martes, 17 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 3





Lo primero que sorprendió a Pedro cuando entró en la Sala 3 fue que la mujer estuviera de pie, no sentada. Era obvio que se sentía incómoda. El perrito que había con ella parecía ser quien dominaba la situación. Sonrió mientras evaluaba lo que veía.


—El perro no es tuyo, ¿verdad?


—¿Cómo lo sabes? —preguntó Paula, atónita.


Solo le había dado su nombre a la recepcionista, una joven morena, llamada Erika, que había asentido y le había dicho que «la señora Manetti ha llamado para avisar sobre su visita». Después, uno de los ayudantes del veterinario la había conducido, junto con Jonathan, a la sala de consulta.


—¿Te lo ha dicho Teresa? —preguntó Paula.


—¿Teresa? —repitió Pedro, confuso.


Paula decidió que su hipótesis era errónea.


—Es igual. ¿Cómo sabes que no es mío? —se preguntaba si los dueños de animales tenían un aspecto especial. Algún rasgo inherente del que carecía el resto de los mortales.


—Lleva una cuerda al cuello —apuntó Pedro, señalando con la cabeza al inquieto perrito, que parecía ansioso por correr de un rincón a otro.


Paula pensó que seguramente consideraba eso un rasgo de crueldad hacia los animales.


—La necesidad es la madre de la ciencia —dijo—. Hice un lazo y até la cuerda porque no tenía otra forma de asegurarme de que me siguiera.


El aura de vulnerabilidad de la joven de pelo largo y castaño lo atrajo. Pedro la estudió, pensativo y serio, para evitar que creyera que le hacía gracia y se estaba riendo de ella.


—No tenías una correa —concluyó él.


—No —confirmó Paula. Después, porque pensó que seguramente necesitaba más información para evaluar la salud del perrito, explicó la situación al guapo veterinario—. Lo encontré en mi puerta; de hecho, tropecé con él.


—Y supongo que no sabes de quién es.


—No. Si lo supiera, se lo habría devuelto a su dueño —dijo Paula—. Pero no lo había visto hasta esta mañana.


—Entonces, ¿cómo sabes que el perro se llama Jonathan? —que él viera, el animal no llevaba ninguna chapa de identificación.


—No lo sé —ella se encogió de hombros.


Pedro la estudió con curiosidad. Algo no cuadraba.


—Cuando llegaste, le dijiste a mi recepcionista que el perro se llamaba Jonathan.


—Es como yo lo llamo —explicó ella rápidamente—. No quería decir «perrito» o «eh, tú», así que le puse un nombre —la joven encogió los hombros con cierta impotencia—. Parece que le gusta. Al menos me mira cuando lo llamo así.


Pedro, decidió corregir esa interpretación, inofensiva pero errónea.


—Eso ocurre cuando se utiliza la entonación apropiada —le dijo—. Te contaré un secreto —bajó el tono de voz como si fuera a hacerle una confesión—. Si dijeras «Nevera» con el mismo tono, respondería exactamente igual.


Para demostrárselo, Pedro rodeó la camilla hasta situarse detrás del perrito. Una vez allí, llamó «Nevera» al perro. 


Jonathan volvió la cabeza y dio unos pasos para ver mejor a quién lo llamaba.


—¿Lo ves?


Ella asintió, pero en opinión de Pedro parecía más abrumada que convencida. Él había nacido amando a los animales y su mundo siempre había estado lleno de criaturas, grandes y pequeñas. Tenía una afinidad natural por ellas, heredada de su madre.


Opinaba que todo el mundo debería tener una mascota, porque los animales mejoraban la calidad de vida de sus dueños, y viceversa.


—Veamos, ¿cuánto tiempo hace que estáis juntos Jonathan y tú? —suponía que no hacía mucho, dado que el perrito y ella no parecían haber encontrado el ritmo adecuado aún.


Paula miró su reloj antes de responder.


—Dentro de diez minutos hará tres horas, más o menos —dijo.


—Tres horas —repitió él.


—Más o menos —añadió ella con voz queda.


Pedro hizo una pausa. Mientras estudiaba a la diminuta y atractiva joven que tenía ante sí, las esquinas de sus ojos se arrugaron por la sonrisa que afloró a su rostro.


—Nunca has tenido un perro, ¿verdad? —era una pregunta retórica. Tendría que haberlo adivinado en cuanto la había visto, no parecía nada cómoda.


—¿Se nota? —ella no supo si sentirse sorprendida o avergonzada por la pregunta.


—Das la impresión de tener miedo de Jonathan.


—No lo tengo —protestó ella con demasiado énfasis. Al comprobar que el veterinario seguía mirándola en silencio, se relajó un poco—. Bueno, no mucho —un segundo después, siguió—: Es muy rico y todo eso, pero tiene esos dientes…


—La mayoría de los perros los tienen —Pedro contuvo una risa—. Al menos, los sanos —se corrigió, pensando en un perro vagabundo al que había tratado en la perrera municipal unos días antes.


Paula sabía que no se estaba expresando bien. A veces le resultaba difícil comunicarse. Su destreza residía en la repostería que creaba, no en expresar sus pensamientos ante gente desconocida.


