lunes, 6 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 13





Pedro se despertó con el olor del beicon frito, y Paula no estaba en la cama con él. Diablos, la noche anterior había caído como un tronco. Y había dormido diez horas, descubrió asombrado al mirar el reloj. Y aunque lamentaba no haberse despertado, las largas horas de sueño habían hecho maravillas en él. Tenía el hombro un cien por cien mejor y se sentía de maravilla.


Se levantó de la cama de un salto y se metió en el baño. 


Tras una ducha rápida, se envolvió una toalla a la cintura y se dirigió a la cocina. Estaba deseando volver a ver a Paula. 


Cuando le dio los buenos días, ella se giró y los ojos se le iluminaron al verle.


–Estás muy guapo con esa toalla –le dijo sonriendo.


–Y tú estás preciosa con cualquier cosa –contestó Pedro mirándola de arriba abajo.


Llevaba los mismos pantalones negros ajustados, pero la parte de arriba era distinta. Se había puesto un suéter sencillo de cuello redondo color verde brillante que casaba con su pelo oscuro y su piel aceitunada. No llevaba maquillaje y tenía el pelo recogido hacia arriba de modo informal, en un moño del que se le escapaban algunos mechones. Su falta de artificio no dejaba de asombrarle. Anabela siempre estaba arreglada y con el pelo perfecto antes incluso de ducharse por la mañana.


Paula hacía que Anabela pareciera tremendamente superficial y vana.


–Adulador –dijo ella riéndose antes de girarse otra vez hacia el horno.


–Eso huele muy bien –aseguró Pedro colocándose detrás de ella y deslizándole las manos por la cintura.


Paula trató de no ponerse tensa al sentir su contacto, estaba decidida a actuar con naturalidad delante de él. Le había resultado difícil no quedarse mirando su hermoso cuerpo cuando entró en la cocina, pero lo había conseguido diciéndose que ninguna mujer sofisticada de Nueva York se lo quedaría mirando. Se movería aquella mañana con estilo y elegancia. No buscaría asegurarse de que quería algo más que sexo con ella. Sería amable y despreocupada, un poco coqueta pero no pesada.


Así que cuando Pedro le puso la mano bajo la barbilla y le giró la cara hacia la suya, ocultó el pánico que sentía y dejó que la besara. Por suerte no fue un beso demasiado largo ni apasionado. Pero el corazón se le aceleró de todas maneras y la cabeza se le llenó de imágenes de Pedro tirando todo lo que había en la mesa y tomándola allí mismo.


A él le brillaron los ojos cuando levantó la cabeza.


–Si ese beicon no está ya preparado –dijo–, te tomaré a ti de desayuno.


–¿Ah, sí? –respondió ella con total desenfado–. Tal vez yo tenga algo que decir al respecto.


La mirada de Pedro indicaba que sabía que estaba lanzando un farol.


–Vamos, Paula, dejémonos de juegos esta mañana. Los dos sabemos que lo que compartimos anoche fue algo especial. Y muy adictivo. Pero tienes razón. Primero deberíamos comer.


–El moratón del hombro está mucho mejor –aseguró ella centrando otra vez la atención en el desayuno–. Cuando los moratones empiezan a adquirir todos los colores del arcoíris, normalmente significa que se están curando. Y ahora siéntate, por el amor de Dios, y deja que siga con esto.


–Parece que estás familiarizada con los moratones –dijo Pedro tomando asiento en una de las sillas de la cocina.


–Tengo tres hermanos –le recordó ella–. No había día que no llegaran del colegio a casa con moratones.


–¿Se metían en peleas?


–No, solo eran muy deportistas.


–Y tú eres muy sexy.


Paula se sintió algo disgustada… y también irritada. Pedro parecía estar centrado únicamente en el sexo. Y ella era algo más que eso… ¿verdad?


Se las arregló de alguna manera para servir las tostadas, el beicon y los huevos sin quemar nada. Pedro comió su parte con avidez, Paula apenas probó la suya. Siempre perdía el apetito cuando estaba disgustada por algo. Trató de decirse a sí misma que era una tontería esperar de Pedro algo más que sexo, pero fue inútil.


–No has comido mucho –comentó él cuando terminó de desayunar.


–No tengo demasiada hambre. Me tomé un café antes de que te levantaras.


–No serás una de esas chicas que se alimenta solo de café, ¿verdad?


