domingo, 5 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 10





Seguro que quieres hacer esto, Paula? –dijo Pedro cuando ella puso el coche en marcha–. Cambiar un vestido no es lo mismo que hacerlo desde el patrón.


–No supondrá ningún problema. Mi abuela hacía muchos arreglos y yo la ayudaba. Así me gané mi primer dinero.


–Estás llena de sorpresas, ¿verdad? –Pedro sonrió–. Parece que eres alguien a quien conviene tener cerca. Apuesto a que también cocinas bien.


Paula se encogió de hombros.


–No se me da mal. Pero mi madre es mejor. ¿Tú sabes cocinar, o es una pregunta estúpida?


–Para nada. Creo que todos los hombres deberían saber cocinar un poco, sobre todo los que viven solos. Puedo hacer una tortilla decente, y mi risotto de setas ha recibido varios halagos.


Paula se rio.


–Apuesto a que sí.


–No vas a quedarte a dormir esta noche en casa de Catherine, ¿verdad? –le preguntó Pedro de pronto.


Ella frunció el ceño ante la pregunta.


–No lo tenía pensado, pero ¿qué más daría? Tú vas a salir, y parece que vas a llegar muy tarde.


–Quiero que estés ahí por la mañana. Me gustaría desayunar contigo y charlar un poco más.


–De acuerdo –accedió Paula–. Pero procura no hacer ruido al entrar. No quiero que me despierte ningún borracho que viene de juerga.


–No tengo intención de emborracharme esta noche –aseguró él para sorpresa de Paula–. No quiero tener resaca mañana, gracias. Tengo planes para por la noche que requieren que esté en forma.


–Oh –murmuró ella.


Y por primera vez en su vida, Paula se sonrojó. Pero no por timidez. Era rubor sexual.


–No te pases la casa de Andy –le pidió Pedro.


–¿Qué? Dios, durante un momento he olvidado dónde estaba –miró por el espejo retrovisor y frenó bruscamente antes de girar hacia la entrada de casa de Andy.


–¿Estás pensando en mañana por la noche? –le preguntó Pedro con tono sexy.


Paula se negó a mostrarse nerviosa delante de él aunque realmente lo estuviera.


–Por supuesto –dijo con tono neutral.


Pedro no debería sorprenderle su sinceridad. Paula no era de jueguecitos. Pero él tenía muchos juegos pensados para la noche siguiente. No quería que el sexo con ella terminara rápidamente. Quería saborearlo. Saborearla a ella. También quería que el acto amoroso durara mucho.


–¿Cuántos amantes has tenido, Paula?


–No tantos como tú, de eso estoy segura –afirmó ella–. Pero ¿podemos dejar de hablar de sexo? –detuvo el coche en seco–. Tú quédate aquí sentado mientras yo voy a buscar a Andy, le cuento lo que pasa y luego averiguo dónde está la cabaña. Y antes de que protestes, no vas a engañarme fingiendo que puedes entrar y salir del coche sin sentir dolor en el hombro porque sé que no es así. Así que sé un buen chico y quédate sentado un ratito.


No le dio oportunidad de pensar alguna respuesta inteligente porque se bajó a toda prisa, dejando a Pedro pensando en lo buen chico que iba a ser aquella noche.


La tentación de volver a casa antes era muy potente. Podría poner alguna excusa relacionada con el accidente de coche, decir que le dolía la cabeza por la conmoción o apelar al dolor de hombro. Le molestaba un poco, pero nada grave.


Finalmente decidió que esperaría. Esperar solía mejorar el sexo. Y Paula estaría más dispuesta a ser completamente seducida.


La noche siguiente sería la primera vez para él en muchos aspectos. Su primera boda. Su primera chica morena. La primera en décadas que no parecía impresionada con que fuera el hijo y heredero de Mariano Alfonso.


¡Aquello sí era una primera vez de verdad!




CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 9




Los padres de Andy, Gerardo y Amelia, resultaron tan encantadores como su casa. Paula esperaba que fueran algo petulantes, ya que eran ricos y tenían una bodega. Pero aunque eran muy educados y bien hablados, tenían los pies en la tierra.