—Pero Jonathan lo muerde todo —dijo, tras animarse a intentarlo de nuevo.


—Eso tiene su razón. Está echando los dientes —explicó Pedro—. Cuando era niño, uno de mis primos hacía lo mismo —le confió—. Mordía todo y a todos hasta que terminaron de salirle los dientes de leche.


Como si quisiera darle la razón, el perrito intentó clavar los dientecillos en la mano del veterinario. En vez de quejarse, Pedro se rio y le acarició la cabeza con afecto. 


Antes de que Jonathan pudiera intentarlo por segunda vez, sacó un mordedor de goma con sonido del bolsillo de la bata. Jonathan miró el objeto: un pulpo verde lima con patas largas y rizadas.


El ambiente se llenó de ruidos agudos y chillones cuando el perrito concentró toda su energía en morder su nuevo juguete.


Durante un segundo, Pedro creyó captar un atisbo de envida en los ojos de la joven. Un leve rubor había teñido sus mejillas.


—Seguramente piensas que soy tonta —dijo Paula.


Lo último que él quería era que pensara que la estaba juzgando, bien o mal. No podía negar que se sentía atraído por ella.


—Lo que pienso es que tal vez necesites un poco de ayuda y guía en este tema —la corrigió.


«Oh, Dios, sí», estuvo a punto de exclamar Paula, pero consiguió controlarse a tiempo.


—¿Tienes algún libro que pueda leer? —preguntó con tono esperanzado.


—Si quieres leer alguno, puedo recomendarte varios —Pedro inclinó la cabeza, tenía algo más personal e inmediato en mente—. Pero siempre me ha parecido mejor la ayuda visual.


—¿Algo como un DVD? —inquirió Paula, sin saber bien a qué se podía referir.


—Algo más directo —sonrió él.


Durante un instante, Paula se perdió en la sonrisa del veterinario. Sintió algo raro, tal vez una mariposa, revolotear en su estómago. Parpadeó, convencida de que lo había entendido mal.


El hombre era una sinfonía de encanto, desde el pelo rubio oscuro, pasando por el atractivo rostro con hoyuelos hasta los anchos hombros. Ella estaba acostumbrada a ser casi invisible ante personas tan dinámicas como él. Cuanto más vibraban, más se desvaía ella, como si se encogiera ante la efervescencia de los demás.


Teniendo eso en cuenta, parecía poco plausible que Pedro hubiera dicho lo que había creído entender. 


Decidió aclarar las cosas.


—¿Estás ofreciéndote a ayudarme con el perro?


Para su sorpresa, en vez de parecer molesto o desechar la pregunta por completo, él se rio.


—Si necesitas preguntarlo, debo haberlo hecho muy mal, pero sí, me estoy ofreciendo como voluntario —de repente, se le ocurrió algo importante—. A no ser, claro, que tu marido o novio, o ser querido, se oponga a que te guíe por los vericuetos de la propiedad de un perrito.


Paula tenía su imagen de persona sin pareja tan asumida que suponía que todo el mundo la veía así. Que el veterinario considerara otra posibilidad la desconcertó un poco.


—No hay marido, novio ni ninguna otra persona que pueda oponerse —dijo. Su aclaración fue recompensada con otra destellante sonrisa.


—Ah, entonces, a no ser que tengas alguna objeción, puedo acompañarte al parque canino este fin de semana, para darte algunas pistas.


Ella ni siquiera había sabido que existieran los parques caninos, y menos en Bradford, pero optó por no expresar su desconocimiento.


—En cualquier caso —añadió el veterinario—. Hay algo que debo corregir ahora mismo.


—¿Qué estoy haciendo mal? —Paula se preparó para escuchar sus críticas.


—No tú, yo —enmendó él, afable—. Acabo de referirme a la propiedad de un perrito.


—Si, lo sé, te he oído —dijo ella, sin entender adónde quería llegar con ese comentario.


—En realidad, es incorrecto —dijo él—. Eso indicaría que eres propietaria del perrito, cuando en realidad…


—¿El perrito es propietario de mí? —adivinó ella. No le costaba imaginarse al cachorro tomando las riendas de la situación, pero Pedro negó con la cabeza.


—Sois dueños el uno del otro, y a veces, incluso esos límites se emborronan un poco —admitió él—. Si lo haces bien, la mascota se convierte en parte de tu familia y tú en la familia de ella.


Durante un momento, Paula se olvidó de resistirse a experimentar los sentimientos a los que se refería el veterinario. Y también se permitió creer que podía ser parte de algo mayor que sí misma, dado que eso prometía paliar la soledad que sentía cuando no estaba en el trabajo.


Cuando regresaba a su casa y a su existencia solitaria.


Rápidamente, se obligó a echar el cerrojo y dar marcha atrás, retrayéndose al mundo espartano en el que había vivido desde la muerte de su madre.


—Eso suena parecido a algo que leí una vez en un libro infantil —dijo con voz cortés.


—Es muy probable —concedió Pedro—. Los niños ven el mundo de forma mucho más honesta que nosotros. No suelen tener que inventar excusas ni buscar maneras de expresar lo que sienten, simplemente, sienten —enfatizó la última palabra con admiración. Después volvió al tema que los ocupaba—. Como tu relación con Jonathan se limita a unas horas, supongo que no tienes información sobre su corta vida.


