto.
Teniendo en cuenta que algún día sería tan rico como su padre, Pedro siempre buscaría en sus novias alguna señal para saber si eran unas cazafortunas. Debía de ser una vida difícil.
Y también explicaba por qué Pedro se centraba en el sexo cuando estaba con una chica que le gustaba. El sexo era un lugar seguro, sobre todo el tipo de sexo que Pedro practicaba.
Aquella dinámica mantenía a sus novias alejadas, tanto física como emocionalmente. Paula se dio cuenta de que la única vez que habían mantenido relaciones sexuales cara a cara fue cuando ella se puso encima. Pero incluso entonces, Pedro adoptó el papel de mirón y no el de un compañero amoroso.
–Ni tu padre ni tu madre se han vuelto a casar –señaló Paula cuando estuvieron sentados en el restaurante tomando un sándwich de carne con ensalada–. ¿Por qué crees que no lo han hecho?
Pedro se encogió de hombros.
–Mi madre siempre decía que se volvería a casar si se enamoraba. Pero no creo que eso pase, teniendo en cuenta la clase de hombres con los que sale. Tipos jóvenes y guapos sin mucho cerebro. A mi madre le gusta la inteligencia cuando sale de la cama.
Paula trató de no mostrar asombro por el modo en que hablaba de la vida sexual de su madre.
–Pero ¿quién sabe? El tipo con el que se ha ido de crucero parece distinto. No es tan joven y además trabaja. Me enteraré de más cosas cuando vuelva mañana a casa. En cuanto a mi padre… tal vez suene absurdo, pero creo que mi madre es la única mujer a la que ha amado. Aunque no te creas, le fue infiel durante el matrimonio. Al parecer tenía varias amantes. Todavía hay muchas mujeres detrás de él aunque tenga sesenta y cinco años y no sea el hombre más guapo del mundo. El dinero es un poderoso afrodisíaco –añadió con ironía.
Paula suspiró.
–Ahora entiendo por qué no te quieres casar.
–¿Qué? –preguntó Pedro con asombro–. Yo nunca he dicho que no me quiera casar.
Ella frunció el ceño.
–Claro que sí. Cuando te pregunté por qué rompiste con Anabela me dijiste que ella quería casarse y tú no.
–Con ella no. No la amo. Eso no significa que no me lo llegara a plantear con otra persona.
–Ah –Paula estaba impactada por el cambio de rumbo de los acontecimientos. Pero aquello no cambiaba nada. Aunque Pedro se planteara alguna vez casarse, no lo haría con una chica normal y corriente como ella.
Pedro se quedó mirando a Paula y se preguntó si aquella sería la razón por la que se había negado a ir a Nueva York con él. Porque quería casarse y pensaba que él no.
Aunque Pedro no estaba pensando en declararse. A pesar de que nunca había sentido nada tan fuerte por ninguna chica.
En aquel momento decidió que a finales de semana volvería a pedirle que fuera a Nueva York con él. Mientras tanto se lo haría pasar como nunca por las noches. Y sí, tal vez incluso hiciera algo por Fab Fashions entre bastidores.
–¿Estás completamente segura de que no quieres que vaya a la barbacoa de tu familia? –le preguntó antes de darle un mordisco a su sándwich.
Paula se sentía tentada. Pedro podía verlo.
–Te prometo que me portaré muy bien –añadió.
Ella se rio.
–No eres tú quien me preocupa, sino mi madre.
A Pedro no le importaba nada que su madre se diera cuenta de que se acostaban. Las madres nunca habían sido un problema para él. Normalmente les caía bien.
–Voy a ir a esa barbacoa –afirmó entonces Pedro–. Y no hay nada más que decir. Y ahora hablemos del nuevo nombre de Fab Fashions. He estado pensando. ¿Qué te parece Real Women? Sería en sí mismo una buena campaña. Ropa para mujeres de verdad y todo eso.
Ahí estaba otra vez el hombre de acción, pensó Paula.
Primero le decía que iba a ir y luego cambiaba de tema.
No tuvo más remedio que sonreír. Era un hombre muy inteligente.
