lunes, 6 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 13





Pedro se despertó con el olor del beicon frito, y Paula no estaba en la cama con él. Diablos, la noche anterior había caído como un tronco. Y había dormido diez horas, descubrió asombrado al mirar el reloj. Y aunque lamentaba no haberse despertado, las largas horas de sueño habían hecho maravillas en él. Tenía el hombro un cien por cien mejor y se sentía de maravilla.


Se levantó de la cama de un salto y se metió en el baño. 


Tras una ducha rápida, se envolvió una toalla a la cintura y se dirigió a la cocina. Estaba deseando volver a ver a Paula. 


Cuando le dio los buenos días, ella se giró y los ojos se le iluminaron al verle.


–Estás muy guapo con esa toalla –le dijo sonriendo.


–Y tú estás preciosa con cualquier cosa –contestó Pedro mirándola de arriba abajo.


Llevaba los mismos pantalones negros ajustados, pero la parte de arriba era distinta. Se había puesto un suéter sencillo de cuello redondo color verde brillante que casaba con su pelo oscuro y su piel aceitunada. No llevaba maquillaje y tenía el pelo recogido hacia arriba de modo informal, en un moño del que se le escapaban algunos mechones. Su falta de artificio no dejaba de asombrarle. Anabela siempre estaba arreglada y con el pelo perfecto antes incluso de ducharse por la mañana.


Paula hacía que Anabela pareciera tremendamente superficial y vana.


–Adulador –dijo ella riéndose antes de girarse otra vez hacia el horno.


–Eso huele muy bien –aseguró Pedro colocándose detrás de ella y deslizándole las manos por la cintura.


Paula trató de no ponerse tensa al sentir su contacto, estaba decidida a actuar con naturalidad delante de él. Le había resultado difícil no quedarse mirando su hermoso cuerpo cuando entró en la cocina, pero lo había conseguido diciéndose que ninguna mujer sofisticada de Nueva York se lo quedaría mirando. Se movería aquella mañana con estilo y elegancia. No buscaría asegurarse de que quería algo más que sexo con ella. Sería amable y despreocupada, un poco coqueta pero no pesada.


Así que cuando Pedro le puso la mano bajo la barbilla y le giró la cara hacia la suya, ocultó el pánico que sentía y dejó que la besara. Por suerte no fue un beso demasiado largo ni apasionado. Pero el corazón se le aceleró de todas maneras y la cabeza se le llenó de imágenes de Pedro tirando todo lo que había en la mesa y tomándola allí mismo.


A él le brillaron los ojos cuando levantó la cabeza.


–Si ese beicon no está ya preparado –dijo–, te tomaré a ti de desayuno.


–¿Ah, sí? –respondió ella con total desenfado–. Tal vez yo tenga algo que decir al respecto.


La mirada de Pedro indicaba que sabía que estaba lanzando un farol.


–Vamos, Paula, dejémonos de juegos esta mañana. Los dos sabemos que lo que compartimos anoche fue algo especial. Y muy adictivo. Pero tienes razón. Primero deberíamos comer.


–El moratón del hombro está mucho mejor –aseguró ella centrando otra vez la atención en el desayuno–. Cuando los moratones empiezan a adquirir todos los colores del arcoíris, normalmente significa que se están curando. Y ahora siéntate, por el amor de Dios, y deja que siga con esto.


–Parece que estás familiarizada con los moratones –dijo Pedro tomando asiento en una de las sillas de la cocina.


–Tengo tres hermanos –le recordó ella–. No había día que no llegaran del colegio a casa con moratones.


–¿Se metían en peleas?


–No, solo eran muy deportistas.


–Y tú eres muy sexy.


Paula se sintió algo disgustada… y también irritada. Pedro parecía estar centrado únicamente en el sexo. Y ella era algo más que eso… ¿verdad?


Se las arregló de alguna manera para servir las tostadas, el beicon y los huevos sin quemar nada. Pedro comió su parte con avidez, Paula apenas probó la suya. Siempre perdía el apetito cuando estaba disgustada por algo. Trató de decirse a sí misma que era una tontería esperar de Pedro algo más que sexo, pero fue inútil.


–No has comido mucho –comentó él cuando terminó de desayunar.


–No tengo demasiada hambre. Me tomé un café antes de que te levantaras.


–No serás una de esas chicas que se alimenta solo de café, ¿verdad?


–Normalmente no.


–Tú no necesitas perder peso, Paula. Tu cuerpo es maravilloso tal y como es.


Paula trató de que no se le notara en la cara lo que sentía. 


Pero ¿por qué tenía Pedro que centrarse en su cuerpo?


–Me alegro de que pienses eso. Por cierto, ayer dijiste que podríamos hablar de Fab Fashions por la mañana.


Pedro parecía asombrado.


–Sí, ya sé que lo dije. Pero eso fue antes de lo de anoche.


Paula le miró fijamente desde el otro lado de la mesa.