–Normalmente no.


–Tú no necesitas perder peso, Paula. Tu cuerpo es maravilloso tal y como es.


Paula trató de que no se le notara en la cara lo que sentía. 


Pero ¿por qué tenía Pedro que centrarse en su cuerpo?


–Me alegro de que pienses eso. Por cierto, ayer dijiste que podríamos hablar de Fab Fashions por la mañana.


Pedro parecía asombrado.


–Sí, ya sé que lo dije. Pero eso fue antes de lo de anoche.


Paula le miró fijamente desde el otro lado de la mesa.


–¿Quieres decir que ya no tienes que mimarme porque ya hemos tenido relaciones sexuales?


Pedro disimuló su culpabilidad. Porque Paula tenía razón, ¿no era cierto? Pero qué diablos, no quería perder el tiempo hablando de trabajo cuando podría estar teniendo sexo con ella otra vez.


–No –aseguró midiendo las palabras–. Eso no es verdad. 
Aunque lo que compartimos anoche cambia las cosas, Paula. Fue algo muy especial. Podemos hablar de Fab Fashions mañana en el camino de vuelta a casa. Y todos los días de la semana que viene. Mientras tanto, seguramente tendremos solo un par de horas para nosotros antes de prepararnos para la boda de esta tarde. ¿A qué hora tienes que estar en casa de Catherine?


Paula pareció haberse apaciguado con la explicación.


–Dije que estaría allí a las tres. Pero primero tengo que arreglarme el pelo. Catherine y Leanne van a ir a la peluquería en Mudgee esta mañana, pero prefiero peinarme yo misma. Me conozco mejor que cualquier peluquera.


Pedro sonrió.


–No me cabe ninguna duda. De acuerdo, Andy dijo que pasaría a recogerme sobre las dos y media. Nos vamos a reunir todos en su casa antes de dirigirnos a la de Catherine a eso de las cuatro. Al parecer, la comitiva del novio no puede llegar tarde.


–¿No has ido nunca a una boda?


–La verdad es que no. ¿Tú sí?


–He sido dama de honor en las bodas de mis tres hermanos.


–Tal vez en la próxima seas tú la novia.


–Lo dudo –afirmó ella con tono seco.


–¿No quieres casarte?


–Bueno, sí. Dentro de mucho tiempo. Estoy dispuesta a esperar la llegada del hombre correcto. Después de lo de Guillermo, no tengo ninguna prisa.


Pedro tampoco tenía ninguna prisa. Pero se le pasó por la cabeza que Paula sería una esposa maravillosa.


–¿Y cómo tiene que ser el hombre correcto? –preguntó.


Paula se encogió de hombros.


–Esa es una pregunta difícil. Para empezar, tiene que tener un éxito razonable en el trabajo que haya escogido. Me gustan los hombres seguros de sí mismos.


–¿Tiene que ser rico?


–Rico como tú, no, Pedro Alfonso. Nunca me casaría con alguien tan rico como tú.


Pedro se sintió ofendido.


–¿En serio? Muchas mujeres sí lo harían.


–Sí. Mujeres estúpidas y codiciosas como Leanne. O mujeres que ya sean ricas, como tu Anabela.


Él frunció el ceño.


–¿Qué te hace pensar que Anabela es rica?


Paula se puso de pie y empezó a recoger los restos del desayuno.


–¿Me equivoco? –le espetó.


–No. Es rica. O mejor dicho, su padre es rico.


–Eso me parecía.


Pedro se rio.


–No estarás celosa, ¿verdad, Paula? No tienes motivo. Anabela es historia.


Que la acusara de tener celos resultaba muy revelador.


Porque los tenía. Y muchos. Paula le dio la espalda y se acercó al fregadero. Ella también sería historia algún día no muy lejano. Solo era cuestión de tiempo.


Que la tomara con firmeza de los hombros la sorprendió. No le había oído levantarse.


–No estés enfadada conmigo, Paula. Volvamos a la cama. Podemos hablar de Fab Fashions allí si quieres. Podemos hacer varias cosas a la vez.


Paula no pudo evitar reírse.


–Los hombres no pueden hacer varias cosas a la vez.


–No estés tan segura –dijo él atrayéndola con fuerza hacia sí–. Yo puedo hablar y tener una erección al mismo tiempo, ¿lo ves? –se frotó contra su trasero–. Aquí tienes la prueba.


