sábado, 21 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 15





La mañana siguiente, Paula casi se pasó el desvío que tenía que hacer para llegar a la clínica. En el último momento, redujo la velocidad y giró a la derecha.


Un kilómetro después, llegaba a la ajetreada zona comercial donde se encontraba la clínica veterinaria de Pedro.


Había estado a punto de pasarse el desvío no porque tuviera poco sentido de la orientación, sino porque tenía un fuerte sentido de supervivencia. Cuanto más interactuara con el guapo y sexy veterinario, más iba a querer interactuar; eso la llevaría a crear un vínculo que, en última instancia, no deseaba.


Pero, como siempre, su horror por comportarse con cobardía, ganó la partida. Daba igual que nadie fuera a saberlo. Ella sabría que había sido cobarde, eso era lo único que importaba. Si empezaba a seguir ese rumbo, acabaría teniendo excusas para evitar otras muchas cosas.


No quería vivir así, no quería que el miedo tuviera poder sobre ella o gobernara cualquier otra faceta de su vida.


Si permitía que ocurriera una vez, se repetiría, sin duda. Y cada vez sería más fácil retroceder ante algo. Antes de que se diera cuenta, su individualidad quedaría enterrada bajo una montaña de cosas que temer y evitar por culpa de ese mismo temor.


Llegado ese punto, en vez de vivir, se estaría limitando a existir. Su madre siempre le había dicho que había que apreciar la vida y agarrarse a ella con ambas manos. No era fácil, pero sin duda merecía la pena.


Superar ese miedo a las relaciones, debido a su temor a quedarse sola de nuevo, tenía que convertirse en el primer punto de su lista de cosas por hacer. En otro caso, se estaría condenando a la soledad antes de empezar.



*****


La recepcionista, Erika, alzó la cabeza con una sonrisa prefabricada en los labios.


—Hola —dijo. Entonces, reconoció a la mujer y su sonrisa se volvió genuina.


—Hola, el doctor Alfonso dijo que quizás vendrías —salió de detrás del mostrador y centró su atención en Jonathan—. Hola, chico. ¿Has venido a pasar el día con nosotros?


—Supongo que lo traigo como huésped —dijo Paula, dándole la correa a la recepcionista.


—Técnicamente no —dijo Erika—. Si viniera como huésped, tendría que pagar. El doctor Alfonso dijo que no habría cargos, así que Jonathan viene de visita —concluyó con una sonrisa cálida.


—¿Soléis recibir a muchos animales de visita? —inquirió Paula. Aunque estaba agradecida, el asunto no acababa de sonarle bien.


—Jonathan es el primero —admitió la recepcionista. Después, percibiendo que la dueña del labrador podía estar reconsiderando la idea de dejarlo allí a pasar el día, puntualizó—: No te preocupes, Jonathan estará bien. Nos encantará tener una mascota por aquí. ¿Verdad, Jonathan?


El perro respondió agitando el rabo, con tanta fuerza que golpeó en el suelo.


—No estoy preocupada.


Lo cierto era que Paula no se estaba replanteando lo de dejar allí a Jonathan. Pensaba en la posibilidad de encontrarse con Pedro. Se preguntó si ya estaba allí, y, si lo estaba, por qué no había salido.


Un momento después, decidió que era mejor que no saliera.


«Ya, como si eso fuera a cambiar cómo reaccionas ante ese hombre».


Apretó los labios y desechó la vocecita interna que insistía en que fuera lógica. Era hora de despedirse del perrito y ponerse en marcha.


Sin embargo, sus pies no estaban recibiendo el mensaje. 


Seguían plantados en el mismo sitio, como si se hubieran quedado pegados al suelo.


Decidió permitirse una única pregunta, después se marcharía. Sin más dilación.


—¿Cómo está Rhonda?


—¿Conoces a Rhonda? —preguntó Erika sorprendida, sin soltar la correa de Jonathan.


«Te lo tienes merecido por hablar», pensó Paula.


