martes, 7 de abril de 2015
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 15
Gracias a Dios que ya se han ido –murmuró Pedro entre dientes cuando Andy y Catherine se marcharon en su coche, decorado para la ocasión. La feliz pareja iba a pasar la noche de bodas en una posada cercana muy estilosa, y menos mal, porque Andy había bebido mucho champán. Pedro no había tomado ni una gota. Necesitaba tener la cabeza despejada y el cuerpo libre de intoxicaciones para los juegos que tenía en mente llevar a cabo con Paula aquella noche.
Seguramente sería la última vez que podría disfrutar de ella de aquel modo.
La noche siguiente podría tener acceso total al apartamento de su madre en Blue Bay, ya que ella no regresaba hasta el lunes, pero tal vez Paula no quisiera pasar la noche con él allí. Estaba claro que todavía vivía con sus padres y tendría que darles cuentas. Al menos a su madre.
Pero mientras tanto…
Paula vio a Pedro al final del grupo de invitados que habían salido a despedir a los novios. Durante la última hora había estado un poco distraído. No había hablado mucho. Ni tampoco había bebido. Ella había mantenido el consumo al mínimo, pero porque tenía que conducir. Pedro no.
Cuando se acercó a él, Pedro tenía el ceño fruncido.
–¿Por qué tienes esa cara? –le preguntó–. ¿Te duele el hombro?
–No –afirmó él mirándola de un modo extraño–. Estoy bien. Y más que dispuesto a darte unos azotes cuando llegue el momento.
Paula contuvo el aliento.
–¿Azotes? –repitió con tono convulso.
Se lo quedó mirando mientras trataba de dilucidar si la idea la excitaba o le resultaba repugnante.
–Creo que podrías disfrutar de la experiencia. Pero solo lo haré si tú quieres, Paula –continuó con aquel tono seductor que adoptaba con frecuencia–. Nunca te obligaría a hacer algo que no quisieras.
Pero ese no era el problema. El problema era que, una vez metidos en harina, quería que hiciera todo lo que quisiera. Ya se estaba preguntando entonces qué sentiría si le diera unos azotes.
Paula trató de actuar con frialdad aunque estuviera totalmente nerviosa.
–Lo… lo pensaré –dijo.
Y por supuesto, eso suponía un problema añadido. Cada vez que pensaba en hacer algo sexual con él, se excitaba. Ya lo estaba. Lo había estado toda la velada. Pero ahora la temperatura de su cuerpo y su deseo se habían disparado.
–Vamos –dijo Pedro con brusquedad–. Salgamos de aquí.
Paula vaciló.
–Pero ¿no deberíamos despedirnos antes de la gente?
–¿De quién? Mañana veremos a Gerardo y Amelia antes de irnos. Podemos despedirnos entonces.
–Pero no veremos a los padres de la novia por la mañana. Deberíamos decirles adiós por educación.
Pedro torció el gesto.
–Despídete tú si quieres. Te esperaré aquí. No tardes mucho.
Paula se dio la vuelta y volvió a la carpa. Tardó menos de cinco minutos en despedirse apropiadamente y recoger el ramo. Pedro seguía teniendo una expresión impaciente cuando regresó a su lado.
–¿Por qué has tardado tanto? –gruñó mientras la guiaba hacia el coche.
Paula no pudo disimular la exasperación y se detuvo en seco.
–Por el amor de Dios, Pedro, ¿qué te pasa de repente? Estás actuando como un imbécil.
Él suspiró.
–Lo siento. Es que estoy impaciente por estar contigo a solas, eso es todo. ¿Tienes las llaves? –le preguntó cuando se acercaron al coche.
–Sí, por supuesto.
–Bien.
Paula se subió al coche, dejó el ramo en la parte de atrás y luego condujo. La única conversación que mantuvieron fue para hablar de cuál era el camino más corto para volver a la cabaña. Cuando Paula detuvo el coche frente al pequeño porche, tenía el estómago del revés y el corazón le latía con fuerza.
¿De verdad iba a dejar que le diera azotes?
