martes, 7 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 16




Estaba loco? Se moriría si no seguía. No había estado tan excitada en su vida.


–Estoy bien –afirmó con voz ronca–. No pares, por favor.


Pedro soltó una carcajada breve y sexy.


–Tus deseos son órdenes para mí.


Eso sí que tenía gracia, pensó Paula. Era él quien daba las órdenes. Pero a ella le encantaba.


–Solo es un juego, Paula –le recordó ahora–. Puedes detenerme en cualquier momento, ¿de acuerdo?


–De acuerdo –murmuró ella.


El primer azote de su mano derecha en la nalga izquierda hizo que contuviera el aliento, pero no por el dolor, sino por el asombro. Aunque sí le ardió un poco. Paula hundió la cara en la colcha, decidida a no gritar. Siguió otro azote. Y luego otro. La mano de Pedro fue de izquierda a derecha con un ritmo lento e incesante hasta que tuvo las nalgas en llamas. 


Y rojas, sin duda. Y aunque le ardía el trasero y estaba incómoda, no quería que parara. Había algo exquisitamente placentero en aquella experiencia. Paula aguantaba la respiración entre azotes anticipándose al contacto de la mano de Pedro sobre su piel y mordiéndose el labio inferior cada vez. Los azotes empezaron a espaciarse, el tiempo de espera se extendió hasta que estuvo a punto de suplicar por más. Cuando finalmente Pedro se detuvo del todo, ella gimió frustrada.


–Ya es suficiente –afirmó Pedro.


Pero no la desató. Lo que hizo fue tumbarse a su lado en la cama. Cuando giró la cabeza para mirarlo, vio que estaba completamente desnudo.


–Dime, ¿qué te ha parecido? –le preguntó Pedro.


–Lo que me ha parecido –jadeó ella–, es que, si no me haces el amor en los próximos diez segundos, eres hombre muerto.


Pedro sonrió.


–No estás en posición de dar órdenes, ¿no es así, querida Paula?


–Por favor, Pedro –suplicó ella.


–Si insistes…


Paula no podía creer que no la desatara al principio. Se limitó a abrirle las piernas y luego se colocó entre ellas.


Paula gimió cuando se frotó contra su cuerpo.


–Estás muy húmeda –murmuró él.


Pedro estaba a punto de perder el control. Había llegado el momento de ponerse el preservativo, antes de que las cosas se le fueran de las manos.


Gracias a Dios, Andy le había proporcionado reservas, así que tenía uno a mano.


Paula gritó cuando la penetró y agitó con frenesí el trasero contra él con una urgencia que denotaba un cruel nivel de frustración. Pedro no estaba mucho mejor, la agarró de las caderas y marcó un ritmo salvaje, olvidándose de todo excepto de lo que su cuerpo estaba sintiendo en aquel momento. El calor. El deseo exacerbado. La locura de todo aquello. El repentino y violento clímax de Paula solo precedió al suyo por un segundo o dos.


Paula se quedó después tumbada, asombrada y completamente satisfecha. Comenzó a sentir una languidez en las extremidades y los párpados se le fueron volviendo más y más pesados. Pedro estaba tumbado boca arriba y ahora respiraba profundamente. Paula quería mantenerse despierta. Pero no podía decirle que no al sueño. Llegó al instante, cuando todavía tenía las manos atadas.


Pedro también se quedó dormido.


Se despertó él primero, confundido durante un instante sin saber dónde estaba. Y luego lo recordó todo.


Soltó un gemido de culpabilidad. ¿Cómo era posible que la hubiera dejado así? No se despertó cuando la desató con sumo cuidado. Se estiró levemente cuando sacó la almohada de debajo de sus caderas, pero gracias a Dios no se despertó. Se puso en posición semifetal. Pedro le cubrió el delicioso trasero con una sábana y se dirigió al cuarto de baño.


Se dio una ducha rápida y regresó al dormitorio. Se quedó al lado de la cama con la vista clavada en el cuerpo de Paula. 


Supuso que no debía sentirse culpable de nada; Paula había disfrutado. Nunca tenía la certeza absoluta de que sus novias cumplieran sus deseos sexuales porque estaban en la misma onda que él o porque era el hijo y heredero de Mariano Alfonso. Con Paula no tenía esas dudas. Maldición, ojalá viviera en América.