Estaban tomando el té en el salón principal cuando sonó el teléfono.


–Disculpadme –Amelia se dirigió a la mesita auxiliar en la que estaba el teléfono.


Paula trató de no escuchar, pero le resultó imposible después de que Amelia emitiera un gemido.


–Oh, querida, qué desafortunado –le dijo a la persona con la que estaba hablando–. ¿Y qué vas a hacer? Sí, sí, le diré a Andy que se ponga.


Andy se precipitó al teléfono. No hacía falta ser Einstein para saber que estaba hablando con su prometida y que algo no iba bien. Por suerte, Amelia les puso al corriente al instante.


–Una de las damas de honor de Catherine ha tenido que ir al hospital por amenaza de aborto. Se encuentra bien, pero tendrá que estar ingresada al menos una semana y no podrá venir mañana a la boda. Catherine está muy disgustada. Va a ser una comitiva nupcial muy corta, pero ¿qué otra cosa podemos hacer?


–Podríamos poner a Paula en su lugar –sugirió Pedro.


Ella le miró horrorizada.


–No digas tonterías, Pedro. La novia de Andy ni siquiera me conoce.


–En ese caso te llevaremos a su casa para que te conozca –insistió él con su habitual seguridad–. Vive aquí al lado. No es la solución ideal, pero es una solución.


–Bueno, supongo que sí –murmuró Amelia antes de que Paula pudiera objetar algo.


–Es la solución perfecta –intervino Gerardo con pragmatismo masculino–. ¡Andy! Dice Pedro que Paula estaría dispuesta a ocupar el lugar de Krissie si a Catherine le parece bien.


Paula contuvo el aliento mientras Andy le contaba a su novia quién era ella y lo que proponía Pedro. No estaba muy segura de si quería que dijera que sí o que no.


Andy se giró para mirarla.


–Dice que gracias por ofrecerte. Que le has salvado la vida, pero que tiene que verte cuanto antes para saber si el vestido te servirá o no. Krissie estaba embarazada.


–De acuerdo –dijo Pedro poniéndose de pie–. Dile a Catherine que vamos para allá ahora mismo.


Andy puso los ojos en blanco.


–Dice que yo no puedo ir para no ver el vestido.


–No pasa nada, Andy –Pedro tomó a Paula de la mano, se despidieron y salieron del salón.


–Asegúrate de venir esta noche –le gritó Andy cuando ya se iban.


–Lo haré –contestó Pedro.


Paula se contuvo y no dijo ninguna de sus objeciones mientras salían. Lo hecho, hecho estaba.


–No te enfades conmigo –le pidió él cuando se subieron al coche.


–No estoy enfadada –aseguró Paula arrancando el motor–. Pero no estaría mal que dejaras de presuponer que siempre voy a hacer lo que tú quieras. Me gustaría que me preguntaras antes.


Pedro parecía sorprendido por la declaración. Al parecer estaba acostumbrado a que las mujeres le obedecieran sin rechistar.


–Lo siento –dijo–. Solo quería solucionarle la papeleta a Andy.


–Sí, ya lo sé. Por eso no estoy enfadada.


–Bien. En el futuro intentaré ser más considerado. Gira a la izquierda cuando lleguemos a la carretera. Es la siguiente entrada. Los padres de Catherine tienen cuadras con caballos de carreras.


–Entonces, ¿también son ricos?


–No tanto como los padres de Andy, pero sí. Ahí está la entrada.


Era más impresionante que la de la finca de Andy, con un inmenso arco negro. La casa era de un estilo parecido a la de Amelia y Gerardo, pero esta era antigua de verdad, hecha de piedra y no de madera. Tenía también dos pisos, terrazas y muchas chimeneas.


Paula aparcó detrás de la casa.


–Antes de entrar, ¿qué le has contado exactamente a Andy de mí?


–Le dije que eras una consultora de marketing relacionada con Fab Fashions. Pero he dejado que creyera que nos conocemos desde hace una semana aproximadamente, no desde esta mañana.


Aquello le recordó a Paula lo lejos que habían llegado en tan solo unas horas. Supuso que debería estar más sorprendida, pero no era así. Sacudió la cabeza, y entonces Pedro le rozó los labios con los suyos.