—No exactamente —admitió—. Pero Pedro…, el doctor Alfonso —corrigió—, mencionó que era la perra de su vecino y que la había atropellado un coche. Me preguntaba si estaba mejor.


Erika esbozó una sonrisa radiante.


—Oh, sí, mucho mejor. ¿Te gustaría verla?


La respuesta y la subsiguiente pregunta no salieron de boca de Erika. Las emitió el veterinario, que había salido de la zona de consultas y en ese momento estaba tras ella.


Paula se dio la vuelta para mirarlo, intentando ocultar que su corazón acababa de saltarse un par de latidos.


—Oh, no me gustaría causarte más molestias de las que ya… —al ver la expresión confusa de Pedro, se explicó—: supone dejar a Jonathan aquí.


—No molestas a nadie dejando a Jonny aquí —aseguró él. Acarició la cabeza del perro antes de empujar la puerta de vaivén que conducía a la otra zona de la clínica—. Rhonda está aquí.


Sujetó la puerta con la espalda, esperando a que ella cruzara el umbral y lo siguiera.


Paula no tuvo otra opción que hacer lo que pedía. Negarse habría sido una grosería.


Pedro la condujo al lugar donde la setter irlandés se recuperaba de la segunda operación. Estaba dormida y parecía tranquila, pero tenía los cuartos traseros envueltos en vendajes. La perra estaba en una jaula.


—¿No está apretada, ahí dentro? —preguntó Paula. Su voz sonó compasiva.


—Ahora mismo, no quiero que se mueva mucho —explicó él—. Si veo que responde bien a la cirugía y los puntos se cierran, haré que la transfieran a un corredor, antes de que mi vecino la lleve de vuelta a casa.


—¿Un corredor? —repitió Paula.


En vez de explicarlo verbalmente, Pedro agarró su mano y la condujo a otra parte de la clínica.


Había tres recintos grandes, independientes pero uno junto a otro. Los tres eran lo bastante anchos para que cualquier animal pudiera estirarse a gusto, e incluso corretear alrededor de la zona, si eso era lo quería.


Pedro, en silencio, dejó que ella absorbiera lo que veía y la razón del nombre.


—¿Estás seguro de que no te importa que deje a Jonathan aquí todo el día? —volvió a preguntar ella.


—Estoy seguro —sonrió—. Además, así tendrás un motivo para volver.


Paula no sabía por qué el hombre conseguía que se le acelerara el corazón con solo una mirada. Al fin y al cabo, no era ninguna adolescente con la cabeza en las nubes. Era una adulta que se había enfrentado sola a la vida y a la muerte. Tener palpitaciones por culpa de un hombre guapo no encajaba con la imagen que tenía de sí misma.


En ese momento, la recepcionista asomó la cabeza por la puerta. Lily notó que Jonathan ya no estaba con ella.


—Doctor, Penelope ya está aquí, para su inyección. La he puesto en la Sala 3.


—Dile a la señora Olsen que iré ahora mismo, Erika —se volvió hacia Paula—. Penelope es una chihuahua. Ponerle una inyección es todo un reto. La aguja es casi tan grande como ella. La pobre se pone a temblar en cuanto entro en la sala y me ve. Odio que los animales me tengan miedo —le confió, mientras iban hacia la puerta de vaivén. Una vez allí, se detuvo..


—Estamos abiertos hasta las seis —dijo—. Si necesitas que Jonathan se quede aquí más tiempo, me lo llevaré a casa —ofreció.


—Gracias, pero no será necesario. Tengo una jefa muy comprensiva y me dejará que salga a recoger a Jonathan —contestó ella—. Te veré antes de las seis —aseguró.
Después, 

Paula salió de la clínica caminando más deprisa de lo que era habitual.


Pero cuando llegó al coche y se sentó al volante, tuvo que admitir que, por muy rápido que se moviera, iba a resultarle imposible acercarse siquiera a rozar la velocidad a la que iban sus pensamientos.





viernes, 20 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 14






No encontraba una postura lo bastante cómoda para dormir más de unos minutos seguidos. Y cuando conseguía quedarse dormida, acababa soñando con lo que la estaba manteniendo despierta, perpetuando su dilema.


