martes, 7 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 16




Estaba loco? Se moriría si no seguía. No había estado tan excitada en su vida.


–Estoy bien –afirmó con voz ronca–. No pares, por favor.


Pedro soltó una carcajada breve y sexy.


–Tus deseos son órdenes para mí.


Eso sí que tenía gracia, pensó Paula. Era él quien daba las órdenes. Pero a ella le encantaba.


–Solo es un juego, Paula –le recordó ahora–. Puedes detenerme en cualquier momento, ¿de acuerdo?


–De acuerdo –murmuró ella.


El primer azote de su mano derecha en la nalga izquierda hizo que contuviera el aliento, pero no por el dolor, sino por el asombro. Aunque sí le ardió un poco. Paula hundió la cara en la colcha, decidida a no gritar. Siguió otro azote. Y luego otro. La mano de Pedro fue de izquierda a derecha con un ritmo lento e incesante hasta que tuvo las nalgas en llamas. 


Y rojas, sin duda. Y aunque le ardía el trasero y estaba incómoda, no quería que parara. Había algo exquisitamente placentero en aquella experiencia. Paula aguantaba la respiración entre azotes anticipándose al contacto de la mano de Pedro sobre su piel y mordiéndose el labio inferior cada vez. Los azotes empezaron a espaciarse, el tiempo de espera se extendió hasta que estuvo a punto de suplicar por más. Cuando finalmente Pedro se detuvo del todo, ella gimió frustrada.


–Ya es suficiente –afirmó Pedro.


Pero no la desató. Lo que hizo fue tumbarse a su lado en la cama. Cuando giró la cabeza para mirarlo, vio que estaba completamente desnudo.


–Dime, ¿qué te ha parecido? –le preguntó Pedro.


–Lo que me ha parecido –jadeó ella–, es que, si no me haces el amor en los próximos diez segundos, eres hombre muerto.


Pedro sonrió.


–No estás en posición de dar órdenes, ¿no es así, querida Paula?


–Por favor, Pedro –suplicó ella.


–Si insistes…


Paula no podía creer que no la desatara al principio. Se limitó a abrirle las piernas y luego se colocó entre ellas.


Paula gimió cuando se frotó contra su cuerpo.


–Estás muy húmeda –murmuró él.


Pedro estaba a punto de perder el control. Había llegado el momento de ponerse el preservativo, antes de que las cosas se le fueran de las manos.


Gracias a Dios, Andy le había proporcionado reservas, así que tenía uno a mano.


Paula gritó cuando la penetró y agitó con frenesí el trasero contra él con una urgencia que denotaba un cruel nivel de frustración. Pedro no estaba mucho mejor, la agarró de las caderas y marcó un ritmo salvaje, olvidándose de todo excepto de lo que su cuerpo estaba sintiendo en aquel momento. El calor. El deseo exacerbado. La locura de todo aquello. El repentino y violento clímax de Paula solo precedió al suyo por un segundo o dos.


Paula se quedó después tumbada, asombrada y completamente satisfecha. Comenzó a sentir una languidez en las extremidades y los párpados se le fueron volviendo más y más pesados. Pedro estaba tumbado boca arriba y ahora respiraba profundamente. Paula quería mantenerse despierta. Pero no podía decirle que no al sueño. Llegó al instante, cuando todavía tenía las manos atadas.


Pedro también se quedó dormido.


Se despertó él primero, confundido durante un instante sin saber dónde estaba. Y luego lo recordó todo.


Soltó un gemido de culpabilidad. ¿Cómo era posible que la hubiera dejado así? No se despertó cuando la desató con sumo cuidado. Se estiró levemente cuando sacó la almohada de debajo de sus caderas, pero gracias a Dios no se despertó. Se puso en posición semifetal. Pedro le cubrió el delicioso trasero con una sábana y se dirigió al cuarto de baño.


Se dio una ducha rápida y regresó al dormitorio. Se quedó al lado de la cama con la vista clavada en el cuerpo de Paula. 


Supuso que no debía sentirse culpable de nada; Paula había disfrutado. Nunca tenía la certeza absoluta de que sus novias cumplieran sus deseos sexuales porque estaban en la misma onda que él o porque era el hijo y heredero de Mariano Alfonso. Con Paula no tenía esas dudas. Maldición, ojalá viviera en América.


Tal vez pudiera pedirle que se fuera con él. Podría conseguirle un trabajo y un apartamento bonito. O incluso podría pedirle que se fueran a vivir juntos.


Pedro frunció el ceño ante aquel último pensamiento. Su padre le había advertido que nunca hiciera aquello, llevarse a una mujer a vivir con él. A menos que estuvieran casados.


Por mucho que Paula afirmara que nunca se casaría con un hombre rico, no había visto el estilo de vida que Pedro tenía en Nueva York. Su apartamento tenía vistas a Central Park y contaba con una piscina en la azotea y un gimnasio completamente equipado con spa. Tenía un vestidor lleno de trajes de marca y zapatos hechos a mano, un Ferrari en el garaje y una cuenta corriente que le permitía cenar en los mejores restaurantes de Nueva York. También tenía acceso al jet privado de la empresa, que lo llevaba a pasar el fin de semana a Acapulco en verano y a esquiar en Aspen en invierno.


Aquel estilo de vida podía corromper a la chica más sencilla, sobre todo si nunca había vivido semejante lujo.


No, sería mejor no pedirle a Paula que se fuera a América con él. Lo mejor sería seguir con el plan original: tener una aventura con ella y dejarlo así. No estaba enamorado de Paula. Solo le gustaba y la admiraba mucho. Y la deseaba locamente. Ya tenía otra erección que le tentaba a subirse otra vez a la cama y despertarla. No creía que a ella le fuera a importar.


Pedro se protegió primero y luego se metió bajo las sábanas y se acurrucó a su espalda al estilo cuchara. Paula se estiró al instante, apretándose contra él cuando empezó a acariciarle los senos. Estaba claro que los seguía teniendo muy sensibles, así que bajó un poco más y le acarició el vientre y luego los muslos.


–Sí, por favor –susurró ella cuando se apretó contra su sexo, todavía húmedo.


Pedro sintió una oleada de ternura al deslizarse en su interior. Dios, nunca había sentido nada parecido con ninguna chica. Era tan dulce y tan sexy al mismo tiempo… era única. Se tomó su tiempo y marcó un ritmo lento. Disfrutó de los sonidos que Paula emitía, de cómo se retorcía contra él. Y entonces, cuando supo que estaba a punto de llegar al orgasmo, la acarició del modo que sabía que ella llegaría también.


Alcanzaron juntos el clímax. Pedro se sorprendió al experimentar otra oleada de emoción. Esta vez no fue solo ternura, sino algo más profundo. Mucho más profundo. La estrechó con fuerza entre sus brazos y se preguntó si no estaría a punto de enamorarse.





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