Tal vez pudiera pedirle que se fuera con él. Podría conseguirle un trabajo y un apartamento bonito. O incluso podría pedirle que se fueran a vivir juntos.


Pedro frunció el ceño ante aquel último pensamiento. Su padre le había advertido que nunca hiciera aquello, llevarse a una mujer a vivir con él. A menos que estuvieran casados.


Por mucho que Paula afirmara que nunca se casaría con un hombre rico, no había visto el estilo de vida que Pedro tenía en Nueva York. Su apartamento tenía vistas a Central Park y contaba con una piscina en la azotea y un gimnasio completamente equipado con spa. Tenía un vestidor lleno de trajes de marca y zapatos hechos a mano, un Ferrari en el garaje y una cuenta corriente que le permitía cenar en los mejores restaurantes de Nueva York. También tenía acceso al jet privado de la empresa, que lo llevaba a pasar el fin de semana a Acapulco en verano y a esquiar en Aspen en invierno.


Aquel estilo de vida podía corromper a la chica más sencilla, sobre todo si nunca había vivido semejante lujo.


No, sería mejor no pedirle a Paula que se fuera a América con él. Lo mejor sería seguir con el plan original: tener una aventura con ella y dejarlo así. No estaba enamorado de Paula. Solo le gustaba y la admiraba mucho. Y la deseaba locamente. Ya tenía otra erección que le tentaba a subirse otra vez a la cama y despertarla. No creía que a ella le fuera a importar.


Pedro se protegió primero y luego se metió bajo las sábanas y se acurrucó a su espalda al estilo cuchara. Paula se estiró al instante, apretándose contra él cuando empezó a acariciarle los senos. Estaba claro que los seguía teniendo muy sensibles, así que bajó un poco más y le acarició el vientre y luego los muslos.


–Sí, por favor –susurró ella cuando se apretó contra su sexo, todavía húmedo.


Pedro sintió una oleada de ternura al deslizarse en su interior. Dios, nunca había sentido nada parecido con ninguna chica. Era tan dulce y tan sexy al mismo tiempo… era única. Se tomó su tiempo y marcó un ritmo lento. Disfrutó de los sonidos que Paula emitía, de cómo se retorcía contra él. Y entonces, cuando supo que estaba a punto de llegar al orgasmo, la acarició del modo que sabía que ella llegaría también.


Alcanzaron juntos el clímax. Pedro se sorprendió al experimentar otra oleada de emoción. Esta vez no fue solo ternura, sino algo más profundo. Mucho más profundo. La estrechó con fuerza entre sus brazos y se preguntó si no estaría a punto de enamorarse.





CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 15





Gracias a Dios que ya se han ido –murmuró Pedro entre dientes cuando Andy y Catherine se marcharon en su coche, decorado para la ocasión. La feliz pareja iba a pasar la noche de bodas en una posada cercana muy estilosa, y menos mal, porque Andy había bebido mucho champán. Pedro no había tomado ni una gota. Necesitaba tener la cabeza despejada y el cuerpo libre de intoxicaciones para los juegos que tenía en mente llevar a cabo con Paula aquella noche. 


Seguramente sería la última vez que podría disfrutar de ella de aquel modo.


La noche siguiente podría tener acceso total al apartamento de su madre en Blue Bay, ya que ella no regresaba hasta el lunes, pero tal vez Paula no quisiera pasar la noche con él allí. Estaba claro que todavía vivía con sus padres y tendría que darles cuentas. Al menos a su madre.


Pero mientras tanto…


Paula vio a Pedro al final del grupo de invitados que habían salido a despedir a los novios. Durante la última hora había estado un poco distraído. No había hablado mucho. Ni tampoco había bebido. Ella había mantenido el consumo al mínimo, pero porque tenía que conducir. Pedro no.


Cuando se acercó a él, Pedro tenía el ceño fruncido.


–¿Por qué tienes esa cara? –le preguntó–. ¿Te duele el hombro?


–No –afirmó él mirándola de un modo extraño–. Estoy bien. Y más que dispuesto a darte unos azotes cuando llegue el momento.


Paula contuvo el aliento.


–¿Azotes? –repitió con tono convulso.