Soñaba con un par de magnéticos ojos azules que la absorbían, con pelo rubio pajizo lo bastante ondulado como para que le cosquillearan los dedos por su deseo de enredarlos en él.


Y al final de cada uno de esos breves sueños, Paula experimentaba una intensa sensación de abandono, de haberse quedado atrás irreversiblemente, para seguir con su vida en soledad.


Se sentía como si alguien la hubiera vaciado por dentro con un cuchillo afilado. Entonces, se incorporaba de golpe, despierta y húmeda de sudor a pesar de que el aire nocturno era fresco esa noche.


Sola en el dormitorio, con las rodillas dobladas contra el pecho, Paula reconoció sus pesadillas como lo que eran, lo que significaban: miedo. Miedo de encariñarse, miedo de experimentar las consecuencias que conllevaba permitirse querer a alguien.


Se preguntaba si estaba loca por pensar siquiera que podía tener una relación sin pagar el terrible precio final que eso exigía. Si uno quería bailar, después tenía que pagar al músico. Lo sabía y no quería tener nada que ver con ningún músico.


Nunca más.


Lo mejor era que siguieran siendo conocidos sin más, como hasta ese momento.




*****


Finalmente, a las seis de la mañana, Paula renunció a sus intentos de dormir al menos una hora seguida.


Con un suspiro, se levantó. Echó un vistazo al lío de sábanas revueltas; su cama parecía haber sido declarada zona de guerra.


Pensó, con ironía, que tal vez fuera así. Excepto que no había habido vencedor.


Habitualmente, no salía del dormitorio sin hacer la cama antes, pero esa mañana la dejó como estaba. Anhelaba salir de casa.


Un poco de aire fresco tal vez le haría bien.


—Vamos a dar un paseo, Jonathan —anunció, tras ponerse unos vaqueros y un suéter fino. El perrito había insistido en dormir en el suelo del dormitorio.


Despierto en menos de un instante, el labrador, medio corrió, medio rodó escaleras abajo, y allí la esperó inquieto. Paula agarró la correa, que había dejado junto a la escalera, y la enganchó al collar. En el último momento, se acordó de hacerse con una bolsa de plástico por si acaso tenía suerte y el perro decidía hacer sus necesidades mientras estaban fuera.


Llevar a Jonathan de paseo se convirtió en otro ejercicio de paciencia. El perro corría como un loco y, de repente, se detenía para olisquear cada milímetro de suelo. Se demoraba tanto que al final Paula tenía que tirar de él, momento en el que él decidía iniciar otra carrera alocada.


Tras casi una hora de ese forcejeo y sus variantes,Paula decidió que estaba harta y quería volver a casa.


Justo antes de llegar, Jonathan se detuvo bruscamente y casi chocó con él. Iba a regañarlo por haber estado a punto de hacerla tropezar, cuando vio que estaba haciendo sus necesidades.


—Supongo que eso me libera un buen rato, ¿verdad? —dijo comprendiendo que podía bajar la guardia durante unas horas.


El labrador no expresó su opinión al respecto. Estaba demasiado ocupado investigando lo que acababa de excretar. Paula tiró de la correa antes de que se acercara demasiado.


Lo apartó a un lado para recoger la deposición, pensando que iba a costarle, y mucho, acostumbrarse al asunto de tener perro.



*****


Paula llegó a casa justo cuando empezaba a sonar el teléfono.


 Abrió la puerta y consiguió llegar al aparato un segundo antes de que saltara el contestador.


—¿Hola? —contestó, dejando caer al suelo la correa de Jonathan.


—Paula, hola. Estaba preparándome para dejar un mensaje en el contestador —dijo una voz grave, unos segundos después.


A ella se le puso la carne de gallina. La voz de Pedro por teléfono sonaba íntima y, a decir verdad, excitante. Pero eso no cambió su resolución de mantener al hombre a distancia. 


Si acaso, la reforzó.


—Ahora puedes dejármelo a mí —se obligó a sonar lo más alegre posible.