Paula se rio todavía más.


–Me encanta que te rías –murmuró él besándola en el cuello–. Pero me gusta todavía más que tengas un orgasmo. Los sonidos que emites, el modo en que tus músculos internos me estrujan como una prensa… anoche me volviste loco. Vuélveme loco otra vez, adorable Paula. Esta vez con la boca. Y con esas manos que tienes.


Ella era la que se estaba volviendo loca. Ningún hombre le había dicho nunca nada semejante. Pedro hacía que deseara hacerle de todo. Oh, Dios…


Paula no dijo ni una palabra. Se giró entre sus brazos y le besó. Él la besó también, fue un beso largo y apasionado que la derritió todo el cuerpo.


–Vamos. Volvamos a la cama –murmuró Pedro cuando se apartó para tomar aire.


–¿La cama? –repitió ella mareada.


Él sonrió con picardía.


–Sí, ya sabes, esa cosa con sábanas y almohadas en la que uno duerme por la noche. Pero tú no vas a dormir hoy en ella, preciosa –añadió–. Ni un solo segundo.




CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 12




Pedro le gustó el modo en que Paula se dejó guiar al cuarto de baño. Tenía la impresión de que estaba excitada, como lo estaba él. Hasta el mínimo roce de Paula le excitaba. 


Resultaba increíble el efecto que causaba en él. Aunque no suponía nada que no pudiera controlar, y menos ahora que se mostraba tan deliciosamente colaboradora.


La acomodó en la esquina de la bañera con garras y empezó a desvestirse.


Paula no podía creer que estuviera haciendo aquello, estar allí sentada viendo cómo Pedro se quitaba la ropa delante de ella. ¡Pero por todos los santos, qué excitante resultaba!


Después de descalzarse, se quitó la chaqueta y luego la camisa, dejando al descubierto un torso que no parecía propio de alguien que se pasaba el día sentado tras la mesa del escritorio. Debía de ir mucho al gimnasio, pensó Paula, o a nadar. El tenue bronceado sugería que tal vez ese fuera el caso. Tenía los hombros anchos, y un moratón en uno de ellos. Pero al parecer eso no le impedía mover el brazo. 


Tenía los músculos del pecho bien tonificados y los abdominales marcados. Poco vello, observó, y eso le gustó.


Contuvo el aliento cuando se quitó el cinturón de los vaqueros. Pedro lo dejó caer al suelo y luego se bajó la cremallera. Cuando metió los dedos en las trabillas y se los bajó, Paula dejó escapar por fin el aire que tenía retenido en los pulmones.


Llevaba unos calzoncillos negros de seda que no ocultaban nada.


Se preguntó si sería tan grande como parecía. Paula siempre había pensado que el tamaño importaba. Mucho. Le gustaba que los hombres estuvieran bien construidos en esa zona.


Pedro lo estaba. Mejor que sus novios anteriores. Y tenía una erección magnífica. Estaba circuncidado, con apenas vello en la base. Supo que tendría una textura y un sabor fantástico.


Estaba de pie frente a ella como un Adonis dorado.


–Ahora tú, Paula –le ordenó él–. Levántate y quítate ese camisón. Quiero verte entera.


Paula se levantó con piernas temblorosas, se veía en la obligación de obedecerle. Sintió una punzada en el estómago mientras se deslizaba los tirantes por los hombros, primero uno y luego el otro. No llevaba ropa interior. Nunca se la dejaba para dormir. El camisón se le deslizó por el cuerpo hasta quedar hecho un gurruño a sus pies.


Pedro deslizó la mirada primero hacia los pies y luego la fue subiendo gradualmente, deteniéndose en la depilada uve que tenía entre las piernas antes de subir a los senos.


–Preciosa –dijo.


Paula sabía que era atractiva, pero nunca se había considerado preciosa. Tenía defectos físicos, como la mayoría de la gente. ¿No veía Pedro que tenía la nariz demasiado grande para la cara? Igual que la boca. En la parte de atrás de los muslos tenía unos cuantos hoyos de celulitis que ni los masajes ni las cremas lograban quitar, aunque no se los vería a menos que la ordenara que se diera la vuelta.


Sospechaba que Pedro no lo haría. Estaba disfrutando mucho de la visión de sus senos. En realidad eran lo mejor de su figura. Grandes y altos, con pezones rosados que
crecían de manera significativa cuando se jugaba con ellos. 