Se lo quedó mirando mientras trataba de dilucidar si la idea la excitaba o le resultaba repugnante.


–Creo que podrías disfrutar de la experiencia. Pero solo lo haré si tú quieres, Paula –continuó con aquel tono seductor que adoptaba con frecuencia–. Nunca te obligaría a hacer algo que no quisieras.


Pero ese no era el problema. El problema era que, una vez metidos en harina, quería que hiciera todo lo que quisiera. Ya se estaba preguntando entonces qué sentiría si le diera unos azotes.


Paula trató de actuar con frialdad aunque estuviera totalmente nerviosa.


–Lo… lo pensaré –dijo.


Y por supuesto, eso suponía un problema añadido. Cada vez que pensaba en hacer algo sexual con él, se excitaba. Ya lo estaba. Lo había estado toda la velada. Pero ahora la temperatura de su cuerpo y su deseo se habían disparado.


–Vamos –dijo Pedro con brusquedad–. Salgamos de aquí.


Paula vaciló.


–Pero ¿no deberíamos despedirnos antes de la gente?


–¿De quién? Mañana veremos a Gerardo y Amelia antes de irnos. Podemos despedirnos entonces.


–Pero no veremos a los padres de la novia por la mañana. Deberíamos decirles adiós por educación.


Pedro torció el gesto.


–Despídete tú si quieres. Te esperaré aquí. No tardes mucho.


Paula se dio la vuelta y volvió a la carpa. Tardó menos de cinco minutos en despedirse apropiadamente y recoger el ramo. Pedro seguía teniendo una expresión impaciente cuando regresó a su lado.


–¿Por qué has tardado tanto? –gruñó mientras la guiaba hacia el coche.


Paula no pudo disimular la exasperación y se detuvo en seco.


–Por el amor de Dios, Pedro, ¿qué te pasa de repente? Estás actuando como un imbécil.


Él suspiró.


–Lo siento. Es que estoy impaciente por estar contigo a solas, eso es todo. ¿Tienes las llaves? –le preguntó cuando se acercaron al coche.


–Sí, por supuesto.


–Bien.


Paula se subió al coche, dejó el ramo en la parte de atrás y luego condujo. La única conversación que mantuvieron fue para hablar de cuál era el camino más corto para volver a la cabaña. Cuando Paula detuvo el coche frente al pequeño porche, tenía el estómago del revés y el corazón le latía con fuerza.


¿De verdad iba a dejar que le diera azotes?


Oh, Dios, pensó dejando escapar un suspiro de pánico.


Pedro lo escuchó y entendió la razón que lo había provocado.


–No estés nerviosa –le dijo con dulzura.


–Lo estoy un poco. Nunca antes me han dado azotes.


–Lo entiendo. ¿Y alguna vez te han atado?


Paula abrió los ojos de par en par.


–No. Yo… creía que esas cosas solo se hacían en los burdeles.


–A mucha gente le gustan los juegos eróticos. Eso es lo que estoy sugiriendo. Nada serio. No se trata de humillar ni de hacer daño. Solo quiero darte placer, Paula. Puedes decir que no en cualquier momento cuando algo no te guste.


–Pero… pero puede que no sepa si me gusta o no hasta que lo hayas hecho.


–Entiendo –Dios, era maravillosa. Y deliciosa. La deseaba locamente–. Te prometo que me lo tomaré con mucha calma. Te daré tiempo para decir que no antes de que la cosa vaya demasiado lejos.


–Oh, de acuerdo.


–Vamos.


Primero la llevó al baño y allí la desnudó despacio, como había prometido. Los pezones erectos dejaban en evidencia que estaba disfrutando de verdad. Hasta el momento. 


Contuvo el aliento cuando Pedro le pellizcó uno de los rosados picos, y gimió cuando repitió la operación en el otro.


–¿Todavía están sensibles? –preguntó él mientras se quitaba rápidamente la ropa.


–Un poco –confesó Paula temblorosa–. Pero no demasiado.


–Bien –Pedro se quitó el reloj y lo dejó sobre la cómoda.


Paula recordó que la noche anterior no se lo había quitado. 


Pero la noche anterior no le había dado unos azotes.


El corazón le dio un vuelco.