–Creo que es un nombre estupendo –afirmó–. Me encanta.
Siguieron comiendo en silencio durante unos instantes.
–La carne estaba muy buena –aseguró Pedro limpiándose la boca con una servilleta de papel.
–Mi padre hace unos filetes a la barbacoa mucho mejores –comentó ella.
–En ese caso, me reservaré para más tarde.
–No dejes que mis hermanos te den demasiada cerveza.
–¿Por qué? ¿Te da miedo que luego no cumpla cuando me lleves a casa?
–¿Cómo? ¡Por supuesto que no! ¿No has tenido suficiente sexo este fin de semana?
–El sexo nunca es suficiente.
–Sí, cuando implica que te azoten el trasero –Paula bajó la voz para que los de la mesa de al lado no pudieran oírlo.
Pedro frunció el ceño.
–Lo siento. Anoche me dejé llevar un poco. En ese caso, hoy puedes tomarte el día libre.
Paula trató de enfadarse con él, pero no fue capaz. Se limitó a sonreír.
–Algún día, Pedro Alfonso, alguna mujer te mandará a freír espárragos.
Él asintió.
–Puede que tengas razón. Y me da la sensación de que esa mujer está sentada frente a mí.
«Ojalá», pensó Paula. Pero se limitó a reírse y se terminó el café. Diez minutos más tarde estaban otra vez en la carretera de regreso a casa. Entraron en la autopista justo después de las tres y media.
martes, 7 de abril de 2015
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 17
Paula se despertó cuando Pedro le sacudió el hombro, y también por el sonido del teléfono.
–Estaba en la cocina preparando café cuando empezó a sonar –le explicó él pasándoselo.
Paula trató de agarrar el teléfono, sentarse y cubrirse los senos desnudos a la vez, pero no lo consiguió.
¿Qué diablos?, pensó desesperada. Ni que Pedro no le hubiera visto los senos antes. Y, sin embargo, de pronto sentía vergüenza delante de él. Supuso que no todos los días se levantaba una con semejantes recuerdos. En cierto modo le parecía irreal. ¿De verdad la había atado y le había dado unos azotes? Estaba claro que sí, a juzgar por lo sensible que tenía el trasero.
–Es mi madre –dijo tratando de sonar natural–. ¿Te importa? –le hizo un gesto para que se fuera.
Pedro sonrió, se dio la vuelta y salió del dormitorio. Gracias a Dios. Aquel diablo de hombre estaba completamente desnudo. Estaba claro que él no sufría de timidez.
–Hola, mamá –dijo Paula al teléfono–. Es un poco temprano, ¿no? Acabo de despertarme. ¿Te importa que te cuente de la boda cuando llegue a casa?
–Supongo que no. Pero también te llamaba para recordarte que hoy es el día de la barbacoa familiar. Pensé que a lo mejor te habías olvidado.
Y así era. Era una tradición que se celebraba una vez al mes, cuando la familia se reunía en casa de sus padres.
–Estaba pensando que podrías decirle a Pedro que viniera. A tu padre y a mí nos encantaría conocerle.
Lo que significaba que su madre quería ver qué aspecto tenía. Su madre era una mujer muy intuitiva, y seguramente habría captado algo en su tono de voz.
–Se lo diré, mamá –accedió Paula–. Pero no te garantizo que diga que sí. Tal vez quiera irse a su casa después de un viaje tan largo.
–Entiendo. Bueno, ¿qué te parece si me llamas cuando pares y me dices si Pedro viene o no?
–Lo haré. Ahora tengo que irme, mamá.
–Antes de irte, ¿qué tal la boda? ¿No ocurrió ningún desastre relacionado con la ley de Murphy?
–Todo salió perfecto, mamá –aseguró Paula–. Te llamaré más tarde. Adiós.
Paula se levantó y se metió rápidamente al baño, donde la visión de su vestido rosa de dama de honor colgado en la bañera le recordó al escenario de sumisión que Pedro había insistido en crear. Ahí fue cuando comenzó su pérdida de voluntad, por supuesto. En aquella ducha. Para cuando Pedro cerró el agua, estaba tan excitada que podría haber hecho cualquier cosa con ella.