Oh, Dios, pensó dejando escapar un suspiro de pánico.
Pedro lo escuchó y entendió la razón que lo había provocado.
–No estés nerviosa –le dijo con dulzura.
–Lo estoy un poco. Nunca antes me han dado azotes.
–Lo entiendo. ¿Y alguna vez te han atado?
Paula abrió los ojos de par en par.
–No. Yo… creía que esas cosas solo se hacían en los burdeles.
–A mucha gente le gustan los juegos eróticos. Eso es lo que estoy sugiriendo. Nada serio. No se trata de humillar ni de hacer daño. Solo quiero darte placer, Paula. Puedes decir que no en cualquier momento cuando algo no te guste.
–Pero… pero puede que no sepa si me gusta o no hasta que lo hayas hecho.
–Entiendo –Dios, era maravillosa. Y deliciosa. La deseaba locamente–. Te prometo que me lo tomaré con mucha calma. Te daré tiempo para decir que no antes de que la cosa vaya demasiado lejos.
–Oh, de acuerdo.
–Vamos.
Primero la llevó al baño y allí la desnudó despacio, como había prometido. Los pezones erectos dejaban en evidencia que estaba disfrutando de verdad. Hasta el momento.
Contuvo el aliento cuando Pedro le pellizcó uno de los rosados picos, y gimió cuando repitió la operación en el otro.
–¿Todavía están sensibles? –preguntó él mientras se quitaba rápidamente la ropa.
–Un poco –confesó Paula temblorosa–. Pero no demasiado.
–Bien –Pedro se quitó el reloj y lo dejó sobre la cómoda.
Paula recordó que la noche anterior no se lo había quitado.
Pero la noche anterior no le había dado unos azotes.
El corazón le dio un vuelco.
–Primero nos daremos una ducha juntos –ordenó Pedro–. Pero no me puedes tocar, preciosa. Eres demasiado buena con las manos.
Pedro le dio la vuelta mientras la aseaba, haciéndola gemir cuando la frotó suavemente con la esponja entre las piernas.
Cuando apagó el agua y la giró hacia él, supo que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que le pidiera. Le brillaban los ojos y tenía los labios entreabiertos.
Pedro pensó que nunca la había visto tan guapa ni tan deseable. Pensó en pasar de los juegos para disfrutar directamente del sexo, pero tenía la impresión de que Paula anhelaba ahora vivir la experiencia. Pedro confió en ser capaz de controlarse en aquel juego que normalmente duraba bastante.
Salió de la ducha y agarró los dos albornoces blancos que había colgados detrás de la puerta. Se puso uno y le pasó el otro a Paula.
–Póntelo –le ordenó.
Ella lo hizo sin pestañear.
–No, no te lo ates –Pedro tiró del cinturón y lo sacó de las trabillas antes de enrollarlo en la mano izquierda.
La tomó de la mano y la guio hacia el dormitorio. Paula temblaba cuando llegaron a la esquina de la cama. Pero Pedro estaba seguro de que ya no era por los nervios.
–Seguramente ya estés seca. No necesitas el albornoz.
–Pero tú tienes todavía el tuyo puesto –protestó ella.
–Esa es la idea.
Al ver que dudaba, Pedro se inclinó y le dijo al oído:
–No tienes que ponerte a pensar, Paula. Lo que tienes que hacer es tumbarte en esa cama y dejar que te dé placer.
A ella se le aceleró la respiración mientras se quitaba obediente el albornoz y se tumbaba sobre la cama apoyando la cabeza en la almohada.
–No, así no –dijo Pedro dándole la vuelta–. Si quieres que pare, solo tienes que decírmelo.
Paula no dijo nada, se limitó a hundir la cara en la almohada.
Pedro le agarró con delicadeza las manos y se las puso a la espalda. Luego le ató las muñecas con el cinturón del albornoz. No muy fuerte, solo lo suficiente para que se sintiera atada y a su merced. Ese era el punto, por supuesto.
Aquello era lo que la excitaría al máximo. Finalmente, le quitó la almohada de la cara y se la puso bajo las caderas, levantándole las nalgas de un modo invitador y erótico.