–Primero nos daremos una ducha juntos –ordenó Pedro–. Pero no me puedes tocar, preciosa. Eres demasiado buena con las manos.


Pedro le dio la vuelta mientras la aseaba, haciéndola gemir cuando la frotó suavemente con la esponja entre las piernas. 


Cuando apagó el agua y la giró hacia él, supo que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que le pidiera. Le brillaban los ojos y tenía los labios entreabiertos.


Pedro pensó que nunca la había visto tan guapa ni tan deseable. Pensó en pasar de los juegos para disfrutar directamente del sexo, pero tenía la impresión de que Paula anhelaba ahora vivir la experiencia. Pedro confió en ser capaz de controlarse en aquel juego que normalmente duraba bastante.


Salió de la ducha y agarró los dos albornoces blancos que había colgados detrás de la puerta. Se puso uno y le pasó el otro a Paula.


–Póntelo –le ordenó.


Ella lo hizo sin pestañear.


–No, no te lo ates –Pedro tiró del cinturón y lo sacó de las trabillas antes de enrollarlo en la mano izquierda.


La tomó de la mano y la guio hacia el dormitorio. Paula temblaba cuando llegaron a la esquina de la cama. Pero Pedro estaba seguro de que ya no era por los nervios.


–Seguramente ya estés seca. No necesitas el albornoz.


–Pero tú tienes todavía el tuyo puesto –protestó ella.


–Esa es la idea.


Al ver que dudaba, Pedro se inclinó y le dijo al oído:
–No tienes que ponerte a pensar, Paula. Lo que tienes que hacer es tumbarte en esa cama y dejar que te dé placer.


A ella se le aceleró la respiración mientras se quitaba obediente el albornoz y se tumbaba sobre la cama apoyando la cabeza en la almohada.


–No, así no –dijo Pedro dándole la vuelta–. Si quieres que pare, solo tienes que decírmelo.


Paula no dijo nada, se limitó a hundir la cara en la almohada. 


Pedro le agarró con delicadeza las manos y se las puso a la espalda. Luego le ató las muñecas con el cinturón del albornoz. No muy fuerte, solo lo suficiente para que se sintiera atada y a su merced. Ese era el punto, por supuesto.


 Aquello era lo que la excitaría al máximo. Finalmente, le quitó la almohada de la cara y se la puso bajo las caderas, levantándole las nalgas de un modo invitador y erótico.


Cuando Pedro dio un paso atrás para examinar su trabajo, la visión de Paula en aquella postura le dejó sin respiración. 


Dios mío, qué sexy estaba. Y se hallaba completamente a su merced. Era una combinación embriagadora. Y aunque tenía una erección completa, de pronto ya no le preocupaba tanto su propia satisfacción, sino cómo se sentía Paula. Le daba miedo que pudiera decirle que no a aquellas alturas.


–¿Estás bien, Paula? –le preguntó con dulzura–. ¿Quieres que siga?







lunes, 6 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 14




Crees que estoy haciendo lo correcto?


Paula sacudió la cabeza con desesperación. ¿Por qué le preguntaba aquello la novia? Ella no sabía nada de su relación con Andy. Además, ya era un poco tarde para echarse atrás. La comitiva nupcial estaba a punto de avanzar por el jardín de rosas hacia donde el novio esperaba impaciente. Ya llevaban veinte minutos de retraso. Pero al mismo tiempo, Paula sentía simpatía por la joven. Su madre no era la más tranquilizadora de las madres, se había pasado las dos últimas horas llorando, y el matrimonio era un gran paso.


–¿Tú quieres a Andy, Catherine? –le preguntó aceleradamente.


–Sí, por supuesto.


–Nada de «por supuesto». Muchas chicas se casan por motivos que nada tienen que ver con el amor.


–Yo no.


–Yo tampoco soy así. ¿Y Andy te quiere?


–Sí, estoy segura de que sí.


–Pues entonces parece que no hay razón para dudas de última hora, Catherine. Vamos, ya llegamos tarde. Pero déjame decirte antes que estás absolutamente preciosa –y era cierto. El vestido era demasiado recargado en opinión de Paula, pero iba muy bien con la belleza rubia de Catherine.


La novia sonrió.


–Tú también estás preciosa. Igual que tú, Leanne.