–No te estreses, Paula –murmuró contra su trémula boca–. Déjate llevar por la corriente.


Cuando Pedro levantó la cabeza, ella parpadeó. No era una corriente, eran aguas turbulentas que amenazaban con tragársela.


–Ah, ahí está Catherine. Y supongo que la otra chica es la dama de honor –dijo Pedro agarrando el picaporte de la puerta.


Paula hizo un esfuerzo por recuperar la compostura.


Catherine resultó ser un encanto. Tendría veintimuchos años, era más alta de lo normal y tenía una figura atlética, el cabello rubio y los ojos azules. No había en ella ni un ápice de esnobismo ni de malos modos. La dama de honor no le cayó tan bien a Paula, seguramente porque le hizo ojitos a Pedro desde que apareció. Se llamaba Leanne, y había estado interna en el colegio con Catherine y con Krissie, la única de las tres que estaba casada por el momento. Tras charlar un poco, entraron en la casa, donde les recibió Joana, la madre de Catherine. Era una mujer guapa, pero demasiado delgada y con la mirada ansiosa.


–Eres preciosa, querida –le dijo a Paula mirándola con el ceño fruncido–. Pero no creo que quepas en el vestido de Krissie.


–Yo tampoco lo creo –reconoció Catherine–. Eres más o menos de su altura, pero Krissie engordó bastante con el embarazo. No te preocupes, mamá, la modista puede meterle el vestido. La llamaré, pero antes deberíamos subir a que Paula se lo pruebe. No, tú quédate aquí, Pedro –le ordenó Catherine cuando fue tras ella–. No quiero que veas el vestido. Mamá, llévate a Pedro al salón y ponle la televisión.


A Paula le hizo gracia ver la expresión de Pedro. No estaba acostumbrado a que ninguna mujer le dijera lo que tenía que hacer.


–No te preocupes –le susurró Catherine en tono confidencial mientras subían por las escaleras con Leanne detrás–. No se irá a ninguna parte.


–Es encantador –afirmó Leanne a su espalda–. Y muy rico.


–¿Ah, sí? –preguntó Paula con fingida naturalidad.


–Me dijiste que su padre era multimillonario, ¿verdad, Catherine?


–Eso fue lo que Andy me dijo –confirmó la joven.


Paula se encogió de hombros cuando entraron en el dormitorio, que era enorme.


–No estoy interesada en su dinero –afirmó con sequedad.


–¿Vais en serio? –preguntó Catherine.


–Acabamos de conocernos, pero creo que nos gustamos mucho –replicó Paula.


Catherine sonrió.


–Bueno, vamos a probarte el vestido a ver qué se puede hacer.


El vestido era de seda rosa pálido sin tirantes con corte bajo el pecho y una larga falda plisada que llegaba hasta el suelo. 


Era muy romántico, no del estilo de Paula, pero le quedaba sorprendentemente bien. Sin embargo, resultaba demasiado suelto en la parte del corpiño. Había que meterlo por los extremos. Por suerte, el largo le quedaba bien. Los zapatos eran media talla más grande que la suya, pero mejor eso a que fueran demasiado pequeños.


Catherine ladeó la cabeza mientras la observaba.


–Te queda mejor que a Krissie, pero eso no se lo diremos a ella –añadió con una sonrisa–. Voy a llamar a la modista para que me haga el favor de arreglarlo.


Pero resultó que la modista estaba en Melbourne visitando a su hermana.


La ley de Murphy atacaba de nuevo, pensó Paula mientras se quitaba el vestido para volver a ponerse su ropa. Pero ella podía hacer algo para borrar el gesto de desmayo de la novia.


–No pasa nada, Catherine –le dijo con tono tranquilizador–. Yo puedo arreglar el vestido. Sé cómo hacerlo. Y antes de que preguntes te diré que llevo una máquina de coser en el maletero del coche.


Leanne y Catherine la miraron con la boca abierta.


–Pero… pero… –Catherine no parecía muy segura de la proposición.


Paula sonrió para tranquilizarla.