Cuando Pedro dio un paso atrás para examinar su trabajo, la visión de Paula en aquella postura le dejó sin respiración.
Dios mío, qué sexy estaba. Y se hallaba completamente a su merced. Era una combinación embriagadora. Y aunque tenía una erección completa, de pronto ya no le preocupaba tanto su propia satisfacción, sino cómo se sentía Paula. Le daba miedo que pudiera decirle que no a aquellas alturas.
–¿Estás bien, Paula? –le preguntó con dulzura–. ¿Quieres que siga?
lunes, 6 de abril de 2015
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 14
Crees que estoy haciendo lo correcto?
Paula sacudió la cabeza con desesperación. ¿Por qué le preguntaba aquello la novia? Ella no sabía nada de su relación con Andy. Además, ya era un poco tarde para echarse atrás. La comitiva nupcial estaba a punto de avanzar por el jardín de rosas hacia donde el novio esperaba impaciente. Ya llevaban veinte minutos de retraso. Pero al mismo tiempo, Paula sentía simpatía por la joven. Su madre no era la más tranquilizadora de las madres, se había pasado las dos últimas horas llorando, y el matrimonio era un gran paso.
–¿Tú quieres a Andy, Catherine? –le preguntó aceleradamente.
–Sí, por supuesto.
–Nada de «por supuesto». Muchas chicas se casan por motivos que nada tienen que ver con el amor.
–Yo no.
–Yo tampoco soy así. ¿Y Andy te quiere?
–Sí, estoy segura de que sí.
–Pues entonces parece que no hay razón para dudas de última hora, Catherine. Vamos, ya llegamos tarde. Pero déjame decirte antes que estás absolutamente preciosa –y era cierto. El vestido era demasiado recargado en opinión de Paula, pero iba muy bien con la belleza rubia de Catherine.
La novia sonrió.
–Tú también estás preciosa. Igual que tú, Leanne.
Leanne esbozó una mueca y Paula sonrió. Sí, estaban las tres muy guapas.
Mientras avanzaban desde la casa hacia el jardín de rosas, Paula iba pensando en su propia boda futura, así que no se fijó mucho en lo que la rodeaba. Había hecho un esfuerzo por dejar de lado sus crecientes sentimientos hacia Pedro durante las horas que había pasado antes con él, centrándose solo en lo físico y no en lo emocional. Pero le había resultado tan difícil controlar el corazón como el cuerpo. Le había practicado sexo oral, y eso había sido lo máximo para ella. Le había encantado ver cómo Pedro perdía el control bajo su boca y sus manos. No había querido hacerlo, de eso estaba segura. Pero al parecer fue tan incapaz de evitarlo como ella. Aunque eso no significaba nada. Paula no era tan ingenua.
Utilizaron el preservativo que quedaba, y luego Paula, todavía excitada, se ofreció a ir a buscar el que ella llevaba siempre en el bolso, que estaba en la otra habitación. Pedro la siguió, la puso sobre la alfombra que estaba al lado de la cama y la tomó a cuatro patas. Era la primera vez que Paula lo hacía de aquel modo y le encantó.
Pedro se había equivocado respecto a lo de no dormir.
Cuando volvió a llevarla a la cama tras el acto en la alfombra se quedó dormida y no se despertó hasta que Pedro empezó a agitarle el hombro.
–¡Oh, Dios mío! –había exclamado ella sentándose y apartándose el pelo revuelto de la cara–. ¿Qué hora es? –se fijó al instante en que Pedro estaba ya vestido. Aunque no para la boda, llevaba vaqueros y una camiseta.
–Casi las dos y media. Andy llegará en cualquier momento. Dijiste que tenías que arreglarte el pelo.
Paula torció el gesto.
–Voy a tener que lavármelo otra vez. Está hecho un desastre.
Justo entonces llamaron a la puerta principal. Andy la abrió, saludó y avanzó por el pasillo. Asustada, Paula agarró una sábana para cubrirse. A Pedro no le dio tiempo a llegar a la puerta abierta antes de que llegara Andy.