Leanne esbozó una mueca y Paula sonrió. Sí, estaban las tres muy guapas.


Mientras avanzaban desde la casa hacia el jardín de rosas, Paula iba pensando en su propia boda futura, así que no se fijó mucho en lo que la rodeaba. Había hecho un esfuerzo por dejar de lado sus crecientes sentimientos hacia Pedro durante las horas que había pasado antes con él, centrándose solo en lo físico y no en lo emocional. Pero le había resultado tan difícil controlar el corazón como el cuerpo. Le había practicado sexo oral, y eso había sido lo máximo para ella. Le había encantado ver cómo Pedro perdía el control bajo su boca y sus manos. No había querido hacerlo, de eso estaba segura. Pero al parecer fue tan incapaz de evitarlo como ella. Aunque eso no significaba nada. Paula no era tan ingenua.


Utilizaron el preservativo que quedaba, y luego Paula, todavía excitada, se ofreció a ir a buscar el que ella llevaba siempre en el bolso, que estaba en la otra habitación. Pedro la siguió, la puso sobre la alfombra que estaba al lado de la cama y la tomó a cuatro patas. Era la primera vez que Paula lo hacía de aquel modo y le encantó.


Pedro se había equivocado respecto a lo de no dormir. 


Cuando volvió a llevarla a la cama tras el acto en la alfombra se quedó dormida y no se despertó hasta que Pedro empezó a agitarle el hombro.


–¡Oh, Dios mío! –había exclamado ella sentándose y apartándose el pelo revuelto de la cara–. ¿Qué hora es? –se fijó al instante en que Pedro estaba ya vestido. Aunque no para la boda, llevaba vaqueros y una camiseta.


–Casi las dos y media. Andy llegará en cualquier momento. Dijiste que tenías que arreglarte el pelo.


Paula torció el gesto.


–Voy a tener que lavármelo otra vez. Está hecho un desastre.


Justo entonces llamaron a la puerta principal. Andy la abrió, saludó y avanzó por el pasillo. Asustada, Paula agarró una sábana para cubrirse. A Pedro no le dio tiempo a llegar a la puerta abierta antes de que llegara Andy.


–Oh, lo siento –dijo Andy al ver a Paula en la cama, obviamente desnuda–. Eh… te espero fuera, Pedro.


–No pasa nada –Pedro se giró para dirigirle a Paula una mirada de disculpa–. Lo siento, cariño. Te veré en la boda.


Paula recordó que el corazón le había dado un vuelco al escucharle decir «cariño». Y otro más cuando le vio al lado de Andy al final de la alfombra roja que habían extendido entre las filas de bancos decorados. Estaba claro que tanto el novio como los demás testigos estaban tan guapos como Pedro con sus esmóquines, pero Paula solo tenía ojos para él.


Empezó a sonar música de boda grabada y Paula avanzó flotando por el pasillo, ajena a los silbidos de admiración de los invitados, consciente únicamente de los ojos de Pedro clavados en ella.


«Maldición», se dijo Pedro mientras Paula avanzaba lentamente hacia ellos. «Está preciosa».


–Eres un hombre de suerte, amigo –murmuró Andy a su lado–. Esa chica es un bombón.


–Mira quién fue a hablar –consiguió susurrar Pedro cuando finalmente apareció la novia.


Pero apenas se fijó en Catherine ni escuchó la ceremonia. 


Se limitó a cumplir con el ritual, sacó los anillos cuando tuvo que hacerlo y agradeció que el servicio fuera relativamente corto. Estaba deseando volver a quedarse a solas con Paula.


La primera oportunidad que tuvo para hablar con ella fue cuando firmaron en el registro de testigos después de la boda.


–Estás muy guapa de rosa –le susurró cuando Paula le pasó el bolígrafo–. Pero te prefiero sin nada.


Se dio cuenta de que le tembló la mano cuando firmó. Le excitaba saber que podía seducirla con tanta facilidad. No era como las demás chicas con las que se había acostado. 


Parecía menos experta y con mayor capacidad de sorpresa.


Y eso en sí mismo ya era muy excitante. La tentación de ampliar sus fronteras sexuales era grande, sobre todo porque era una mujer muy sexual. Le había encantado ponerse arriba. A él también. Pero le preocupaba la tendencia que tenía a perder el control con ella en ocasiones.