Al oírlo inspirar profundamente, adivinó que no iba a decirle nada bueno.


—Me temo que voy a tener que cancelar hoy… —dijo él.


Un segundo antes, Paula había intuido eso mismo y pensado que era lo mejor, justo lo que ella quería. Teniendo eso en cuenta, no sabía por qué sentía un enorme nudo de decepción en la boca del estómago


—No sabía que tuvieras poder para hacer eso —replicó, aún procurando sonar alegre—. Cancelar todo un día —el silencio que siguió la puso nerviosa—. Perdona, solo intentaba ser graciosa. No pretendía interrumpirte mientras hablabas.


—No estás interrumpiendo, haces gala de tu sentido del humor —repuso él.


Paula casi deseó que no fuera tan comprensivo; eso podía ser fatal para ella. Al pensar que la cancelación podía deberse a otra emergencia veterinaria, Paula se sintió fatal por estar haciendo bromas.


—Y tú estás siendo muy amable —dijo, a modo de disculpa—. Lo de la cancelación no importa —añadió, para absolverlo de toda obligación—. Lo entiendo.


—¿Cómo puedes entenderlo? —preguntó Pedro—. Aún no te he dicho por qué.


En eso tenía toda la razón. Su nerviosismo la estaba haciendo saltar a conclusiones que no tenían por qué ser ciertas. Buscó algo plausible que utilizar como excusa, sin éxito.


—Estoy segura de que es por una buena razón.


—Ojalá no lo fuera —dijo él con sinceridad. Esa mañana, muy temprano, había sentido la urgencia de ir a ver a la perra de su vecino. Rhonda no había respondido como esperaba. Tras examinarla, había llegado a una conclusión—. Rhonda tiene una hemorragia interna. Tengo que volver a intervenir para cauterizar la herida y coserla de nuevo. Cuando acabe, quiero vigilarla unas horas, para asegurarme de que todo ha ido bien esta vez. Así que no podré ir a trabajar con Jonathan.


Que pensara en eso cuando tenía una emergencia como esa en sus manos, demostraba que era una persona excepcional.Paula no quería que creyera ni por un momento que se sentía molesta.


—Bueno, lo cierto es que Jonathan y yo hemos dado un paseo largo; ha decidido que no podía aguantar hasta llegar a casa para mancharlo todo, así que ha ido al baño en la calle.


—Felicidades —rio Pedro, divertido por su forma de narrar su última aventura con el perro—. Pero sabes que no basta con eso, ¿verdad? Hay que repetir el proceso muchas veces, hasta que se grabe en su cerebro. ¿Te acordaste de felicitarlo cuando acabó?


Paula apretó los labios. Sabía que había olvidado algo.


—¿Es tan importante felicitarlo? —preguntó, con la esperanza de oír que era un detalle menor.


—Sí que lo es, y me tomaré tu repuesta como un no. La siguiente vez que lo haga, hazle fiestas y dile que es un perrito fantástico. Créeme —aseguró—, funciona de maravilla.


Ella suspiró mirando al perro, que se había tumbado a sus pies, momentáneamente tranquilo.


—Me acordaré la próxima vez.


—Escucha, tengo que dejarte, pero puedes traer a Jonny mañana, de camino al trabajo, a no ser que te sientas lo bastante segura como para dejarlo en casa —matizó, para que no creyera que la estaba presionando para que dejara al perro en la clínica todo el día.


—Lo llevaré —aceptó ella rápidamente, aliviada porque no hubiera retirado la oferta. No era tan ingenua como para creer que un éxito implicara que el perrito había cambiado de hábitos para siempre—. Gracias.


—De nada. Tengo que irme —repitió. Colgó el teléfono sin darle tiempo a decir adiós.


Paula tuvo sentimientos encontrados tras colgar. No sabía si sentir alivio al saber que Pedro no iría, alivio por no estar a solas con él, o tristeza por esa misma razón.


Jonathan ladró y se dio cuenta de que ya no estaba a sus pies. El ladrido era apremiante. Tuvo la sensación de que estaba exigiendo el desayuno. Pedro, y su dilema actual, no serían parte de su vida si Jonathan no hubiera aparecido en la puerta de su casa aquella mañana.