–¿Quieres decir que ya no tienes que mimarme porque ya hemos tenido relaciones sexuales?


Pedro disimuló su culpabilidad. Porque Paula tenía razón, ¿no era cierto? Pero qué diablos, no quería perder el tiempo hablando de trabajo cuando podría estar teniendo sexo con ella otra vez.


–No –aseguró midiendo las palabras–. Eso no es verdad. 
Aunque lo que compartimos anoche cambia las cosas, Paula. Fue algo muy especial. Podemos hablar de Fab Fashions mañana en el camino de vuelta a casa. Y todos los días de la semana que viene. Mientras tanto, seguramente tendremos solo un par de horas para nosotros antes de prepararnos para la boda de esta tarde. ¿A qué hora tienes que estar en casa de Catherine?


Paula pareció haberse apaciguado con la explicación.


–Dije que estaría allí a las tres. Pero primero tengo que arreglarme el pelo. Catherine y Leanne van a ir a la peluquería en Mudgee esta mañana, pero prefiero peinarme yo misma. Me conozco mejor que cualquier peluquera.


Pedro sonrió.


–No me cabe ninguna duda. De acuerdo, Andy dijo que pasaría a recogerme sobre las dos y media. Nos vamos a reunir todos en su casa antes de dirigirnos a la de Catherine a eso de las cuatro. Al parecer, la comitiva del novio no puede llegar tarde.


–¿No has ido nunca a una boda?


–La verdad es que no. ¿Tú sí?


–He sido dama de honor en las bodas de mis tres hermanos.


–Tal vez en la próxima seas tú la novia.


–Lo dudo –afirmó ella con tono seco.


–¿No quieres casarte?


–Bueno, sí. Dentro de mucho tiempo. Estoy dispuesta a esperar la llegada del hombre correcto. Después de lo de Guillermo, no tengo ninguna prisa.


Pedro tampoco tenía ninguna prisa. Pero se le pasó por la cabeza que Paula sería una esposa maravillosa.


–¿Y cómo tiene que ser el hombre correcto? –preguntó.


Paula se encogió de hombros.


–Esa es una pregunta difícil. Para empezar, tiene que tener un éxito razonable en el trabajo que haya escogido. Me gustan los hombres seguros de sí mismos.


–¿Tiene que ser rico?


–Rico como tú, no, Pedro Alfonso. Nunca me casaría con alguien tan rico como tú.


Pedro se sintió ofendido.


–¿En serio? Muchas mujeres sí lo harían.


–Sí. Mujeres estúpidas y codiciosas como Leanne. O mujeres que ya sean ricas, como tu Anabela.


Él frunció el ceño.


–¿Qué te hace pensar que Anabela es rica?


Paula se puso de pie y empezó a recoger los restos del desayuno.


–¿Me equivoco? –le espetó.


–No. Es rica. O mejor dicho, su padre es rico.


–Eso me parecía.


Pedro se rio.


–No estarás celosa, ¿verdad, Paula? No tienes motivo. Anabela es historia.


Que la acusara de tener celos resultaba muy revelador.


Porque los tenía. Y muchos. Paula le dio la espalda y se acercó al fregadero. Ella también sería historia algún día no muy lejano. Solo era cuestión de tiempo.


Que la tomara con firmeza de los hombros la sorprendió. No le había oído levantarse.


–No estés enfadada conmigo, Paula. Volvamos a la cama. Podemos hablar de Fab Fashions allí si quieres. Podemos hacer varias cosas a la vez.


Paula no pudo evitar reírse.


–Los hombres no pueden hacer varias cosas a la vez.


–No estés tan segura –dijo él atrayéndola con fuerza hacia sí–. Yo puedo hablar y tener una erección al mismo tiempo, ¿lo ves? –se frotó contra su trasero–. Aquí tienes la prueba.


Paula se rio todavía más.


–Me encanta que te rías –murmuró él besándola en el cuello–. Pero me gusta todavía más que tengas un orgasmo. Los sonidos que emites, el modo en que tus músculos internos me estrujan como una prensa… anoche me volviste loco. Vuélveme loco otra vez, adorable Paula. Esta vez con la boca. Y con esas manos que tienes.


Ella era la que se estaba volviendo loca. Ningún hombre le había dicho nunca nada semejante. Pedro hacía que deseara hacerle de todo. Oh, Dios…


Paula no dijo ni una palabra. Se giró entre sus brazos y le besó. Él la besó también, fue un beso largo y apasionado que la derritió todo el cuerpo.


–Vamos. Volvamos a la cama –murmuró Pedro cuando se apartó para tomar aire.


–¿La cama? –repitió ella mareada.


Él sonrió con picardía.


–Sí, ya sabes, esa cosa con sábanas y almohadas en la que uno duerme por la noche. Pero tú no vas a dormir hoy en ella, preciosa –añadió–. Ni un solo segundo.




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