La próxima vez no dejaría que sucediera. A Pedro le gustaban los juegos eróticos, y tenía una idea en mente para aquella noche, una idea que esperaba que Paula aceptara gustosa. Estaba seguro de que así sería.


Pero, lamentablemente, todavía quedaba mucha velada por delante.


Paula no podía creer lo larga que fue la noche. Las fotos fueron de lo más tedioso, igual que la cena de tres platos. 


Todavía no habían servido el café cuando Pedro finalmente se puso de pie y pronunció su discurso de padrino.


No parecía nervioso en absoluto, y eso la irritó. Tal vez porque remarcaba la seguridad que tenía en sí mismo. Y eso era absurdo. ¿Acaso no le había dicho que le gustaban los hombres seguros de sí mismos?


No le importaba que le gustara Pedro. Nunca se habría acostado con él si no le gustara. Pero no quería enamorarse.


–Señoras y caballeros –comenzó Pedro–. En primer lugar, quiero agradecerles a todos que hayan venido hoy a celebrar el matrimonio de Andy con Catherine, quien, por cierto, es la novia más bella que he visto en mi vida.


No solo estaba seguro de sí mismo, se dijo Paula, sino que además era un adulador.


–Los que no me conocen se estarán preguntando seguramente qué hace un tipo con acento americano ejerciendo de padrino de Andy. Créanme si les digo que aunque hable como un yanki, si escarban un poco, encontrarán bajo la superficie a un australiano de pura cepa.


Se escucharon aplausos y vítores.


–Andy y yo nos conocemos desde hace mucho. Fue mi mejor amigo en el internado y en la facultad de Derecho. Siempre ha estado ahí para mí. Siempre. Y le quiero. Lo siento si suena cursi. Créanme si les digo que es el hombre más inteligente y sensato que he conocido en mi vida. Una prueba de su inteligencia es que haya escogido a Catherine como compañera de vida. Son una pareja maravillosa que se quiere profundamente. Un amor así es un tesoro que debe cuidarse. Y protegerse. Si les parece, vamos a brindar por ello…


Todo el mundo se puso de pie, Paula la primera. Estaba conmovida por la última parte del discurso de Pedro. Sí, el amor era realmente un tesoro, sobre todo el amor verdadero. 


Guillermo no la había amado de verdad. Y en cuanto a Pedro… más le valía no seguir por ahí.


–Por Andy y Catherine –exclamó Pedro en voz alta alzando su copa.


Todos los invitados repitieron sus palabras, brindaron y bebieron.


Paula también lo hizo. Luego se apoyó en el respaldo del asiento. Se sentía de pronto agotada. Siguieron más discursos y, finalmente, Andy se puso de pie para hablar y pronunció unas palabras conmovedoras sobre su novia. A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas, pero tuvo que contenerse porque Andy propuso un brindis por las damas de honor, contando el gran favor que les había hecho Paula en el último momento y lo agradecidos que estaban.


Eran una pareja encantadora. Y sí, estaban muy enamorados. Paula no podía evitar envidiar su felicidad. Ya no le hacía gracia que Pedro tuviera planeado quedarse en Australia un poco más. Sabía a lo que se atenía. Quería sexo apasionado con ella, y luego volvería a Nueva York y se olvidaría por completo de su existencia. Y para entonces, seguramente, Paula se quedaría con el corazón roto.


El sentido común le decía que no tuviera nada más que ver con Pedro cuando acabara el fin de semana. Pero el sentido común no podía competir con el ardor sexual que le corría por las venas desde que firmaron juntos el certificado de matrimonio. Unas cuantas palabras susurradas al oído y había estado a punto de arder en el sitio. Todavía le ardían los pezones erectos que se le apretaban contra la seda del vestido. Estaba deseando que terminara la celebración para poder estar otra vez con Pedro.


Pero tenía que esperar, aceptó a regañadientes. Dios mío, estaba como loca por aquel hombre.


Al menos ya habían llegado al momento de cortar la tarta. 


Pronto sería el turno del vals nupcial, y luego empezaría la fiesta propiamente dicha. Aunque se sintió tentada,Paula decidió no beber demasiado para no tener problemas al regresar después conduciendo a la cabaña.