—La vida era mucho más sencilla antes de que llegaras tú, Jonathan —dijo.


El perro siguió ladrando hasta que puso rumbo hacia la cocina. Mientras la seguía, el ladrido adquirió otro tono, casi triunfal.


Paula se rio. ¿Quién estaba adiestrando a quién? Tenía una clara sospecha. En ese momento, el tanteo era de Jonathan uno, Paula cero. Sacó una lata de comida perruna y la abrió.






DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 13




Eres, sin duda, una joven de increíble talento.


Pedro emitió el cumplido tras saborear el primer bocado de la pasta que había elegido al azar. Estaba rellena de nata montada y tenía el toque justo de amaretto. Era tan ligera que no lo habría sorprendido verla levitar.


—Solo horneo —dijo ella, encogiendo los hombros. Aunque agradecía el elogio, no quería darle la impresión de que iba a subírsele a la cabeza.


—No —corrigió Pedro—. Mi difunta madre, Dios la bendiga, «horneaba». Sus postres, cuando los hacía, sabían a amor, pero eran predecibles, buenos pero no especiales. Los tuyos son más que especiales. Tú no «horneas», tú creas. La diferencia es enorme.


Pedro hizo una pausa mientras se deleitaba de nuevo. Se comió casi tres cuartas partes de la pasta antes de seguir hablando.


—Suelo ser una de esas personas que comen para vivir, no que viven para comer. Nadie podría acusarme nunca de ser un comilón, o como se llamen esas personas que disfrutan hablando de sus «aventuras gastronómicas». Pero, si tuviera acceso a esto cada vez que me apeteciera disfrutar de una experiencia mística, cambiaría de afiliación, aparte de engordar una barbaridad. Por cierto —Pedro la miró de arriba abajo—, ¿por qué no estás gorda tú?


—Ya te lo he dicho, no me como lo que hago —antes de que él dijera que le costaba creerlo, siguió—. Sí, pruebo un poco de esto y de aquello, para asegurarme de que no hará vomitar a nadie, pero nunca he sentido deseos de comerme una bandeja de pastas.


La expresión de Pedro le indicó que le costaba conciliar eso con la reacción que sentía él hacia el resultado de sus esfuerzos culinarios.


—Yo en tu lugar, tendría una seria conversación contigo misma, porque esa testarudez te está impidiendo mantener una relación amorosa con tus papilas gustativas —lamió el poquito de nata montada que le quedaba en los dedos y descubrió que quería más—. ¿Cómo has inventado estas? —preguntó, señalando la bandeja de pastas que tenía más cerca.


La técnica de Paula no era ningún secreto. Se basaba en un enfoque práctico.


—En realidad es un proceso simple. Reúno un montón de ingredientes y veo adónde me llevan —a modo de refuerzo, Paula señaló los envases, tarros y cajas que estaban agrupados en un extremo de la encimera.


A él le parecía una forma extraña de explicarlo. Pero la gente creativa tenía un proceso mental distinto al del resto de los mortales.


—¿Qué significa eso? —preguntó con curiosidad—. ¿Miras los ingredientes hasta que, de repente, te hablan?


—No con tantas palabras, pero sí, puede. ¿Por qué?


Él movió la cabeza, aún maravillándose de que ese enfoque pudiera llevarla a crear algo tan divino. No le habría costado ningún esfuerzo comerse media docena de pastas seguidas.
—Intento familiarizarme con tu proceso creativo —respondió él—. Nunca había estado en presencia de una maga.


—Ni lo estás ahora. No es magia, es repostería. Y, por cierto —dijo—, acabas de comerte una de mis pastas «ligeras», bajas en calorías.


—Estás de broma —la miró, preguntándose si decía la verdad o lo estaba engañando.


—No cuando se trata de calorías —repuso ella con tono solemne.


—¿Bajas en calorías? —repitió él, mirando las pastas que quedaban en las bandejas.