–No tienes de qué preocuparte. Soy una experimentada modista. Me dedicaba a ello antes de entrar en el marketing –añadió para respaldar la mentirijilla de Pedro–. Yo misma me hice la chaqueta que llevo, y creo que tiene un diseño muy bonito.


–¡Y que lo digas! –exclamó Catherine–. La he estado envidiando desde que llegaste.


–Yo también –reconoció Leanne–. Las chaquetas de flores se llevan mucho esta primavera.


–Pero dime una cosa, Paula –Catherine parecía desconcertada–, ¿siempre viajas con la máquina de coser?


Paula se dio cuenta al instante de que no podía decir que tenía pensado coser la mayor parte del fin de semana en el motel hasta que el destino lo cambió todo.


–Dios, no –afirmó riéndose–. Es que el fin de semana pasado le cosí unas cosas a una amiga y se me olvidó sacarla del maletero.


Ya puestos a decir mentirijillas, esta no era de las peores. 


Pero Paula se dio cuenta de que no tenía amigas como las que tenía Catherine. Cuando se marchó de Sídney para ir a vivir en la Costa Central dejó atrás todas las amigas que había hecho en el colegio. Veía a un par de ellas ocasionalmente, pero no formaban parte de su vida.


Paula no se había visto a sí misma como una persona sola hasta ahora. Tenía una familia numerosa, pero de pronto envidió a Catherine por sus amigas. Prometió entonces hacer algo al respecto al volver a casa. Tal vez podría apuntarse a un gimnasio. O practicar algún deporte en equipo. En el colegio era buena al baloncesto, ser más alta que las demás le proporcionaba ventaja. Sí, eso haría.


–¿Qué te parece si llevo a Pedro otra vez a casa de Andy? –sugirió–. Luego podría volver y centrarme en el vestido. Me llevará un par de horas. Quiero hacerlo despacio y bien.


Catherine sonrió.


–Me salvas la vida, Paula. Y luego puedes quedarte a cenar –añadió–. Después podemos celebrar una pequeña fiesta nosotras. No tiene sentido que vuelvas a casa de Andy, Pedro y él van a estar esta noche en Mudgee. Unos cuantos amigos suyos de la universidad se alojan allí en un motel y se van a reunir todos. Ya sabes cómo son esas cosas. Al menos la boda es a las cuatro y media, así que tendrán tiempo para reponerse.


–¿Dónde va a ser la boda, Catherine? –preguntó Jess.


–En el jardín de rosas de mi madre. Y la fiesta se celebrará en una carpa situada en el jardín de atrás.


–¿Y cuál es la predicción del tiempo para mañana? –quiso saber Paula. Le preocupaba que la ley de Murphy asomara su fea cabeza en el último minuto.


–Perfecto. Cálido, sin lluvia a la vista. Bueno, vamos a bajar para tranquilizar a mamá mientras tú dejas a Pedro en casa de Andy. Pero no tardes mucho –añadió con una sonrisa–. Nada de ñaca-ñaca. Reserva eso para después de la boda.






sábado, 4 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 8




Cuando Pedro terminó de hablar con Andy, regresó a la mesa de la terraza, pero la encontró vacía. Miró a su alrededor y vio que Paula estaba apoyada en el coche con los brazos cruzados y expresión de disgusto. Se preguntó qué habría pasado en los últimos diez minutos, mientras él conseguía que Andy aceptara la historia con Pau y accediera a alojarlos a ambos en la cabaña. También dijo que no había problema en que acudiera al día siguiente a la boda.


–¿Qué pasa? –le preguntó sin preámbulo cuando estuvo cerca de ella.


Paula apretó los labios.


–No me gustan las mentiras, eso es lo que pasa. No soy tu novia, Pedro. Al menos no todavía. ¡Si ni siquiera me has besado aún!


–Bueno, eso puede arreglarse –respondió Pedro deslizando la mirada hacia su boca mientras la sostenía con firmeza de los hombros.