—Ni la más mínima —confesó ella.


Pedro, sin comentarios, centró su atención en el paciente de cuatro patas.


—Bueno, voy a calcular su edad…


—¿Cómo puedes hacer eso? —preguntó ella, sintiendo curiosidad por el procedimiento.


—Por sus dientes —aclaró Pedro—. Los mismos dientes que te han mordido —esbozó una sonrisa indulgente que a ella le pareció de lo más sexy—. Le han salido los dientes de leche. Parece un labrador de pura raza, así que puedo aplicar el patrón general de tamaño y crecimiento. Teniendo en cuenta los dientes y el tamaño de sus patas en relación con el resto del cuerpo, diría que no tiene más de cinco o seis semanas. También, por sus patas, puedo predecir que va a ser un perro muy grande —concluyó el veterinario.


Ella miró al perrito. Jonathan parecía estar esforzándose por atraer la atención del veterinario. Indiscutiblemente, el cachorro era encantador, siempre y cuando no la estuviera mordiendo.


—Bueno, supongo que eso no es algo que yo vaya a ver —murmuró, más para sí misma que para el hombre que examinaba al animal.


—¿Te importa que te pregunte por qué no? —Pedro la contempló con curiosidad.


—No.


—¿No? —repitió él, sin saber cómo interpretar la respuesta.


—Quería decir que no me importa que me lo preguntes —Paula se recriminó mentalmente. Sin duda, ese día su cerebro trabajaba a cámara lenta.


—¿Y la respuesta a mi pregunta es…? —la animó él, al ver que no ofrecía más información.


—Oh.


Un intenso rubor acompañó al monosílabo. Paula no sabía por qué estaba comportándose como la típica tonta del pueblo. Era como si hubieran sumergido su cerebro en sirope y este, embotado, fuera incapaz de recuperar su velocidad normal.


—Porque en cuanto salga de aquí con Jonathan, voy a preparar carteles y pegarlos por el vecindario —le aclaró al veterinario. Dibujaba bastante bien, y pensaba dibujar al perrito en el póster—. Alguien tiene que estar buscándolo por ahí.


—Si no piensas quedártelo, ¿por qué lo has traído para que lo examinara?


—No quería arriesgarme a que tuviera algún problema —contestó ella, pensando que al veterinario tendría que haberle parecido obvio—. Aunque no vaya a quedármelo, no tengo por qué tratarlo con negligencia.


—¿Así que eres una buena samaritana?


Ella rechazó lo que podría haber interpretado como un cumplido. Desde su punto de vista, no estaba haciendo nada especial, solo lo que haría cualquiera en su lugar, siempre que tuviera un atisbo de conciencia.


—Sí, algo así.


—Pues creo que Jonathan tuvo suerte al elegir tu puerta como campamento —se agachó para ponerse a la altura del perro—. ¿Verdad, chico? —preguntó con afecto, acariciándole la cabeza.


De nuevo, el perro reaccionó con entusiasmo, restregando la cabeza contra la mano del hombre y apretándose contra su cuerpo.


Paula tuvo la impresión de que el labrador pretendía fundirse con el veterinario.


—Bueno —dijo Pedro después de examinar brevemente al cachorro—, como parece bastante sano, ¿por qué no esperamos hasta la semana que viene antes de continuar con el examen? Luego, si nadie responde a tus anuncios, puedes traer a Jonathan otra vez y empezaré a vacunarlo.


—¿Vacunarlo? —cuestionó Paula.


Por su tono de voz,Pedro comprendió que la bien formada joven ni siquiera había pensado en eso. Era comprensible, teniendo en cuenta que nunca había tenido un perro.


—Los perros, igual que los niños, necesitan ser inmunizados —le aclaró.


—Ya —murmuró ella. Recordaba haber oído algo así en algún momento de su vida.


Pedro sonrió al oír su acuerdo tácito.


—Si no recibes una llamada de un dueño frenético antes del fin de semana, ¿te parecería bien una cita en el parque el domingo, alrededor de las once? —sugirió.


—Una cita —repitió ella.


Al ver cómo se habían ensanchado sus ojos, Pedro comprendió que no tendría que haber utilizado la palabra «cita». Había sido un descuido por su parte. Así que optó por quitar importancia a lo que podría convertirse en una situación comprometedora para ambos.


—Sí, pero tengo la sensación de que a Jonathan podría no gustarle ese término. Así que, por sencillez, y posiblemente por salvar la reputación de Jonathan —guiñó un ojo a Paula, que volvió a sentir una mariposa en el estómago—, ¿qué te parece si lo llamamos sesión de adiestramiento?


«Sesión de adiestramiento».


Esa frase conjuró en la mente de Paula una imagen que implicaba mucho trabajo.


—¿Harías eso? —preguntó, incrédula.


—¿Llamarlo sesión de adiestramiento? Claro.


—No, es decir, ¿por qué ibas ofrecerte a enseñarme a adiestrar al perro? —Paula pensó que tenía que aprender a expresase mejor.


—Porque, por experiencia personal, sé que vivir con un perro no adiestrado puede ser un infierno, para el perro y para la persona. Adiestramiento es sinónimo de supervivencia mutua —explicó él.