—Sí —confirmó ella—. Ya te dije que no podías notar la diferencia.


Pedro movió la cabeza, claramente impresionado.


—Eso si que es repostería inspirada —musitó con asombro.


—Vale, eso sí lo acepto —dijo Paula. Si quería halagarla, no tenía por qué impedírselo—. ¿Puedo prepararte algo de cena para acompañar tu postre «mágico»? —preguntó, sorteando a Jonathan, que parecía ensimismado y pendiente de su héroe.


—No, gracias, estoy bien —al ver que ella enarcaba una ceja, continuó—. Compré una hamburguesa de camino hacia aquí. No quería molestarte.


—¿Y te la has comido ya? Porque aún puedo prepararte algo más comestible que una hamburguesa de un sitio de comida rápida.


A él le gustó cómo arrugaba la nariz con lo que parecía un inconsciente desdén hacia la industria de la comida rápida en general.


—No lo dudo, pero la hamburguesa rellenó el agujero de mi estómago, por el momento. Además, cuando te pedí dejar el adiestramiento para otro día, me refería también a lo de cenar. Salir a cenar —recalcó.


—En casa no hay que esperar a que te sienten —comentó ella. Para Paula, cocinar era una forma de expresarse y disfrutaba haciéndolo. Quería convencerlo de que no suponía ninguna molestia.


—¿No te gusta que te sirvan? —preguntó él.


—No especialmente —admitió ella. Después, para que no la creyera un bicho raro, añadió—. Pero no me gusta demasiado fregar los cacharros.


—¿Lo haces? —preguntó él con sorpresa—. ¿Fregar cacharros? —aclaró al no recibir respuesta.


—Sí —no entendía el porqué de la pregunta. Acababa de decirle que lo hacía.


—¿No funciona el lavavajillas? —miró el aparato, que estaba junto a la cocina.


—No lo sé, nunca lo he usado. Vivo sola y no me parece bien usar tanta agua para unos pocos platos.


—Entonces, espera hasta tener bastantes sucios para llenar el lavavajillas —sugirió él.


—Eso me parece aún peor —Paula tuvo que controlar un escalofrío al imaginarse platos sucios, unos sobre otros—. La idea de acumular cosas sucias hasta tener suficientes me suena fatal —dijo con sentimiento—. Es más fácil fregar sobre la marcha. Mi madre me enseñó eso —dijo, sin venir a cuento—. Esta era su casa, nuestra casa, aunque yo nunca colaboré económicamente. Mi madre se ocupaba de todo —recordó con cariño—. Necesitaba dos empleos, a veces tres, para pagar las facturas.


Siguió hablando, sumida en sus recuerdos.


—Si sobraba algo, lo apartaba para que yo fuera a la universidad. Para cuando llegó ese momento, había bastante dinero en ese fondo de ahorros. Suficiente para que pudiera empezar la carrera que quisiera.


—¿Adónde fuiste? —preguntó Pedro, interesado. Vio cómo su sonrisa se apagaba.


—No fui —Paula irradiaba dolor—. Ese fue el año que mi madre enfermó. Al principio, los médicos a los que visitó le decían que eran imaginaciones suyas. Hasta que uno decidió hacerle una serie de pruebas más complicadas y mi madre supo que no eran imaginaciones. Tenía un tumor cerebral.


Dijo el diagnóstico con voz tan queda que Pedro no lo habría oído si no hubiera estado cerca de ella.


—Para cuando lo encontraron, tenía tantas metástasis que extirparlas todas era demasiado difícil. La operaron e hicieron cuanto pudieron, hasta que mamá dijo: «Se acabó». Les dijo que quería morir en casa, entera. Y lo hizo —concluyó Paula con orgullo. Le tembló la voz mientras luchaba contra las lágrimas que surgían siempre que hablaba de su madre—. Utilicé el dinero de la universidad para pagar sus facturas médicas —Paula encogió los hombros con impotencia, como si eso la hubiera ayudado a soportar su pérdida—. Me pareció lo correcto.