–Oh, lo siento –dijo Andy al ver a Paula en la cama, obviamente desnuda–. Eh… te espero fuera, Pedro.
–No pasa nada –Pedro se giró para dirigirle a Paula una mirada de disculpa–. Lo siento, cariño. Te veré en la boda.
Paula recordó que el corazón le había dado un vuelco al escucharle decir «cariño». Y otro más cuando le vio al lado de Andy al final de la alfombra roja que habían extendido entre las filas de bancos decorados. Estaba claro que tanto el novio como los demás testigos estaban tan guapos como Pedro con sus esmóquines, pero Paula solo tenía ojos para él.
Empezó a sonar música de boda grabada y Paula avanzó flotando por el pasillo, ajena a los silbidos de admiración de los invitados, consciente únicamente de los ojos de Pedro clavados en ella.
«Maldición», se dijo Pedro mientras Paula avanzaba lentamente hacia ellos. «Está preciosa».
–Eres un hombre de suerte, amigo –murmuró Andy a su lado–. Esa chica es un bombón.
–Mira quién fue a hablar –consiguió susurrar Pedro cuando finalmente apareció la novia.
Pero apenas se fijó en Catherine ni escuchó la ceremonia.
Se limitó a cumplir con el ritual, sacó los anillos cuando tuvo que hacerlo y agradeció que el servicio fuera relativamente corto. Estaba deseando volver a quedarse a solas con Paula.
La primera oportunidad que tuvo para hablar con ella fue cuando firmaron en el registro de testigos después de la boda.
–Estás muy guapa de rosa –le susurró cuando Paula le pasó el bolígrafo–. Pero te prefiero sin nada.
Se dio cuenta de que le tembló la mano cuando firmó. Le excitaba saber que podía seducirla con tanta facilidad. No era como las demás chicas con las que se había acostado.
Parecía menos experta y con mayor capacidad de sorpresa.
Y eso en sí mismo ya era muy excitante. La tentación de ampliar sus fronteras sexuales era grande, sobre todo porque era una mujer muy sexual. Le había encantado ponerse arriba. A él también. Pero le preocupaba la tendencia que tenía a perder el control con ella en ocasiones.
La próxima vez no dejaría que sucediera. A Pedro le gustaban los juegos eróticos, y tenía una idea en mente para aquella noche, una idea que esperaba que Paula aceptara gustosa. Estaba seguro de que así sería.
Pero, lamentablemente, todavía quedaba mucha velada por delante.
Paula no podía creer lo larga que fue la noche. Las fotos fueron de lo más tedioso, igual que la cena de tres platos.
Todavía no habían servido el café cuando Pedro finalmente se puso de pie y pronunció su discurso de padrino.
No parecía nervioso en absoluto, y eso la irritó. Tal vez porque remarcaba la seguridad que tenía en sí mismo. Y eso era absurdo. ¿Acaso no le había dicho que le gustaban los hombres seguros de sí mismos?
No le importaba que le gustara Pedro. Nunca se habría acostado con él si no le gustara. Pero no quería enamorarse.
–Señoras y caballeros –comenzó Pedro–. En primer lugar, quiero agradecerles a todos que hayan venido hoy a celebrar el matrimonio de Andy con Catherine, quien, por cierto, es la novia más bella que he visto en mi vida.
No solo estaba seguro de sí mismo, se dijo Paula, sino que además era un adulador.
–Los que no me conocen se estarán preguntando seguramente qué hace un tipo con acento americano ejerciendo de padrino de Andy. Créanme si les digo que aunque hable como un yanki, si escarban un poco, encontrarán bajo la superficie a un australiano de pura cepa.
Se escucharon aplausos y vítores.
–Andy y yo nos conocemos desde hace mucho. Fue mi mejor amigo en el internado y en la facultad de Derecho. Siempre ha estado ahí para mí. Siempre. Y le quiero. Lo siento si suena cursi. Créanme si les digo que es el hombre más inteligente y sensato que he conocido en mi vida. Una prueba de su inteligencia es que haya escogido a Catherine como compañera de vida. Son una pareja maravillosa que se quiere profundamente. Un amor así es un tesoro que debe cuidarse. Y protegerse. Si les parece, vamos a brindar por ello…
Todo el mundo se puso de pie, Paula la primera. Estaba conmovida por la última parte del discurso de Pedro. Sí, el amor era realmente un tesoro, sobre todo el amor verdadero.
