viernes, 20 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 13




Eres, sin duda, una joven de increíble talento.


Pedro emitió el cumplido tras saborear el primer bocado de la pasta que había elegido al azar. Estaba rellena de nata montada y tenía el toque justo de amaretto. Era tan ligera que no lo habría sorprendido verla levitar.


—Solo horneo —dijo ella, encogiendo los hombros. Aunque agradecía el elogio, no quería darle la impresión de que iba a subírsele a la cabeza.


—No —corrigió Pedro—. Mi difunta madre, Dios la bendiga, «horneaba». Sus postres, cuando los hacía, sabían a amor, pero eran predecibles, buenos pero no especiales. Los tuyos son más que especiales. Tú no «horneas», tú creas. La diferencia es enorme.


Pedro hizo una pausa mientras se deleitaba de nuevo. Se comió casi tres cuartas partes de la pasta antes de seguir hablando.


—Suelo ser una de esas personas que comen para vivir, no que viven para comer. Nadie podría acusarme nunca de ser un comilón, o como se llamen esas personas que disfrutan hablando de sus «aventuras gastronómicas». Pero, si tuviera acceso a esto cada vez que me apeteciera disfrutar de una experiencia mística, cambiaría de afiliación, aparte de engordar una barbaridad. Por cierto —Pedro la miró de arriba abajo—, ¿por qué no estás gorda tú?


—Ya te lo he dicho, no me como lo que hago —antes de que él dijera que le costaba creerlo, siguió—. Sí, pruebo un poco de esto y de aquello, para asegurarme de que no hará vomitar a nadie, pero nunca he sentido deseos de comerme una bandeja de pastas.


La expresión de Pedro le indicó que le costaba conciliar eso con la reacción que sentía él hacia el resultado de sus esfuerzos culinarios.


—Yo en tu lugar, tendría una seria conversación contigo misma, porque esa testarudez te está impidiendo mantener una relación amorosa con tus papilas gustativas —lamió el poquito de nata montada que le quedaba en los dedos y descubrió que quería más—. ¿Cómo has inventado estas? —preguntó, señalando la bandeja de pastas que tenía más cerca.


La técnica de Paula no era ningún secreto. Se basaba en un enfoque práctico.


—En realidad es un proceso simple. Reúno un montón de ingredientes y veo adónde me llevan —a modo de refuerzo, Paula señaló los envases, tarros y cajas que estaban agrupados en un extremo de la encimera.


A él le parecía una forma extraña de explicarlo. Pero la gente creativa tenía un proceso mental distinto al del resto de los mortales.


—¿Qué significa eso? —preguntó con curiosidad—. ¿Miras los ingredientes hasta que, de repente, te hablan?


—No con tantas palabras, pero sí, puede. ¿Por qué?


Él movió la cabeza, aún maravillándose de que ese enfoque pudiera llevarla a crear algo tan divino. No le habría costado ningún esfuerzo comerse media docena de pastas seguidas.
—Intento familiarizarme con tu proceso creativo —respondió él—. Nunca había estado en presencia de una maga.


—Ni lo estás ahora. No es magia, es repostería. Y, por cierto —dijo—, acabas de comerte una de mis pastas «ligeras», bajas en calorías.


—Estás de broma —la miró, preguntándose si decía la verdad o lo estaba engañando.


—No cuando se trata de calorías —repuso ella con tono solemne.


—¿Bajas en calorías? —repitió él, mirando las pastas que quedaban en las bandejas.


—Sí —confirmó ella—. Ya te dije que no podías notar la diferencia.


Pedro movió la cabeza, claramente impresionado.


—Eso si que es repostería inspirada —musitó con asombro.


—Vale, eso sí lo acepto —dijo Paula. Si quería halagarla, no tenía por qué impedírselo—. ¿Puedo prepararte algo de cena para acompañar tu postre «mágico»? —preguntó, sorteando a Jonathan, que parecía ensimismado y pendiente de su héroe.


