martes, 7 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 15





Gracias a Dios que ya se han ido –murmuró Pedro entre dientes cuando Andy y Catherine se marcharon en su coche, decorado para la ocasión. La feliz pareja iba a pasar la noche de bodas en una posada cercana muy estilosa, y menos mal, porque Andy había bebido mucho champán. Pedro no había tomado ni una gota. Necesitaba tener la cabeza despejada y el cuerpo libre de intoxicaciones para los juegos que tenía en mente llevar a cabo con Paula aquella noche. 


Seguramente sería la última vez que podría disfrutar de ella de aquel modo.


La noche siguiente podría tener acceso total al apartamento de su madre en Blue Bay, ya que ella no regresaba hasta el lunes, pero tal vez Paula no quisiera pasar la noche con él allí. Estaba claro que todavía vivía con sus padres y tendría que darles cuentas. Al menos a su madre.


Pero mientras tanto…


Paula vio a Pedro al final del grupo de invitados que habían salido a despedir a los novios. Durante la última hora había estado un poco distraído. No había hablado mucho. Ni tampoco había bebido. Ella había mantenido el consumo al mínimo, pero porque tenía que conducir. Pedro no.


Cuando se acercó a él, Pedro tenía el ceño fruncido.


–¿Por qué tienes esa cara? –le preguntó–. ¿Te duele el hombro?


–No –afirmó él mirándola de un modo extraño–. Estoy bien. Y más que dispuesto a darte unos azotes cuando llegue el momento.


Paula contuvo el aliento.


–¿Azotes? –repitió con tono convulso.


Se lo quedó mirando mientras trataba de dilucidar si la idea la excitaba o le resultaba repugnante.


–Creo que podrías disfrutar de la experiencia. Pero solo lo haré si tú quieres, Paula –continuó con aquel tono seductor que adoptaba con frecuencia–. Nunca te obligaría a hacer algo que no quisieras.


Pero ese no era el problema. El problema era que, una vez metidos en harina, quería que hiciera todo lo que quisiera. Ya se estaba preguntando entonces qué sentiría si le diera unos azotes.


Paula trató de actuar con frialdad aunque estuviera totalmente nerviosa.


–Lo… lo pensaré –dijo.


Y por supuesto, eso suponía un problema añadido. Cada vez que pensaba en hacer algo sexual con él, se excitaba. Ya lo estaba. Lo había estado toda la velada. Pero ahora la temperatura de su cuerpo y su deseo se habían disparado.


–Vamos –dijo Pedro con brusquedad–. Salgamos de aquí.


Paula vaciló.


–Pero ¿no deberíamos despedirnos antes de la gente?


–¿De quién? Mañana veremos a Gerardo y Amelia antes de irnos. Podemos despedirnos entonces.


–Pero no veremos a los padres de la novia por la mañana. Deberíamos decirles adiós por educación.


Pedro torció el gesto.


–Despídete tú si quieres. Te esperaré aquí. No tardes mucho.


Paula se dio la vuelta y volvió a la carpa. Tardó menos de cinco minutos en despedirse apropiadamente y recoger el ramo. Pedro seguía teniendo una expresión impaciente cuando regresó a su lado.


–¿Por qué has tardado tanto? –gruñó mientras la guiaba hacia el coche.


Paula no pudo disimular la exasperación y se detuvo en seco.


–Por el amor de Dios, Pedro, ¿qué te pasa de repente? Estás actuando como un imbécil.


Él suspiró.


–Lo siento. Es que estoy impaciente por estar contigo a solas, eso es todo. ¿Tienes las llaves? –le preguntó cuando se acercaron al coche.


–Sí, por supuesto.


–Bien.


Paula se subió al coche, dejó el ramo en la parte de atrás y luego condujo. La única conversación que mantuvieron fue para hablar de cuál era el camino más corto para volver a la cabaña. Cuando Paula detuvo el coche frente al pequeño porche, tenía el estómago del revés y el corazón le latía con fuerza.


¿De verdad iba a dejar que le diera azotes?


Oh, Dios, pensó dejando escapar un suspiro de pánico.


Pedro lo escuchó y entendió la razón que lo había provocado.


–No estés nerviosa –le dijo con dulzura.


–Lo estoy un poco. Nunca antes me han dado azotes.


–Lo entiendo. ¿Y alguna vez te han atado?