Guillermo no la había amado de verdad. Y en cuanto a Pedro… más le valía no seguir por ahí.
–Por Andy y Catherine –exclamó Pedro en voz alta alzando su copa.
Todos los invitados repitieron sus palabras, brindaron y bebieron.
Paula también lo hizo. Luego se apoyó en el respaldo del asiento. Se sentía de pronto agotada. Siguieron más discursos y, finalmente, Andy se puso de pie para hablar y pronunció unas palabras conmovedoras sobre su novia. A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas, pero tuvo que contenerse porque Andy propuso un brindis por las damas de honor, contando el gran favor que les había hecho Paula en el último momento y lo agradecidos que estaban.
Eran una pareja encantadora. Y sí, estaban muy enamorados. Paula no podía evitar envidiar su felicidad. Ya no le hacía gracia que Pedro tuviera planeado quedarse en Australia un poco más. Sabía a lo que se atenía. Quería sexo apasionado con ella, y luego volvería a Nueva York y se olvidaría por completo de su existencia. Y para entonces, seguramente, Paula se quedaría con el corazón roto.
El sentido común le decía que no tuviera nada más que ver con Pedro cuando acabara el fin de semana. Pero el sentido común no podía competir con el ardor sexual que le corría por las venas desde que firmaron juntos el certificado de matrimonio. Unas cuantas palabras susurradas al oído y había estado a punto de arder en el sitio. Todavía le ardían los pezones erectos que se le apretaban contra la seda del vestido. Estaba deseando que terminara la celebración para poder estar otra vez con Pedro.
Pero tenía que esperar, aceptó a regañadientes. Dios mío, estaba como loca por aquel hombre.
Al menos ya habían llegado al momento de cortar la tarta.
Pronto sería el turno del vals nupcial, y luego empezaría la fiesta propiamente dicha. Aunque se sintió tentada,Paula decidió no beber demasiado para no tener problemas al regresar después conduciendo a la cabaña.
Algo que no sucedería pronto, reconoció con cierto disgusto.
El padrino no podía marcharse de ninguna manera antes que los novios. Solo faltarían un par de horas, pero
iban a parecer una eternidad.
–¿Quiere usted bailar, señorita? –le preguntó una voz con cerrado acento sureño.
Paula giró la cabeza y se encontró a Pedro detrás de su silla con una sonrisa pícara en la cara.
–Dicen que da suerte bailar con una de las damas de honor –añadió él, actuando como si fuera un paleto de la colina.
Paula no tuvo más remedio que sonreír. Estaba claro que Pedro no se había quedado sentado dándole vueltas al asunto. Para él todo era juego y diversión.
–Bueno, no quiero decepcionar a un tipo tan guapo como tú –respondió ella riéndose mientras se ponía de pie.
Cuando estuvieron en la pista de baile, Pedro la atrajo hacia sí y ella cerró los ojos y se fundió contra su cuerpo, saboreando la sensación mientras trataba de contener su creciente deseo. Se estremeció cuando los labios de Pedro hicieron contacto con los suyos y le deslizó la lengua dentro. Pero solo durante una décima de segundo.
Paula gimió suavemente cuando él levantó la cabeza y contuvo otro gemido cuando el otro padrino del novio, Javier, le dio a Pedro un toquecito en el hombro y sugirió que cambiaran de pareja.
Pedro no tenía ningunas ganas de bailar con Leanne, pero ¿qué podía hacer? Le habían enseñado que debía ser educado. Así que sonrió y le pasó a Javier a Paula mientras él cumplía con su deber y bailaba con la tonta de Leanne.
–¿Y desde cuándo conoces a Paula? –fue lo primero que le preguntó Leanne con curiosidad.