—No, gracias, estoy bien —al ver que ella enarcaba una ceja, continuó—. Compré una hamburguesa de camino hacia aquí. No quería molestarte.


—¿Y te la has comido ya? Porque aún puedo prepararte algo más comestible que una hamburguesa de un sitio de comida rápida.


A él le gustó cómo arrugaba la nariz con lo que parecía un inconsciente desdén hacia la industria de la comida rápida en general.


—No lo dudo, pero la hamburguesa rellenó el agujero de mi estómago, por el momento. Además, cuando te pedí dejar el adiestramiento para otro día, me refería también a lo de cenar. Salir a cenar —recalcó.


—En casa no hay que esperar a que te sienten —comentó ella. Para Paula, cocinar era una forma de expresarse y disfrutaba haciéndolo. Quería convencerlo de que no suponía ninguna molestia.


—¿No te gusta que te sirvan? —preguntó él.


—No especialmente —admitió ella. Después, para que no la creyera un bicho raro, añadió—. Pero no me gusta demasiado fregar los cacharros.


—¿Lo haces? —preguntó él con sorpresa—. ¿Fregar cacharros? —aclaró al no recibir respuesta.


—Sí —no entendía el porqué de la pregunta. Acababa de decirle que lo hacía.


—¿No funciona el lavavajillas? —miró el aparato, que estaba junto a la cocina.


—No lo sé, nunca lo he usado. Vivo sola y no me parece bien usar tanta agua para unos pocos platos.


—Entonces, espera hasta tener bastantes sucios para llenar el lavavajillas —sugirió él.


—Eso me parece aún peor —Paula tuvo que controlar un escalofrío al imaginarse platos sucios, unos sobre otros—. La idea de acumular cosas sucias hasta tener suficientes me suena fatal —dijo con sentimiento—. Es más fácil fregar sobre la marcha. Mi madre me enseñó eso —dijo, sin venir a cuento—. Esta era su casa, nuestra casa, aunque yo nunca colaboré económicamente. Mi madre se ocupaba de todo —recordó con cariño—. Necesitaba dos empleos, a veces tres, para pagar las facturas.


Siguió hablando, sumida en sus recuerdos.


—Si sobraba algo, lo apartaba para que yo fuera a la universidad. Para cuando llegó ese momento, había bastante dinero en ese fondo de ahorros. Suficiente para que pudiera empezar la carrera que quisiera.


—¿Adónde fuiste? —preguntó Pedro, interesado. Vio cómo su sonrisa se apagaba.


—No fui —Paula irradiaba dolor—. Ese fue el año que mi madre enfermó. Al principio, los médicos a los que visitó le decían que eran imaginaciones suyas. Hasta que uno decidió hacerle una serie de pruebas más complicadas y mi madre supo que no eran imaginaciones. Tenía un tumor cerebral.


Dijo el diagnóstico con voz tan queda que Pedro no lo habría oído si no hubiera estado cerca de ella.


—Para cuando lo encontraron, tenía tantas metástasis que extirparlas todas era demasiado difícil. La operaron e hicieron cuanto pudieron, hasta que mamá dijo: «Se acabó». Les dijo que quería morir en casa, entera. Y lo hizo —concluyó Paula con orgullo. Le tembló la voz mientras luchaba contra las lágrimas que surgían siempre que hablaba de su madre—. Utilicé el dinero de la universidad para pagar sus facturas médicas —Paula encogió los hombros con impotencia, como si eso la hubiera ayudado a soportar su pérdida—. Me pareció lo correcto.


Paula dejó de hablar para limpiarse las lágrimas que insistían en escapar de sus ojos


—Disculpa, me emociono mucho si hablo de mi madre durante más de dos minutos —intentó sonreír, con éxito parcial—. No era mi intención ponerme triste y sombría contigo.