La velocidad con la que se había convertido en una esclava sexual sumisa era alarmante. Entonces, ¿por qué no estaba alarmada? Tal vez porque debajo de todo aquel juego de dominación, Pedro era un buen hombre. Un hombre decente. Paula estaba convencida de que nunca la haría daño. No había más que ver cómo le había hecho el amor por la noche, de forma dulce y suave. Paula había disfrutado de aquella vez más que en otras ocasiones. Y había habido bastantes hasta el momento, pensó. Pedro parecía incapaz de mantener las manos alejadas de ella.
Tras darse una ducha rápida, Paula se puso en el trasero un poco de crema hidratante que encontró en la cómoda.
Todavía le ardía un poco, aunque no demasiado. Luego se cepilló los dientes, se recogió el pelo en una coleta y corrió a la otra habitación para agarrar ropa limpia: unos vaqueros blancos y una camiseta de tirantes azul y blanca. Se calzó unas sandalias blancas y se dirigió a la cocina. Por fortuna, Pedro llevaba ahora el albornoz blanco que antes estaba en el suelo del dormitorio. Estaba sentado a la mesa con una tostada y un café delante.
–Creo que tu madre te quiere sonsacar –aseguró.
–Seguramente. Es difícil que se le escape algo –reconoció Paula–. Quería saber cómo había salido la boda. Y también quería invitarte esta noche a nuestra barbacoa familiar.
Pedro alzó las cejas.
–¿Tú quieres que vaya, Paula?
Ella se encogió de hombros.
–No creo que te fueras a divertir mucho. Mi madre te interrogaría, y mi padre seguramente te sometería al tercer grado si pensara que estabas interesado en mí.
–Y lo estoy.
A Paula le molestó que dijera aquello. Porque no estaba realmente interesado en ella. Solo quería seguir practicando el sexo mientras estuviera en Australia. Sí, Pedro era básicamente un hombre bueno, pero también era mimado y egoísta. Aunque eso no era culpa suya, por supuesto. Había nacido guapo y rico, y ambas cosas suponían factores de corrupción. Seguramente habría desarrollado el gusto por las perversiones porque había practicado demasiado sexo en su vida y se había aburrido de hacer el amor a la manera tradicional.
Paula suspiró.
–Sinceramente, creo que no deberías ir.
–¿Por qué?
–Por las razones que acabo de darte.
–Pero quiero conocer a tus padres.
Paula puso los ojos en blanco.
–Por el amor de Dios, ¿por qué?
–Porque quiero pedirles que te den esta semana libre para que podamos ir a Sídney y trabajar juntos en Fab Fashions. He pensado que podríamos quedarnos allí en lugar de tener que conducir todos los días por la autopista. Mi madre tiene un apartamento en Bondi que podríamos usar.
Paula no supo qué decir. Ella quería ir, por supuesto. Quería tener la oportunidad de hacer algo por Fab Fashions. Y sí, quería pasar más tiempo a solas con Pedro. Pero en el fondo, en el lugar reservado para las decisiones difíciles, sabía que, si lo hacía, se implicaría más emocionalmente con él.
–No… no sé, Pedro –murmuró vacilante apartándose para prepararse un café–. Como tú mismo dijiste, seguramente no hay forma de arreglar Fab Fashions. Sería una pérdida de tiempo.
–No estoy de acuerdo. Hablaremos de ello en el camino de regreso a casa y pensaremos en un nombre nuevo, uno que suponga un éxito de marketing. Porque tienes razón, Paula. Las empresas como la nuestra no deberían largarse cuando las cosas se ponen difíciles. Podemos permitirnos sufrir algunas pérdidas durante un tiempo, sobre todo si la alternativa es que haya gente que pierda su trabajo.
Paula quería creer que hablaba en serio. Pero le costaba.
Empresas como Alfonso y Asociados solo buscaban beneficios. No les importaba nada la gente corriente. Y eso era ella. Gente corriente.
Paula terminó de preparar el café y lo llevó a la mesa.