Paula dejó de hablar para limpiarse las lágrimas que insistían en escapar de sus ojos


—Disculpa, me emociono mucho si hablo de mi madre durante más de dos minutos —intentó sonreír, con éxito parcial—. No era mi intención ponerme triste y sombría contigo.


—No importa —le aseguró él—. Sé lo que es perder a una madre que lo sacrificó todo por uno. Darías hasta el último céntimo para pasar un día más con ella. Pero como no puedes, intentas demostrarle al mundo que ella no se equivocaba respecto a ti. Que puedes hacer algo que cuente, algo que suponga una diferencia. No tengo ninguna duda de que en algún sitio, tu madre y la mía nos observan y están satisfechas de las personas que criaron con su esfuerzo —dijo él, con una sonrisa de consuelo.


Ella inspiró profundamente, esforzándose por controlar sus emociones. Lo que Pedro había dicho la reconfortaba mucho.


—¿De verdad piensas eso?


—Estoy seguro —replicó él. La miró y vio el brillo de una lágrima—. Te has dejado una.


Alzó su barbilla con la punta del dedo y la echó hacia atrás. 


Después, con el pulgar, Pedro limpió la lágrima vagabunda que surcaba su mejilla.


Sus ojos se encontraron un largo momento y ella tuvo la sensación de que el aliento que estaba conteniendo se solidificaba en su garganta.


Esperando.


Deseando.


Intentando no hacerlo.


Y entonces, todo lo demás, la cocina, las pastas, e incluso el activo perrito que era el responsable de que se hubieran conocido, se difuminó hasta desaparecer.


Ella era muy consciente del ritmo desbocado que había adquirido su corazón.


Pedro bajó la boca hacia la suya y suavemente, como un rayo de sol que acariciara su piel, la besó.


Se apartó de inmediato y, por un segundo, ella pensó que el latido frenético de su corazón lo había asustado.


—Perdona, no pretendía aprovecharme de ti de esa manera —dijo él, aún con la mano en su mejilla.


—No lo has hecho —Paula temía que se le cascara la voz—. Y no hay nada que perdonar, excepto…


—¿Excepto? —la animó él.


Paula movió la cabeza, no quería seguir. Solo iba a avergonzarse a sí misma, y a él, si decía más.


—He dicho demasiado —musitó.


—No —la contradijo él—, no has dicho suficiente. Excepto ¿qué? —insistió.


Paula titubeó. Quizás tenía derecho a saberlo.


—Excepto que tal vez no haya durado bastante —murmuró, con las mejillas ardiendo de rubor.


—Tal vez no —aceptó él—. Veamos si esta vez lo hago mejor —murmuró él, antes de posar la boca en la suya por segunda vez.


En esa ocasión, nada ocurrió a cámara lenta. Ella sintió el calor circular por sus venas a la velocidad del rayo, recorriendo todo su cuerpo.


Habían estado sentados en los taburetes giratorios de la cocina y Paula sintió cómo se deslizaba hacia el suelo, rodeando el cuello de Pedro con los brazos.


Él se levantó en el mismo instante que ella.


Sus cuerpos se juntaron. La electricidad que había entre ellos chisporroteaba con fuerza inusitada.


Él paladeó la dulzura de su boca con más intensidad que sus creaciones de harina y nata. El amaretto de la pasta le había gustado, pero el sabor de esos labios era mucho más embriagador.


Tanto que campanas de alarma empezaron a sonar en todo su cuerpo, advirtiéndole que estaba metiéndose en algo para lo que quizás no estuviera preparado.


La magnitud de sus sentimientos bastó para hacer que Pedro retrocediera, preocupado por la consecuencias que lo esperaban si no tenía cuidado.


No fue fácil, pero se obligó a apartarse.


—Tal vez sería mejor que me fuera —dijo, con voz grave, casi arenosa.


Ella necesitaba tiempo para recomponerse. Tiempo para intentar entender lo que estaba ocurriendo allí, aparte de su derrumbamiento. Tiempo para recomponer la coraza que rodeaba su corazón, ya que esta se había agrietado.


—Puede que sí —aceptó.