—No importa —le aseguró él—. Sé lo que es perder a una madre que lo sacrificó todo por uno. Darías hasta el último céntimo para pasar un día más con ella. Pero como no puedes, intentas demostrarle al mundo que ella no se equivocaba respecto a ti. Que puedes hacer algo que cuente, algo que suponga una diferencia. No tengo ninguna duda de que en algún sitio, tu madre y la mía nos observan y están satisfechas de las personas que criaron con su esfuerzo —dijo él, con una sonrisa de consuelo.


Ella inspiró profundamente, esforzándose por controlar sus emociones. Lo que Pedro había dicho la reconfortaba mucho.


—¿De verdad piensas eso?


—Estoy seguro —replicó él. La miró y vio el brillo de una lágrima—. Te has dejado una.


Alzó su barbilla con la punta del dedo y la echó hacia atrás. 


Después, con el pulgar, Pedro limpió la lágrima vagabunda que surcaba su mejilla.


Sus ojos se encontraron un largo momento y ella tuvo la sensación de que el aliento que estaba conteniendo se solidificaba en su garganta.


Esperando.


Deseando.


Intentando no hacerlo.


Y entonces, todo lo demás, la cocina, las pastas, e incluso el activo perrito que era el responsable de que se hubieran conocido, se difuminó hasta desaparecer.


Ella era muy consciente del ritmo desbocado que había adquirido su corazón.


Pedro bajó la boca hacia la suya y suavemente, como un rayo de sol que acariciara su piel, la besó.


Se apartó de inmediato y, por un segundo, ella pensó que el latido frenético de su corazón lo había asustado.


—Perdona, no pretendía aprovecharme de ti de esa manera —dijo él, aún con la mano en su mejilla.


—No lo has hecho —Paula temía que se le cascara la voz—. Y no hay nada que perdonar, excepto…


—¿Excepto? —la animó él.


Paula movió la cabeza, no quería seguir. Solo iba a avergonzarse a sí misma, y a él, si decía más.


—He dicho demasiado —musitó.


—No —la contradijo él—, no has dicho suficiente. Excepto ¿qué? —insistió.


Paula titubeó. Quizás tenía derecho a saberlo.


—Excepto que tal vez no haya durado bastante —murmuró, con las mejillas ardiendo de rubor.


—Tal vez no —aceptó él—. Veamos si esta vez lo hago mejor —murmuró él, antes de posar la boca en la suya por segunda vez.


En esa ocasión, nada ocurrió a cámara lenta. Ella sintió el calor circular por sus venas a la velocidad del rayo, recorriendo todo su cuerpo.


Habían estado sentados en los taburetes giratorios de la cocina y Paula sintió cómo se deslizaba hacia el suelo, rodeando el cuello de Pedro con los brazos.


Él se levantó en el mismo instante que ella.


Sus cuerpos se juntaron. La electricidad que había entre ellos chisporroteaba con fuerza inusitada.


Él paladeó la dulzura de su boca con más intensidad que sus creaciones de harina y nata. El amaretto de la pasta le había gustado, pero el sabor de esos labios era mucho más embriagador.


Tanto que campanas de alarma empezaron a sonar en todo su cuerpo, advirtiéndole que estaba metiéndose en algo para lo que quizás no estuviera preparado.


La magnitud de sus sentimientos bastó para hacer que Pedro retrocediera, preocupado por la consecuencias que lo esperaban si no tenía cuidado.


No fue fácil, pero se obligó a apartarse.


—Tal vez sería mejor que me fuera —dijo, con voz grave, casi arenosa.


Ella necesitaba tiempo para recomponerse. Tiempo para intentar entender lo que estaba ocurriendo allí, aparte de su derrumbamiento. Tiempo para recomponer la coraza que rodeaba su corazón, ya que esta se había agrietado.


—Puede que sí —aceptó.


Pedro intentó recordar qué lo había llevado allí para empezar. Le resultaba difícil fijar sus pensamientos; estaban dispersos y difusos. Solo era consciente de cuánto la deseaba.