–No hace mucho –respondió él deslizando la mirada hacia Javier, que estaba demasiado cerca de Paula, en su opinión.
–Es muy atractiva, ¿verdad? –continuó Leanne.
Pedro asintió.
–Las chicas así pueden conseguir al hombre que quieran –afirmó la joven con un suspiro de envidia–. Debe de ser difícil para un hombre tan rico como tú saber si una chica le quiere por sí mismo o por su dinero –añadió mirándole.
Pedro estaba asombrado por la maldad que encerraba el comentario de Leanne.
–No soy tan rico, Leanne.
Ella sonrió como si supiera lo que decía.
–Tal vez no ahora, pero lo serás algún día. Según Catherine, tu padre es multimillonario. No es que piense que Paula sea una cazafortunas. Es una chica encantadora.
–En eso tienes toda la razón –afirmó Pedro pensando que Leanne era una mala persona. De todas las chicas con las que había salido, Paula era la que menos estaría con él por su dinero. De hecho, su riqueza era un punto en contra.
¿Acaso no le había dicho que nunca se casaría con un hombre tan rico como él?
Fue un alivio que Andy le diera un golpecito en el hombro y le acercara a Catherine. Que lidiara él con la malicia de Leanne. Pedro ya había tenido suficiente por una noche.
Sin embargo, tuvo que sonreír al ver cómo Andy le devolvía a Leanne a Javier en menos de un minuto y se ponía a bailar con Paula.
Y eso le puso contento. No le importaba que Paula bailara con Andy. Pero no le había gustado nada que lo hiciera con Javier. No le había gustado que otro hombre la tuviera tan cerca.
Pedro frunció el ceño al darse cuenta de lo posesivo que estaba empezando a ser respecto a Paula. No era propio de él mostrarse celoso. Siempre había despreciado aquel
sentimiento, al que consideraba destructivo. Pero con Paula no tenía el control que solía ejercer sobre sus emociones. Ni tampoco sobre su cuerpo.
Se había pasado la noche luchando para no tener una erección, y finalmente había perdido la batalla al estrecharla entre sus brazos para bailar. Aunque no se le notaba. La chaqueta del esmoquin cubría la prueba de aquel deseo casi obsesivo. Pero él podía sentirla, maldición. No solo en la piel, sino también en la mente. Nunca había deseado a ninguna mujer como deseaba a Paula. Estaba deseando quitarle aquel vestido y hacerle todo lo que deseaba hacerle
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 13
Pedro se despertó con el olor del beicon frito, y Paula no estaba en la cama con él. Diablos, la noche anterior había caído como un tronco. Y había dormido diez horas, descubrió asombrado al mirar el reloj. Y aunque lamentaba no haberse despertado, las largas horas de sueño habían hecho maravillas en él. Tenía el hombro un cien por cien mejor y se sentía de maravilla.
Se levantó de la cama de un salto y se metió en el baño.
Tras una ducha rápida, se envolvió una toalla a la cintura y se dirigió a la cocina. Estaba deseando volver a ver a Paula.
Cuando le dio los buenos días, ella se giró y los ojos se le iluminaron al verle.
–Estás muy guapo con esa toalla –le dijo sonriendo.
–Y tú estás preciosa con cualquier cosa –contestó Pedro mirándola de arriba abajo.
Llevaba los mismos pantalones negros ajustados, pero la parte de arriba era distinta. Se había puesto un suéter sencillo de cuello redondo color verde brillante que casaba con su pelo oscuro y su piel aceitunada. No llevaba maquillaje y tenía el pelo recogido hacia arriba de modo informal, en un moño del que se le escapaban algunos mechones. Su falta de artificio no dejaba de asombrarle. Anabela siempre estaba arreglada y con el pelo perfecto antes incluso de ducharse por la mañana.
Paula hacía que Anabela pareciera tremendamente superficial y vana.
–Adulador –dijo ella riéndose antes de girarse otra vez hacia el horno.
–Eso huele muy bien –aseguró Pedro colocándose detrás de ella y deslizándole las manos por la cintura.