Pedro intentó recordar qué lo había llevado allí para empezar. Le resultaba difícil fijar sus pensamientos; estaban dispersos y difusos. Solo era consciente de cuánto la deseaba.


—Solo quería decirte en persona por qué no vine esta tarde —consiguió decir, al fin.


—Te lo agradezco —dijo ella—. Agradezco todo lo que has hecho —añadió.


Paula empezaba a serenarse, por fin. Experimentó un gran alivio al recuperar la capacidad de pensar. Volvía a sentirse en posesión de sus facultades mentales. Al menos lo suficiente para poder mantener una conversación normal.


Algo en ese hombre amenazaba el mundo que había construido cuidadosamente, y si no estaba en guardia, todo lo que había hecho para proteger su corazón se disiparía como el humo.


—¿Por qué no te llevas un par para el camino? O más si quieres —sugirió Paula, esforzándose por hablar con tono normal. No era fácil hablar con el corazón en la garganta.


—¿Un par para el camino? —repitió él. Acababan de besarse, se preguntó si se refería a eso, mirándola con incertidumbre.


—O más —repitió ella—. Puedo envolver tantas pastas como quieras llevarte. Incluso podrías llevar alguna a tu pobre vecino, para compensarlo por el mal rato que ha pasado.


Entonces, todo encajó. Paula hablaba de las pastas, no de besarlo otra vez. Pedro se rio, más de sí mismo y de lo que había interpretado, que de lo que Paula estaba diciendo.


—Eres demasiado generosa —dijo.


—Me gusta regalar sonrisas, y estas pastas hacen que la gente sonría.


—Eso es cierto —dijo él. Miró las bandejas de pastas—. Soy una prueba viviente de ello.


—Entonces, deja que te dé algunas —no sonó a petición, sino a declaración de intenciones.


Un par de minutos después, había ocho pastas envueltas en una caja de cartón.


—¿Seguro que no quieres más? —preguntó. Él la había detenido cuando alcanzaba la novena, alegando que ocho ya eran demasiadas.


—Las quiero todas —dijo con sinceridad. «Y ahora mismo quiero más que pastas», pensó. Se obligó a concentrarse para evitar que ese pensamiento asomara a su rostro—. Pero sería puro egoísmo, ya has empaquetado más que suficientes —como no quería dejarlo así, siguió hablando—: Puedo venir mañana por la tarde, si quieres, y retomarlo donde lo dejamos.


Demasiado tarde, Pedro se dio cuenta de que la mala formulación de esa última frase podía dar lugar a un malentendido.


—Donde dejamos el adiestramiento de Jonny —añadió, incómodo.


Nunca se le había dado bien hablar, no era de los que podían venderle cubitos de hielo a un oso polar, pero tampoco había tenido nunca tantos problemas para expresar lo que quería decir. Sin duda, esa mujer había empeorado su capacidad de comunicarse. Se preguntó por qué.


No tenía una respuesta clara, y la única que se le ocurría lo ponía muy nervioso.


—Eso sería muy amable de tu parte —decía Paula, mientras lo acompañaba a la puerta. Jonathan los acompañó, correteando y enredándose entre sus piernas—. Hornearé algo distinto la próxima vez —prometió con una sonrisa que a él se le metió bajo la piel.


—Si lo haces, tendré que empezar a comprarme la ropa en la sección de tallas grandes —rio Pedro, moviendo la cabeza y abriendo la puerta.


Paula lo recorrió con la mirada, como si quisiera confirmar lo que ya sabía.


—Falta mucho para que ocurra eso —le aseguró.


—No tanto como crees —contestó él, justo antes de salir. No se atrevía a seguir en el umbral ni un segundo más.


Ella le hacía desear cosas que no debía. Cosas que, si no recordaba mal, solo conducirían a un final infeliz en un futuro próximo.


«Ya has pasado por eso», pensó, mientras subía al coche y lo ponía en marcha.


Como si quisiera contradecirlo, el cálido aroma de las pastas pareció acentuarse, llenando el coche. Eso le hizo pensar en Paula durante todo el camino a casa.