No se precipitó. Paula dejó caer los brazos a los lados bastante antes de que la besara. Él la atrajo hacia sí muy despacio, sosteniéndole la mirada. Bajó la cabeza con la misma lentitud. A Paula le latía con fuerza el corazón cuando sus labios hicieron contacto con los suyos. Ni siquiera entonces la besó de verdad, fue solo un roce de sus labios en los suyos. Una. Dos. Tres veces. Finalmente ella entreabrió la boca, desesperada por sentir más.


Pero Pedro no cumplió su deseo. Y al no hacerlo, provocó que aumentara. Paula gimió cuando él levantó la cabeza y se la quedó mirando fijamente.


–¿Sirve esto por ahora para subirte a la categoría de novia? –preguntó, sorprendiéndola con su frialdad.


Ella ardía por dentro. Y sin embargo Pedro parecía completamente impasible.


–Como te he dicho, adorable Pau–continuó él–, estoy embelesado contigo. Mucho. Tengo pensado prolongar mi estancia en Australia para pasar más tiempo contigo. Y ya que no te gustan las mentiras, te diré que dudo mucho que pueda arreglar lo de Fab Fashions a pesar de que tus ideas son excelentes.


Era un demonio, pensó Paula. Ahora estaba utilizando la sinceridad para seducirla.


–Aunque estoy dispuesto a intentarlo –añadió Pedro–. Si eso te hace feliz.


¿Qué podía decir a aquello? No podía admitir que Fab Fashions no estaba en la primera página de su agenda en aquellos momentos. En lo único que podía pensar era en estar con aquel hombre.


Pero al mismo tiempo, no quería que Pedro pensara que podía tomarla por una idiota.


Paula recuperó la compostura y trató de imitar su actitud controlada.


–Estaría bien tratar de cambiar las cosas –aseguró–. Así que sí, me haría muy feliz.


–Bien. Y ya que estamos confesando –continuó él–, la razón por la que he querido que nos alojemos juntos en la cabaña es… mucho más íntima.


Pedro la estaba observando de cerca, y se dio cuenta de que a Paula no le molestó su afirmación. Todo lo contrario, de hecho. Había un brillo de excitación en sus preciosos ojos. Estaba tratando de actuar con frialdad, pero los ojos la delataban. Además, la había sentido temblar antes entre sus brazos. Y el gemido de frustración que había soltado era muy revelador. Le deseaba tanto como él a ella. No se había atrevido a dejarse llevar por los besos por temor a perderse. 


Paula provocaba un efecto muy poderoso en él. Mucho
mayor que el de Anabela.


–Pero no esta noche –afirmó lamentándolo sinceramente–. Voy a estar ocupado. Aunque mañana por la noche, después de la boda, tendré una oportunidad.


–¿Eso crees? –le espetó ella tratando desesperadamente de recuperar la compostura y el orgullo.


Los preciosos ojos azules de Pedro brillaron divertidos y seguros de sí mismos.


–Digamos que en ello confío.


–Pues tendrás que mejorar tu técnica de besar.


–¿De verdad? Y yo que pensaba que te gustaba que te sedujeran…


Paula sacudió la cabeza en gesto de derrota. Era demasiado inteligente para ella. Y demasiado experto.


–Eres incorregible.


–Y tú eres irresistible.


Paula no contestó, pero su cabeza continuaba dando vueltas. Sí, era un demonio y conocía las palabras adecuadas y los movimientos justos. Se preguntó cuántas mujeres habrían pasado por su vida.


Suponía que muchas.


Y ella solo sería una más.


No resultaba un pensamiento muy alegre.


–Creo que deberíamos ponernos en marcha –dijo bruscamente. Eran casi las diez, habían tardado más en llegar a Denman de lo que pensaba.


–Buena idea –contestó Pedro.


Subieron al coche, se abrocharon el cinturón y se pusieron las gafas al mismo tiempo. Paula se cuidó de no mirarle para no mostrar todavía más su vulnerabilidad ante él. Odiaba que Pedro pensara que lo de la noche siguiente era un hecho. Y en verdad lo era, no tenía sentido que se engañara a sí misma. Pero eso no significaba que tuviera que actuar como una estúpida que se sentía abrumada por sus atenciones.


–He pensado en parar en Cassilis a comer –afirmó al arrancar el motor–. La siguiente población es Sandy Hollow, pero está demasiado cerca. Después ya es todo recto hasta la casa de tu amigo.