Paula trató de no ponerse tensa al sentir su contacto, estaba decidida a actuar con naturalidad delante de él. Le había resultado difícil no quedarse mirando su hermoso cuerpo cuando entró en la cocina, pero lo había conseguido diciéndose que ninguna mujer sofisticada de Nueva York se lo quedaría mirando. Se movería aquella mañana con estilo y elegancia. No buscaría asegurarse de que quería algo más que sexo con ella. Sería amable y despreocupada, un poco coqueta pero no pesada.
Así que cuando Pedro le puso la mano bajo la barbilla y le giró la cara hacia la suya, ocultó el pánico que sentía y dejó que la besara. Por suerte no fue un beso demasiado largo ni apasionado. Pero el corazón se le aceleró de todas maneras y la cabeza se le llenó de imágenes de Pedro tirando todo lo que había en la mesa y tomándola allí mismo.
A él le brillaron los ojos cuando levantó la cabeza.
–Si ese beicon no está ya preparado –dijo–, te tomaré a ti de desayuno.
–¿Ah, sí? –respondió ella con total desenfado–. Tal vez yo tenga algo que decir al respecto.
La mirada de Pedro indicaba que sabía que estaba lanzando un farol.
–Vamos, Paula, dejémonos de juegos esta mañana. Los dos sabemos que lo que compartimos anoche fue algo especial. Y muy adictivo. Pero tienes razón. Primero deberíamos comer.
–El moratón del hombro está mucho mejor –aseguró ella centrando otra vez la atención en el desayuno–. Cuando los moratones empiezan a adquirir todos los colores del arcoíris, normalmente significa que se están curando. Y ahora siéntate, por el amor de Dios, y deja que siga con esto.
–Parece que estás familiarizada con los moratones –dijo Pedro tomando asiento en una de las sillas de la cocina.
–Tengo tres hermanos –le recordó ella–. No había día que no llegaran del colegio a casa con moratones.
–¿Se metían en peleas?
–No, solo eran muy deportistas.
–Y tú eres muy sexy.
Paula se sintió algo disgustada… y también irritada. Pedro parecía estar centrado únicamente en el sexo. Y ella era algo más que eso… ¿verdad?
Se las arregló de alguna manera para servir las tostadas, el beicon y los huevos sin quemar nada. Pedro comió su parte con avidez, Paula apenas probó la suya. Siempre perdía el apetito cuando estaba disgustada por algo. Trató de decirse a sí misma que era una tontería esperar de Pedro algo más que sexo, pero fue inútil.
–No has comido mucho –comentó él cuando terminó de desayunar.
–No tengo demasiada hambre. Me tomé un café antes de que te levantaras.
–No serás una de esas chicas que se alimenta solo de café, ¿verdad?
–Normalmente no.
–Tú no necesitas perder peso, Paula. Tu cuerpo es maravilloso tal y como es.
Paula trató de que no se le notara en la cara lo que sentía.
Pero ¿por qué tenía Pedro que centrarse en su cuerpo?
–Me alegro de que pienses eso. Por cierto, ayer dijiste que podríamos hablar de Fab Fashions por la mañana.
Pedro parecía asombrado.
–Sí, ya sé que lo dije. Pero eso fue antes de lo de anoche.
Paula le miró fijamente desde el otro lado de la mesa.
–¿Quieres decir que ya no tienes que mimarme porque ya hemos tenido relaciones sexuales?
Pedro disimuló su culpabilidad. Porque Paula tenía razón, ¿no era cierto? Pero qué diablos, no quería perder el tiempo hablando de trabajo cuando podría estar teniendo sexo con ella otra vez.
–No –aseguró midiendo las palabras–. Eso no es verdad.
Aunque lo que compartimos anoche cambia las cosas, Paula. Fue algo muy especial. Podemos hablar de Fab Fashions mañana en el camino de vuelta a casa. Y todos los días de la semana que viene. Mientras tanto, seguramente tendremos solo un par de horas para nosotros antes de prepararnos para la boda de esta tarde. ¿A qué hora tienes que estar en casa de Catherine?
Paula pareció haberse apaciguado con la explicación.