O cuando estaba excitada. Como en aquel momento. Dios, sí. Sentía los senos henchidos bajo su ardiente y hambrienta mirada.


–No más excusas, Paula –afirmó Pedro con voz seca–. Vas a entrar en la ducha conmigo y luego vamos a meternos en la cama. Juntos.


Ella le obedeció una vez más, ciegamente y sin protestar. 


Dejó que la guiara hacia la ducha. Y una vez allí, mientras los chorros de agua caliente le estropeaban completamente el pelo, Pedro le tomó la cara con las manos y la besó por fin apropiadamente.


A Paula la habían besado muchas veces en su vida. 


Hombres que besaban muy bien. Pero los besos de Pedro eran una experiencia única. Sentía su efecto por todo el cuerpo, hasta los dedos de los pies. Estaba abrumada. Y luego empezó a obsesionarse. No tenía suficiente. Ni tampoco de él. Cuando Pedro levantó por fin la cabeza, se apretó contra su cuerpo en total rendición, rodeándole la cintura con los brazos.


–¿Estás tomando la píldora, Paula?


Ella se apartó lo suficiente para poder mirarle.


–¿Qué?


–¿Estás tomando la píldora?


Paula se aclaró un poco la garganta.


–Bueno, sí, pero…


–Pero quieres que use protección de todos modos.


–Por favor –le pidió ella, aunque se sintió tentada a decir que no, que la tomara allí mismo, en aquel instante.


–En ese caso, creo que esta vez la ducha tendrá que ser corta.


Una vez más, Paula no protestó. Se quedó allí de pie mientras él cerraba los grifos y luego agarraba una de las toallas que había en la repisa, frotándola con cierta brusquedad antes de secarse él. Luego la tomó en brazos y la llevó al dormitorio.


Paula se estremeció cuando la depositó suavemente en la parte superior de la cama. Sintió escalofríos por todo el cuerpo.


–¿Tienes frío? –le preguntó Pedro tumbándose a su lado y apoyándose en el codo izquierdo para elevarse.


–Un poco –mintió ella.


–¿Quieres meterte entre las sábanas?


Paula sacudió la cabeza.


–Llevo todo el día pensando en esto –aseguró él inclinando los labios hacia los suyos una vez más y deslizándole la mano derecha por el pelo todavía húmedo.


El hecho de que volviera a besarla con dulzura la sorprendió primero y la embelesó después. Paula suspiró bajo su dulce suavidad. Pero la presión de su boca se fue haciendo cada vez más fuerte. Cuando Pedro le mordió el labio inferior, contuvo el aliento y él le deslizó la lengua dentro. Paula gimió mientras le exploraba la sensible piel del paladar. Y volvió a contener el aliento cuando le cubrió el seno derecho con la mano, jugando con el pezón de un modo que nunca antes había vivido, acariciándoselo suavemente con la palma hasta que sintió que le ardía en llamas.


Y todo sin dejar de besarla, introduciéndole la lengua y retirándola antes de volver a hundirla en ella. Cuando movió la mano hacia el otro pezón, Paula sintió una fugaz sensación de abandono. Si pudiera haber jugado con los dos al mismo tiempo, entonces estaría en el cielo. Oh, Dios. Paula no sabía si estaba gozando o sufriendo, pero tampoco le importaba siempre y cuando Pedro no se detuviera.


Entonces se detuvo, dejó de besarla y de pellizcarle el pezón. Paula gimió consternada hasta que se dio cuenta de por qué había parado. Ya estaba abajo con aquella boca y aquella lengua tan sabias, haciéndola gemir y retorcerse mientras la lamía, la succionaba y le demostraba que todos sus amantes anteriores eran unos ignorantes del cuerpo de la mujer. Pedro sabía exactamente qué hacer para llevarla al borde del éxtasis, y no una vez, sino varias. Sabía cuándo retirarse. Tal vez tuviera algo que ver con el hecho de que sus dedos estuvieran todo el tiempo muy dentro de ella. Tal vez podía sentir cómo apretaba los músculos cuando estaba a punto de alcanzar el clímax.


Pedro levantó finalmente la cabeza.


–Creo que ya es suficiente –murmuró. Entonces se dejó caer a su lado boca arriba, respirando agitadamente.