Algo que no sucedería pronto, reconoció con cierto disgusto. 


El padrino no podía marcharse de ninguna manera antes que los novios. Solo faltarían un par de horas, pero
iban a parecer una eternidad.


–¿Quiere usted bailar, señorita? –le preguntó una voz con cerrado acento sureño.


Paula giró la cabeza y se encontró a Pedro detrás de su silla con una sonrisa pícara en la cara.


–Dicen que da suerte bailar con una de las damas de honor –añadió él, actuando como si fuera un paleto de la colina.


Paula no tuvo más remedio que sonreír. Estaba claro que Pedro no se había quedado sentado dándole vueltas al asunto. Para él todo era juego y diversión.


–Bueno, no quiero decepcionar a un tipo tan guapo como tú –respondió ella riéndose mientras se ponía de pie.


Cuando estuvieron en la pista de baile, Pedro la atrajo hacia sí y ella cerró los ojos y se fundió contra su cuerpo, saboreando la sensación mientras trataba de contener su creciente deseo. Se estremeció cuando los labios de Pedro hicieron contacto con los suyos y le deslizó la lengua dentro. Pero solo durante una décima de segundo.


Paula gimió suavemente cuando él levantó la cabeza y contuvo otro gemido cuando el otro padrino del novio, Javier, le dio a Pedro un toquecito en el hombro y sugirió que cambiaran de pareja.


Pedro no tenía ningunas ganas de bailar con Leanne, pero ¿qué podía hacer? Le habían enseñado que debía ser educado. Así que sonrió y le pasó a Javier a Paula mientras él cumplía con su deber y bailaba con la tonta de Leanne.


–¿Y desde cuándo conoces a Paula? –fue lo primero que le preguntó Leanne con curiosidad.


–No hace mucho –respondió él deslizando la mirada hacia Javier, que estaba demasiado cerca de Paula, en su opinión.


–Es muy atractiva, ¿verdad? –continuó Leanne.


Pedro asintió.


–Las chicas así pueden conseguir al hombre que quieran –afirmó la joven con un suspiro de envidia–. Debe de ser difícil para un hombre tan rico como tú saber si una chica le quiere por sí mismo o por su dinero –añadió mirándole.


Pedro estaba asombrado por la maldad que encerraba el comentario de Leanne.


–No soy tan rico, Leanne.


Ella sonrió como si supiera lo que decía.


–Tal vez no ahora, pero lo serás algún día. Según Catherine, tu padre es multimillonario. No es que piense que Paula sea una cazafortunas. Es una chica encantadora.


–En eso tienes toda la razón –afirmó Pedro pensando que Leanne era una mala persona. De todas las chicas con las que había salido, Paula era la que menos estaría con él por su dinero. De hecho, su riqueza era un punto en contra. 


¿Acaso no le había dicho que nunca se casaría con un hombre tan rico como él?


Fue un alivio que Andy le diera un golpecito en el hombro y le acercara a Catherine. Que lidiara él con la malicia de Leanne. Pedro ya había tenido suficiente por una noche. 


Sin embargo, tuvo que sonreír al ver cómo Andy le devolvía a Leanne a Javier en menos de un minuto y se ponía a bailar con Paula.


Y eso le puso contento. No le importaba que Paula bailara con Andy. Pero no le había gustado nada que lo hiciera con Javier. No le había gustado que otro hombre la tuviera tan cerca.


Pedro frunció el ceño al darse cuenta de lo posesivo que estaba empezando a ser respecto a Paula. No era propio de él mostrarse celoso. Siempre había despreciado aquel
sentimiento, al que consideraba destructivo. Pero con Paula no tenía el control que solía ejercer sobre sus emociones. Ni tampoco sobre su cuerpo.


Se había pasado la noche luchando para no tener una erección, y finalmente había perdido la batalla al estrecharla entre sus brazos para bailar. Aunque no se le notaba. La chaqueta del esmoquin cubría la prueba de aquel deseo casi obsesivo. Pero él podía sentirla, maldición. No solo en la piel, sino también en la mente. Nunca había deseado a ninguna mujer como deseaba a Paula. Estaba deseando quitarle aquel vestido y hacerle todo lo que deseaba hacerle