–Lo siento, Pedro –dijo sentándose en una silla–. Pero prefiero no hacerlo. Soy mecánica, no experta en marketing.
–Entonces, ¿no vas a luchar por Fab Fashions?
–Ya te conté lo que no iba bien del negocio. Eres un hombre inteligente. Me pondré la capa de las ideas en el camino de regreso a casa y pensaré un nombre que pueda funcionar. Luego dependerá de ti.
Pedro se la quedó mirando durante un largo instante y luego se encogió de hombros.
–Como quieras –dijo–. Pero no me importaría ir a esa barbacoa, Paula.
–No, Pedro, yo prefiero que no vengas.
Él frunció el ceño.
–¿Y eso?
–No quiero que mis padres se enteren de lo que hemos estado haciendo este fin de semana. Y se enterarán. A mi madre le bastará con vernos juntos para saberlo.
–Somos adultos, Paula. No es ningún crimen que tengamos relaciones sexuales.
–No, pero no es propio de mí meterme tan rápidamente en la cama de un hombre. Seguramente mi madre llegará a la conclusión equivocada.
–¿Y qué conclusión es esa?
–Que me he enamorado locamente.
Una vez más, Pedro se la quedó mirando largamente.
–Doy por hecho que eso no ha pasado, ¿verdad?
–Sabes perfectamente que no. Hemos tenido un fin de semana sucio, eso es todo –no era propio de ella describir su fin de semana en aquellos términos, pero después de todo, era la verdad.
–Yo no lo veo así, Paula. Me gustas. Mucho. Y quiero verte más.
–Lo que quieres es tener más sexo pervertido conmigo mientras estés en Australia.
Pedro frunció el ceño en gesto disgustado.
–Haces que todo suene sucio. Sí, por supuesto que quiero tener más sexo contigo, pero no solo sexo perverso. También me gusta hacer el amor contigo de forma más tradicional. Y quiero pasar tiempo contigo fuera de la cama.
Paula soltó una carcajada amarga.
–Sí, ya me he dado cuenta de que también te gusta hacerlo fuera de la cama.
Los azules ojos de Pedro brillaron frustrados.
–Muy graciosa. Solo recuerda que fuiste tú quien declinó mi oferta de trabajar juntos en Fab Fashions.
–Podré vivir con ello. Con lo que no puedo vivir es con que me tomes por una idiota.
Pedro se puso muy recto en la silla. Tenía una expresión furiosa.
–Nunca he hecho nada semejante. Creo que eres una de las mujeres más inteligentes que he conocido en mi vida. Y la más obstinada. Supongo que, si te pido que vengas a Nueva York conmigo, me dirás también que no.
Paula no podía estar más sorprendida. Tanto que se quedó sin palabras.
–¿Y bien? –le espetó Pedro al ver que no decía nada–. ¿Qué contestarías a esa oferta?
Paula aspiró con fuerza el aire y luego lo dejó escapar muy despacio.
–Te diría que muchas gracias pero no. Mi vida está aquí, en Australia. No sería feliz en Nueva York.
–¿Cómo lo sabes?
–Sencillamente, lo sé.
Pedro la miró ahora con desesperación.
–La mayoría de las chicas no dejaría pasar la oportunidad. Por el amor de Dios, Paula, no tendrás que pagar por nada. Podrías quedarte en mi apartamento y pasar las mejores vacaciones de tu vida.
La palabra «vacaciones» reafirmó lo que Paula ya sabía. No estaba interesado seriamente en ella. Y nunca lo estaría.
Pedro ya había dicho que no quería casarse. Solo se estaba divirtiendo, y con el tiempo se cansaría de ella.
–¿No podríamos dejar las cosas como están, Pedro? Estaré encantada de salir contigo mientras estés aquí. Me gustas mucho, pero no quiero ir a América contigo.
Pedro supuso que debería haberse sentido aliviado de que no aceptara su impulsiva oferta. Pero no era así. Se sentía decepcionado. Quería enseñarle Nueva York, quería que se lo pasara como nunca.
–De acuerdo –murmuró.