Paula se incorporó apoyándose en el codo y se lo quedó mirando fijamente.


–No vas a parar ahora, ¿verdad?


–Solo unos segundos. Quiero recuperar el aliento y ponerme el preservativo. He dejado dos en el cajón de arriba esta tarde –dijo señalando con la cabeza hacia la mesilla de noche–. ¿Me puedes pasar uno, por favor?


Paula se preguntó si Pedro siempre utilizaría protección aunque sus novias tomaran la píldora. Tenía la sensación de que sí. 


Tal vez le preocupara que alguna de ellas tratara de atraparlo para obligarle a casarse con ella. Los hombres ricos se preocupaban de cosas así, supuso. Si Anabela quería casarse con él a toda costa, tal vez llegara a semejante extremos.


–Pónmelo –le dijo Pedro cuando lo sacó del cajón.


Oh, Dios, pensó Paula abriendo el envoltorio. Había colocado preservativos con anterioridad, pero no en un estado de tanta excitación. Le resultaba muy difícil hacerlo con las manos temblorosas. Cuando Pedro gimió, le miró con preocupación.


–¿Te estoy haciendo daño?


Él le dirigió una sonrisa torturada e irónica al mismo tiempo.


–Cariño, me estás matando. Pero no del modo que tú crees. ¿Te importa ponerte arriba?


–¿Quieres que me ponga arriba? –repitió Paula. Era su postura favorita, pero no imaginaba que fuera la de Pedro


Creía que le gustaba ser quien llevaba el control. Y aunque la había excitado que le diera órdenes, estaba encantada de que los papeles se invirtieran durante un rato. Pero pensándolo bien, aquella postura había sido también idea de Pedro.


–Tenía la impresión de que te gusta estar arriba –dijo él.


–Y me gusta –confesó Paula.


–Entonces, ¿a qué estás esperando?


¿A qué estaba esperando?


Pedro se le formó un nudo en el estómago cuando se puso encima de él a horcajadas. El corazón le latía con fuerza dentro del pecho cuando colocó su punta ardiente en la entrada de su sexo. Podía sentir el calor y la humedad de Paula, pero no podía verlo. No era de aquellas chicas que se depilaban por completo, ella lo tenía protegido por una pizca de suave bello rizado. A Pedro le gustaba. Era distinto. Ella era distinta. En todos los sentidos. No era nada pretenciosa. 


Era dulce y muy natural, y la deseaba como nunca antes había deseado a ninguna mujer. Estaba tan excitado que aquella noche no tenía paciencia para juegos. La deseaba en aquel momento.


Se le escapó un gemido de entre los labios cuando Paula lo adentró en ella, engulléndolo con su suavidad de un modo que resultaba increíblemente placentero. Se preparó mentalmente para lo que iba a sentir cuando se moviera. No quería llegar demasiado pronto. Diablos, no. Eso no podía ser.


Paula no se había equivocado. Estar dentro de él era algo increíble, la llenaba por completo. Era obvio que a él también le gustaba, a juzgar por la expresión de su rostro. Pero ¿lo que estaba viendo era arrebato o tortura? Imaginó que se trataría de una mezcla de las dos cosas. Los hombres podían ser muy impacientes en aquella situación. Así que al principio mantuvo los movimientos lentos y suaves, levantando poco las caderas antes de volver a bajar. Pero no pasó mucho tiempo antes de que su propio deseo de satisfacción se apoderara de ella, urgiéndola a alzar las caderas más alto y luego hundirse más. Trató de no pensar en otra cosa que no fuera el placer sexual, ignorando con valentía las repuestas emocionales que se le asomaban al cerebro. Aquello no era amor, se dijo con firmeza. Era sexo.


Un sexo increíble, sí, con un hombre tremendamente guapo. 


Pero solo era sexo. «Disfrútalo, chica. Porque podrías pasarte el resto de tu vida sin encontrar otro amante como Pedro».


Alcanzaron juntos el éxtasis, y aquello la distrajo completamente de cualquier pensamiento relacionado con el amor, su orgasmo fue tan intenso que solo podía pensar en las sensaciones físicas. El placer eléctrico de cada espasmo, y además el maravilloso alivio tras la tensión a la que había estado sometida durante todo el día. Finalmente, cuando todo terminó, cada poro de su cuerpo sucumbió a una larga oleada de languidez. Colapsó encima de él, completamente exhausta, y emitió un largo suspiro de plenitud cuando Pedro la rodeó con sus brazos.