—Pero ¿no estás ocupado? —preguntó ella sintiéndose culpable por irrumpir en los planes de fin de semana del veterinario. Aunque estaba agradecida, la preocupaba estarle pareciendo necesitada o claramente inepta.


Pedro pensó en las cajas sin abrir que había por toda la casa, desde hacía ya tres meses, esperando a que las vaciara y acabara de instalarse. Había vuelto a la casa familiar, que no había vendido tras la muerte de su madre, porque, en su situación, le había parecido lo más natural. 


Ayudar a la mujer a entender al perrito hiperactivo era una buena excusa para retrasar un poco más el vaciado de las irritantes cajas.


—No más que cualquier persona normal —dijo.


—Si el perro sigue conmigo para el fin de semana, no podría pagarte la sesión de adiestramiento. Al menos, no de golpe. Pero podríamos acordar el pago a plazos —sugirió ella, que no quería parecer desagradecida.


—No recuerdo haber pedido ningún pago.


—Entonces, ¿por qué ibas a esforzarte tanto para ayudarme? —preguntó ella, desconcertada.


—Considéralo como un primer paso para ganarme una medalla al mérito.


Ella abrió la boca para decirle que no necesitaba su caridad, pero justo entonces una de sus ayudantes llamó a la puerta.


—Doctor, los pacientes se acumulan —dijo.


—Voy ahora mismo —replicó él. Se volvió hacia Paula—. Te veré en el parque canino el domingo a las once. Si tienes alguna pregunta antes de entonces, no dudes en llamarme. Estoy localizable aquí durante el día y en el móvil fuera del horario de trabajo.


—¿Aceptas consultas fuera de horario? —se sorprendió Paula.


—Los animales, igual que los niños, no se limitan a enfermar de ocho a seis —dijo él, abriendo la puerta.


—Espera, ¿cuánto te debo por la consulta de hoy? —preguntó ella, olvidando que la encargada de eso debía de ser la recepcionista.


—No cobro por hablar —respondió él, saliendo. Un perro ladraba con impaciencia en el vestíbulo.


Desapareció antes de que ella pudiera recordarle que, aunque brevemente, había examinado a Jonathan.





lunes, 16 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 2





—Eh, no recuerdo que este sea el día de «Lleva a tu mascota al trabajo» —bromeó Alfredo Delgado, uno de los chefs empleados en la empresa de catering de Teresa Manetti, cuando Paula entró sujetando una correa provisional, hecha de cuerda. El labrador negro estaba al otro extremo, dispuesto a investigar cada centímetro del local en cuanto lo soltara.


Teresa salió de su pequeño despacho y miró al animal con expresión inescrutable.


—Siento llegar tarde —le dijo Paula a la mujer que pagaba su sueldo—. He tenido una complicación.


—Desde aquí, se diría que la complicación te ha seguido —comentó Teresa.


Miró expectante a la joven que había acogido bajo su ala hacía poco más de un año. Había contratado a Paula como chef de repostería tras descubrir que creaba exquisiteces capaces de arrancar lágrimas de deleite a aquellos que las probaban. Pero, sobre todo, Teresa la había contratado porque Paula se había quedado sola en el mundo tras el fallecimiento de su madre. Teresa, al igual que sus amigas, Maria y Cecilia, era una mujer muy compasiva.


Las mejillas de Paula se tiñeron de rosa.


—Lo siento, estaba en el umbral cuando abrí la puerta. No podía dejarlo suelto en la calle. Si al volver a casa me lo hubiera encontrado atropellado por un coche, jamás podría perdonármelo.


—¿Por qué no lo has dejado en tu casa? —preguntó Alfredo, curioso—. Es lo que habría hecho yo —se agachó y rascó al perrito detrás de las orejas.


—Yo también lo habría hecho —contestó Paula—, pero hay un problema: por lo visto cree que el mundo es un enorme juguete que mordisquear.


—Así que lo has traído aquí —concluyó Teresa. No sonó a pregunta ni a acusación, sino a declaración de hecho. Sus labios se curvaron divertidos mientras miraba al animal—. Asegúrate de que no entre en la cocina.


—Aquí todo es de metal —Paula señaló a su alrededor, con la esperanza de que Teresa entendiera su punto de vista. Solo era una solución temporal—. Sus dientecitos no pueden causar ningún daño —miró a su jefa—. ¿Puede quedarse hoy?


Teresa simuló pensárselo, como si no hubiera tenido nada que ver con la mágica aparición del perrito en la puerta de su repostera. Cuando Maria había comentado que el hijo de su difunta amiga iba a abrir una clínica veterinaria a dos puertas de su agencia, para luego ofrecerlo como nuevo candidato de sus servicios «especiales», Teresa había sugerido emparejar a Pedro con Paula. Hacía tiempo que pensaba que la joven necesitaba que ocurriera algo positivo en su vida.


La estrategia para provocar un acercamiento había surgido espontáneamente cuando Cecilia les preguntó si conocían a alguien que quisiera adoptar a un cachorro. Su perra, Princesa, había tenido una camada de ocho hacía seis semanas y necesitaba colocarlos «antes de que se comieran su casa». Fue como un rayo que dio luz a su plan.