–Por favor, no me consideres una ingrata –continuó Paula mirándole con cariño–. Ha sido una oferta muy generosa. Pero es mejor que me quede aquí, en Australia.
Pedro suspiró y luego sonrió.
–Bueno, pero mañana por la noche cenamos juntos, ¿de acuerdo?
Ella sonrió también.
–Por supuesto. ¿Dónde vas a llevarme?
–No tengo ni idea. Le preguntaré a mi madre cuando vuelva mañana. Ella conoce los mejores sitios de la zona. Pero tendrás que venir a buscarme. No puedo conducir hasta que consiga el alta médica. Con suerte, el martes ya la tendré y podré conducir el coche de mi madre.
–Entonces, ¿tu madre estará allí cuando pase a recogerte? –preguntó Paula con cierto pánico.
–Sí, pero no te preocupes. Mi madre es muy simpática, a pesar de todo.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Te lo explicaré en el camino de regreso –dijo Pedro, pensando que no tendría que haber hecho aquel comentario tan revelador.
Pero ya era demasiado tarde. Además, así tendrían algo de qué hablar. Contarle a Paula las proezas de su madre a lo largo de los años le llevaría tiempo.
–Iré a ducharme y a afeitarme mientras tú desayunas. Luego deberíamos ponernos en marcha.
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 16
Estaba loco? Se moriría si no seguía. No había estado tan excitada en su vida.
–Estoy bien –afirmó con voz ronca–. No pares, por favor.
Pedro soltó una carcajada breve y sexy.
–Tus deseos son órdenes para mí.
Eso sí que tenía gracia, pensó Paula. Era él quien daba las órdenes. Pero a ella le encantaba.
–Solo es un juego, Paula –le recordó ahora–. Puedes detenerme en cualquier momento, ¿de acuerdo?
–De acuerdo –murmuró ella.
El primer azote de su mano derecha en la nalga izquierda hizo que contuviera el aliento, pero no por el dolor, sino por el asombro. Aunque sí le ardió un poco. Paula hundió la cara en la colcha, decidida a no gritar. Siguió otro azote. Y luego otro. La mano de Pedro fue de izquierda a derecha con un ritmo lento e incesante hasta que tuvo las nalgas en llamas.
Y rojas, sin duda. Y aunque le ardía el trasero y estaba incómoda, no quería que parara. Había algo exquisitamente placentero en aquella experiencia. Paula aguantaba la respiración entre azotes anticipándose al contacto de la mano de Pedro sobre su piel y mordiéndose el labio inferior cada vez. Los azotes empezaron a espaciarse, el tiempo de espera se extendió hasta que estuvo a punto de suplicar por más. Cuando finalmente Pedro se detuvo del todo, ella gimió frustrada.
–Ya es suficiente –afirmó Pedro.
Pero no la desató. Lo que hizo fue tumbarse a su lado en la cama. Cuando giró la cabeza para mirarlo, vio que estaba completamente desnudo.
–Dime, ¿qué te ha parecido? –le preguntó Pedro.
–Lo que me ha parecido –jadeó ella–, es que, si no me haces el amor en los próximos diez segundos, eres hombre muerto.
Pedro sonrió.
–No estás en posición de dar órdenes, ¿no es así, querida Paula?
–Por favor, Pedro –suplicó ella.
–Si insistes…
Paula no podía creer que no la desatara al principio. Se limitó a abrirle las piernas y luego se colocó entre ellas.
Paula gimió cuando se frotó contra su cuerpo.
–Estás muy húmeda –murmuró él.
Pedro estaba a punto de perder el control. Había llegado el momento de ponerse el preservativo, antes de que las cosas se le fueran de las manos.
Gracias a Dios, Andy le había proporcionado reservas, así que tenía uno a mano.
Paula gritó cuando la penetró y agitó con frenesí el trasero contra él con una urgencia que denotaba un cruel nivel de frustración. Pedro no estaba mucho mejor, la agarró de las caderas y marcó un ritmo salvaje, olvidándose de todo excepto de lo que su cuerpo estaba sintiendo en aquel momento. El calor. El deseo exacerbado. La locura de todo aquello. El repentino y violento clímax de Paula solo precedió al suyo por un segundo o dos.