–Ha sido fantástico –susurró él–. Tú eres fantástica. No, no te muevas –le pidió cuando Paula trató de levantar la cabeza–. Quiero dormirme así, conmigo todavía dentro de tí. Lo único que lamento es que no podamos hacerlo otra vez.  De pronto me siento agotado. Pero te lo compensaré mañana, te lo prometo. Quédate como estás, por favor –le pidió con un susurro aterciopelado.


Treinta segundos más tarde se quedó dormido.


Y ella le siguió menos de un minuto después.





domingo, 5 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 11





La cabaña de invitados resultaba muy acogedora y estaba bastante alejada de la casa principal, sobre una colina más pequeña y rodeada de árboles. Estaba hecha de madera, tenía un porche cubierto delante y otro detrás y un pasillo que la dividía en dos. A la izquierda de la entrada había un salón seguido de un comedor y una cocina. A la derecha había dos dormitorios separados por un baño y después una enorme despensa. Todas las habitaciones estaban decoradas en un estilo confortable y campestre.


Andy les había llevado personalmente a la cabaña, lo que supuso un alivio para Paula. Nada como una tercera persona para evitar que Pedro hiciera algo que ella no quería que hiciera. Al menos por el momento. Lo cierto era que la aterrorizaba el momento en que dejara de hablar y pasara a la acción. Siempre se había considerado bastante buena en el sexo, pero en una escala del uno al diez dudaba que superara el cinco. Se sentiría fatal si suponía una decepción para Pedro.


Puso rápidamente la bolsa de viaje en el más pequeño de los dos dormitorios, insistiendo en que Pedro se quedara con la habitación de la cama grande porque era más alto. Él no protestó, se limitó a sentarse en una esquina del colchón y a botar como si estuviera comprobando su comodidad. Andy llevó las cosas de Pedro al dormitorio mientras Paula se quedaba en el umbral.


–Volveré dentro de poco con algunas provisiones –les dijo Andy–. Algo para desayunar. Ya hay vino blanco en la nevera y vino tinto en el mueble de la cocina, además de café, té, galletas, etc. Pero traeré pan fresco, huevos y beicon.


–Yo ya no estaré aquí –le contestó Paula antes de que pudiera escaparse–. Tengo que volver a casa de Catherine. No regresaré hasta última hora de la noche.


–Es verdad, se me había olvidado. También se me ha olvidado darte las gracias por todo lo que estás haciendo. Paula. Catherine me llamó y me contó lo del vestido. Eres una chica muy inteligente, ¿no es así, Pedro? Es increíble que sepas coser así de bien.


–Es asombrosa –afirmó Pedro.


Paula se limitó a sonreír, abrumada por tanto halago.


En cuanto se quedaron solos, Pedro la miró con los ojos entornados.


–No vas a quedarte en ese dormitorio mañana por la noche.


Ella se le quedó mirando. No le gustaba que los hombres le dieran órdenes.


–Tal vez lo haga –le espetó–, si empiezas a comportarte como un imbécil.


Aquello le dejó pegado.


–¿Qué quieres decir?


–Yo corro mi propia carrera, Pedro. No me gusta que los hombres me digan lo que tengo que hacer y cuándo tengo que hacerlo.


–¿De veras?


Pedro se puso de pie y se acercó a ella. La tomó con firmeza de los hombros y la atrajo hacia sí. Ella no se revolvió ni protestó. Se quedó mirándole con los ojos muy abiertos. Pedro podía sentir su corazón galopante. Paula creía que no le gustaba recibir órdenes, pero Pedro sabía que a muchas mujeres de carácter fuerte les gustaba que sus amantes tomaran el mando. Pensó entonces que seguramente Paula no habría tenido nunca un amante que la dominara. ¡Qué excitante!


Estaba deseando que llegara la noche siguiente.


–Cuando llegue el momento, Paula –le dijo con calma mirándola fijamente a los ojos–, te gustará que te diga lo que tienes que hacer. Confía en mí. Pero por ahora será mejor que te vayas. Porque, si te quedas, no me hago responsable de lo que pueda pasar.


Paula salió de la cabaña a toda prisa con el cuerpo cruelmente excitado y la cabeza hecha un lío.