–Me parece un buen plan.


–Deberíamos llegar a media tarde, pero depende del tiempo que quieras pararte a comer.


–Supongo que eso depende de lo deprisa que nos sirvan.





Resultaron ser muy rápidos. Se sentaron a comer en el jardín de un restaurante muy agradable. Paula pidió un único vaso de vino blanco con el filete y la ensalada porque iba a conducir, mientras que Pedro se tomó una jarra de cerveza con el suyo. Comieron despacio y hablaron mucho. Y aunque fue una conversación muy superficial, Paula era consciente todo el rato de la peligrosa excitación que crecía dentro de ella. Cada vez que miraba a Pedro, una imagen sexual le surgía en la mente. Cuando Pedro se llevaba la comida a la boca, se le quedaba mirando los labios e imaginando cómo sería que la besara en las partes más íntimas de su cuerpo.


Sintió una punzada en el estómago. Ella no era así. Al menos hasta ahora. Sus novios habían sido bastante poco imaginativos en los preliminares, tal vez aquella fuera la razón por la que no siempre alcanzaba el éxtasis.


Miró a Pedro y volvió a preguntarse cuántas mujeres habrían pasado por su vida. Y eso la llevó a pensar en Anabela.


Lamentó que Pedro no hubiera roto ya con ella. Quería decirle que la llamara y lo hiciera en aquel mismo instante, pero no tenía valor. Además, sería una pérdida de tiempo. La cruda realidad era que finalmente volvería a América. Pedro no quería casarse. Ella solo era una chica que acababa de conocer, que le gustaba y con la que quería estar.


Una parte de Paula se sentía halagada, pero no se engañaba pensando que aquello podría ser un romance serio. Solo eran barcos que se cruzaban en la noche. Decidió, tal vez para proteger su femenino corazón, que se lo tomaría como una experiencia. Una aventura. Nada más. 


Enamorarse de un hombre como Pedro sería una gran estupidez.


–Te has quedado muy callada –dijo entonces él.


Paula dio un respingo. No quería que Pedro pensara que estaba preocupada por algo, aunque lo estuviera. Pero ahora que había tomado la decisión de seguir por aquel camino, estaba decidida a hacerlo con mente positiva.


–Estaba pensando que debería llamar a mi madre pronto –aseguró con una sonrisa–. Para tranquilizarla y que sepa que sigo viva.


–¿Cómo? No creo que esté preocupada por la carretera. Eres una excelente conductora.


–No, lo que le preocupa es que seas un asesino en serie.


La cara de asombro de Pedro resultó épica.


–Le aseguré que no, que solo eras un hombre de negocios rico sin un ápice de inteligencia.


Él entornó los ojos y fingió sentirse ofendido.


–Lo cierto es que soy bastante inteligente.


–Eso todavía tengo que verlo –Dios, le encantaba aquella batalla dialéctica. Nunca había coqueteado así con ninguno de sus novios anteriores y le resultaba muy divertido.


–Déjame decirte que era uno de los mejores del colegio.


–Sí, pero eso es ser listo en el colegio, algo muy distinto a ser listo en la calle. ¿Cómo vas a ser listo en la calle si naciste en cuna de plata?


–Como sigas así, tu madre tendrá motivos para preocuparse –bromeó él. Los bellos ojos azules le brillaban divertidos–. He estrangulado a mujeres por mucho menos que esto.


Paula sonrió, y seguía sonriendo cuando salieron del restaurante y se pusieron otra vez en camino. Cuando estuvieron en la carretera rumbo a Mudgee se dio cuenta de que no había llamado a su madre al final.


–¿Esta es la carretera en la que vive Andy? –preguntó.


–Sí, creo que ya estamos cerca. Hace mucho que no vengo, pero cuando vea la finca la reconoceré.


–En ese caso, me gustaría parar un segundo para llamar a mi madre –dijo Paula saliendo de la carretera y aparcando a la sombra de un árbol.


Su madre respondió al instante.


–Hola, Pau, ¿estás bien? ¿Has llegado ya?