Teresa, que sabía a qué hora solía salir Paula de casa, informó a Cecilia. Esta procedió a dejar al cachorro, el más pequeño de la camada, en su puerta. Para que se quedara allí, había insertado una golosina masticable en la trama del felpudo de bienvenida. Después había corrido de vuelta al coche a esperar hasta que Paula abriera la puerta.



*****


Una vez aceptada su presencia en el local de catering, el perrito procedió a olisquear e investigar cada rincón.


Paula lo vigilaba como un halcón, temiendo que hiciera algo terrible. Teresa era una persona maravillosa, pero todo el mundo tenía su límite y no quería que fuera el cachorro quien superara el de su jefa.


—Perdón, Teresa… —empezó Paula, apartando al cachorro de un rincón en el que había varias cajas de cartón—, ¿cuántos años tienen tus nietos?


—¿Por qué? —Teresa le dedicó una mirada intencionadamente disuasoria.


—¿No les encantaría tener un perrito? —ofreció Paula con una sonrisa animosa—. Podrías sorprenderlos con Jonathan.


—¿Jonathan? —Theresa enarcó una ceja, interrogante.


—El cachorrito —Paula señaló al labrador—. Tenía que llamarlo de alguna manera —explicó.


—Le has puesto nombre. Eso significa que ya te has encariñado —apuntó Alfredo, riéndose como si eso diera el asunto por concluido.


Paula esbozó una expresión de pánico. No quería encariñarse con nada. Aún estaba intentando superar la pérdida de su madre y reorganizar su vida. Asumir algo nuevo, aunque fuera una mascota, era inviable.


—No, claro que no —protestó—. Simplemente no podía seguir llamándolo «él».


—Claro que podías —la contradijo Alfredo con certidumbre—. Que no quisieras hacerlo significa que ya has creado un vínculo con esa inquieta bola de pelo.


—No, nada de vínculos —negó Paula con firmeza—. Ni siquiera sé cómo relacionarme con un animal. La única mascota que he tenido en mi vida fue un pececito de colores, Seymour, y solo vivió dos días —no dijo que eso la había convencido de que no estaba capacitada para ocuparse de mascota alguna.


—Entonces, ya es hora de que vuelvas a intentarlo, Paula —aseveró Alfredo que, obviamente, no veía las cosas de la misma manera—. No puedes aceptar la derrota con tanta facilidad.


—Teresa… —Paula apeló a la compasión de su jefa.


—Estoy de acuerdo con Alfredo —Teresa le puso una mano en el hombro—. Además, todavía no puedes darle el perro a nadie.


—¿Por qué? —peguntó Paula.


—Porque su dueño podría estar buscándolo en este mismo momento —explicó Teresa con un cuidado aire de inocencia.


Paula resopló. No había pensado en eso.


—Tienes razón —admitió, avergonzada—. Haré carteles y los pegaré por el barrio.


—Entretanto —continuó Teresa, mirando pensativamente a la bola de pelo negro—, te sugiero que compruebes que el animalito está sano.


—¿Y cómo voy a hacer eso? —inquirió Paula, que no tenía la más mínima noción de cómo cuidar a un ser no humano. Ni siquiera se le daban bien las plantas. Como todas se marchitaban y morían cuando caían en sus manos, había renunciado a intentarlo. La idea de ocuparse de un perro le provocaba escalofríos.


—Bueno, para empezar, si yo fuera tú, lo llevaría a un veterinario —sugirió Teresa.


—¿Un veterinario? —miró al perrito, que parecía embelesado con Alfredo. En ese momento, el chef lo deleitaba rascándole las orejas y el morro—. No parece enfermo. ¿Es necesario?


—Sin duda —contestó Teresa sin el menor titubeo—. Piénsalo, si alguien lo está buscando, ¿qué impresión darías si devolvieras al perro enfermo? Hasta podrían denunciarte por negligencia.


Paula se sintió acorralada. Lo último que deseaba era involucrarse en el cuidado de un ser vivo. Miró a Jonathan con inquietud.


—Ojalá no hubiera abierto la puerta esta mañana —se lamentó.


—Oh, ¿cómo puedes decir eso? Mira esta adorable carita —urgió Teresa, alzando la barbilla del perrito y volviendo su morro hacia Paula.


—Intento no hacerlo —contestó Paula con sinceridad. Pero Teresa tenía razón. No quería arriesgarse a que le pasara algo mientras estuviera temporalmente a su cargo. Temporalmente, sin duda—. En fin, ¿cómo busco a un veterinario que sea bueno pero no caro? No sé por dónde empezar —admitió mirando a Teresa, que había sido quien había sacado el tema a colación.


—Pues has tenido suerte —Teresa esbozó una sonrisa casi beatífica—. Sé de uno que acaba de abrir una clínica a dos puertas del negocio de una de mis mejores amigas. Le llevó a su perro Lazarus y asegura que hizo milagros con él.


Que Maria no tuviera perro era un detalle sin importancia en el conjunto del plan. Por norma, Teresa no mentía, pero en ciertos casos había que flexibilizar las normas, o saltárselas por completo.


—¿Quieres que la llame para pedirle su número de teléfono? —sugirió.