¿Confiar en él? ¿En qué sentido? ¿Confiar en que la convertiría en una especie de esclava sexual sin voluntad?


En aquel instante no dudaba de que podría hacerlo. Si ella se lo permitía.


¿Quería que eso ocurriera?


La respuesta a aquella pregunta estaba en el fuerte latido de su corazón y en sus pezones, duros como rocas.


Paula se vio de pronto abrumada por una oleada de deseo tan poderosa que estuvo a punto de salirse de la carretera. 


Se sacudió mentalmente la cabeza y disminuyó la marcha.


Luego entró casi temblando con el coche en casa de Catherine, agradecida de tener un trabajo que le ocuparía la mayor parte de la velada. Muy agradecida de no tener una razón para volver a la cabaña hasta después de que Pedro se hubiera marchado con Andy a la ciudad. 


Gracias a Dios, no volvería hasta el amanecer. Y para entonces ella estaría ya dormida.


Paula no pudo evitar reírse. Aquella noche no podría dormir.


Pero al menos lo fingiría.


Sin embargo, las cosas no salieron como tenía pensado. 


Paula terminó el vestido sobre las nueve y media, rechazó la oferta de tomarse un vino alegando que estaba cansada y volvió en coche a la cabaña. Fue entonces cuando recordó que había prometido llamar a su madre. Y eso fue lo que hizo mientras abría una botella de vino blanco de la nevera. 


Se sirvió una copa y la fue bebiendo sentada en la mesa de la cocina. Le contó a su madre una versión editada de lo que había ocurrido, contándole la verdad sobre el drama de la boda y cómo había arreglado el vestido. Por supuesto, no mencionó que todo el mundo pensaba que era la novia de Pedro ni que se alojaba con él a solas en la cabaña. Solo admitió que la habían invitado a dormir en la finca, nada más.


–Parece que está siendo un viaje lleno de sorpresas –dijo su madre.


–Desde luego que sí –reconoció Paula con ironía sirviéndose otra copa de vino.


–Tendrás que llamarme mañana por la noche y contarme cómo ha ido la boda.


Paula se estremeció. No podía decirle a su madre por qué no iba a hacerlo.


–Mamá, la boda es por la tarde. Cuando haya terminado la celebración y me vaya a la cama estaré agotada. Te llamaré el domingo por la mañana. Pero no muy temprano, puede que me levante tarde.


Paula agradeció que su madre no pudiera ver el interior de su mente en aquellos momentos. Las imágenes no eran aptas para ella.


–De acuerdo –dijo su madre–. Pero no te olvides de tomar fotos. Me encantaría verte con ese vestido. Me encantaría ver a todos. Y, por cierto, ¿qué aspecto tiene ese tal Pedro
Dijiste que era simpático, pero tengo la sensación de que también es guapo, ¿verdad?


–Sí, es muy guapo –admitió Paula tratando de mantener un tono calmado–. Y también muy alto.


–Alto, moreno y guapo, ¿eh?


–No, en realidad es rubio y de ojos azules.


–¿Y cuántos años dices que tiene?


–No lo sé. Treinta y pocos, tal vez.


–¿Y es rico?


–Asquerosamente rico, mamá. Su padre es multimillonario.


–Dios mío. ¿Y le has dicho que has perdido tu trabajo en Fab Fashions por su culpa?


–Lo mencioné. Y me prometió que vería si podía hacer algo.


–Bueno, eso es muy amable por su parte. Pero ¿hablaba en serio?


Paula todavía no lo tenía muy claro.


–Tal vez. Supongo que tendremos que esperar a ver, mamá. Bueno, voy a colgar, estoy muy cansada –era mentira. Tenía demasiada adrenalina por el cuerpo en aquel momento como para pensar en dormir. Por eso se estaba bebiendo todo aquel vino; a veces la ayudaba a dormir. 


Desgraciadamente, ahora no parecía funcionar.


–Conducir cansa mucho –afirmó su madre–. Buenas noches, cariño, que duermas bien. Te quiero.


Paula se sintió de pronto conmovida.


–Yo también te quiero, mamá –dijo con un nudo en la garganta antes de colgar.


Tras la tercera copa de vino, Paula decidió que aquello definitivamente no funcionaba. Así que guardó la botella medio vacía en la nevera y se dirigió al cuarto de baño. Pasó otra hora dándose un largo baño caliente, pero no se relajó lo más mínimo. Acababa de salir del baño en camisón cuando escuchó la frenada de un coche delante de la cabaña. Corrió hacia el salón y miró a través de la cortina justo a tiempo para ver a Pedro saliendo de un taxi.