Paula abrió los ojos de par en par.


–No. Yo… creía que esas cosas solo se hacían en los burdeles.


–A mucha gente le gustan los juegos eróticos. Eso es lo que estoy sugiriendo. Nada serio. No se trata de humillar ni de hacer daño. Solo quiero darte placer, Paula. Puedes decir que no en cualquier momento cuando algo no te guste.


–Pero… pero puede que no sepa si me gusta o no hasta que lo hayas hecho.


–Entiendo –Dios, era maravillosa. Y deliciosa. La deseaba locamente–. Te prometo que me lo tomaré con mucha calma. Te daré tiempo para decir que no antes de que la cosa vaya demasiado lejos.


–Oh, de acuerdo.


–Vamos.


Primero la llevó al baño y allí la desnudó despacio, como había prometido. Los pezones erectos dejaban en evidencia que estaba disfrutando de verdad. Hasta el momento. 


Contuvo el aliento cuando Pedro le pellizcó uno de los rosados picos, y gimió cuando repitió la operación en el otro.


–¿Todavía están sensibles? –preguntó él mientras se quitaba rápidamente la ropa.


–Un poco –confesó Paula temblorosa–. Pero no demasiado.


–Bien –Pedro se quitó el reloj y lo dejó sobre la cómoda.


Paula recordó que la noche anterior no se lo había quitado. 


Pero la noche anterior no le había dado unos azotes.


El corazón le dio un vuelco.


–Primero nos daremos una ducha juntos –ordenó Pedro–. Pero no me puedes tocar, preciosa. Eres demasiado buena con las manos.


Pedro le dio la vuelta mientras la aseaba, haciéndola gemir cuando la frotó suavemente con la esponja entre las piernas. 


Cuando apagó el agua y la giró hacia él, supo que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que le pidiera. Le brillaban los ojos y tenía los labios entreabiertos.


Pedro pensó que nunca la había visto tan guapa ni tan deseable. Pensó en pasar de los juegos para disfrutar directamente del sexo, pero tenía la impresión de que Paula anhelaba ahora vivir la experiencia. Pedro confió en ser capaz de controlarse en aquel juego que normalmente duraba bastante.


Salió de la ducha y agarró los dos albornoces blancos que había colgados detrás de la puerta. Se puso uno y le pasó el otro a Paula.


–Póntelo –le ordenó.


Ella lo hizo sin pestañear.


–No, no te lo ates –Pedro tiró del cinturón y lo sacó de las trabillas antes de enrollarlo en la mano izquierda.


La tomó de la mano y la guio hacia el dormitorio. Paula temblaba cuando llegaron a la esquina de la cama. Pero Pedro estaba seguro de que ya no era por los nervios.


–Seguramente ya estés seca. No necesitas el albornoz.


–Pero tú tienes todavía el tuyo puesto –protestó ella.


–Esa es la idea.


Al ver que dudaba, Pedro se inclinó y le dijo al oído:
–No tienes que ponerte a pensar, Paula. Lo que tienes que hacer es tumbarte en esa cama y dejar que te dé placer.


A ella se le aceleró la respiración mientras se quitaba obediente el albornoz y se tumbaba sobre la cama apoyando la cabeza en la almohada.


–No, así no –dijo Pedro dándole la vuelta–. Si quieres que pare, solo tienes que decírmelo.


Paula no dijo nada, se limitó a hundir la cara en la almohada. 


Pedro le agarró con delicadeza las manos y se las puso a la espalda. Luego le ató las muñecas con el cinturón del albornoz. No muy fuerte, solo lo suficiente para que se sintiera atada y a su merced. Ese era el punto, por supuesto.


 Aquello era lo que la excitaría al máximo. Finalmente, le quitó la almohada de la cara y se la puso bajo las caderas, levantándole las nalgas de un modo invitador y erótico.


Cuando Pedro dio un paso atrás para examinar su trabajo, la visión de Paula en aquella postura le dejó sin respiración. 


Dios mío, qué sexy estaba. Y se hallaba completamente a su merced. Era una combinación embriagadora. Y aunque tenía una erección completa, de pronto ya no le preocupaba tanto su propia satisfacción, sino cómo se sentía Paula. Le daba miedo que pudiera decirle que no a aquellas alturas.


–¿Estás bien, Paula? –le preguntó con dulzura–. ¿Quieres que siga?







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