Paula se quedó después tumbada, asombrada y completamente satisfecha. Comenzó a sentir una languidez en las extremidades y los párpados se le fueron volviendo más y más pesados. Pedro estaba tumbado boca arriba y ahora respiraba profundamente. Paula quería mantenerse despierta. Pero no podía decirle que no al sueño. Llegó al instante, cuando todavía tenía las manos atadas.
Pedro también se quedó dormido.
Se despertó él primero, confundido durante un instante sin saber dónde estaba. Y luego lo recordó todo.
Soltó un gemido de culpabilidad. ¿Cómo era posible que la hubiera dejado así? No se despertó cuando la desató con sumo cuidado. Se estiró levemente cuando sacó la almohada de debajo de sus caderas, pero gracias a Dios no se despertó. Se puso en posición semifetal. Pedro le cubrió el delicioso trasero con una sábana y se dirigió al cuarto de baño.
Se dio una ducha rápida y regresó al dormitorio. Se quedó al lado de la cama con la vista clavada en el cuerpo de Paula.
Supuso que no debía sentirse culpable de nada; Paula había disfrutado. Nunca tenía la certeza absoluta de que sus novias cumplieran sus deseos sexuales porque estaban en la misma onda que él o porque era el hijo y heredero de Mariano Alfonso. Con Paula no tenía esas dudas. Maldición, ojalá viviera en América.
Tal vez pudiera pedirle que se fuera con él. Podría conseguirle un trabajo y un apartamento bonito. O incluso podría pedirle que se fueran a vivir juntos.
Pedro frunció el ceño ante aquel último pensamiento. Su padre le había advertido que nunca hiciera aquello, llevarse a una mujer a vivir con él. A menos que estuvieran casados.
Por mucho que Paula afirmara que nunca se casaría con un hombre rico, no había visto el estilo de vida que Pedro tenía en Nueva York. Su apartamento tenía vistas a Central Park y contaba con una piscina en la azotea y un gimnasio completamente equipado con spa. Tenía un vestidor lleno de trajes de marca y zapatos hechos a mano, un Ferrari en el garaje y una cuenta corriente que le permitía cenar en los mejores restaurantes de Nueva York. También tenía acceso al jet privado de la empresa, que lo llevaba a pasar el fin de semana a Acapulco en verano y a esquiar en Aspen en invierno.
Aquel estilo de vida podía corromper a la chica más sencilla, sobre todo si nunca había vivido semejante lujo.
No, sería mejor no pedirle a Paula que se fuera a América con él. Lo mejor sería seguir con el plan original: tener una aventura con ella y dejarlo así. No estaba enamorado de Paula. Solo le gustaba y la admiraba mucho. Y la deseaba locamente. Ya tenía otra erección que le tentaba a subirse otra vez a la cama y despertarla. No creía que a ella le fuera a importar.
Pedro se protegió primero y luego se metió bajo las sábanas y se acurrucó a su espalda al estilo cuchara. Paula se estiró al instante, apretándose contra él cuando empezó a acariciarle los senos. Estaba claro que los seguía teniendo muy sensibles, así que bajó un poco más y le acarició el vientre y luego los muslos.
–Sí, por favor –susurró ella cuando se apretó contra su sexo, todavía húmedo.
Pedro sintió una oleada de ternura al deslizarse en su interior. Dios, nunca había sentido nada parecido con ninguna chica. Era tan dulce y tan sexy al mismo tiempo… era única. Se tomó su tiempo y marcó un ritmo lento. Disfrutó de los sonidos que Paula emitía, de cómo se retorcía contra él. Y entonces, cuando supo que estaba a punto de llegar al orgasmo, la acarició del modo que sabía que ella llegaría también.
Alcanzaron juntos el clímax. Pedro se sorprendió al experimentar otra oleada de emoción. Esta vez no fue solo ternura, sino algo más profundo. Mucho más profundo. La estrechó con fuerza entre sus brazos y se preguntó si no estaría a punto de enamorarse.
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