–Ya casi, mamá. Estoy muy bien. El señor Alfonso no es un asesino en serie al final –añadió. Pedro sacudió la cabeza–. Es bastante simpático –añadió con una mueca.


–Me alegro. Las mujeres tenemos que andarnos con cien ojos.


–El amigo del señor Alfonso vive en una finca al lado de esta carretera. Cuando lo deje allí, iré a Mudgee y me alojaré en un motel. Oye, tengo que irme. Te llamaré otra vez esta noche. Te quiero.


–¿Por qué no le has dicho que te vas a quedar en la finca? –preguntó Pedro cuando Paula arrancó el motor y salió a la carretera–. Creía que no te gustaban las mentiras.


–No seas tonto, Pedro. Es mi madre. Todas las chicas mienten a sus madres. Lo hacemos para que no se preocupen.


Él se rio.


–Ya debemos estar cerca, reconozco ese lugar. Estoy seguro de que la finca está cerca, a la izquierda. Sí, ahí está –Pedro señaló hacia lo alto.


Los ojos de Paula siguieron la dirección de su dedo y se clavaron en una impresionante casa de estilo colonial construida en la cima de una colina y rodeada de terrazas para disfrutar de las vistas del valle.


–La entrada no queda muy lejos –añadió Pedro–. Sí, ahí está.


Paula aminoró la marcha y luego giró hacia la entrada.


Atravesó las anchas columnas de piedra y siguió por un camino bastante recto que atravesaba prados cubiertos de filas y filas de viñedos.


–¿Este lugar es de Andy o de sus padres? –preguntó Paula.


–De sus padres. Y la casa no es tan antigua como parece. La construyeron cuando estábamos en el internado. Su padre era agente de bolsa en Sídney, pero ganó tanto dinero que decidió retirarse y dedicarse a lo que le gustaba, así que montó unas bodegas.


Paula contuvo un suspiro. Tendría que haber supuesto que el mejor amigo de Pedro sería rico.


–¿Y a qué se dedica Andy?


–Es el encargado de las bodegas. Estudió Derecho conmigo cuando terminamos el colegio, pero al graduarse decidió que aquello no era para él y se marchó a Francia a estudiar Producción Vinícola con los maestros. Cuando volvió, se encargó de las bodegas.


Cuando se acercaron a la casa, tres personas se asomaron al porche delantero. Dos hombres y una mujer. Paula supuso que eran Andy y sus padres. El más joven de los hombres bajó corriendo los escalones que llevaban a la zona asfaltada de al lado de la casa en la que Paula iba a aparcar.


Pedro se bajó del coche rápidamente y abrazó a su amigo con fuerza.


Paula también se bajó y se fijó en que Andy no era tan alto como él, pero era guapo. Tenía el pelo oscuro, ojos marrones y facciones agradables.


–Cuánto tiempo sin verte, hermano –dijo Andy cuando dejaron de abrazarse.


Pedro se encogió de hombros.


–He estado ocupado en la Gran Manzana.


–Supongo que esta debe de ser Paula –adivinó Andy mirándola con ojos de apreciación antes de acercarse y darle un beso en la mejilla–. Encantado de conocerte.


–¿Seguro que no pasa nada por que me aloje aquí? –preguntó ella–. No quisiera ser una molestia.


–Ninguna molestia. La cabaña está preparada para acoger invitados. Entrad a tomar el té de la tarde. Y los bollos de arándanos de mi madre. Los que te gustan a ti, Pedro. No sé cómo lo hace, pero las mujeres siempre intentan complacerle.


–Yo tampoco lo entiendo –aseguró Paula muy seria–. Ni que fuera guapo, encantador ni nada parecido.


Andy se la quedó mirando un segundo y luego se echó a reír con ganas.


–Vaya, eso ha estado muy bien. Te puedes quedar con ella si quieres, Pedro.


–Sí quiero –murmuró él al oído de Paula pasándole el brazo por la cintura mientras entraban en la casa.


Pero aunque Paula se estremeció de placer con el contacto, sabía que Pedro no tenía intención de quedarse con ella. 


Estarían juntos mientras él estuviera allí. Luego regresaría a América y todo habría terminado.