—Claro, ¿por qué no? —Paula, resignada, se encogió de hombros. Parecía tan buen plan como cualquier otro—. ¿Qué puedo perder? Solo es cuestión de dinero, ¿no?


Teresa sabía que la joven no andaba sobrada de dinero, así que decidió proponer lo que consideraba una inversión en la felicidad futura de Paula.


—Mira, hemos tenido un mes muy bueno. Yo pagaré la visita al veterinario —ofreció, acariciando la cabeza del inquieto perrito. Este se detuvo un segundo para disfrutar de la caricia y luego volvió concentrarse en olisquear todo lo que había a su alrededor—. Considéralo un regalo de mi parte.


—¿Y yo qué? —dijo Alfredo, simulando sentirse maltratado—. ¿Tienes algún regalo para mí, jefa?


—También pagaré tu visita al veterinario, si decides que necesitas ir —le devolvió Teresa, ya girando para entrar en su despacho.


Cerró la puerta y fue hacia el escritorio. No le gustaban los teléfonos móviles; en su opinión la conexión siempre era más clara en una línea fija. Alzó el auricular y marcó un número.


—Connor. Inmobiliaria —contestó Maria.


—Houston, tenemos un despegue —susurró Teresa con tono teatral.


—¿Teresa? ¿Eres tú?


—Claro que soy yo. ¿Quién si no iba a llamarte y decir algo así?


—No tengo ni idea. Teresa, no te ofendas, pero es obvio que ves demasiadas películas. ¿Qué se supone que quieres decir?


—Que Paula va a llevarle el cachorro al hijo de Francisca —replicó Teresa con voz impaciente.


—¿Y por qué no has dicho eso?


—Porque eso suena muy normal.


—A veces, Teresa, lo normal está muy bien. ¿Va a llevárselo hoy?


—Eso es lo que le he sugerido.


—Perfecto —dijo Maria con entusiasmo—. No hay nada como estar a dos puertas de un amor a punto de alzar el vuelo.


—No veo que eso sea diferente de «Houston tenemos un despegue» —protestó Teresa.


—Puede que no, Teresa —concedió Maria, sobre todo porque sabía que a su amiga le gustaba tener la razón—. Puede que no lo sea.






DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 1





Cómo se ha hecho tan tarde?


La exasperada, aunque retórica, pregunta resonaba en su cerebro mientras Paula Chaves recorría la casa comprobando que no había dejado las ventanas abiertas y que había echado el cerrojo de la puerta de atrás. No había habido muchos robos en su vecindario, pero vivía sola y eso la llevaba a ser cuidadosa.


Tenía la sensación de que los minutos volaban.


En otro tiempo siempre había sido más que puntual, ya se tratara de citas formales o de asuntos cotidianos. Pero eso había sido antes de que su madre falleciera, antes de quedarse sola y ser la única a cargo de los detalles de su vida.


A su modo de ver, había sido mucho más organizada y puntual cuando, además de cuidar de su madre, había tenido dos empleos para poder pagar las facturas médicas. 


Desde que solo era responsable de sí misma, parecía haber perdido la capacidad de organizarse. Si quería estar lista a las ocho, tenía que conminar a su mente para estarlo a las siete y media, y ni siquiera eso servía para lograr su objetivo.


Esa mañana se había dicho que saldría por la puerta a las siete. Eran las ocho y diez cuando se puso los zapatos de tacón.


—Por fin —murmuró, agarrando su bolso y lanzándose hacia la puerta mientras buscaba las llaves que, últimamente, tenían tendencia a perderse en algún rincón del enorme bolso.


Preocupada y absorta en la frenética búsqueda que estaba retrasándola aún más, Paula estuvo a punto de pisarlo.


En su defensa, no había esperado que hubiera nada en el umbral, y menos aún una bola de pelo negro en movimiento, que aulló patéticamente cuando pisó una de sus patas.


Paula saltó hacia atrás y se llevó la mano al pecho, para contener un corazón que parecía a punto de desbocarse. Al mismo tiempo, dejó caer el bolso que, tan lleno como una maleta, golpeó el suelo con fuerza, asustando aún más a la negra y peluda bola: un cachorro de labrador.


En vez de salir corriendo, como habría sido de esperar, el perro empezó a lamer una de sus sandalias y, en consecuencia, los dedos de sus pies. La lengüecita rosa le hizo cosquillas.


Sorprendida, al tiempo que encantada, Paula se agachó para ponerse a la altura del perrito, olvidando por el momento su apretada agenda.


—¿Te has perdido? —le preguntó.


Dado que estaba a su nivel, el labrador negro abandonó sus zapatos y empezó a lamerle la cara. Si hubiera habido un atisbo de dureza en el corazón de Paula, se habría convertido en papilla mientras se rendía por completo al inesperado invasor.


Cuando se puso en pie de nuevo, Paula miró a ambos lados de la calle residencial para comprobar si había alguien buscando con frenesí a su mascota perdida.


Solo vio al señor Baker, al otro lado de la calle, subiendo a su Corvette azul cielo, en el que conducía al trabajo a diario.


No prestó atención al sedán beis que había unos metros más adelante, ni vio a la mujer mayor que, encorvada en el asiento delantero, intentaba pasar desapercibida.