–Dije que estaría allí a las tres. Pero primero tengo que arreglarme el pelo. Catherine y Leanne van a ir a la peluquería en Mudgee esta mañana, pero prefiero peinarme yo misma. Me conozco mejor que cualquier peluquera.
Pedro sonrió.
–No me cabe ninguna duda. De acuerdo, Andy dijo que pasaría a recogerme sobre las dos y media. Nos vamos a reunir todos en su casa antes de dirigirnos a la de Catherine a eso de las cuatro. Al parecer, la comitiva del novio no puede llegar tarde.
–¿No has ido nunca a una boda?
–La verdad es que no. ¿Tú sí?
–He sido dama de honor en las bodas de mis tres hermanos.
–Tal vez en la próxima seas tú la novia.
–Lo dudo –afirmó ella con tono seco.
–¿No quieres casarte?
–Bueno, sí. Dentro de mucho tiempo. Estoy dispuesta a esperar la llegada del hombre correcto. Después de lo de Guillermo, no tengo ninguna prisa.
Pedro tampoco tenía ninguna prisa. Pero se le pasó por la cabeza que Paula sería una esposa maravillosa.
–¿Y cómo tiene que ser el hombre correcto? –preguntó.
Paula se encogió de hombros.
–Esa es una pregunta difícil. Para empezar, tiene que tener un éxito razonable en el trabajo que haya escogido. Me gustan los hombres seguros de sí mismos.
–¿Tiene que ser rico?
–Rico como tú, no, Pedro Alfonso. Nunca me casaría con alguien tan rico como tú.
Pedro se sintió ofendido.
–¿En serio? Muchas mujeres sí lo harían.
–Sí. Mujeres estúpidas y codiciosas como Leanne. O mujeres que ya sean ricas, como tu Anabela.
Él frunció el ceño.
–¿Qué te hace pensar que Anabela es rica?
Paula se puso de pie y empezó a recoger los restos del desayuno.
–¿Me equivoco? –le espetó.
–No. Es rica. O mejor dicho, su padre es rico.
–Eso me parecía.
Pedro se rio.
–No estarás celosa, ¿verdad, Paula? No tienes motivo. Anabela es historia.
Que la acusara de tener celos resultaba muy revelador.
Porque los tenía. Y muchos. Paula le dio la espalda y se acercó al fregadero. Ella también sería historia algún día no muy lejano. Solo era cuestión de tiempo.
Que la tomara con firmeza de los hombros la sorprendió. No le había oído levantarse.
–No estés enfadada conmigo, Paula. Volvamos a la cama. Podemos hablar de Fab Fashions allí si quieres. Podemos hacer varias cosas a la vez.
Paula no pudo evitar reírse.
–Los hombres no pueden hacer varias cosas a la vez.
–No estés tan segura –dijo él atrayéndola con fuerza hacia sí–. Yo puedo hablar y tener una erección al mismo tiempo, ¿lo ves? –se frotó contra su trasero–. Aquí tienes la prueba.
Paula se rio todavía más.
–Me encanta que te rías –murmuró él besándola en el cuello–. Pero me gusta todavía más que tengas un orgasmo. Los sonidos que emites, el modo en que tus músculos internos me estrujan como una prensa… anoche me volviste loco. Vuélveme loco otra vez, adorable Paula. Esta vez con la boca. Y con esas manos que tienes.
Ella era la que se estaba volviendo loca. Ningún hombre le había dicho nunca nada semejante. Pedro hacía que deseara hacerle de todo. Oh, Dios…
Paula no dijo ni una palabra. Se giró entre sus brazos y le besó. Él la besó también, fue un beso largo y apasionado que la derritió todo el cuerpo.
–Vamos. Volvamos a la cama –murmuró Pedro cuando se apartó para tomar aire.
–¿La cama? –repitió ella mareada.
Él sonrió con picardía.
–Sí, ya sabes, esa cosa con sábanas y almohadas en la que uno duerme por la noche. Pero tú no vas a dormir hoy en ella, preciosa –añadió–. Ni un solo segundo.
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