—Solo quería decirte en persona por qué no vine esta tarde —consiguió decir, al fin.


—Te lo agradezco —dijo ella—. Agradezco todo lo que has hecho —añadió.


Paula empezaba a serenarse, por fin. Experimentó un gran alivio al recuperar la capacidad de pensar. Volvía a sentirse en posesión de sus facultades mentales. Al menos lo suficiente para poder mantener una conversación normal.


Algo en ese hombre amenazaba el mundo que había construido cuidadosamente, y si no estaba en guardia, todo lo que había hecho para proteger su corazón se disiparía como el humo.


—¿Por qué no te llevas un par para el camino? O más si quieres —sugirió Paula, esforzándose por hablar con tono normal. No era fácil hablar con el corazón en la garganta.


—¿Un par para el camino? —repitió él. Acababan de besarse, se preguntó si se refería a eso, mirándola con incertidumbre.


—O más —repitió ella—. Puedo envolver tantas pastas como quieras llevarte. Incluso podrías llevar alguna a tu pobre vecino, para compensarlo por el mal rato que ha pasado.


Entonces, todo encajó. Paula hablaba de las pastas, no de besarlo otra vez. Pedro se rio, más de sí mismo y de lo que había interpretado, que de lo que Paula estaba diciendo.


—Eres demasiado generosa —dijo.


—Me gusta regalar sonrisas, y estas pastas hacen que la gente sonría.


—Eso es cierto —dijo él. Miró las bandejas de pastas—. Soy una prueba viviente de ello.


—Entonces, deja que te dé algunas —no sonó a petición, sino a declaración de intenciones.


Un par de minutos después, había ocho pastas envueltas en una caja de cartón.


—¿Seguro que no quieres más? —preguntó. Él la había detenido cuando alcanzaba la novena, alegando que ocho ya eran demasiadas.


—Las quiero todas —dijo con sinceridad. «Y ahora mismo quiero más que pastas», pensó. Se obligó a concentrarse para evitar que ese pensamiento asomara a su rostro—. Pero sería puro egoísmo, ya has empaquetado más que suficientes —como no quería dejarlo así, siguió hablando—: Puedo venir mañana por la tarde, si quieres, y retomarlo donde lo dejamos.


Demasiado tarde, Pedro se dio cuenta de que la mala formulación de esa última frase podía dar lugar a un malentendido.


—Donde dejamos el adiestramiento de Jonny —añadió, incómodo.


Nunca se le había dado bien hablar, no era de los que podían venderle cubitos de hielo a un oso polar, pero tampoco había tenido nunca tantos problemas para expresar lo que quería decir. Sin duda, esa mujer había empeorado su capacidad de comunicarse. Se preguntó por qué.


No tenía una respuesta clara, y la única que se le ocurría lo ponía muy nervioso.


—Eso sería muy amable de tu parte —decía Paula, mientras lo acompañaba a la puerta. Jonathan los acompañó, correteando y enredándose entre sus piernas—. Hornearé algo distinto la próxima vez —prometió con una sonrisa que a él se le metió bajo la piel.


—Si lo haces, tendré que empezar a comprarme la ropa en la sección de tallas grandes —rio Pedro, moviendo la cabeza y abriendo la puerta.


Paula lo recorrió con la mirada, como si quisiera confirmar lo que ya sabía.


—Falta mucho para que ocurra eso —le aseguró.


—No tanto como crees —contestó él, justo antes de salir. No se atrevía a seguir en el umbral ni un segundo más.


Ella le hacía desear cosas que no debía. Cosas que, si no recordaba mal, solo conducirían a un final infeliz en un futuro próximo.


«Ya has pasado por eso», pensó, mientras subía al coche y lo ponía en marcha.


Como si quisiera contradecirlo, el cálido aroma de las pastas pareció acentuarse, llenando el coche. Eso le hizo pensar en Paula durante todo el camino a casa.





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