El perrito parecía estar solo.


Volvió a mirar al cachorro, que volvía a lamerle las sandalias. 


Echó un pie hacia atrás y luego el otro, pero solo consiguió que el labrador, concentrado en sus zapatos, entrara en la casa.


—Parece que tu familia aún no se ha dado cuenta de tu desaparición —le dijo.


El perrito la miró con la cabeza ladeada, como si estuviera escuchando cada palabra. Paula no pudo evitar preguntarse si el animal la entendía. Aunque cierta gente decía que los perros solo entendían las órdenes que les habían repetido una y otra vez, ella lo dudaba. El que tenía delante la miraba a los ojos y estaba segura de que entendía cada palabra.


—Tengo que ir a trabajar —le dijo al peludo e inesperado huésped.


El labrador siguió mirándola como si fuera la única persona en el mundo. Paula sabía reconocer cuándo había perdido la batalla. Con un suspiro, retrocedió y permitió al perrito acceso a la casa.


—De acuerdo, puedes entrar y quedarte hasta que vuelva —le dijo, rindiéndose a los cálidos ojos marrones que la miraban con atención.


Comprendió que, si dejaba al animal allí, tenía que proporcionarle comida y bebida. Giró sobre los talones y fue a la cocina a buscar algo.


Llenó un cuenco de agua y sacó unas lonchas de la carne asada que había comprado la noche anterior, cuando volvía a casa del trabajo.


Puso las lonchas sobre una servilleta y la dejó en el suelo, junto con el cuenco.


—Esto te bastará hasta que vuelva —le dijo al perrito que, en vez de ir hacia la comida, como había esperado, se entretenía mordisqueando una pata de la silla de la cocina.


—¡Eh! —gritó—. ¡Deja eso!


El cachorro siguió mordiendo hasta que lo apartó de la silla. 


Entonces la miró, confuso.


Solo llevaba cinco minutos dentro de la casa y ya se había convertido en un problema.


—Oh, cielos, te están saliendo los dientes, ¿verdad? Si te dejo aquí, para cuando vuelva todo estará devastado como si hubiera llegado una plaga de langostas, ¿verdad? —Paula suspiró. Tenían razón quienes decían que toda buena acción tenía su castigo—. Bueno, pues entonces no puedes quedarte —Paula miró la cocina y la salita que había tras ella. 


Casi todos los muebles, excepto el televisor, tenían más años que ella—. No tengo dinero para comprar muebles nuevos.


Como si entendiera que estaban a punto de echarlo, el perrito la miró y empezó a gemir.


Paula, de corazón blando, supo que no podía ganarle la partida a la triste bola peluda de cuatro patas. Cerrarle la puerta sería como abandonarlo en mitad de una ventisca.


—Vale, vale, puedes venir conmigo —gimió, rindiéndose—. Puede que alguien del trabajo tenga alguna idea sobre qué puedo hacer contigo.


Estudió al cachorro con inquietud, preguntándose si la mordería en el caso de que intentara agarrarlo. Su experiencia con los perros se limitaba a lo que había visto en televisión. Había comprendido que no podía dejarlo solo en casa, pero tenía la sensación de que el labrador no había sido adiestrado para obedecer.


Estuviera adiestrado o no, al menos tenía que intentar que siguiera sus instrucciones. Así que volvió hacia la puerta de entrada. El perrito la observaba con atención, pero clavado en el sitio. Paula se dio tres palmadas en el muslo. El animal ladeó la cabeza como si dijera «¿Ahora qué?


—Vamos, chico, ven aquí —lo llamó Paula, volviendo a palmearse la pierna, esta vez más rápido. El perrito se acercó con una expresión que parecía gritar: «Vale, aquí estoy. ¿Ahora qué?».


Paula no tenía respuesta a la pregunta, pero esperaba obtenerla en menos de una hora.




DELICIAS DE AMOR: PROLOGO







No me recuerdas, ¿verdad?


Maria Connors, abuela juvenil, exitosa agente inmobiliaria y casamentera por excelencia, miró al joven alto, guapo y rubio que había en el umbral de la puerta de su agencia. 


Hizo un rápido repaso mental de los muchos rostros con los que había interactuado en los últimos años, tanto profesional como personalmente. Pero no consiguió recordar al joven. 


Su sonrisa le resultaba familiar, pero el resto de su persona no.


Siempre honesta, Maria no intentó disimular su falta de memoria. Negó con la cabeza.


—Me temo que no —admitió.


—Era mucho más joven entonces, y supongo que parecía un palitroque rubio —le dijo él.


Ella no recordaba la cara, pero la sonrisa y la voz reverberaron en su memoria. La voz del joven era más grave, pero su cadencia le resultaba familiar. La había oído antes.


—Tu voz me suena y sé que he visto esa sonrisa antes, pero… —la voz de Maria se apagó mientras estudiaba su rostro—. Sé que no te he vendido una casa —afirmó. Eso no lo habría olvidado.


Recordaba a todos sus clientes y a todas las parejas que Teresa, Cecilia y ella habían unido en los últimos años. 