¿Qué diablos estaba haciendo en casa tan pronto? Paula salió corriendo hacia el dormitorio y en su precipitación se tropezó con el extremo de la alfombra. Gritó al caer y se cubrió la cara con las manos mientras daba con las rodillas contra el suelo y se pegaba un doloroso golpe.


Pedro escuchó gritar a Paula mientras subía hacia el porche delantero. Entró en la cabaña a toda prisa, encendiendo la luz y gritando su nombre al mismo tiempo.


Se la encontró de cuclillas en el suelo del salón, en penumbra y vestida con un camisón de seda roja de tirantes finos que le marcaba la preciosa figura. La melena le caía en cascada sobre los hombros, provocando un efecto tremendamente sexy.


–¿Qué ha pasado? –preguntó Pedro extendiendo la mano izquierda para ayudarla a levantarse.


–Me he caído –dijo ella. Pero no hizo amago de tomar su mano. Seguía con la vista clavada en el suelo–. He metido el pie debajo de la alfombra.


–Entiendo –afirmó Pedro. Pero en realidad no entendía nada. Además, ¿qué estaba haciendo Paula en aquella habitación? Las luces estaban apagadas. Y la televisión también–. Bueno, ¿vas a tomarme la mano o vas a quedarte ahí toda la noche? –preguntó con tono frustrado.


Ella le miró.


Lo único que Paula pudo hacer fue contener un gemido. 


Dios, qué guapo estaba con aquellos vaqueros grises desgastados, la camisa blanca abierta y la chaqueta gris carbón.


Paula puso finalmente la mano en la suya y él se la apretó con fuerza para ponerla de pie.


–¿Qué diablos estás haciendo aquí tan pronto? –le preguntó mientras trataba de ignorar la dirección de su mirada. 


Clavada justo en sus pezones erectos, apoyados contra la seda roja. Tal vez podría pensar que tenía frío. Aunque no lo tenía, había apagado el aire acondicionado al llegar. La temperatura había bajado considerablemente tras la caída del sol, pero dentro de la cabaña había unos agradables veintitrés grados.


–¿Quieres saber la verdad?


–Por supuesto.


–Le he dicho a Andy que me dolía muchísimo la cabeza y que, si quería que estuviera bien para mañana, tenía que irme a casa.


–¿Y es verdad? ¿Te duele la cabeza?


–No. Pero no podía dejar de pensar en ti.


Paula trató de impedir que sus halagadoras palabras la sedujeran, pero era demasiado tarde para aquella lucha inútil.


–Yo también he estado pensando en ti –admitió ella ligeramente alterada.


–Entonces, ¿todavía tengo que esperar hasta mañana por la noche?


Ella sacudió la cabeza.


Paula esperaba en el fondo que la besara, pero no lo hizo. 


Pedro se limitó a sonreír.


–Necesito una ducha –aseguró–. Huelo a cerveza. ¿Te apetece unirte a mí?


Paula sintió el intenso deseo de humedecerse los secos labios, pero se contuvo. Tragó saliva.


–Yo… acabo de darme un baño –afirmó con voz ronca.


–Entonces puedes venir y mirar.


Paula parpadeó y abrió brevemente la boca antes de volver a cerrarla.


–De acuerdo –dijo, preguntándose si aquello tenía algo que ver con lo que Pedro le había dicho antes respecto a que terminaría gustándole que le dijera lo que tenía que hacer.


Le gustaba. Y eso era lo raro. Si Guillermo o alguno de sus novios anteriores le hubiera sugerido algo parecido, les habría dicho que se perdieran. En su opinión, los baños eran lugares privados. No eran sitios para mirar. Pero quería ver a Pedro ducharse, ¿verdad? Quería verlo desnudo. Quería hacer todo tipo de cosas que no había hecho antes. La cabeza le dio vueltas al pensar en ello.


Al ver que no se movía, Pedro frunció el ceño.


–¿Has cambiado de opinión?


¿Cambiar de opinión? ¿Estaba loco? ¿Cómo iba a cambiar de opinión?


Sacudió la cabeza.


–Bien –afirmó Pedro. Y volvió a tenderle la mano.