Desde su punto de vista, ella y sus mejores amigas habían encontrado su vocación unos años antes, cuando, desesperadas porque sus hijos se casaran y crearan sus propias familias, habían utilizado sus contactos en los tres negocios que dirigían para encontrarles parejas adecuadas.


Dado su gran éxito, habían descubierto que no podían dejarlo tras casar a todos sus retoños. Así que habían seguido con amigos y clientes.


Trabajaban en secreto, sin permitir que los dos sujetos involucrados supieran que estaban siendo emparejados. No lo hacían por afán de lucro, sino por la intensa satisfacción de saber que habían unido con éxito a dos almas gemelas.


El joven que tenía ante sí no era un cliente profesional ni privado, pero le era familiar.


—Me temo que tendrás que apiadarte de mí y decirme por qué reconozco tu sonrisa y tu voz pero no lo demás —dijo Maria, encogiéndose de hombros. De repente, tuvo una intuición—. Eres el hijo de alguien, ¿verdad?


Se preguntó de quién. No llevaba suficiente tiempo como agente inmobiliaria ni como casamentera para que ese joven pudiera ser un fruto de su trabajo.


—Lo era —clavó en ella sus ojos azules.


«Era». En cuanto oyó eso, lo supo.


—Eres el hijo de Francisca Alfonso, ¿verdad?


—Mamá siempre decía que eras muy aguda —sonrió—. Sí, soy el hijo de Francisca.


De inmediato, Maria conjuró la imagen de una mujer de risueños ojos azules y sonrisa fácil, que mantenía incluso ante cualquier adversidad.


La misma sonrisa que tenía ante sí.


—¿Pedro? —titubeó—. ¡Pedro Alfonso! —lo envolvió en un cálido abrazo—. ¿Cómo estás? —preguntó entusiasmada.


—Muy bien, gracias —respondió él—. Y parece que vamos a ser vecinos.


—¿Vecinos? —repitió Maria, confusa.


No había ninguna vivienda en venta en su manzana. Estaba al tanto de todas las casas que salían a la venta en el vecindario y en el resto de la ciudad, así que Maria supuso que el hijo de su amiga estaba equivocado.


—Sí, acabo de alquilar el local que hay a dos puertas de este —explicó él, refiriéndose al centro comercial en el que se encontraba la agencia inmobiliaria.


—¿Alquilado? —repitió ella. Esperaba que le dijera a qué se dedicaba sin tener que preguntarlo.


—Sí, me pareció que era un lugar ideal para mi consulta —respondió Pedro.


—¿Eres médico? —aventuró, dado que su propia hija era pediatra.


—De criaturas peludas, grandes y pequeñas —esbozó una sonrisa deslumbrante.


—Eres veterinario —concluyó Maria. Dio un paso atrás para mirarlo—. Pedro Alfonso —repitió—. Te pareces mucho a tu madre.


—Me tomaré eso como un cumplido —dijo él con calidez—. Siempre agradecí que tú y tus amigas ayudarais a mamá cuando estaba en tratamiento. No me dijo que estaba enferma hasta que se acercó el final —explicó. Eso le había dolido, pero, dadas las circunstancias, no había podido sino perdonar a su madre—. Ya sabes cómo era. Muy orgullosa.


—Muy orgullosa de ti —puntualizó Maria—. Recuerdo que me dijo que no quería interferir con tus estudios. Sabía que los dejarías si pensabas que ella te necesitaba.


—Lo habría hecho —aseveró él sin dudarlo.


Ella captó la nota de tristeza en su voz y cambió de tema. 


Francisca no habría querido que su hijo se recriminara por una decisión que ella había tomado por él.


—Así que veterinario, ¿eh? ¿Qué más ha cambiado en tu vida desde la última vez que te vi?


—No mucho —los anchos hombros subieron y bajaron con un gesto de despreocupación.


Llevada por el hábito, Maria miró su mano izquierda. No llevaba alianza, pero eso no implicaba necesariamente que fuera soltero.


—¿No hay una Señora Veterinaria?


Pedro, riendo, negó con la cabeza.


—No he tenido tiempo de encontrar a la mujer adecuada —confesó. No era cierto, pero no quería revisitar un tema doloroso—. Sé que mamá habría odiado esa excusa, pero así son las cosas. En fin, al ver tu nombre en la puerta, decidí venir a saludarte. Si algún día tienes un rato, pasa por mi consulta y hablaremos de mamá —ofreció.


—Lo haré —contestó Maria.


«Y más cosas», pensó, mientras Pedro salía. «A las chicas les va a encantar esto»







DELICIAS DE AMOR: SINOPSIS






¿Se atrevería aquella bella y tímida joven a arriesgarse por el hombre de sus sueños? 


La repostera Paula Chaves no quería comprometerse con nada que no fuera más allá de sus deliciosas pastas. Así que cuando un perrito apareció en su puerta, se sintió abrumada por la responsabilidad que eso conllevaba, y por la rapidez con la que se encariñó de la adorable criatura. Pero Paula no contaba con las consecuencias de llevar al lindo cachorro a visitar al atractivo veterinario local, Pedro Alfonso. El buen doctor le enseñó a llevar las riendas, o la correa, de la relación con su mascota… entre otras cosas, consiguiendo que Paula cuestionara su miedo al amor.